lunes, 8 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 26





Pedro la tomó en brazos y salió de la bañera. Deteniéndose junto a unos de los toalleros, dijo:
—Agarra una toalla, por favor. 


Paula se aferró a su cuello con un brazo y con el otro asió una toalla grande y la apretó contra su cuerpo. Cuando llegaron a la cama, Pedro la depositó sobre las sábanas. En algún momento, mientras ella estaba en la bañera, había quitado la colcha y retirado la sábana encimera. Pedro apoyó la rodilla a un lado de la cama, tomó la toalla y empezó secarla de la manera más sensual posible. Ella le tendió los brazos, invitándolo a tumbarse a su lado, pero Pedro evitó sus manos y la hizo tumbarse boca abajo. Paula recibió otra lección acerca del poder de las caricias antes de que Pedro se incorporara y se secara rápidamente. Cuando se tendió a su lado, Paula sintió ganas de agarrarlo por los hombros y zarandearlo. «Deja de atormentarme», deseaba decirle, pero no podía pensar con suficiente claridad.


Pedro se tumbó de lado y se restregó contra ella. Paula se tranquilizó un poco al ver que estaba tan excitado como ella. 


También se estaba atormentando a sí mismo. Paula no entendía la razón, pero era consciente de que no sabía casi nada del acto amoroso. Conocía la parte mecánica, desde luego, pero eso no bastaba para explicar las emociones que Pedro despertaba en su interior.


Él la besó suavemente en la frente y en los ojos cerrados. 


Besó cada uno de sus párpados antes de trasladarse a su boca. Paula se rindió a su ternura, dejándole que marcara el ritmo de las caricias. Pedro exploró su cuerpo con boca y manos, acariciando su piel mientras le lamía el cuello. Se colocó sobre ella, con las rodillas entre las suyas. Antes de que Paula pudiera tomar aliento, se inclinó sobre ella y tomó uno de sus pezones entre los dientes. Paula se arqueó sobre la cama. Desde los pechos, Pedro empezó a bajar siguiendo el eje de su cuerpo, trazando una senda de besos, lamiendo lentamente su vientre antes de continuar hacia abajo. Paula se tensó cuando sus labios alcanzaron la mata de rizos que coronaba sus muslos. Extendió los brazos, buscando los de Pedro, intentando detenerlo, deseando que la liberara de la terrible tensión que se había adueñado de ella. Pedro empezó a hacer los mismos movimientos que había hecho antes, pero con la lengua.


— ¡No! —gritó ella, intentando cerrar las piernas. 


Pero Pedro estaba entre sus muslos.


— Chist —musitó él poniendo la mano sobre su vientre y masajeándolo suavemente al tiempo que seguía atormentándola. Paula pensó que no podía aguantar más. Iba a explotar, y sería por culpa de Pedro. Si se detuviera...


Paula gritó al sentir que la liberación sacudía su cuerpo. 


Algo en su interior estalló en millares de partículas, liberando un placer arrebatador que se prolongó en oleadas sucesivas. 


Pedro se apartó de ella un momento y, abriendo un envoltorio de plástico que había sobre la mesita de noche, se cubrió rápidamente antes de penetrarla. Paula se tensó automáticamente al notar aquella sensación desconocida. Él se detuvo, y Paula se forzó a relajarse. «Es Pedro. Él nunca me haría daño.» Pasó los brazos alrededor de su cuello y alzó las caderas, animándolo a continuar. Se aferró a él para expresarle su amor, esperando más sin saber exactamente qué buscaba.


Pedro se movió lentamente, oscilando sobre ella. Pero, en lugar de aplacar la tensión de Paula, sus movimientos solo sirvieron para acrecentarla. Ella extendió los brazos, buscándolo, y lo apretó con fuerza por los hombros. Pedro tenía la piel húmeda, como si no se hubiera secado. El ritmo de su movimiento oscilatorio aumentó hasta que Paula lo sintió palpitar profundamente dentro de su cuerpo. Incapaz de controlarse, le rodeó la cintura con las piernas, y Pedro dejó escapar un leve murmullo de aprobación. La alzó por las caderas, dejando que cayera de espaldas contra las almohadas mientras aumentaba el ritmo de sus embestidas, hundiéndose en su interior hasta que Paula gritó de nuevo. Esa vez, Pedro se unió a ella: su cuerpo se convulsionó en el interior de Paula, cuyos músculos parecían palpitar alrededor de su miembro.


Pedro se dejó caer a un lado, con cuidado de no aplastarla. 


Aunque, de todos modos, en ese momento ella no lo habría notado. Estaba demasiado concentrada intentando recobrar el aliento. Oía la áspera respiración de Pedro junto a su oído. Apoyó la mano sobre su pecho y se preguntó si sería sano que un corazón palpitara tan aprisa. Pero a Pedro aquello no parecía preocuparle. De repente, saltó de la cama y entró en el cuarto de baño. Paula se preguntó si debía vestirse. Tenían que cenar. Quizá después de la cena podrían...


Pedro regresó a la cama e interrumpió sus pensamientos. La tomó en sus brazos y la estrechó contra sí con una pasión que despertó de nuevo el ardor de Paula. Esta se quedó tumbada a su lado, absolutamente satisfecha. Por su mente cruzaban los más extraños pensamientos. ¿Cómo era posible que nadie se hubiera molestado en hablarle de aquella experiencia catártica?, se preguntó. «Ahora comprendo por qué las mujeres que salían con Pedro se negaban a aceptar que su relación hubiera acabado.» Lo que acababa de compartir con él era decididamente adictivo.


 Y ella ya estaba enganchada.


Procuró aquietar su respiración. Creyó que Pedro se había quedado dormido, pero de pronto habló con voz ligeramente enronquecida.


— ¿Te he hecho daño?


Ella abrió los ojos.


— ¿Daño? —repitió, deseando comprender por qué le hacía aquella pregunta. Los hombres eran criaturas extrañas. Pedro se movió y apoyó la mano sobre su vientre.


— ¿He sido muy brusco?


—Eh, no. No, qué va. En absoluto.


Él deslizó un brazo bajo su cabeza y la atrajo hacia sí. 


Paula lo miró con preocupación.


— ¿Y yo? ¿Te he... te he hecho daño?


Pedro se echó a reír.


—No, cariño, nada de eso —la besó lentamente en los labios.


—No tenía ni idea de que fuera así —reconoció ella—. He perdido el control. Qué experiencia tan deliciosa.


Él permaneció en silencio varios minutos. Cuando al fin habló, Paula no lo entendió del todo:
—Yo tampoco sabía que podía ser así — dijo.


¿Qué quería decir?, se preguntó ella. Sabía muy bien que Pedro tenía más experiencia que la mayoría de los hombres. O, al menos, eso creía ella. Si no, ¿cómo podía estar tan versado en el arte de complacer a una mujer? En fin, no iba a hacerle más preguntas absurdas. Mantendría los ojos abiertos y aprendería de él lo más aprisa que pudiera.


Pasaron varios minutos antes de que Paula reuniera el valor necesario para imitar algunos de los movimientos que Pedro había puesto en práctica con ella. Empezó por besarle uno de los pezones. Pedro había mantenido los ojos cerrados hasta ese momento, pero de repente los abrió, sorprendido, y contuvo la respiración. Sin embargo, no apartó a Paula. De modo que esta siguió imitando sus movimientos. Le alegró ver que no solo se habían abierto sus ojos: otras partes de su anatomía también empezaron a despertar a la vida.


Pedro siguió conteniendo el aliento mientras Paula besaba su cuerpo. «Está bien», pensó ella. «Lo intentaremos.» 


Deslizó la boca sobre él, pero Pedro se incorporó de repente. 


Paula se apartó de él.


—Lo siento. De veras, lo siento mucho. No quería hacerte daño.


Pedro la atrajo hacia sí y la apretó con fuerza.


—No, no es eso. Es solo que ahora mismo estoy un poco sensible. Yo... eh... creo que tal vez deberíamos ir a comer algo. Tengo la sensación de que esta noche necesitaré mucha energía.


Al día siguiente, al abrir los ojos, Pedro se encontró la habitación llena de sol. Esa noche había olvidado cerrar las cortinas. Contempló a Paula, tumbada a su lado. Miró el reloj y vio que era casi mediodía. No le extrañó, teniendo en cuenta que no se habían dormido hasta el amanecer. Sonrió al pensar en cómo habían ocupado las horas anteriores.


Esa noche, había descubierto a una Paula completamente nueva. Nunca hubiera soñado que bajo aquella apariencia formal se escondía una lujuriosa sirena. ¿Quién lo habría imaginado?


Paula era una amante entusiasta. Pedro no sabía si podría hacer que se levantara de la cama. Pero no importaba. 


Tenían todo el fin de semana para organizar su nueva vida juntos, En cualquier caso, Paula tenía que avisar con treinta días de antelación de que dejaba su apartamento, así que no había prisa. Irían a su casa a cualquier hora y recogería su ropa. Harían el resto de la mudanza en cualquier momento de las semanas siguientes.


Pedro se puso de lado, la miró y la estrechó entre sus brazos. Ella murmuró algo parecido a: «ya no más, por favor». Lo cual era una suerte, pensó él, apartándole el pelo de la cara. Durante las últimas dieciocho horas había hecho verdaderos milagros. No estaba seguro de poder mantener ese ritmo sin dejarse la vida en el empeño.


Antes de quedarse dormido, pensó: «Pero qué maravilla». 


El lunes por la mañana, Pedro y Paula llegaron a la oficina a la hora de costumbre, antes que los demás empleados, y se fueron a sus despachos para enfrentarse al papeleo acumulado durante la semana anterior.





BAJO AMENAZA: CAPITULO 25





Cuando llegaron a su calle, Pedro torció por el camino que llevaba a la casa y marcó una serie de números en un panel electrónico adosado al quitasol de su lado del coche. 


Cuando las puertas de la finca se abrieron, Paula se incorporó y miró a su alrededor. Había estado allí en otra ocasión, una vez que Pedro estuvo enfermo con gripe y tuvo que quedarse en la cama por orden del médico. Una mañana, él llamó a la oficina y le pidió que le llevara ciertas carpetas. Paula fue a su casa, pertrechada con las carpetas. Durante aquella breve visita, había visto el vestíbulo y el cuarto de estar de la casa, y se encontró con un Pedro gruñón y desgreñado, con barba de tres días. 


Llevaba un albornoz que dejaba entrever su ancho pecho desnudo y, sin duda, tenía fiebre. Parecía encontrarse muy mal, pero Paula había decidido no sugerirle que contratara a una enfermera para que cuidara de él hasta que se repusiera. Le había entregado los archivos y se había marchado. Ahora, iba a vivir allí. Qué cosa tan extraña.


Pedro siguió el camino, rodeó la casa y se dirigió a un garaje con tres plazas de estacionamiento. Una de las puertas subió según se acercaban. Cuando estuvieron dentro del garaje, Pedro salió del coche y se acercó a abrirle la puerta a Paula.


Ella no sabía por qué de pronto estaba tan nerviosa. Hasta ese instante, había conseguido mantener la calma procurando olvidarse de que aquel era el día de su boda, por muy impersonal que hubiera sido la ceremonia.


—Vamos, tengo justo lo que necesitas para relajarte —dijo él tomándola de la mano. Su sonrisa infantil la tomó por sorpresa. Nunca había visto a Pedro tan alegre.


Paula sabía que tenía la mano húmeda, pese a que se había secado el sudor restregándosela contra la falda antes de dársela a Pedro. Lo siguió a través de la puerta que comunicaba el garaje con un espacioso cuarto en el que había una lavadora y una secadora, una nevera alta y una serie de armarios que cubrían dos de las paredes. Antes de que tuviera oportunidad de mirar más detenidamente la habitación, Pedro abrió la puerta basculante que daba acceso a la cocina. Se detuvo un momento para que Paula la viera.


— Es muy bonita, Pedro —dijo ella, asombrada.


— ¿Te gusta? Me alegro. La asistenta viene de lunes a viernes. Hace la comida y la deja en el frigorífico. Lo único que tengo que hacer es calentarla en el microondas — tiró de ella suavemente—. Luego miraré qué ha dejado hoy. Pero antes...


Dejó que sus palabras se desvanecieran mientras seguían atravesando habitación tras habitación, hasta que llegaron al vestíbulo que Paula conocía. Pedro la condujo por un pasillo que parecía extenderse interminablemente hasta que llegaron ante unas puertas de madera bellamente labradas. 


Cuando Pedro las abrió, Paula apenas creyó lo que vieron sus ojos. Aquella habitación era obviamente el dormitorio principal de la casa, pero su tamaño la dejó sin aliento. Allí podía entrenarse un equipo de baloncesto, pensó mirando a su alrededor.


Los muebles macizos tenían un aire masculino. Una hilera de ventanales ocupaba casi por entero la pared del fondo. 


Paula apenas notó que Pedro la soltaba de la mano y se apartaba de ella. Estaba absorta mirando a través de las ventanas. Se acercó a la del medio y descubrió uno de los jardines más bellos y mejor cuidados que había visto nunca. 


Los arbustos y las flores estaban dispuestos de tal manera que semejaban un jardín señorial inglés. Un par de senderos seguían el contorno de una ladera que llevaba a una densa arboleda, al fondo de la finca.


— Hará falta un ejército de jardineros para que todo esté tan sano y floreciente... — dijo volviéndose hacia la habitación. Pero la encontró vacía.


¿Dónde se había metido Pedro? No había oído cerrarse ninguna puerta. Prestó atención e identificó un sonido que llevaba algún tiempo oyendo sin darse cuenta: en una habitación contigua se oía correr el agua. Paula siguió el sonido hasta una puerta entreabierta. La empujó ligeramente, avanzó y de pronto se encontró en un cuarto de baño tan grande como el dormitorio de su apartamento. 


Grifos dorados llenaban de agua humeante una bañera enorme, rodeada de espejos por tres de sus lados. Paula parpadeó, sorprendida, al ver que Pedro, que ya se había despojado de la chaqueta y de la corbata, estaba comprobando la temperatura del agua. Él se irguió y se giró hacia ella.


— ¿Has dicho algo? —preguntó.


—Eh, sí, solo estaba... eh... comentando lo bonito que es tu jardín... Pedro, ¿se puede saber qué estás haciendo?


— Preparándole el baño, mi hermosa dama. Pensé que te ayudaría a relajarte antes de la cena —le señaló un estante de cristal lleno de frascos de sales de baño —. Ponle al agua lo que quieras. Esas sales me las trajo Sarah, la asistenta. Dice que ese rollo de la aromaterapia funciona de verdad —se acercó a ella, que se había quedado en la puerta, y le dio un rápido beso en la frente—. Disfruta del baño mientras yo preparo la cena — se apartó a un lado y salió apresuradamente del cuarto de baño.


Las gruesas toallas eran del mismo verde suave que la mullida alfombrilla. Paula veía su imagen reflejada allí donde miraba. Los espejos hacían que aquel cuarto pareciera más grande de lo que era. Se sentó en el asiento de tocador y se quitó los zapatos y las medias. Tras despojarse de la chaqueta, se desabrochó la blusa y dejó ambas prendas sobre la encimera de mármol, a su lado. Se quitó rápidamente el resto de la ropa y se acercó a la sólida bañera. Eligió un frasco de sales de baño con olor a lavanda y esparció su contenido por la superficie del agua antes de cerrar los grifos. Se sentó en el borde de la bañera y pasó las piernas por encima. Metió cautelosamente los pies en el agua y vio que su reflejo le sonreía. La temperatura era perfecta. Se deslizó rápidamente en el agua, que la cubrió hasta los hombros. Nunca había visto una bañera tan grande y profunda. Sintió un placer culpable por encontrarse allí, sabiendo que Pedro estaba tan cansado como ella.


No era de extrañar que Pedro volviera a la oficina relajado y cargado de energía tras pasar el fin de semana en casa. 


Cualquiera podría recargar las pilas en aquel ambiente.


Lanzando un suspiro de satisfacción, cerró los ojos y dejó que su mente vagara a la deriva. Aquello era justo lo que necesitaba, aunque no se lo hubiera reconocido a sí misma.


Decididamente, Pedro sabía cómo tratar a una mujer.


Debió de dormirse, porque lo siguiente que supo fue que el agua se agitaba a su alrededor. Abrió los ojos lentamente y de pronto se sentó, muy tiesa, al ver que Pedro se metía en el agua. Como estaba frente a ella, pudo ver su cuerpo musculoso y bien formado, completamente desnudo.


—Perdona, no quería asustarte —dijo él con expresión inocente.


Intentando mantener la calma, Paula esperó unos segundos, con la esperanza de que los latidos de su corazón se aquietaran, antes de contestar:
—He debido quedarme dormida.


—A mí también me ha pasado una o dos veces.


La habitación se había ensombrecido. La luz indirecta que Pedro había encendido al regresar daba un suave fulgor al techo y dejaba el resto de la estancia en penumbra.


—No se puede negar que sabes cómo hacer que una mujer se sienta a gusto —dijo Paula.


La leve sonrisa de Pedro se desvaneció.


—Tú eres la única mujer que ha visto esta parte de la casa, a excepción de Sarah, que por su edad podría ser mi abuela —la observó un momento antes de preguntar—. ¿Acaso crees que cada vez que salía con una mujer la traía aquí?


— No, no estaba pensando en nada en concreto. Además, no quiero que me hagas una lista de las mujeres con las que has salido durante todos estos años.


«No me hace falta», se dijo para sus adentros. «Conozco el nombre de todas y cada una de ellas.»


Pedro se deslizó hasta su lado y dijo:
— ¿Quieres que te frote la espalda?


«Cálmate», se dijo Paula. «Solo porque Pedro sea el único nombre al que has visto desnudo, no hay razón para quedarse paralizada si se acerca un poco.» ¿No era aquello la realización de las fantasías que había albergado secretamente desde que lo conocía? Ni siquiera en sueños habría imaginado , una escena como aquella.


Sin esperar su respuesta, Pedro le pasó los brazos alrededor de la cintura y la colocó suavemente entre sus piernas, de espaldas a él. Paula reprimió un gemido, temiendo ponerse en ridículo. De repente, entendió el término «sobrecarga sensorial».


Pedro tomó una esponja y una pastilla de jabón y empezó a frotarle lentamente la espalda desde el cuello a la cintura. No hizo ningún esfuerzo por ocultar su erección, lo cual provocó que la sangre de Paula hirviera y corriera a toda velocidad por sus venas. Se arrimó un poco más a él y le pareció oír que a Pedro le salía un gemido de lo más hondo del pecho. 


Tras frotarle la espalda con diligencia, él deslizó los brazos por sus costados y le cubrió los pechos con las manos. 


Paula se recostó contra su pecho, reposando la cabeza sobre su hombro. Podía sentir su aliento en el cuello, ¿o eran sus labios acariciándola? Ladeó la cabeza y Pedro pasó la lengua por la línea que discurría entre su oreja y su hombro. Paula se estremeció de placer. Metió las manos en el agua, apoyándolas sobre los muslos velludos de Pedro. Este se tensó y ella sonrió al notar su reacción. 


Pedro le lamió lentamente el cuello.


Paula había cerrado los ojos. Al abrirlos, vio a Pedro abrazándola. Sus imágenes reflejadas se multiplicaban en los espejos que rodeaban la bañera. Paula observó la cara de Pedro, el cual parecía disfrutar enormemente de sus caricias. Ella siguió explorando su cuerpo con las palmas de las manos, pasándolas desde sus rodillas hasta sus caderas, y esa vez oyó con nitidez el profundo gemido que escapó de su pecho.


Aquel era Pedro, se dijo. Una semana antes, ella ni siquiera podía imaginar que se encontraría en una situación tan íntima con él. Deseaba saborear cada momento..., pero también quería hacer más cosas. Su cuerpo palpitaba y temblaba a medida que él jugaba con sus pechos, alzándolos en las palmas de las manos, frotando los pezones con los pulgares y trazando ligeros círculos sobre ellos hasta que se pusieron erectos.


Se apartó de él porque necesitaba recobrar el aliento. Pedro bajó las manos hasta su cintura. Con una facilidad y una fortaleza que la sorprendió, le dio la vuelta para que lo mirara de frente. Paula pasó las piernas flexionadas por encima de sus muslos. Él le ofreció una sonrisa seductora y puso las manos a ambos lados de su cuello.


— ¿Estás cómoda? —susurró.


Antes de que ella consiguiera recuperar el habla, Pedro pasó la lengua por sus labios cerrados. Incapaz de resistirse a sus caricias, Paula abrió la boca. Y entonces dejó de pensar. 


Solo podía sentir... y sentía cosas que nunca antes había experimentado. El ardor de los labios y de la lengua de Pedro la encendía, y le hacía desear más. Se arrimó más a él, apretando los senos contra su pecho y devolviéndole el beso con mucho más entusiasmo que habilidad. A él no pareció importarle.


Cuando sus labios por fin se separaron, la respiración agitada de ambos resonaba en la habitación. Pedro apretó las caderas de Paula contra su cuerpo, recordándole su estado de excitación. Cuando la tocó entre las piernas, con un suave movimiento hacia adelante y hacia atrás, Paula se movió hacia abajo, haciendo que la penetrara con los dedos. 


Ah, sí, el alivio que le produjo tenerlo dentro de sí la llenó de felicidad. Pedro movió los dedos y ella empezó a moverse arriba y abajo rápidamente, indicándole que necesitaba más. 


Él la besó suavemente en los labios y en las mejillas.


—Tengo que preguntarte algo —le susurró finalmente al oído.


Ella se sentía ebria, incapaz de concentrarse en más de una cosa a la vez. En ese momento, su mente estaba fija en los ágiles movimientos de los dedos de Pedro. «Por favor, no pares», pensó. «Digas lo que digas, por favor..., no... pares.»


— ¿Mmm? —consiguió decir.


— ¿Has estado alguna vez con un hombre?


La pregunta no tenía sentido. ¿Por qué le preguntaba por otros hombres en aquellos momentos, cuando estaban...?


Paula abrió los ojos y lo miró inquisitivamente.


— ¿Por qué lo preguntas?


—Porque no quiero hacerte daño. Si es tu primera vez, necesito saberlo. Ahora mismo —respiraba agitadamente, como si le doliera algo.


—Y si te dijera que nunca he estado con un hombre, ¿te importaría? Pensaba que era evidente que no sé qué hacer...


Él deslizó los brazos bajo ella y la alzó con firmeza sobre su cuerpo, haciendo que el agua se agitara en repentina olas.


—No te preocupes por eso, cariño, porque yo sí lo sé



BAJO AMENAZA: CAPITULO 24




Pedro se despertó cuando el avión descendía hacia el aeropuerto. Abrió los ojos y se desperezó antes de recordar que Paula estaba junto a él. Paula..., su mujer. Paula..., a la que le daba miedo volar.


La miró rápidamente. Tenía los ojos cerrados, pero no se aferraba a los brazos del asiento, sino que tenía las manos plácidamente apoyadas sobre el regazo. Pedro se preguntó si estaría dormida. No recordaba cuándo se había levantado de sus rodillas, pero sí haber experimentado una sensación de pérdida durante el sueño. Había echado de menos sentirse abrazado por ella, apretarla con fuerza. Nunca había sentido tal necesidad de estar con alguien, y eso lo inquietaba.


Las ruedas chirriaron al tocar el asfalto de la pista de aterrizaje. Pedro se desabrochó el cinturón y se puso a recoger sus cosas antes incluso de que el avión se detuviera en el hangar. Necesitaba hacer algo para calmar su desasosiego. Por el rabillo del ojo, vio que Paula se levantaba y miraba a su alrededor, como si saliera de un profundo estado de sopor. Sonrió al posar la mirada sobre él, y Pedro sintió como si una enorme mano se cerrara sobre su corazón y lo estrujara.


— ¿Estás lista? —le preguntó a Paula bruscamente, al tiempo que Steve entraba en la cabina. Ella no respondió. Se limitó a esperar a su lado a que Steve abriera la puerta. El piloto se hizo a un lado y dejó que Paula y Pedro salieran primero. Una vez en la pista, los hombres se estrecharon las manos y Pedro echó a andar hacia su coche, con la mente concentrada en el trabajo, lo que en cierto modo lo tranquilizaba. No notó que Paula se esforzaba por seguir su paso.


Los negocios eran un terreno conocido, en el que se sentía a gusto. Pensar en la compañía siempre tenía el efecto de tranquilizarlo. De pronto, sintió ansias de llegar a la oficina y de retomar su vida de costumbre, y procuró no pensar en la confesión que le había hecho a Paula.


De camino a la oficina, intentó confeccionar mentalmente una lista de las cosas que tenía que hacer, empezando por reunirse con el jefe de administración. Cuando se detuvieron ante un semáforo, se dio cuenta de que ninguno de los dos había hablado desde que se habían bajado del avión. Miró a Paula, preguntándose en qué estaría pensando.


— ¿Estás bien? —le preguntó.


Ella giró la cabeza y parpadeó.


—Sí, solo un poco aturdida. Siento haberme quedado dormida encima de ti. Seguro que las piernas se te quedaron entumecidas con tanto peso.


—Pues eso no impidió que me quedara dormido yo también —a continuación, Pedro sacó a relucir algunos asuntos de trabajo pendientes, de los cuales hablaron durante el resto del trayecto.


Pedro había entrado en la recepción de la empresa en infinidad de ocasiones, pero ese día todo le pareció diferente. Asombrado, se detuvo y echó un vistazo a su alrededor. Los colores parecían más vivos, o algo así... 


¿Habrían pintado las paredes recientemente? Sacudió la cabeza. ¿Qué le estaba pasando?


Melinda, la recepcionista, levantó la mirada y le lanzó una sonrisa descarada.


— Bienvenido, señor Alfonso. Señorita Chaves.


Pedro se detuvo ante el mostrador y dijo:
— ¿Podría avisar a Rich Harmon de que hemos vuelto? Dígale que quiero verlo en cuanto le sea posible.


—Claro —dijo ella, alzando el teléfono.


Al atravesar el pasillo, Pedro se cruzó con varios empleados que lo saludaron con una cordialidad en la que nunca antes había reparado. ¿Habrían sido siempre así de amables? No se había producido ningún cambio que justificara su nueva perspectiva, eso seguro. Tal vez se debiera a la presión del aire en el interior del avión. Anotó mentalmente que debía decirle a Steve que la revisara.


Paula y él llegaron a la zona de los despachos de dirección. 


Pedro abrió la puerta y se apartó para dejar pasar a Paula. Julia levantó la mirada de la pantalla del ordenador y sonrió.


—Hola, chicos —dijo, alzando dos grandes montones de mensajes telefónicos—. Esto os mantendrá ocupados el resto del día, por lo menos.


Pedro asintió y entró en su despacho revisando los mensajes. Cuando miró a su alrededor, se dio cuenta de que Paula no había entrado tras él. Se había metido en su propio despacho. Tal vez fuera mejor así. Adelantarían el doble de trabajo si pasaban unas cuantas horas separados.


Al llegar a la oficina, Pedro solo pensaba estar un par de horas trabajando. Pero habían pasado cuatro cuando por fin se levantó de la mesa. Se acercó a la puerta que conectaba su despacho con el de Paula y la abrió suavemente. Ella estaba hablando por teléfono, pero lo vio en cuanto se asomó a la puerta. Le lanzó una sonrisa fugaz y le hizo señas de que entrara. Pedro se deslizó en una de las sillas que había enfrente de su escritorio y se quedó mirándola. 


Aquella era la mujer a la que tan bien conocía, la mujer con la que se sentía a gusto, la que conocía su carácter, sus estallidos de mal humor y su impaciencia. Paula lo sabía todo sobre su persona y, sin embargo, había aceptado casarse con él. Pedro se preguntaba por qué. No era por su fascinante personalidad, de eso estaba seguro.


Escuchó distraídamente mientras ella hablaba con un cliente un tanto quisquilloso, sin que su voz trasluciera signos de irritación o impaciencia. Cuando colgó, lo miró inquisitivamente, enarcando las cejas.


— Me estaba preguntando si hay algo ahí... — Pedro indicó los montones de archivadores que había sobre la mesa— que no pueda esperar hasta el lunes.


Ella se frotó la frente con expresión de cansancio y miró los papeles que tenía encima de la mesa.


— Sinceramente, espero que no —respondió con un suspiro—. Supongo que tú tienes que enfrentarte a todo esto cada vez que te ausentas unos días.


— Normalmente, no —dijo él sonriendo—. Verás, tengo una magnífica asistente que se encarga de casi todo cuando yo no estoy, así que cuando vuelvo, lo encuentro todo en orden. A veces hasta me siento superfluo en esta oficina.


Ella se echó a reír.


— Sí, ya. Lo siento, pero no te creo.


Él alzó los brazos por encima de la cabeza y se desperezó. 


Tras mover la cabeza lentamente en círculos para relajar la tensión que sentía en el cuello, miró a Paula y dijo:
—Quería hacerte una sugerencia.


Ella se inclinó hacia delante, juntando las manos sobre la mesa.


—Adelante.


— Sugiero que nos vayamos a casa, miremos qué hay en el congelador para hacer la cena y pasemos una cuantas horas de relax. ¿Qué te parece?


Ella se sonrojó suavemente, pensando en lo que Pedro no había dicho.


—Tú eres el jefe —contestó poniéndose aún más colorada.


—No necesariamente, al menos en nuestro matrimonio. En mi opinión, somos como socios. Tenemos los mismos derechos de voto.


Ella se levantó y se estiró.


—Entonces, voto porque nos vayamos antes de que vuelva a llamar algún cliente pesado.


— ¿Con quién estabas hablando?


Paula se lo dijo, resumiéndole la conversación mientras sacaba su bolso del cajón superior del escritorio. Al incorporarse, dijo:
—Creo que he conseguido convencerlo. Al menos, eso espero.


Pedro se acercó a la puerta que llevaba al despacho de Julia y la abrió. Cuando salieron, le dijo a la secretaria, casi sin detenerse:
—Nos vamos a casa. Hasta el lunes.


A Julia pareció sorprenderla que se marcharan juntos, cosa que rara vez ocurría. Bueno, pues tendría que acostumbrarse, pensó Pedro.


Esperó hasta que estuvieron en el ascensor, a solas, para abrazar a Paula. La besó apasionadamente hasta que llegaron al piso del aparcamiento subterráneo.


— Gracias —dijo. De algún modo, se sentía más ligero—. Lo necesitaba —la puerta del ascensor se abrió. Salieron y Pedro la llevó del brazo hacia su coche—. Voto porque nos vayamos directamente a casa.


Estuvo a punto de echarse a reír al ver la expresión de su cara. Paula había dejado de ser su asistente. El beso parecía haberle recordado que era una recién casada a la que esperaba su noche de bodas. A Pedro le hizo gracia que intentara mantener una actitud despreocupada. Ella miró su reloj.


—Yo pensaba pasar primero por mi apartamento para recoger algo de ropa.


—Esta noche no necesitarás nada, ¿no crees? Mañana iremos a tu apartamento y te ayudaré a empaquetar las cosas. 


Ella se detuvo y escrutó pensativamente su cara, como si lo viera por primera vez. Aquella mirada penetrante puso a Pedro un poco nervioso. No estaba acostumbrado a que lo mirara así. Y no sabía qué hacer.


La respuesta de Paula lo pilló por sorpresa. Ella esbozó una lenta e íntima sonrisa y dijo:
—Decididamente, tienes mucha labia — y lo besó en la comisura de la boca—. Me has convencido.


Él se echó a reír mientras se acercaban al coche. Estaba sujetándole la puerta cuando otro coche aparcó junto al suyo. Pedro levantó la mirada y vio que era el coche del bueno de Arthur, el jefe de contabilidad. Pero estaba de tan buen humor que ni siquiera Arthur podía amargarle ese momento.


—Hola, Arthur. ¿Qué tal van las cosas? — le preguntó, al tiempo que cerraba la puerta del pasajero y rodeaba el coche.


Arthur salió del suyo y lo miró fijamente por encima del techo del vehículo. Se subió las gafas sobre el puente de la nariz y dijo:
—Eh, todo va perfectamente, creo —inclinó la cabeza mirando a Paula—. Hola, señorita Chaves.


—Hola, Arthur. Me alegro de verte.


Pedro se deslizó en su asiento mientras Arthur se dirigía al ascensor. Paula se echó a reír y dijo:
— Es la primera vez que te veo hablar con Arthur sin rechinar los dientes.


—No te extrañe. Hoy, ni siquiera Arthur puede amargarme el día —sacó el coche marcha atrás y se dirigió a la salida.


Paula observó sus habilidosas manos, que sujetaban con ligereza el volante forrado de cuero. Siempre había admirado sus manos. Eran manos curtidas, de trabajador, a pesar de que hacía ya varios años que no trabajaba a la intemperie. 


Ese pensamiento la llevó a otro.


— ¿Cómo conseguiste aprender algo en la escuela si siempre estabas mudándote de un sitio a otro? —preguntó.


— Por curiosidad, supongo. Recuerdo que estaba lleno de preguntas. Además, me gustaba mucho la escuela. La rutina de la que otros chicos se quejaban a mí me parecía reconfortante. Como sabía que nunca me quedaba mucho tiempo en un mismo sitio, me esforzaba por ponerme al nivel de: los otros chavales y por aprender todo lo que podía. Y cuando no iba a la escuela, buscaba la biblioteca municipal del sitio donde estuviéramos y me iba a leer allí siempre que podía. Mi padre casi nunca me preguntaba adonde iba. Y si le decía que había estado en la biblioteca, se echaba a reír. Más tarde me di cuenta de que creía que le mentía para ocultarle mis verdaderas actividades. Nunca comprendió que yo no decía mentiras. Era una promesa que me había hecho a mí mismo después de haber escuchado todas las fanfarronadas que contaba mi padre. No quería ser como él. Y comprendí que la educación era el único modo de escapar a aquel destino.


—Pues tu plan funcionó, obviamente.


— Supongo que sí.


Paula comprendió por su tono cansino que no quería seguir hablando de su pasado. Todavía la asombraba que le hubiera contado tantas cosas. Debía respetar los límites que él marcaba en lo que a su infancia se refería. No quería que se arrepintiera de haber confiado en ella.