lunes, 22 de enero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 11





Su madre se recuperaba satisfactoriamente, sin complicaciones, según había dicho el doctor. Una semana más y podría mudarse al pequeño apartamento donde ya estaban Paula y la tía Mariana.


Paula volvió a San Francisco el domingo, y con el mejor de los ánimos. Se alegraba de haberse mudado con Angie, aunque la renta era tal vez demasiado alta. Sobre todo debido a que lo habían alquilado con los hermosos muebles lacados de Marge y los exquisitos accesorios de tonos lavanda que combinaban perfectamente con la moqueta y las paredes enteladas.


Angie no estaba en casa, pero el sol de la tarde que entraba por el amplio ventanal le dio una cálida bienvenida. 


Igualmente cálido sería el piso en invierno, pensó, cuando la lluvia golpeara en las ventanas y encendieran la chimenea. A su madre le encantaría.


Un pensamiento nublaba su mente. No habían hecho efectivo el cheque de veinte mil dólares, y no le habían llegado más cartas al bar de Spike. ¿Habían aceptado su oferta o no? Pensó en llamar al abogado, pero decidió no hacerlo. Lo mejor era no dar señales, por si seguían pensando en llevarla a juicio.


Tampoco habían devuelto el cheque. Pero si ella cumplía su parte del trato, lo que pensaba hacer, eso era una muestra de buena fe. Todo lo que tenía que hacer era pagar cien dólares al mes durante el resto de su vida. Pero, ¿por qué estaba enfadada? Debería estar agradecida y contenta de devolver el dinero que había permitido la recuperación de su madre. Y, estando ella recuperada, era libre de concentrarse de nuevo en su trabajo.


O quizás no tan libre. Seguía teniendo cierto temor. ¿Se había librado de él o no?


BAILARINA: CAPITULO 10





Diego observó a su amigo. Su rostro no revelaba ninguna expresión.


—¿Y bien?


Pedro lo miró, luego miró la carta y la leyó por segunda vez, prestando mayor atención.


Estimado señor Collins,
Con relación a su carta del 4 de mayo, en la que me acusaba de cometer fraude contra la persona de su cliente, el señor Alfonso, me permito decirle que debo dejar claros los siguientes hechos:
Parece darse cierto malentendido en lo que se refiere al contrato verbal existente entre el señor Alfonso y yo: Según yo entendí, como contrapartida al pago de cuatrocientos mil dólares, le prometí no casarme con Roberto Goodrich, y en ningún momento se tuvo en cuenta si había o no había un compromiso previo. Yo estoy cumpliendo tal promesa. Que el señor Pedro Alfonso diga que un compromiso anterior era una consideración necesaria para, que nuestro contrato tenga validez, constituye para mí una gran sorpresa.


—¡Eso es una maldita mentira! —exclamó Pedro—. Deberías haber oído el discurso que me echó sobre la química y la piel de gallina y sobre que su relación no se podía comprar.


Diego frunció los labios y sonrió.


—Te parece divertido, ¿no? ¡Maldita sea! —dijo Pedro y continuó leyendo la carta.


Por otro lado, me doy cuenta de que los contratos verbales están sujetos a malentendidos, y, por lo tanto, el señor Alfonso puede haber sido víctima de una confusión. Su concepto de nuestras obligaciones, evidentemente, difiere del mío. No quiero aprovecharme de tal confusión y dejar que piense que no ha recibido ninguna compensación por los fondos que me cedió. Así pues, consiento en devolverle la suma de cuatrocientos mil dólares
Sin embargo, comprenderá que ha transcurrido algún tiempo desde que recibí tal suma v compromisos prioritarios hacen imposible que pueda devolverle tal cantidad de una vez. Le adjunto un cheque por veinte mil dólares, así como una nota firmada en la que me comprometo a devolverle cien dólares al mes hasta llegar a la suma total, intereses incluidos.
Espero que acepte esta iniciativa como una demostración de buena fe.
Dándole las gracias por adelantado por su comprensión, se despide
Muy sinceramente,

Deedee Divine


—¡Imposible!



Diego hizo un gesto de sorpresa.


—No puede haber gastado trescientos ochenta mil dólares en diez días.


Diego se encogió de hombros.


—Eso no nos importa.


—Claro que sí.


—No. Lo que importa es que nos las vemos con una muñequita que o es muy lista o está recibiendo consejo legal.


—¿Sí?


—Tiene razón. Los contratos verbales, por naturaleza, son... cómo diría, bastante vagos, y a menudo pueden ser, a propósito o no, malinterpretados. Los veinte mil dólares son una señal de sus buenas intenciones y de buena fe.


—Esto... —dijo Pedro poniendo el cheque sobre la mesa— es una fracción muy pequeña de lo que me debe.


—Lo mejor es aceptarlo. Puede pasar bastante tiempo antes de que recibas siquiera otro centavo.


—¡Oh, no! Ahí está su nota.


—Eso no importa. No se puede meter a la gente en la cárcel por deudas, no es lo mismo que el fraude. En otras palabras, Pedro, no hay por dónde pillarla.


—Sí, si no aceptamos el cheque. Si la llevamos a los tribunales...


—Perderíamos el juicio. Y puede que a ti no te importe pasar por imbécil, pero a mi sí.


—Y un cuerno perderíamos. Me estafó deliberadamente y...


Pedro se interrumpió al ver que Diego hacía un gesto irónico.


—¿Quién, en su sano juicio, creería que el afamado columnista Pedro Alfonso podría dar una cantidad de dinero tan monstruosa sin tener sólidas razones para ello?


—Comprendo a qué te refieres.


—Tus colegas periodistas se alegrarían bastante de poder vender semejante noticia. Me temo, viejo amigo, que te tiene atrapado.


Pedro se quedó mirando a su amigo, absorto en sus pensamientos.


No se trataba del dinero, sino de la decepción. 


No parecía la clase de mujer capaz de engañar a un hombre. Tenía una mirada tan inocente, un porte tan digno.


«¡Maldita sea!», se dijo. La pequeña zorra no sólo lo había engañado, sino que se había burlado de él, y no podía hacer nada. Se sentía como un tigre enjaulado. Y al otro lado de la jaula, estaba ella, riendo y riendo.


Pero no iba a salirse con la suya tan fácilmente.


El cheque que había enviado no tenía remite. El bar de Spike's era su única pista.


Pero no estaba allí. Una bailarina de top-less llamada Bootsie Lee la había reemplazado.


—Las bailarinas van y vienen —le dijo Spike—. No me molesto en preguntarles su dirección.


—No sé dónde vive —le dijo la camarera—. De todas formas me dijo que se estaba cambiando de casa.


«Me lo figuraba», pensó Pedro, «y puede que sea mejor así. Si la encuentro le retuerzo el cuello, y acabaría en la cárcel».


—¡Ha volado! —le dijo a Diego—. Probablemente en el Concorde, con todo ese dinero, que no volveré a ver.


—Tranquilo, no es tanto como para que te dé un infarto.


Diego no sabía que la rabia de Pedro Alfonso no tenía que ver con el dinero, sino con la desaparición de un par de ojos azules.

BAILARINA: CAPITULO 9





EL hombre de la chaqueta a cuadros se acercó a ella en cuanto entró en Spike's la noche del martes.


—¿Es usted la señorita Deedee Divine?


—Sí —respondió Paula. No era el primero que quería contratarla para bailar en otro lugar—. Pero por ahora no puedo aceptar más trabajo.


Su respuesta pareció asombrar al hombre.


—Éste lo aceptará —dijo el hombre y le dio un sobre.


Observó cómo se marchaba y miró el sobre. Tenía el membrete de un bufete de abogados. Le dieron escalofríos, pero lo abrió resueltamente.


Era una amenaza. La denunciarían ante los tribunales si, en un plazo de treinta días, no reembolsaba la suma de dinero que había obtenido por medios fraudulentos.


Utilizando la jerga legal, le comunicaban que Pedro Alfonso entendía que ella, mediante un contrato verbal, había aceptado la suma de cuatrocientos mil dólares a cambio de que pusiera fin a su compromiso con Roberto Goodrich. En vista de que tal compromiso nunca había existido, el contrato verbal se declaraba nulo. Por lo tanto se la requería para que devolviera la suma de dinero. Si no lo hacía en el plazo de un mes, la denunciarían por fraude. La carta estaba firmada por Diego Collins.


Paula sintió rabia, culpabilidad y temor.


La culpa de todo la tenía Pedro Alfonso. Ella no le había pedido nada: estaba sola, inmersa en sus asuntos, tratando de resolver sus propios problemas, y entonces apareció él, acusándola de seducir a su precioso sobrino y ofreciéndole una compensación por no casarse con él. Ni más ni menos. 


Había sido él el que había mencionado la compensación. A ella ni siquiera se le había pasado por la cabeza.


«Sí, pero te aferraste a ella en cuanto la mencionó», se dijo. «¿Y qué podía hacer si él me ofreció la posibilidad de obtener tanto dinero cuando mamá lo necesitaba? Me alegro de haberlo hecho y volvería a hacerlo otra vez. ¡Sin duda!»


Pero, ¿qué sucedería a continuación? El fraude era un delito castigado con la cárcel. «No puedo ir a la cárcel. Perdería mi trabajo. ¿Y qué sería de mi madre?»


Volvió a mirar la carta. Iba dirigida a la señorita Deedee Divine, Spikes Bar. Pedro Alfonso no sabía su nombre verdadero, ni dónde vivía. Ojalá su madre no hubiera insistido para que fuera al bar a preguntarle a Vashti si tenía el amuleto de la buena suerte que había perdido la noche que se desmayó.


Vashti le había confirmado que lo tenía y ella había ido a recogerlo. Si no hubiera ido, nunca habría recibido el requerimiento.


No le había dicho a nadie adónde se trasladaba, pero la policía encuentra a todo el que se propone.


Tal vez debiera buscar a un abogado.


Pero no podía pagarlo.


«¡Maldita sea, Paula Chaves, usa tu cerebro! Sácale partido al derecho que has estudiado en la universidad».


Podía haber toda clase de malentendidos en un contrato verbal, ¿o no? Y ella no le había engañado, ni había querido estafarlo deliberadamente. Sólo había... Además, desde el principio, tenía la intención de devolver el dinero. Tal vez si empezaba a hacerlo, pensó.


Había reservado cincuenta mil dólares para la estancia de su madre en el hospital de Seattle. 


Pero puede que la estancia no costara tanto. Si devolvía veinte mil...


Se dirigió a su nuevo apartamento y escribió una carta.