miércoles, 13 de julio de 2016

RENDICIÓN: CAPITULO 3





El despacho al que Pedro la condujo le permitió darse cuenta del esplendor de la casa en la que se encontraba. Al contrario de muchas mansiones, que devoraban dinero y que raramente se encontraban en las mejores condiciones, y que cuyas imponentes fachadas daban paso a interiores tristes y dilapidados, aquella casa era tan magnífica en el interior como en el exterior. La decoración prestaba una gloriosa atención a todos los detalles. Todas las estancias por las que pasaron estaban magníficamente decoradas. Por supuesto, en muchas ocasiones Paula solo podía intuir lo que había al otro lado de las puertas medio abiertas, pero vio lo suficiente para darse cuenta de que en aquella mansión se había invertido mucho dinero, lo que era algo increíble teniendo en cuenta que no se utilizaba con regularidad.


Por fin, llegaron al despacho. Las paredes estaban cubiertas por estanterías y un imponente escritorio antiguo dominaba la estancia, coronado por un ordenador, un portátil y un pequeño montón de libros de leyes. Paula observó las cortinas color burdeos, el sobrio papel pintado y los lujosos sofás y sillones.


No habría asociado aquella decoración con él.


–Esto supone un cambio a lo que estoy acostumbrado en Londres. Soy un hombre más moderno, pero este despacho tan clásico me resulta muy tranquilizador –comentó como si le hubiera leído a ella el pensamiento mientras encendía el ordenador–. Cuando compré esta casa hace ya varios años, estaba prácticamente en ruinas. Pagué lo que se me pidió por su historia y porque quería asegurarme de que el dueño y su hija pudieran encontrar una vivienda dentro del estilo al que habían estado acostumbrados antes de que se les acabara el dinero. Ellos se mostraron sumamente agradecidos y solo me sugirieron que tratara de conservar un par de habitaciones con una decoración lo más cercana posible a la original. Esta fue una de ellas.


–Es muy bonita –afirmó ella desde la puerta. Efectivamente los colores oscuros resultaban relajantes. Pedro tenía razón.


Cuando lo miró, vio que él tenía el ceño fruncido.


–No hay necesidad de permanecer junto a la puerta –dijo él sin mirarla–. Creo que tendrás que pasar y colocarle a mi lado frente al ordenador si quieres solucionar mi problema. 
Ah, muy bien. Siéntate.


Pedro se levantó para que ella pudiera tomar asiento. El cuero estaba templado por el contacto con su cuerpo y ese calor pareció filtrarse por el de Paula cuando ella por fin se colocó frente a la pantalla del ordenador. Cuando él se inclinó para escribir sobre el teclado, ella tuvo que contenerse para no dejar escapar ningún ruido que expresara su sobresalto.


El antebrazo de él estaba a pocos centímetros de sus senos. 


Nunca antes la proximidad del cuerpo de otra persona la había turbado de aquella manera. Se obligó a centrarse en lo que estaba apareciendo en la pantalla y a recordar que estaba allí por sus habilidades profesionales.


¿Por qué la estaba afectando de aquel modo? Tal vez llevaba demasiado tiempo sin un hombre en su vida. La familia y amigos estaban muy bien, pero tal vez su vida de celibato le había hecho convertirse en un ser inesperadamente vulnerable a un hombre atractivo.


–Bueno…


Paula parpadeó para salir de sus pensamientos y se encontró mirando directamente a unos ojos oscuros que estaban demasiado cercanos a los suyos.


–¿Bueno?


–El primer correo. Demasiado familiar, demasiado coloquial, pero nada que llame demasiado la atención.


Paula miró por fin la pantalla y leyó el correo. Poco a poco, comenzó a centrarse a medida que fue estudiando los correos que él le iba enseñando, buscando pistas, haciéndole preguntas. Los dedos se movían rápidamente sobre el teclado.


Entendía perfectamente por qué él había decidido que alguien ajeno a su empresa se encargara de aquel pequeño problema.


Si valoraba su intimidad, no querría que ninguno de sus empleados tuviera acceso a lo que parecían ser amenazas veladas, sugerencias de algo que podía dañar su negocio o arruinar su reputación. Sería carnaza para sus empleados.


Pedro se apartó del escritorio y se dirigió a una de las cómodas butacas que había al otro lado. Paula estaba completamente absorta en lo que estaba haciendo, por lo que él se tomó su tiempo para estudiarla. Se sorprendió un poco al descubrir que le gustaba lo que veía.


No se trataba solo de que sus rasgos le resultaran cautivadores. Ella era poseedora de una viva inteligencia que suponía un refrescante cambio de las hermosas, pero poco inteligentes mujeres con las que salía. Observó el cabello marrón chocolate, las espesas y largas pestañas, los sensuales y gruesos labios… Resultaban muy sexys en aquellos momentos, porque, justo en aquel instante, los tenía ligeramente entreabiertos.


Ella frunció el ceño y se pasó la lengua por el labio superior. 


En ese momento, el cuerpo de Pedro pareció cobrar vida. Su libido, que había estado bastante apagada desde que rompió su relación con una rubia a la que le gustaban mucho los diamantes hacía dos meses, cobró vida de repente.


Fue una reacción tan inesperada que estuvo a punto de lanzar un gruñido. Se rebulló en la silla y sonrió cortésmente cuando ella lo miró brevemente antes de volver a centrarse de nuevo en la pantalla del ordenador.


–Sea quien sea quien ha mandado esto, sabe muy bien lo que está haciendo.


–¿Cómo dices? –preguntó Pedro cruzando las piernas para tratar de mantener la ilusión de que tenía por completo el control de su cuerpo.


–Han tenido mucho cuidado de tomar todas las medidas posibles para evitar que se descubra quién los envió. ¿Por qué no borraste los primeros mensajes?


–Me daba la sensación de que merecía la pena conservarlos –dijo él. Se puso de pie y se dirigió hacia la puerta del jardín.


En un principio, había querido que aquella reunión fuera breve y funcional, pero, en aquellos momentos, su mente se negaba a centrarse en el asunto que tenían entre manos. No hacía más que mirar a la mujer que estaba frente a su ordenador, concentrándose completamente en la pantalla. 


Se preguntó qué aspecto tendría sin aquella ropa tan poco atractiva. Se preguntó si ella sería diferente a las otras mujeres desnudas que habían ocupado antes su cama.


Sabía que lo sería. Su instinto se lo decía. De algún modo, no se la imaginaba tumbada provocativamente, esperando que él la poseyera, con una actitud pasiva y dispuesta a satisfacerlo.


No. Aquel no era el modo en el que se comportaban las chicas que tenían cinturón negro de kárate y sabían cómo piratear un ordenador.


Consideró prolongar la tarea. Quién sabía lo que ocurriría entre ellos si ella se quedaba a su lado más tiempo del que Pedro había pensado en un principio…


–¿Qué crees que debo hacer ahora? Porque, por la expresión de tu rostro, veo que no va a ser todo tan fácil como habías pensado en un principio.


–Normalmente, resulta bastante fácil resolver algo como esto –confesó Paula–. La gente suele ser bastante previsible en lo que se refiere a dejar pistas, pero, evidentemente, quien está detrás de esto no ha utilizado su propio ordenador. Ha ido a un café con acceso a Internet. De hecho, no me sorprendería si hubiera ido a varios porque ciertamente podríamos descubrir el que usa si lo hubiera utilizado varias veces. No sería difícil encontrar qué terminal es la suya y no tardaríamos en identificarlo. Por supuesto, podría ser un hombre o una mujer…


–¿De verdad? Espera. Hablaremos de eso mientras tomamos algo, e insisto en que te olvides del té a favor de algo un poco más emocionante. Mi ama de llaves prepara unos cócteles muy buenos.


–No puedo –dijo Paula con cierta incomodidad–. No suelo beber y, de todos modos, tengo que conducir.


–En ese caso, limonada recién hecha.


Pedro se acercó a ella y extendió la mano para ayudarla a levantarse de la silla a la que ella parecía estar pegada.


Durante unos instantes, Paula no supo reaccionar. Cuando por fin le agarró la mano, dado que no se le ocurría otra cosa que pudiera hacer sin parecer ridícula e infantil, experimentó una descarga eléctrica a través de todo su cuerpo que le hizo sentirse tremendamente afectada por el hombre que tenía frente a ella.


–Eso estaría bien –dijo, casi sin aliento. En cuanto pudo, apartó la mano de la de él y resistió la tentación de frotársela contra los pantalones.




RENDICIÓN: CAPITULO 2





Pedro Alfonso abrió las puertas y los dos salieron a un magnífico jardín. Unos altos árboles bordeaban el impecable césped. A un lado, había una pista de tenis y más allá se podía ver una piscina con una caseta al lado, que Paula dio por sentado que eran los vestuarios. La zona en la que se encontraban era tan grande como el jardín comunitario que ella compartía con el resto de residentes de su bloque de pisos. Si se pidiera que cien personas ocuparan aquel espacio, no tendrían que luchar por hacerse sitio.


Se sentaron en unas sillas de madera que había en torno a una mesa de cristal. Inmediatamente, una mujer salió de la casa, como si la hubiera llamado un silbato solo audible para ella.


Pedro le indicó que les sirviera el té y algo frío para él, junto con algo para comer.


A continuación, centró su atención en Paula.


–Entonces, ¿la persona a la que mi hombre acudió es amigo de su padre?


–Así es. Stan creció con mi padre y cuando yo me mudé a Londres después de la universidad… Bueno, él y su esposa me acogieron. Me hicieron sitio en su casa hasta que yo conseguí independizarme. Hasta me pagaron los tres meses de fianza del primer piso que alquilé porque sabían que mi padre no podía permitírselo. Por lo tanto, sí, estoy en deuda con Stan y esa es la razón de que haya aceptado este trabajo, señor Alfonso.


Pedro, por favor. ¿Y trabajas de…?


–Diseño páginas web, pero, ocasionalmente, trabajo como hacker. Las empresas me contratan para ver si sus cortafuegos están intactos y son seguros. Si hay algo que pueda piratearse, yo lo descubro.


–No se trata de un trabajo que yo asocie inmediatamente con una mujer –murmuró él. Paula se tensóvinmediatamente–. No lo he dicho como un insulto, sino simplemente como un hecho. Hay un par de mujeres en mi departamento de informática y programación, pero principalmente son hombres.


–¿Por qué no le ha pedido a alguno de sus empleados que resuelva su problema?


–Porque es un asunto algo delicado y, cuanto menos se hable de mi vida privada dentro de las paredes de mis oficinas, mucho mejor. Entonces, tú sabes diseñar páginas web. Trabajas como freelance y afirmas que puedes acceder a cualquier sitio de la web.


–Así es. A pesar de no ser un hombre.


Pedro notó el tono defensivo de la voz de Paula y sintió que se despertaba su curiosidad. Su vida se había acomodado en una rutina previsible en lo que se refería a los miembros del sexo opuesto. Su único error, que cometió cuando tenía dieciocho años, había sido suficiente para desarrollar un saludable escepticismo en lo que se refería a las mujeres.


 Había llegado a la conclusión de que llamar sexo débil a las mujeres había sido un error de abrumadora magnitud.


–Por lo tanto, si me pudiera explicar la situación –dijo Paula mirándolo a los ojos. Se sentía intrigada y emocionada ante la posibilidad de resolver el problema que él pudiera tener. 


Casi no se dio cuenta de que el ama de llaves le colocaba delante una tetera y un plato de deliciosas pastas.


–Llevo un tiempo recibiendo correos electrónicos anónimos –comenzó él. Se sonrojó un poco. No le gustaba tener la sensación de admitir que tenía las manos atadas en lo que se refería a solucionar su propio dilema–. Empezaron a llegar hace unas semanas.


–¿A intervalos regulares?


–No –respondió él mesándose el cabello–. Al principio no les hice mucho caso, pero los dos últimos han sido… ¿Cómo podría describirlos? Un poco… contundentes –admitió. 


Agarró la jarra de limonada y se sirvió un vaso–. Si me has investigado, habrás visto que soy el dueño de varias empresas informáticas. A pesar de ello, reconozco que mis conocimientos sobre los entresijos de los ordenadores son escasos.


–En realidad, no tengo ni idea de las empresas que posee o que no posee. Le investigué porque quería asegurarme de que no había nada raro sobre usted. He hecho antes esta clase de cosas. No estaba buscando detalles, sino simplemente cosas que pudieran resultar sospechosas.


–¿Sospechosas? ¿Pensaste que yo era sospechoso?


Parecía tan escandalizado e insultado que Paula no pudo evitar echarse a reír.


–Podría haber tenido artículos periodísticos sobre tratos sospechosos, vínculos con la Mafia… ya sabe a lo que me refiero. Si hubiera habido algo poco recomendable sobre
usted, yo podría haberlo encontrado, por escondido que estuviera, en pocos minutos. No encontré nada.


Pedro estuvo a punto de atragantarse con su limonada.


–¿Vínculos con la Mafia…? Porque soy italiano, claro. Eso es lo más ridículo que he escuchado nunca.


Paula se encogió de hombros.


–No me gusta correr riesgos.


–Yo no he hecho nada ilegal en toda mi vida –dijo con un gesto que era peculiar de un extranjero–. Te aseguro que hasta pago mis impuestos, lo que no es habitual entre los más ricos. Sugerir que yo podría estar relacionado con la Mafia porque soy italiano…


Pedro se inclinó hacia delante y la miró fijamente. Ella se sonrojó y tragó el té que tenía en la boca haciendo un gesto de dolor.


No era su estilo preguntarse lo que los hombres pensaban de ella. Más o menos lo sabía. Llevaba toda la vida sabiendo que, para los hombres, era una más. Incluso su trabajo los ayudaba a sacar aquella conclusión.


Era demasiado alta, demasiado angulosa y demasiado descarada para poder resultar objeto de atracción sexual y mucho menos cuando el hombre en cuestión tenía el aspecto de Pedro Alfonso. Se encogió solo de pensarlo.


–No, has estado viendo demasiadas películas de gángsteres. Estoy seguro de que debes haber oído hablar de mí.


Él siempre estaba en los periódicos, normalmente relacionado con grandes acuerdos comerciales y de vez en cuando en las columnas de sociedad con una hermosa mujer del brazo. No estaba seguro de por qué había dicho aquella última frase, pero, dado que la había dicho, esperaba con verdadera curiosidad lo que ella pudiera responder.


–No.


–¿No?


–Supongo que piensa que todo el mundo ha oído hablar de usted, pero, en realidad, yo no leo los periódicos.


–No lees los periódicos… ¿Ni siquiera las páginas de sociedad?


–Sobre todo no leo las páginas de sociedad –replicó ella–. No todas las chicas estamos interesadas en lo que los famosos hagan.


Trató de experimentar de nuevo el familiar sentimiento de satisfacción por no ser una mujer al uso, de las que se siente muy interesada en los chismes sobre los ricos y famosos. 


Sin embargo, por una vez, aquel sentimiento pareció eludirla.


Por una vez, deseó ser una de esas chicas que sabían cómo aletear las pestañas y atraer a los hombres. Quería ser parte del baile en vez de ser la muchacha inteligente y algo masculina que se aburría sentada en una silla. Quería ser miembro del club invisible del que siempre se había sentido excluida porque no parecía conocer las palabras adecuadas para poder entrar.


Contuvo una oleada de insatisfacción consigo misma y tuvo que ahogar la ira que sintió hacia el hombre que estaba sentado frente a ella por ser el que había generado aquel sentimiento. Hacía mucho tiempo que había conquistado la inseguridad que podría suponerle su aspecto físico y estaba perfectamente satisfecha con su aspecto. Tal vez podría no ser del gusto de todo el mundo, y mucho menos del de él, pero llegaría su momento y encontraría a alguien. A la edad de veintisiete años, distaba mucho de ser una solterona y, además, su carrera estaba despegando. Lo último que quería o necesitaba era que un hombre la desviara de su camino.


Se preguntó cómo habían terminado hablando de algo que no tenía nada que ver con el trabajo para el que se la había contratado. ¿Era aquello parte del hecho de que él estuviera conociéndola, tal y como ella había hecho cuando buscó toda aquella información sobre Pedro en Internet para asegurarse de que no había nada de lo que preocuparse sobre él?


–Me estaba hablando sobre los correos que ha recibido… –dijo ella para devolver la conversación a lo que la había llevado allí.


Pedro suspiró y la miró largamente antes de contestar.


–Los primeros no tenían mucha importancia. Un par de notas de una línea que sugerían que podrían tener información en la que yo podría estar interesado. Nada de lo que preocuparse.


–¿Acaso recibe correos como ese con frecuencia?


–Soy un hombre rico. Recibo muchos correos que tienen poco o nada que ver con el trabajo –comentó él con una sonrisa que hizo que Pula experimentara de nuevo un extraño hormigueo–. Tengo varias cuentas de correo electrónico y mi secretaria es muy eficiente a la hora de deshacerse de los que son basura.


–Sin embargo, esos consiguieron pasar esa criba.


–Esos fueron directamente a mi dirección de correo electrónico personal. Muy pocas personas tienen esa dirección.


–Está bien –dijo ella frunciendo el ceño–. Entonces, dice usted que los primeros eran inocuos, lo que sugiere que el tono cambió después.


–Hace unos días, llegó la primera exigencia de dinero. No me malinterprete. Me piden dinero muchas veces, pero normalmente es por razones de trabajo. Alguien quiere que lo patrocine o algo así. También están los que necesitan dinero para parientes moribundos o para pagar abogados antes de que puedan reclamar sus herencias, que por supuesto desean compartir conmigo.


–¿Y su secretaria se ocupa de todo eso?


–Sí. Normalmente los borra. Me llegan algunos, pero, en general, tenemos ciertas organizaciones benéficas a las que damos dinero y todas las peticiones de inversión se reenvían automáticamente al departamento de finanzas de mis empresas.


–Sin embargo, estos pasaron la criba y llegaron a su dirección personal. ¿Tiene alguna idea sobre cómo el remitente pudo acceder a esa información?


Estaba empezando a creer que aquel asunto excedía sus conocimientos. Los piratas informáticos normalmente buscaban información o, en algunos casos, trataban de atacar las cuentas, pero aquello era evidentemente… algo personal.


–¿No le parece que sería mejor que la policía se ocupara de este asunto? –añadió antes de que él pudiera responder.


Pedro sonrió. Entonces, tomó un sorbo de limonada y la observó por encima del vaso mientras bebía.


–Si leyeras los periódicos, sabrías que la policía no ha tenido mucho éxito en lo de salvaguardar la intimidad de los famosos. Yo soy un hombre muy reservado. Cuanto menos se sepa públicamente de mi vida, mejor.


–Entonces, mi trabajo es descubrir quién se encuentra detrás de esos correos.


–Correcto.


–Y en ese momento…


–Yo me ocuparé personalmente del asunto.


–Debería haberle dicho desde el principio que no puedo aceptar este trabajo si existe alguna posibilidad de que usted pudiera… utilizar… la violencia para solucionarlo.


Pedro soltó una carcajada y se reclinó en su silla. Estiró las largas piernas y las cruzó por los tobillos. Entonces, entrelazó los dedos sobre el vientre.


–Tienes mi palabra de que no utilizaré la violencia para solucionarlo.


–Espero que no se esté burlando de mí, señor Alfonso. Estoy hablando totalmente en serio.


Pedro, por favor. Me llamo Pedro. No seguirás teniendo la sensación de que soy miembro de la Mafia, ¿verdad? ¿Que tengo un montón de armas bajo la cama y gorilas a mis órdenes?


Paula se sonrojó. ¿Dónde estaban sus modales descarados? Casi nunca se quedaba sin palabras, pero lo estaba en aquellos momentos, sobre todo cuando unos ojos oscuros la observaban atentamente y le hacían sentirse más incómoda de lo que ya se sentía. Una oleada de calor que la avergonzó se apoderó de ella. Su cuerpo respondía ante el magnetismo sexual de Pedro. Su química la envolvía como una tela de araña, confundiendo sus pensamientos y acelerándole el pulso.


–¿Te parezco un hombre violento, Paula?


–Yo nunca he dicho eso. Simplemente soy… cautelosa.


–¿Te has visto antes en situaciones incómodas?


–¿Qué quieres decir?


–Antes me sugeriste que me investigaste para asegurarte de que yo no era sospechoso. Me dijiste también que en situaciones como esta tienes mucho cuidado, situaciones en las que el ordenador no viene a ti, sino que tú te ves obligada a ir al ordenador. ¿Es todo esto porque has tenido malas experiencias?


–Soy una persona muy cuidadosa –admitió ella. Entonces, respiró profundamente y siguió hablando–. Y sí, he tenido algunas malas experiencias en el pasado. Hace unos meses, se me pidió un favor para el amigo de un amigo. Entonces, descubrí que lo que él quería era que yo pirateara la cuenta de su exesposa para ver en qué gastaba el dinero. Cuando me negué, se mostró bastante molesto.


–¿Bastante molesto?


–Había bebido demasiado. Pensaba que si me presionaba un poco, yo haría lo que él quería. Por supuesto –se apresuró a añadir–, son situaciones bastante molestas, pero nada de lo que no me pueda ocupar.


–Te puedes ocupar de los hombres que se muestran molestos…


Fascinante. Estaba en compañía de alguien de otro planeta. 


Ella podría tener la piel más cremosa que había visto nunca y un rostro angelical cuyo aspecto era increíblemente femenino a pesar de aquel atuendo tan agresivo, pero ciertamente no se parecía a ninguna mujer que él hubiera conocido nunca.


–Pues dime cómo lo haces –añadió con genuina curiosidad.


Se dio cuenta de que ella se había tomado la mitad de las pastas. Tenía buen apetito. Miró el cuerpo de Paula y vio que, a pesar de estar medio escondido bajo aquellas ropas tan poco apropiadas para una mujer, este era largo y esbelto.


Paula captó su cambio de atención. Su instinto fue cubrirse el cuerpo, pero decidió que era mejor adoptar una postura más relajada.


–Tengo cinturón negro de kárate.


–¿De verdad?


–Sí –respondió ella mirándolo a los ojos–. No sé qué tiene eso de raro –añadió–. Había muchas chicas en mi clase cuando asistía a las clases. Por supuesto, unas cuantas lo
dejaron cuando empezamos a subir de nivel.


–¿Y cuándo exactamente fueron esas clases?


Paula se preguntó qué tenía aquello que ver con el trabajo para el que había acudido a la casa de Pedro. Por otro lado, se dijo que nunca venía mal que alguien supiera que no era la clase de mujer con la que meterse.


–Empecé cuando tenía diez años y las clases continuaron hasta la adolescencia con un par de pausas entre medias.


–Entonces, cuando las otras chicas estaban experimentando con el maquillaje, tú aprendías el valor de la defensa personal.


Paula se sintió incómoda cuando él, inconscientemente, volvió a tocarle aquel punto débil. El lugar en el que yacían sus inseguridades.


–Creo que toda mujer debería saber cómo defenderse físicamente.


–Es una ambición muy loable –murmuró él–. Ahora, vayamos dentro. Iremos a mi despacho para que podamos continuar nuestra conversación allí. Está empezando a hacer demasiado calor aquí.


Pedro se puso de pie y miró hacia los jardines. Esbozó una sonrisa cuando ella, automáticamente, tomó el plato y todo lo que pudo para llevarlo a la cocina.


–No te preocupes –dijo. Brevemente, tocó la mano de Paula y ella la retiró como si se hubiera quemado–. Ya lo recogerá Violet.


Paula musitó automáticamente que resultaba muy ilustrativo ver cómo vivía la otra mitad. Sin saber por qué, Pedro le hacía sentirse a la defensiva. Más aún, torpe e incómoda, como si volviera a tener dieciséis años


–Creo que tu madre debe de ser una mujer muy fuerte para inculcarle esas prioridades a su hija –comentó él.


–Mi madre murió cuando yo tenía tres años. Un accidente cuando regresaba en bicicleta de hacer la compra.


Pedro se detuvo en seco y la miró fijamente hasta que ella se vio obligada a mirarlo a él.


–Te ruego que no me digas tonterías como que lo sientes mucho –replicó ella levantando la barbilla y mirándolo sin parpadear–. Eso ocurrió hace mucho tiempo.


–No. No iba a decir eso…


–Mi padre fue la influencia más fuerte en mi vida. Mi padre y mis cinco hermanos. Todos me dieron la seguridad en mí misma de poder hacer lo que quisiera con mi vida y me aseguraron que solo por ser mujer no tenía que olvidarme de mis ambiciones. Me licencié en matemáticas.
El corazón le latía a toda velocidad, como si hubiera estado corriendo un maratón. Lo miró fijamente y las miradas de ambos se cruzaron hasta que la actitud defensiva de ella cedió y dio paso a algo más, algo que casi no podía comprender, algo que le hizo decir rápidamente y con una tensa sonrisa:
–No veo cómo nada de todo esto es relevante. Si me llevas a tu ordenador, no debería tardar mucho tiempo en averiguar quién te está causando esos problemas.






RENDICIÓN: CAPITULO 1





Paula Chaves se detuvo lentamente delante de la casa más imponente que había visto jamás. El viaje desde Londres apenas le había llevado tiempo. Era un lunes de mediados de agosto y, al contrario que la mayoría de los vehículos, ella salía de la ciudad. Había tardado menos de una hora en llegar desde su piso en la concurrida Ladbroke Grove hasta aquella majestuosa mansión, que parecía digna de aparecer en la portada de una revista.


Las verjas de hierro forjado anunciaban su esplendor, al igual que la avenida delimitada por altos árboles y los cientos de metros cuadrados de cuidados jardines que ella había tenido que atravesar hasta llegar a la casa.


Aquel hombre debía de ser mucho más que rico. Por supuesto, eso ya lo sabía. Lo primero que había hecho cuando se le pidió que desempeñara aquel trabajo había sido investigarlo en Internet.


Pedro Alfonso, italiano pero residente en el Reino Unido desde hacía mucho tiempo. El listado de sus numerosas empresas era largo, por lo que había decidido pasarlo por alto. No le interesaba en absoluto a lo que se dedicara. Solo quería asegurarse de que Pedro Alfonso existía y que resultaba ser quien Stan decía que era.


No era siempre recomendable aceptar encargos a través de amigos de amigos, y mucho menos en la clase de trabajo al que Paula se dedicaba. Tal y como a su padre le gustaba decir, una chica debía tener mucho cuidado.


Se bajó de su pequeño Mini, que resultaba aún más pequeño por el amplio patio en el que estaba aparcado, y miró a su alrededor.


Aquel maravilloso día de verano hacía que el césped y las flores que adornaban la fachada de la mansión resultaran tan hermosos que parecieran casi irreales. Cuando investigó a Alfonso en Internet, no había visto fotos de su casa, por lo que no había estado en absoluto preparada para aquella exhibición de riqueza.


Una suave brisa le revolvió el cabello castaño, muy corto. Se sintió algo incómoda con su habitual indumentaria de pantalones de camuflaje, esparteñas y la camiseta de un grupo de rock a cuyo concierto había ido hacía cinco años y que era de las menos deslucidas que tenía.


Aquel no parecía la clase de lugar en la que se toleraría aquel tipo de atuendo. Por primera vez, deseó haber prestado más atención a los detalles del hombre al que había ido a ver.


Había encontrado largos artículos sobre él, pero pocas fotografías, que había pasado por alto casi sin fijarse quién era él entre un grupo de aburridos hombres con traje. 


Decidió que lo mejor sería enmendar ese error. Tomó su ordenador portátil y cerró la puerta del coche.


Si no fuera por Stan, no estaría allí en aquellos momentos. 


Ella no necesitaba el dinero. Podía pagar la hipoteca de su apartamento de un dormitorio cómodamente y no le gustaba comprarse ropas femeninas sin sentido para una figura que no poseía con el único objetivo de atraer a los hombres, por los que, además, tenía poco interés. Inmediatamente, decidió ser sincera consigo misma. Eran los hombres los que tenían poco interés por ella..


Con eso en mente, tenía más de lo que necesitaba. Su trabajo como diseñadora de páginas web estaba bien pagado y, por lo que a ella se refería, no le faltaba nada.


Stan, un irlandés, era amigo de su padre desde hacía mucho tiempo. Los dos se habían criado juntos. Él acogió a Paula cuando ella se mudó a Londres después de la universidad y Paula se sentía en deuda con él.


Con un poco de suerte, se marcharía de allí en un santiamén.


Respiró profundamente y observó la mansión. Era un enorme edificio de elegante piedra color crema. Una casa de ensueño. La hiedra la adornaba en los lugares adecuados y las ventanas conservaban todo el encanto de lo antiguo. 


Aquella era la clase de riqueza que debería atraerla más bien poco, pero Paula, muy a su pesar, se sentía completamente encantada por tanta belleza.


Por supuesto, el dueño no sería tan encantador como su casa. Así ocurría siempre. Los hombres ricos siempre se consideraban un don de Dios para las mujeres cuando, evidentemente, no lo eran. Había conocido a algunos en su trabajo y le había costado mucho mantener la sonrisa en el rostro.


No había timbre, sino un impresionante llamador. Lo golpeó con fuerza y oyó que el sonido que producía reverberaba por toda la casa mientras esperaba que el mayordomo, o quien estuviera al servicio del dueño de la casa, fuera a abrir la puerta.


Se preguntó qué aspecto tendría. Rico e italiano. 


Seguramente tendría el cabello oscuro y hablaría con un marcado acento extranjero. Podría ser que fuera bajo de estatura, lo que resultaría algo embarazoso porque ella medía casi un metro ochenta y le sacaría la cabeza. Eso no era bueno. Sabía por experiencia que a los hombres no les gustaba que las mujeres fueran más altas que ellos. Lo más probable era que fuera elegante y que fuera ataviado con ropa y zapatos muy caros.


Estaba tan ocupada pensando en el posible aspecto de su interlocutor que se sorprendió cuando la puerta se abrió sin previo aviso. Durante unos segundos, Paula perdió la capacidad de hablar. Separó los labios y miró fijamente al hombre que se encontraba ante ella como no lo había hecho nunca antes con ningún otro en toda su vida.


El hombre era, simplemente, de una belleza indescriptible.


Unos centímetros más alto que ella, iba ataviado con unos vaqueros y un polo azul marino. Además, iba descalzo. El cabello negro peinado hacia atrás dejaba al descubierto un hermoso y sensual rostro. Tenía los ojos tan negros como el cabello, ojos que devolvían plácidamente la fija mirada de Paula. Ella sintió que se sonrojaba y que regresaba al planeta Tierra con una terrible sensación de azoramiento.


–¿Quién es usted?


Aquella voz, profunda y aterciopelada, la hizo reaccionar. 


Paula se aclaró la garganta y se recordó que no era la clase de chica que se viera intimidada por un hombre, por muy guapo que fuera. Procedía de una familia de seis y ella era la única chica. Se había criado asistiendo a partidos de rugby y viendo el fútbol en televisión, subiéndose a los árboles y explorando la gloriosa campiña irlandesa con unos hermanos a los que no siempre les había gustado que su hermanita pequeña los acompañara.


Siempre había sido capaz de ocuparse del sexo opuesto.


 Siempre había sido una más entre los chicos…


–He venido por su… Bueno, me llamo Paula Chaves –dijo. 


Extendió la mano, pero la dejó caer al ver que él no correspondía su gesto.


–No esperaba a una mujer –replicó Pedro mientras la miraba de arriba abajo.


Efectivamente, él había estado esperando a P.Chaves y había dado por sentado que P era un hombre. P, un hombre de la misma edad que Rob Dawson, su técnico de ordenadores. Rob Dawson tendría unos cuarenta años y parecía una pelota de playa. Había estado esperando un hombre de unos cuarenta y tantos y con un aspecto similar.


En su lugar, estaba frente a una mujer de cabello corto y oscuro, con los ojos de color del chocolate y un aspecto físico muy masculino que iba vestida…


Pedro observó los pantalones de camuflaje y la camiseta. No recordaba la última vez que había visto a una mujer vestida con un desprecio tan evidente por la moda. Las mujeres siempre se esforzaban al máximo con él. Su cabello estaba siempre perfecto y su maquillaje impecable. La ropa que llevaba estaba siempre a la última y los zapatos eran siempre muy sexys y de alto tacón.


Le miró los pies. Llevaba puestas unas zapatillas de lona y suela de esparto.


–Siento haberle desilusionado, señor Alfonso. Es decir, doy por sentado que es usted el señor Alfonso y no su criado.


–No creía que nadie usara todavía ese término.


–¿Qué termino?


–Criado. Cuando le pedí a Dawson que me proporcionara el nombre de alguien que me pudiera ayudar con el… problema que tengo, di por sentado que él me recomendaría a alguien de más edad y experiencia.


–Da la casualidad que se me da muy bien lo que hago, señor.


–Dado que esta no es una entrevista de trabajo, no puedo pedir referencias –dijo. Se hizo a un lado y la invitó a pasar–. Sin embargo, considerando que parece que acaba de salir de la facultad, querría saber algo más sobre usted antes de explicarle la situación.


Paula refrenó su genio. No necesitaba el dinero. Aunque la cantidad que se le había dicho que se le pagaría por hora era escandalosa, no tenía por qué estar allí ni escuchar cómo aquel perfecto desconocido cuestionaba su experiencia para un trabajo que ella ni siquiera había solicitado. Entonces, pensó en Stan y en todo lo que él había hecho por ella y contuvo sus deseos de marcharse de allí sin mirar atrás.


–Entre –le dijo Pedro por encima del hombro al ver que ella no se animaba a pasar.


Segundos después, Paula atravesó el umbral. Se vio rodeada de mármol y alfombras orientales. Las paredes estaban adornadas de obras maestras modernas, que deberían haber estado fuera de lugar en una casa como aquella. Sin embargo, no era así. El vestíbulo quedaba dominado por una escalera que ascendía delicadamente al piso superior antes de dividirse en direcciones opuestas. Las puertas indicaban que había una multitud de habitaciones en cada ala.


Más que nunca, sintió que su atuendo resultaba inapropiado. 


A pesar de que él iba vestido de un modo casual, su ropa era elegante y cara.


–Una casa muy grande para una persona –comentó ella mirando a su alrededor sin ocultar lo impresionada que estaba.


–¿Cómo sabe que no tengo una enorme familia viviendo aquí?


–Porque lo he investigado –respondió Paula con sinceridad. Volvió a mirarlo y, una vez más, tuvo que apartar la mirada–. No suelo viajar a territorio desconocido cuando trabajo como freelance. Normalmente, el ordenador viene a mí. No soy yo quien va al ordenador.


–Creo que resulta refrescante abandonar las costumbres de cada uno –repuso Pedro. Observó cómo ella se mesaba el cabello y se lo ponía, sin querer, de punta. Aquella mujer tenía las cejas muy oscuras, igual que su cabello, lo que enfatizaba el peculiar tono marrón de sus ojos. Tenía la piel muy blanca, sedosa, tanto que debería haber tenido pecas. No era así–. Sígame. Podemos sentarnos en el jardín. Haré que Violet nos sirva algo para beber… ¿Ha almorzado usted?


Paula frunció el ceño. ¿Había almorzado? No era muy cuidadosa con sus hábitos alimenticios, algo que se prometía rectificar diariamente. Si comiera algo más, tendría más posibilidades de no parecer un palillo.


–Tomé un bocadillo antes de salir –contestó–, pero le agradecería mucho una taza de té.


–Jamás deja de divertirme que, en un cálido día de verano, los ingleses sigan optando por tomar una taza de té en vez de algo frío.


–Yo no soy inglesa. Soy irlandesa.


Pedro inclinó la cabeza y la miró con curiosidad.


–Ahora que lo menciona, detecto un cierto acento…


–Pero sigo prefiriendo una taza de té.


Pedro sonrió y ella se quedó sin aliento. El italiano rezumaba atractivo sexual. Lo tenía sin sonreír, pero en aquellos momentos… Era suficiente para arrojarla en un estado de confusión. Parpadeó para librarse de aquella sensación tan ajena a ella.


–Este no es mi lugar de residencia favorito –dijo él mientras la conducía hasta las puertas que llevaban a la parte posterior de la casa–. Vengo aquí de vez en cuando para airearlo, pero paso la mayor parte de mi tiempo en Londres o en el extranjero por negocios.


–¿Y quién cuida de esta casa cuando no esta usted aquí?


–Tengo empleados que se ocupan de eso.


–Es un desperdicio, ¿no le parece?


Pedro se dio la vuelta y la miró con una mezcla de irritación y de diversión.


–¿Desde qué punto de vista? –le preguntó cortésmente. 


Paula se encogió de hombros.


–Hay tantos problemas con el alojamiento en este país que parece una locura que una persona posea una casa de este tamaño.


–¿Quiere decir usted que debería subdividir la casa y convertirla en un montón de pequeñas conejeras para los que se han quedado sin hogar? –preguntó con una seca carcajada–. ¿Le explicó mi hombre cuál es la situación?


Paula frunció el ceño. Había pensado que él podría verse ofendido por su comentario, pero estaba allí para realizar un trabajo. Sus opiniones no importaban demasiado.


Su hombre se puso en contacto con Stan, que es amigo de mi padre, y él… Bueno, solo me dijo que tenía usted una situación delicada que quería solucionar. No me dio detalles.


–No se le dieron a él. Simplemente sentía curiosidad sobre si las especulaciones ociosas habían entrado a formar parte de la ecuación.