jueves, 25 de febrero de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 26

 


—La última vez que estuve aquí compré una barbacoa. Es casi lo único moderno que hay en la casa. Haré el salmón en ella.


—¿Dónde aprendiste a cocinar? —le preguntó Paula.


—Me enseñó mi abuela, que siempre pensó que los hombres tenían que saber cocinar. Decía que las mujeres alucinaban con los hombres que sabían cocinar.


—¿De verdad decía eso?


—Sí. Fue ella la que alucinó cuando se empezó a promover la comida sana en los colegios. No sé si sabes que fue profesora de Lengua y Literatura.


—No, no lo sabía.


—Te habría caído bien. Y tú a ella.


—Me alegro.


Paula pensó que Pedro le recordaba a uno de esos chefs famosos y sexis, que cocinaban sin molestarse en medir nada, pero con plena confianza en sí mismos. Nunca había visto a un hombre tan guapo con un delantal.


—¿Cocinas mucho? —le preguntó.


—No cuando estoy fuera y, cuando estoy en Nueva York, suelo comer de restaurante. Hay tantos restaurantes buenos que podría cenar fuera todas las noches y no aburrirme nunca. Casi siempre cocino aquí. En esta cocina.


Miró a su alrededor.


—Me alegro de que te hayas quedado —añadió—. Me siento extraño, estando aquí sin ella.


—Ya imagino.


Para cambiar de tema, Paula comentó:

—Voy a poner la mesa.


Pedro la miró como si estuviese loca.

—Ya está puesta.


—Es solo decoración. No podemos utilizar esa vajilla ni manchar las servilletas ni el mantel. Julia nos mataría.


—A mi abuela no le gustaría eso de la decoración.


—Si tu abuela era tan inteligente como dices que era, le habría encantado cualquier cosa que le hiciera ganar más dinero con su casa.


Él sacudió la cabeza.


—Le habrías caído genial —comentó.


—La echas de menos, ¿verdad?


Era una pregunta tonta, pero Paula tenía la sensación de que, en ocasiones, la pregunta más tonta era la más adecuada.


Pedro hizo una mueca.


—Tengo la sensación de que todavía puedo oír su voz. Solía llamarme de vez en cuando, pero lo que más ilusión me hizo fue el primer correo electrónico que me mandó —dijo riendo—. Debía de tener unos ochenta y dos años. Se compró un ordenador y contrató a un chico para que la enseñase a utilizarlo. Quería sorprenderme y lo consiguió. Estaba en Estambul cuando me llegó su mensaje.


—Increíble.


—Sí. Lo gracioso es que siempre escribía los correos electrónicos como si fuesen cartas formales. Ya sabes, «querido Pedro, espero que te encuentres bien». Y esas cosas.


Tardaría mucho tiempo en dejar de esperar sus llamadas y correos. Se contuvo antes de continuar.


—En fin, que era una mujer estupenda. Y no le gustaban los hombres que no sabían hacer nada en una casa. Por eso sé cocinar.





UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 25

 


—¿Despedirme? —preguntó Paula con incredulidad.


Era lo último que había esperado oír. De hecho, había imaginado que Pedro estaría tan ansioso como ella de olvidarse de lo ocurrido entre ambos.


No era justo. Tenía planes. Dos agendas que mantenían su vida y su futuro en el buen camino. Y en ninguna de las dos había espacio para una relación personal.


Sabía que esas cosas pasaban cuando tenían que pasar, por supuesto, pero su atracción hacia Pedro no llegaba en el momento adecuado. Aunque hubiese tenido tiempo para una relación, jamás habría escogido a un hombre como Pedro. Jamás. Tenía todo lo que ella no quería en un hombre. Era inquieto.


Un nómada. Y ya había tenido demasiada inestabilidad en su vida.


Su hombre ideal era un hombre tranquilo, al que le gustase la jardinería y el bricolaje, pasar los sábados por la tarde en una tienda de material de construcción.


Pedro le gustaba pasar los sábados por la tarde haciendo fotografías a rebeldes en países que la mayoría de la gente no era capaz ni de localizar en el mapa.


Así que a pesar del desorden que un apasionado beso había causado en sus planes y en sus sueños, tenía que ser clara con él.


—No me puedes despedir.


—Claro que sí.


—Pero…


Paula sabía que estaba jugando con ella y eso hizo que le ardiese la sangre en las venas. ¿Por qué se lo estaba poniendo tan difícil?


—Pero… —repitió—. No vas a despedirme.


Él se quedó pensativo.


—No, pero es probable que vuelva a besarte. Si tú también quieres volver a besarme, no deberíamos permitir que algo tan tonto como los negocios se interponga entre ambos.


—No quiero volver a besarte —espetó ella.


—En ese caso, no hay ningún problema.


—Bien. De acuerdo.


Pedro no se lo discutió y ella se alegró.


—Sigo pensando que deberías cenar conmigo.


—¿Qué?


Él sonrió y Paula pensó que estaba muy sexy, allí apoyado en la pared.


—Cena conmigo.


—¿Cuándo?


—Esta noche.


—¿Me estás pidiendo salir? ¿Es que no has oído lo que te he dicho?


—No te estoy pidiendo salir. He pasado por el mercado y he comprado salmón fresco, espárragos y patatas. Es demasiado bueno para comerlo solo.


Ella frunció el ceño.


—No sabes cocinar, ¿verdad? Quieres que te haga la cena.


—Da la casualidad de que soy un excelente cocinero.


—No…


—Y así podrás contarme cómo han ido las visitas de hoy.


Paula no sabía por qué, pero parecía mucho más contento que cuando se había marchado de allí unas horas antes, y el buen humor era contagioso.


—¿Cómo es que de repente estás tan animado? Parecías enfadado cuando te has marchado.


—Cuando me has echado de mi casa, quieres decir —respondió él, tomando las bolsas y dirigiéndose hacia la cocina—. He tenido una revelación.


—¿Una revelación? No me lo digas. Te has dado cuenta de la suerte que tienes, disponiendo de la mejor agente inmobiliaria de todo Seattle.


Él se giró a mirarla por encima del hombro.


—Pensé que disponer de ti no era profesional.


Ella contuvo una sonrisa. Era demasiado fácil estar con él, coquetear con él.


—Veo que me has escuchado.


—Por supuesto que te he escuchado, aunque no estoy de acuerdo contigo. Pienso que se pueden mezclar los negocios con el placer y hacer que ambos sean interesantes.


—¿Alguna vez has…? —empezó Paula, pero se mordió la lengua.


—¿Si he tenido una relación con una compañera? Por supuesto. ¿Tú, no?


A Paula le sorprendió sentir una punzada de algo, ¿serían celos? Pedro podía salir con quien quisiese, no era asunto suyo.


—No, nunca.


Él cerró el grifo y se secó las manos. Paula se fijó en que tenía unas manos bonitas. De dedos largos, fuertes.


—¿Y con un cliente?


—No, ya te lo he dicho. Tengo una serie de normas.


—¿Y no has oído eso de que las normas están para romperlas?


—Apuesto a qué tú has roto unas cuantas.


Pedro rio.


—Una o dos.


Sacó del último cajón un delantal como si lo hubiese hecho muchas veces antes. Era verde con flores amarillas, sin duda, de su abuela. Se lo puso sin preocuparse de si estaba ridículo con él y a Paula se le derritió un poco el corazón.


No estaba en absoluto ridículo. Parecía cómodo con el delantal de su abuela, lo que significaba que también lo estaba con los recuerdos que tenía de ella. Bien.


Paula se quitó la chaqueta del traje y la dejó en el respaldo de una silla, luego se remangó la blusa de seda.


—¿Qué puedo hacer?


Pedro estaba sacando cosas de la bolsa. Dejó una botella de vino en la encimera.


—¿Puedes abrir el vino?


—Por supuesto.


Había comprado vino. Paula se preguntó si aquella cena improvisada no estaría en realidad planeada. Y si eso le importaba.


Abrió la botella y sirvió dos copas que encontró en el armario que él le indicó.


—¿Qué más?


—¿Quieres ser mi pinche?


—¿Por qué no?


Pedro abrió de nuevo el cajón y sacó otro delantal, en ese caso de color crema y con rosas rosas. Sujetó la cinta superior y esperó a que se acercase para meterle la cabeza. Luego la hizo girar y apoyó las manos en sus caderas, con un gesto que tal vez fuese propio de un chef, pero que a ella le pareció demasiado íntimo.


—Mi abuela era algo más corpulenta que tú —comentó Pedro, ajustándole el delantal.


Paula notó su aliento en la nuca mientras se lo ataba y deseó apoyarse en él y dejarse llevar por aquella atracción.


—Ya está —añadió Pedro, apartándose.


—Gracias.


Le pasó los espárragos y las patatas y mientras ella cortaba el tallo a los primeros y pelaba las segundas, él preparó la salsa para el salmón.


Trabajaron amigablemente, codo con codo.





UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 24

 


Al llegar a casa, le alegró ver que las luces seguían encendidas. Eso significaba que Paula debía de estar esperándolo.


Abrió la puerta y la vio saliendo de la cocina con la chaqueta del traje puesta y el bolso colgado del hombro.


—Te estaba esperando —le dijo.


—Ya veo —respondió él, levantando la bolsa con la compra—. Voy a cocinar, si te apetece quedarte a cenar.


Ella jugó con el botón de su chaqueta. Lo miró, se ruborizó y volvió a bajar la vista. Pedro tenía frío, estaba cansado y le dolía la pierna, pero se olvidó de todo con aquella mirada.


—Yo… creo que deberíamos hablar —respondió ella.


—¿Y eso?


Pedro dejó las bolsas, se quitó la chaqueta y la colgó en el perchero de roble que ella había vaciado antes de que llegasen los clientes, como si un perchero vacío no quedase mucho más extraño que uno con algún abrigo.


—Lo de la cena no estaba… previsto.


—Es la hora de cenar.


Ella agarró el asa de su maletín.


—Lo que ocurrió… —balbució, deteniéndose de repente.


—¿Te refieres al beso? —preguntó él, empezando a divertirse.


Se apoyó en la pared, en parte para aliviar su dolorida pierna y, en parte, para observar la expresión de su rostro.


—Sí, sí, el beso.


Estaba adorable, sexy, insegura, confundida, un poco molesta.


—No fue nada profesional —continuó—. No volverá a ocurrir.


Eso era una buena noticia, era evidente que ambos habían entrado en razón. No podía tener una aventura con una agente inmobiliaria que estaba intentando vender su casa.


Pero no pudo darle la razón. Solo podía pensar en besarla otra vez.


—¿Que no volverá a ocurrir?


Ella sacudió la cabeza.


—No.


—¿Y si yo quiero que vuelva a ocurrir?


Ella hizo una mueca y Pedro se dio cuenta de que estaba intentando sonreír.


—Soy tu agente inmobiliaria. Nuestra relación tiene que ser estrictamente profesional.


—Ya veo.


La miró a los ojos, se cruzó de brazos y le dijo:

—Supongo que te podría despedir.