lunes, 26 de diciembre de 2016

TE QUIERO: EPILOGO





—¡Mamá, mírame! —exclamó por enésima vez su hija Sol.


Enseguida se lanzó desde una pequeña roca, esa vez de bomba, a las aguas de la poza.


—¿Has averiguado ya dónde esconde la EPO esta niña? —preguntó Pedro muy serio; estaba sentado con las piernas cruzadas sobre una toalla extendida al lado de la de Paula y tan solo llevaba un traje de baño verde que le llegaba a medio muslo.


Paula admiró una vez más aquel pecho ancho y moreno y, como había hecho tantas veces, se preguntó si Pedro Alfonso antes de ser millonario y futuro padre de familia no habría posado como modelo de discóbolo para algún escultor interesado en relanzar el estilo griego clásico.


—Por desgracia no, y es evidente que se ha vuelto a dopar —contestó muy seria también.


En ese momento, Sol salió del agua tiritando, se envolvió en otra toalla y se sentó sin dudarlo entre las piernas de Pedro que, al instante, la rodeó con sus brazos.


—Qué pena que la tía Candela y el tío Lucas no hayan podido pasar con nosotros la Semana Santa.


—Sí, es una pena. Hablé con Lucas antes de venir y estaba raro. Tengo la sensación de que trama algo. —Paula le lanzó a su marido una mirada cargada de significado.


—Ya iba siendo hora.


Sol ya no les escuchaba, su atención estaba concentrada en la barriga de su madre, que asomaba entre las dos piezas del bikini mucho más redondeada de lo que solía.


Pedro… —empezó a decir.


—Dime, enana.


—Cuando salga el bebé de la tripa de mamá tú serás su padre, ¿verdad?


—Verdad.


—Y ese bebé será mi hermano o mi hermana, ¿verdad?


—Verdad.


—Y te llamará papá, ¿verdad?


A Paula se le hizo un nudo en la garganta y tragó saliva.


—Verdad.


Sol jugueteó con la esquina de la toalla antes de preguntar:
—Y yo, ¿puedo llamarte papá?


Pedro le lanzó a su mujer una mirada por encima de la cabeza de la pequeña y a ella no se le escapó el brillo húmedo de sus ojos. Muy conmovida, escuchó su ronca respuesta:
—Por supuesto que puedes llamarme papá, así yo también podré llamarte hija mía. —Pedro la estrechó con fuerza y besó los empapados cabellos rubios. Con esfuerzo, se sobrepuso a la emoción y añadió—: Aunque lo más seguro es que siga llamándote enana desdentada.


Al oírlo, Sol se volvió hacia él y le regaló una amplia sonrisa llena de mellas.


—Bueno, eso no me importa, papá —respondió antes de colgarse de su cuello y abrazarlo con fuerza.



TE QUIERO: CAPITULO 42





Las últimas palabras de Paula apenas dejaron un eco en el silencio de la habitación. Pedro estaba muy pálido y ella permanecía muy quieta, con la vista baja, perdida aún en los recuerdos de aquella noche trágica. De pronto, Pedro se puso en pie, se arrodilló junto a su butaca y estrechó entre las suyas las manos que ella apretaba con fuerza en su regazo.


—Baby —su voz sonó ronca y persuasiva—, sabía que Álvaro había muerto en un accidente, pero desconocía los detalles. Es una historia espantosa, lo sé, pero no tienes por qué culparte; las cosas suceden y ya está. Tú no tienes la culpa de su muerte, no fuiste tú la que le obligó a beberse tres cervezas y luego salir a perseguirte a toda velocidad en moto sin ni siquiera ponerse el casco. No sé cómo has podido pensar que esta historia podría cambiar de alguna manera mis sentimientos hacia ti. Puedo imaginar lo que sentiste aquella noche…


—¡Pero esa es la cuestión! —lo interrumpió Paula con brusquedad, al tiempo que alzaba sus ojos, enrojecidos, pero completamente secos, y los clavaba en su rostro con una dureza que lo asustó—. ¡No puedes comprenderlo! ¡No tienes ni idea de lo que sentí aquella noche!


Su marido apretó sus manos con más fuerza entre las suyas tratando de tranquilizarla.


—Sé que te culpas de su muerte, sé…


—¡No sabes nada, Pedro! —gritó—. ¡Nadie lo sabe! ¡Solo yo! Y no fue culpa lo que sentí… — afirmó en un tono mucho más suave, y con una expresión de desesperación que le hizo contener el aliento—. Cuando comprendí que Álvaro había muerto… lo único que sentí fue alivio.


Paula clavó la vista de nuevo en una veta de la mesa, algo más oscura que el resto, que parecía hipnotizarla. Ya estaba. 


Por fin, había dicho en voz alta aquello que la había mantenido despierta más noches de las que quería recordar, atormentándola. No quería mirar a Pedro. No quería leer en sus ojos el horror y el rechazo que, por fuerza, semejante confesión tenía que haberle producido. Ahora comprendía lo mucho que había llegado a quererlo y la idea de perderlo todo, una vez más, la asustaba más allá de lo que podía expresar con palabras.


Esperaba que en cualquier momento él se pusiera en pie y abandonara el salón, asqueado, así que apenas comprendió qué era lo que ocurría cuando, en lugar de eso, Pedro enmarcó su rostro con sus grandes manos y la obligó a mirarlo a los ojos.


—No más secretos —susurró con las pupilas fijas en ella—. No más mentiras. Te amo. Eres mi esposa. No existe nada más allá de eso.


Al oír aquellos nuevos votos, pronunciados con tanta firmeza, las lágrimas empezaron a correr, incontenibles, por las mejillas femeninas, pero Paula no hizo nada por esconderlas. Los iris dorados se trabaron en los iris azules y, con la misma delicadeza que habría empleado al tocar las alas de una mariposa, tomó entre sus manos el rostro amado del hombre que después de años muy oscuros había
sido capaz de devolverle la esperanza y musitó a su vez:
—No más secretos. No más mentiras. Te amo. Eres mi esposo. No existe nada más allá de eso.


Despacio, muy despacio, sus labios se juntaron y con aquel beso las promesas que acababan de intercambiar cobraron vida, y todo lo que no fueran ellos dos desapareció por completo.





TE QUIERO: CAPITULO 41






—¡Ya estoy aquí!


Paula cerró la puerta con el pie, pues tenía las manos ocupadas con las bolsas de la compra.


Nadie contestó. La Tata se había ido hacía tres días al pueblo a cuidar de una tía suya que estaba muy enferma, y hacía tiempo que habían tenido que despedir al resto del servicio. Paula había llegado más tarde de lo que pretendía; hacía un par de semanas había encontrado su primer trabajo en una empresa que se dedicaba a la organización de bodas y, aunque no le hacía mucha gracia dejar a la niña al cuidado de su marido, no le había quedado otro remedio.


Su relación con Álvaro cada día estaba más deteriorada, pero, a pesar de los consejos de Candela, estaba decidida a permanecer a su lado. Había prometido serle fiel «en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de su vida» y ella, Paula Chaves del Diego y Caballero de Alcántara, no era de las que se tomaban sus promesas a la ligera. Solo esperaba que algún día volvieran las pocas «alegrías» que había disfrutado durante el primer año de su matrimonio.


—¡Álvaro, ya estoy aquí! —Dejó las bolsas en la cocina, lanzó una mirada de disgusto al fregadero, repleto de platos y vasos sucios, y se dirigió al salón, pero allí no encontró a nadie.


Al salir, descubrió uno de esos sobres acolchados de color amarillento, bastante abultado, sobre la consola del pequeño vestíbulo. Al ver que iba dirigido a ella, lo cogió, le dio la vuelta y le sorprendió que no hubiera remitente. Ya lo abriría más tarde, se dijo, y lo volvió a dejar donde estaba.


Preocupada ante la falta de respuesta, subió la escalera en dirección al dormitorio con rapidez. La casa estaba hecha un asco, había prendas de ropa y juguetes tirados por todas partes y los fue recogiendo con desgana. Entre el trabajo, las tareas domésticas que recaían sobre ella en ausencia de la Tata, el tener que subir y bajar todos los días a Madrid en coche —hacía varios meses que vivían en aquella destartalada casita que habían alquilado en un pueblo de la sierra porque resultaba más económica— con el consiguiente madrugón, y las malas noches que le estaba dando Sol últimamente por culpa de una muela que le estaba saliendo, estaba exhausta. De lo único de lo que su marido se encargaba era de alimentar a su hija de vez en cuando, y eso solo porque no podía resistir su llanto.


Paula se asomó al dormitorio y frunció la nariz. Estaba claro que nadie se había molestado en abrir la ventana para ventilar; olía a pañales sucios y a cerrado. Aquel día se había quedado dormida y no le había dado tiempo a hacer la cama, pero eso a Álvaro no parecía importarle; en ese momento roncaba con estrépito, tumbado en calzoncillos sobre las sábanas arrugadas.


Sol jugaba sobre la alfombra desgastada que ahora lucía nuevas manchas de color amarillo, provenientes, al parecer, del tarro de cristal medio vacío con el que jugaba la pequeña.


—Sol, mi vida, con eso no se juega —susurró procurando no despertar a su marido.


Paula la alzó entre sus brazos y la niña, encantada de verla, empezó a charlar animadamente en su graciosa media lengua. Una vez más, Paula frunció la nariz. Saltaba a la vista y al olfato que nadie se
 había molestado en cambiarle el pañal desde que ella se había ido a trabajar esa mañana.


Se detuvo un instante junto a la cama con la niña en brazos y, durante unos segundos, permaneció observando a Álvaro. 


Estaba muy flaco, y en su pecho se marcaban todas las costillas. Nada quedaba ya del atractivo y risueño muchacho que ella había conocido y del que se había enamorado con locura. A pesar de que seguía siendo guapo como un príncipe de cuento, su rostro empezaba a mostrar signos de la vida disipada que llevaba: tenía profundas ojeras y sus mejillas, sin afeitar, estaban chupadas. Tampoco su sueño era tranquilo. India sintió una punzada de compasión, pero, en ese momento, Sol empezó a tirar de su pelo, impaciente, y no le quedó más remedio que salir de la habitación. A toda velocidad, bañó a la niña y le puso el pijama.


Luego bajó a darle la cena. Por fortuna, la Tata había dejado varios tarros de puré preparados, así que calentó uno en el microondas y se lo dio. Aunque estaba muy cansada, Paula no pudo evitar sonreír al mirar la cara manchada de su hija; ni siquiera su pelo se había librado de la lluvia de puré de zanahorias. Cuando apenas le quedaban un par de cucharadas para acabar, Álvaro entró en la cocina y, como de costumbre, empezó a protestar.


—Podías hacer menos ruido. Llevo toda la mañana cuidando a la niña y, cuando por fin consigo dormirme, vas y me despiertas. —Abrió la puerta de la nevera con brusquedad y sacó una cerveza, tiró la chapa con descuido sobre la encimera y empezó a beber con ansia, directamente de la botella.


Paula lo miró en silencio mientras terminaba de dar de cenar a Sol. Iba descalzo y seguía en calzoncillos. De un tiempo a esa parte, aquella era su vestimenta habitual y tuvo que morderse la lengua para no decir nada al respecto. Sabía que la menor crítica de su parte tan solo provocaría una violenta discusión y le dolía demasiado la cabeza para soportarlo.


Observó con recelo a su marido, que volvía a abrir la nevera y sacaba dos botellas más; lo peor que podía ocurrir era que Álvaro empezara a beber cerveza tras cerveza con el estómago vacío.


—¿Quieres que te prepare algo de cena?


—No tengo hambre —contestó con sequedad, antes de abandonar la cocina con una botella en cada mano.


Paula limpió con un paño húmedo el rostro risueño de su hija y, como había hecho en centenares de ocasiones durante los últimos meses, se preguntó qué sería de ellas. Sacudió la cabeza decidida a hacer a un lado esos pensamientos tan negativos. No servía de nada pensar en el futuro, se dijo, lo mejor sería no darle muchas vueltas y tomar cada día como viniera. Alzó a la niña entre sus brazos, besó el suave pelo rubio con ternura y respiró con deleite aquel maravilloso olor a champú, a bebé y a cosas buenas.


Por suerte, Sol no protestó cuando la dejó en la cuna y, enseguida, se quedó dormida abrazada a su peluche favorito. Paula salió de puntillas de la habitación, dejó la puerta entornada y volvió a la cocina, dispuesta a poner un poco de orden. Cuando terminó de recoger se le cerraban los párpados; miró el reloj que estaba colgado en la pared y reprimió un suspiro al ver que ya casi eran las doce de la noche.


Al pasar por el vestíbulo se fijó en el sobre que seguía sobre la consola, sin abrir. Dudó si dejarlo allí hasta el día siguiente, pero, finalmente, decidió que a lo mejor era algo importante, así que rasgó la solapa y miró en el interior. 


Parecían fotografías. Curiosa, metió la mano y las sacó.


Y el tiempo se detuvo en ese instante.


Y el dolor se hizo insoportable.


Y algo se rompió dentro de ella.


Las fotos estaban tomadas a plena luz del día en un jardín junto a una piscina que Paula conocía bien. De hecho, era de las pocas casas que aún mantenía sus puertas abiertas para ellos. En las fotos, de una nitidez asombrosa, Álvaro permanecía en pie, al lado de una hamaca y, de rodillas frente a él, Lydia Verdasco, a la que hasta entonces había considerado una de las pocas amigas de verdad que le
quedaban, le hacía una felación.


La persona que había hecho las fotos debía haber empleado uno de los teleobjetivos más potentes del mercado; había primeros planos que no tenían nada que envidiar a una película pornográfica y la cámara había captado hasta el último detalle de las expresiones de ambos.


Paula se llevó la mano a la boca para ahogar una arcada violenta. Sintió un deseo casi incontenible de arrojar aquellas fotos al cubo de basura, que era a donde pertenecían; sin embargo, se obligó a mirarlas de nuevo una a una. Luego se dirigió al salón donde su marido, despatarrado en el sofá, daba cuenta de la tercera cerveza y arrojó el montón en su regazo. Algunas de ellas salieron despedidas en todas las direcciones, pero muchas cayeron en el sillón. Álvaro tomó una de las fotografías, le echó una ojeada con un gesto indolente y su único comentario fue:
—Bonitas fotos. —Le brillaban mucho los ojos y tenía las mejillas ligeramente sonrosadas, y ella supo al instante que el alcohol comenzaba a hacer efecto.


Paula apretó los puños con fuerza y notó que su cuerpo temblaba. Comprimió las mandíbulas para que no le castañetearan los dientes y, al cabo de un minuto, consiguió controlarse lo suficiente para decir:
—¿Eso es lo único que se te ocurre? —Odió el matiz lloroso de su voz, pero no pudo evitarlo.


Álvaro esbozó una sonrisa burlona y se encogió de hombros:
—¿Qué quieres que diga, Paula? De un tiempo a esta parte te has convertido en una tía aburrida. Solo hablas de pañales y purés, y cuando quiero sexo pones demasiadas excusas. Siento tener que decírtelo, pero la culpa es tuya.


Si él hubiera mostrado algún tipo de arrepentimiento, si hubiera pedido perdón, si tan solo le hubiera dicho que perdió la cabeza por unos instantes, quizá —aunque sabía que nunca olvidaría su traición— podría haber tratado de perdonarlo a pesar del dolor, a pesar de la horrible humillación; sin embargo, aquella indiferencia y su chulería fueron demasiado.


De pronto, tuvo una revelación y en su cabeza cristalizó una visión muy real de cómo sería su futuro al lado de aquel hombre. Comprendió que sus adicciones solo irían a más y su agresividad sería cada vez mayor, sin que ella pudiera hacer nada por ayudarlo, pues él la culpaba de todos sus males. Ya no se sentía tranquila dejándolo al cuidado de su hija y no podía permitir que la niña creciera en un ambiente de violencia y degradación. Aunque solo fuera por ella, por Sol, en aquel preciso instante Paula supo, sin asomo de duda, que debía alejarse de él.


Sin decir una palabra, dio media vuelta, salió de la habitación y subió corriendo a su dormitorio.


En una maleta metió de cualquier manera las cosas de su hija y suyas que consideró que serían más necesarias y se dijo que ya volvería otro día a recoger el resto; tenía que largarse de allí antes de que Álvaro reaccionara y tratara de hacerla cambiar de opinión. Irían a casa de Candela, decidió, y permanecerían allí unos días hasta que empezara a organizarse.


Bajó la pesada maleta por la escalera y la cargó en el coche. 


Cogió su bolso, se lo puso en bandolera para que no le estorbara y subió de nuevo al piso de arriba. Con mucho cuidado, alzó a Sol entre sus brazos, procurando que no se despertara, agarró la bolsa con el cambiador y los pañales y bajó de nuevo. Estaba atando a la niña, que por fortuna seguía dormida, a la sillita de seguridad cuando Álvaro apareció en el diminuto espacio cubierto de cemento que hacía las veces de garaje y patio de juegos. Se había puesto unos vaqueros, un jersey y unas deportivas y, al verlo, lo único que pudo pensar fue:
«Al menos se ha vestido. ¡Milagro!». A ella misma le sorprendió aquel pensamiento irónico teniendo en cuenta lo dramático de la situación.


—¡¿Adónde coño crees que vas?! —gritó sin que, al parecer, le importara lo más mínimo que los vecinos pudieran oírlo.


Paula terminó de abrochar el anclaje, se dio media vuelta y se enfrentó a él con serenidad.


—Me voy, Álvaro. Te dejo. A partir de ahora eres libre de estar con todas las mujeres que quieras sin remordimientos —recalcó las últimas dos palabras con retintín.


Él la agarró, furioso, apretando los dedos con fuerza en torno a su brazo.


—Ni tú ni la niña os iréis a ningún lado sin mí —afirmó con decisión.


Paula notó el brillo enloquecido de sus ojos y, de repente, sintió miedo de que le pegara; notaba que su marido estaba a punto de perder el control, así que, sin pararse a pensar, se soltó de un tirón y lo empujó con fuerza. Aquel ataque lo tomó por sorpresa y eso, unido al alcohol que había bebido, hizo que trastabillara y perdiera el equilibrio, lo que Paula aprovechó para subir al coche, arrancar y escapar de allí a toda velocidad en medio de un desagradable chirrido de neumáticos.


La carretera, de doble sentido y llena de curvas, estaba desierta. No había luna y estaba muy oscuro. A Paula no le gustaba nada conducir de noche; sin embargo, pisó el acelerador a fondo, sin despegar los ojos de la carretera. En un momento dado, levantó la vista hacia el espejo retrovisor y vio el resplandor del faro de una moto que se acercaba a toda velocidad. La luz aparecía y desaparecía en las curvas, pero era evidente que estaba ganando terreno y ella no necesitaba que nadie le dijera que el motorista que la conducía no era otro que Álvaro, decidido a no dejarlas escapar.


Muy nerviosa, aceleró aún más, pese a que su viejo Ford ya no estaba para muchos trotes. Aunque llevaba las luces largas encendidas, no distinguía bien el trazado y, en una de aquellas cerradas curvas, estuvo a punto de salirse de la carretera; con el corazón en la boca, dio un volantazo y consiguió recuperar el control. A pesar de lo brusco de su conducción, Sol seguía dormida y dio gracias a Dios por ello. 


Una nueva mirada al retrovisor le advirtió que Álvaro se acercaba cada vez más. Desesperada, siguió conduciendo a la misma velocidad suicida, pendiente en todo momento de aquel círculo de luz que se aproximaba sin pausa, hasta que, de pronto, un fuerte resplandor se reflejó en el espejo.


Paula siguió adelante durante unos metros antes de frenar en seco; la moto ya no estaba a la vista y, por la forma en que se contrajo su estómago, supo que había ocurrido algo terrible. Sin dudarlo, hizo un giro de 180 grados en mitad de la carretera y volvió por donde había venido a toda velocidad.


Conducía apretando el volante con tanta fuerza que enseguida le empezaron a sudar las palmas de las manos. A menos de un kilómetro divisó el resplandor de las llamas. 


Alargó la mano en dirección a su bolso y rebuscó frenética en su interior; estaba tan nerviosa que, en un momento dado, invadió el carril contrario y se vio obligada a dar otro brusco volantazo para enderezar el rumbo del coche.


Afortunadamente, la carretera estaba desierta a esas horas y no se cruzó con ningún otro vehículo mientras marcaba con dedos temblorosos el número de emergencias. La voz femenina al otro lado de la línea le hizo un sinfín de preguntas en un estudiado tono sereno y, aunque notaba que estaba a punto de sufrir un ataque de histeria, Paula respiró hondo y trató de contestar de forma coherente, hasta que, por fin, la mujer anunció que enviarían una ambulancia cuanto antes.


Al llegar a la altura del accidente hundió el pie en el freno con tanta fuerza que estuvo a punto de golpearse la frente con el volante; abrió la puerta con violencia y, sin detenerse a apagar el contacto, corrió hacia el lugar del siniestro aún con el móvil en la mano.


La pavorosa escena que alumbraban los faros de su coche hizo que empezara a hiperventilar y tuvo que apretar el puño contra sus labios para reprimir la arcada que subía por su garganta. La moto se había estrellado contra el grueso tronco de una encina y tan solo quedaba de ella un amasijo de hierros humeantes que aún ardían por algunas partes. El resplandor que había visto por el retrovisor seguramente había sido provocado por el estallido del depósito de la gasolina; por suerte, el terreno estaba húmedo y las llamas no habían ido a más.


Sin embargo, en esos momentos, Paula no pensaba en nada de eso; desesperada, miró a su alrededor buscando el cuerpo de su marido y lo descubrió varios metros más allá.


Tras la tremenda colisión Álvaro había salido despedido. No llevaba casco. Paula se acercó a su lado a toda prisa y, al descubrir el charco oscuro debajo de su cabeza, lanzó un gemido y se desplomó sobre sus rodillas. Sintió un ligero mareo y, por un segundo, pensó que se desmayaría, pero, con un esfuerzo sobrehumano, logró controlarse. Alargó el brazo y, con dedos temblorosos, tocó su hombro con mucho cuidado.


—¡Álvaro! ¡Álvaro! —sollozó sin atreverse a moverlo.


Paula se llevó una mano a la garganta, en un intento de ahogar sus propios gemidos y, deseosa de hacer algo, se agachó aún más sobre aquel cuerpo que yacía, inmóvil, sobre la tierra húmeda. Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero ni siquiera era consciente de que estaba llorando; toda su atención se concentraba en el rumor funesto que surgía del pecho de su marido cada vez que trataba de llenar sus pulmones de aire. Acongojada, trató de recordar algunas nociones de primeros auxilios, pero no se le ocurría nada que pudiera aliviarlo, así que se limitó a deslizar con delicadeza el dorso de su dedo por la mejilla, pálida y helada, al tiempo que le apremiaba con un susurro tembloroso:
—¡Álvaro, estoy aquí! ¡No te preocupes, ya he pedido ayuda y pronto vendrán a buscarte! ¡Álvaro, por favor!


Por toda respuesta, un ronco estertor surgió de los labios masculinos y luego…


Nada.


El universo entero enmudeció de pronto. Paul ya no escuchaba el crepitar de las llamas que aún lamían los hierros ennegrecidos de la moto ni el canto de los grillos; lo único que quedaba a su alrededor era un vacío tan denso que, al parecer, ningún sonido podía atravesarlo y, en ese preciso instante supo sin asomo de duda que Álvaro había muerto.


En estado de shock, clavó sus ojos en aquel rostro de rasgos consumidos que lucía la rigidez característica de la muerte y no pudo reconocer en él a su marido; aquel cuerpo era tan solo una carcasa vacía. Nada quedaba ahí del que había sido su esposo; el chico del que se había enamorado con locura a primera vista; su primer y único amante; el hombre con el que al principio de su matrimonio había compartido cientos de momentos felices y un montón de risas; el padre de su hija; el desconocido de los últimos tiempos que tanto la había hecho sufrir… Alvaro ya no estaba allí y, con una plegaria que brotó desde lo más hondo de su corazón, rogó que, donde fuera que hubiera ido, encontrara por fin la paz.


¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!


Los versos de una de las rimas de Bécquer, que había leído una y otra vez durante su adolescencia vinieron de repente a su cabeza.


—Oh, Álvaro —musitó con la voz quebrada—, qué solo te has quedado…


Muy despacio, deslizó de nuevo el dorso de sus dedos por la fría mejilla en una leve caricia y, justo en ese instante, escuchó a lo lejos el ulular de la sirena de la ambulancia que se acercaba a toda velocidad. Entonces, hundió el rostro entre las palmas de sus manos y rompió a llorar con tanta congoja que su cuerpo se sacudió con violencia, como si fuera a romperse.