miércoles, 24 de agosto de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 9





Paula


Ha pasado casi una semana desde que llegué a este pueblo perdido en medio de la nada. Una semana en la que mis jornadas laborales se me han hecho largas, tediosas y aburridas. Una semana en la que me han servido las raciones de comida más grandes que he visto en mi vida.


Una semana en la que, si no fuera porque tengo conexión a Internet en el caserío, me olvidaría que formo parte del mundo.


La vida aquí es tranquila, demasiado. Al menos para mí, que trabajo en la oficina del banco. Los ganaderos y agricultores se levantan temprano y trabajan como bestias; Elena, la posadera, no para en todo el día para alimentarnos bien a todos los que pasamos por allí y, así, un largo etcétera. En cambio, para Juan Ignacio y para mí las jornadas no son iguales. Él parece estar encantado con la calma que se respira en el banco, pero, no me extraña, ¡porque llega con cada resaca a la oficina!


Por suerte hoy es sábado y tengo un plan.


Voy a coger el coche y pasaré el día en Pamplona. Nada como un poquito de asfalto, tiendas y gentío para animarme.


Me preparo un bol de leche desnatada con cereales integrales y me arreglo. A ver si encuentro algún sitio en el que comer ligerito hoy. Aunque yo no sea de esas, mi estómago me pide a gritos una ensaladita y un batido de frutas porque todavía no se ha repuesto del goxua.


Miro mi reflejo en el espejo antes de coger el bolso para salir: botas altas planas para patear la ciudad, pantalones pitillo beige y suéter oversize de lana porque, ¡menudo frío hace aquí! Acostumbrada como estoy al cielo azul y al sol de Valencia estos días grises, con llovizna y frío me tienen encogida.


Abro la ventana y me asomo a ver qué tal día hace hoy y, así, coger un abrigo u otro en función del clima.


¡¡¡Está nevando!!! Vale, ya sé que estamos en invierno y que antes o después caería una nevada, pero… ¿justo tenía que ser hoy?


Uf, espero que haya pasado el quitanieves, no pienso ni por asomo quedarme un día más encerrada en este valle. No me apetece nada tener que ponerle las cadenas al coche, pero, si gracias a eso puedo pasar un día en la ciudad, lo haré.


Me pongo el anorak más gordo que tengo y trato de abrir la puerta que da al prado. Sí, digo «trato» porque la montaña de nieve que hay al otro lado no me permite abrirla. Vaya, me temo que esto es peor de lo que yo pensaba.


Salgo por la otra puerta y bajo con rapidez las escaleras que me comunican con la casa de Pedro. A ver qué me dice.


Espero que sepa si va a pasar el quitanieves o que, al menos, él pueda desbloquearme la puerta.


Llamo a la puerta y espero paciente. Lo cierto es que no terminamos de llevarnos bien. Hemos comido juntos casi todos los días en la posada y aunque hemos tenido un trato cordial no puedo evitar que sus hirientes palabras me vengan a la mente cada vez que estoy con él. ¡Qué manera de juzgar a la gente!


Vale, me gusta vestir bien y odio el campo, pero eso no significa que sea una pija materialista a la que solo le importa el dinero. ¡Nada de eso! Yo soy trabajadora y todo lo que me compro me lo he ganado con el sudor de mi frente. 


Me parece increíble que se crea mejor persona que yo solo por el hecho de ser de campo.


Interrumpe mis pensamientos al abrir la puerta de golpe y sin preguntar.


—¡Vaya! —exclama sorprendido al verme en la puerta—. Justo iba a buscarte. Si has llamado ni te he oído.


—¿A buscarme?


—Sí, acaban de decretar alerta. Parece ser que esta nevadita solo es el principio del temporal que se avecina.


—¿Temporal?


—Así es. Y durará, por lo menos, hasta el domingo. Me temo que si tenías prevista alguna salida —comenta al percatarse de mi atuendo—, tendrás que cancelarla.


—Estás de broma, ¿verdad?


—Me temo que no. Con un poco de suerte el domingo por la tarde habrá amainado algo, pero prepárate porque va a caer una buena, ¡esto no ha sido nada!


—¡Y yo que estaba dispuesta a pasarme el día de tiendas por Pamplona! —me lamento—. Por no hablar de que tengo la nevera vacía. Como he comido en la posada me había despreocupado del asunto y si ahora no puedo salir a comprar…


—Tranquila, mujer, no dejaré que desfallezcas —me dice con amabilidad—. Yo tengo la despensa llena. Puedes comer conmigo.


Me quedo bloqueada ante esta especie de invitación. No sé muy bien qué decir. No me apetece pasar el rato con alguien que me tiene en tan baja consideración, pero, por otra parte, tampoco quiero morir de hambre.


—No me mires con esa cara que tampoco es para tanto, al fin y al cabo, hemos comido juntos en la posada todos los días, ¿no?


—Sí, es cierto —admito.


—Pues vuelve por aquí a las dos y la señorita tendrá lista su comida. —No puedo evitar irritarme ante su tono condescendiente, pero no dejo que el mal humor se apodere de mí. Ya tengo bastante con estar encerrada en esta casa todo el fin de semana.


—¿Y si bajo un poco antes a ayudarte a prepararla? Todavía es temprano y me voy a aburrir como una ostra si me paso toda la mañana sin nada que hacer.


—Está bien —concede poco convencido—. Como tú quieras.


Me doy la vuelta, subo los escalones de dos en dos y entro de nuevo en mi casa.


¿Temporal? ¿Todo el fin de semana? No puedo creer que vaya a tener que pasarme encerrada mis días libres. 


Enciendo el ordenador y trato de conectarme a Internet, pero parece que los astros han decidido conjugarse en mi contra. No hay conexión. Miro el móvil. Ni 3G, ni cobertura. Y la casa no tiene teléfono fijo.


Vale, está visto que las cosas siempre pueden ir a peor.


Incomunicada y encerrada. Y la única persona con la que puedo mantener una conversación es un tipo que me mira como si fuera una princesita que no sabe valerse por sí misma. Está muy equivocado.


¿Quién se ha creído que es? No es más que un ganadero. 


Puede que sea atractivo, pero no es más que un tipo de pueblo que ha heredado el negocio y el caserío de sus padres. Y necesita tener una inquilina para que le salgan las cuentas. Pues no veo de qué tiene que enorgullecerse.


Me dejo caer sobre una silla y una vocecita interior que, indudablemente, es mi conciencia me dice que no debo juzgar a las personas a la ligera.


Tiene razón. A mí me duele que él lo haya hecho, así que no debo caer en el mismo error. Además, ¿a mí qué me importa cómo sea él? Solo es mi casero.


«Eso, solo es mi casero» me repito a mí misma por si no me ha quedado claro.


No debe molestarme lo que él piense. Yo sé que está equivocado y eso debería bastarme. Decidida a demostrárselo me dirijo de nuevo hacia su casa.


Llamo al timbre y espero.
—¿Qué pasa? —pregunta—, ¿no es un poco pronto para empezar a hacer la comida?


—¡Estamos incomunicados!


—¿Qué quieres decir?


—Estamos rodeados por la nieve, sin teléfono ni Internet, ¡creo que no va ni la toma de televisión!


—Es lo normal con un tiempo así.


—¿No vas a invitarme a pasar?


Se echa hacia atrás un tanto descolocado por mi pregunta y abre la puerta para que entre.


—Gracias.


—¿Quieres un café?


—Claro. Con leche y dos de azúcar, si es posible. Creo que ya es hora de que nos conozcamos un poco mejor.


—¿Tú y yo?


—Sí.


—¿Por qué?


—¿Y por qué no? Vivimos en el mismo caserío, comemos juntos casi todos los días…


Parece dudarlo, pero, al fin, asiente con la cabeza.


—Tienes razón. Un amigo nunca viene mal.


—Amiga, en este caso.


—Anda, ven, será mejor que nos tomemos el café en la cocina. Es la estancia más cálida de la casa y ya sabemos los dos que no estás hecha para los climas fríos.


Sonrío y lo sigo. Puede que en el fondo no sea tan mal tipo.






ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 8





Pedro


—¿Qué tal eso de vivir acompañado? —pregunta Elena. 


¡Dios, qué cotilla es, no puede evitarlo!


—Sigo viviendo solo.


—Ya sabes a qué me refiero. ¿Qué tal es la chica?


—¿Cómo crees? Es la típica niña pija: vestida de marca de arriba abajo, con su melena de peluquería y unos aires de grandeza que dan ganas de vomitar.


Elena me mira y pone una cara rara, pero no sé por qué así que continúo.


—Es de las que se cree que el dinero cae del cielo y lo derrocha sin pensarlo.


La posadera sigue con su extraña expresión y parece nerviosa, pero no dice ni mu. Me llevo una cucharada de alubias a la boca y sigo con mi perorata. ¡Me estoy quedando más ancho que largo!


—Lo cierto es que es bastante guapa. Es lo único que puedo decir a su favor.


—Vaya, gracias.


La persona que me responde no es Elena sino mi adorada inquilina que me observa desde la puerta. Ahora entiendo las miraditas de la posadera. Ya podía haber sido menos disimulada y haberme avisado, ¡joder! Yo no estoy hecho para sutilezas.


Paula se acerca hacia mí muy seria y se sienta en la silla de enfrente, que está vacía.


—Un menú del día, por favor —pide.


—De primero tenemos alubias, macarrones, sopa de fideos o menestra.


—Menestra, por favor.


—Y de segundo tenemos pechuga empanada con patatas, filete de ternera, bacalao con huevo escalfado o merluza en salsa verde.


—Umm, tomaré la merluza.


—Veo que vas a cuidar la línea, ¿eh?


—No como tú. ¿Cuántas raciones de alubias has pedido? —exclama escandalizada al ver la fuente de alubias que tengo delante.


—Espera a ver tu plato de menestra —río—. Pero, ¿es que no sabes cómo se come en el norte? Esto es una única ración de judías.


Esta pobre no va a llegar al postre y yo, por el contrario, estoy deseando comerme un buen goxua


—¡Qué barbaridad! Eso no puede ser sano… —sentencia.


—¿Qué pasa? Que tú eres de esas que solo comen un platito de ensalada en todo el día y un café con leche desnatada, ¿no?


Yo ya conocí a una así y esta tiene toda la pinta de ser de las suyas. Bueno, no voy a caer dos veces en la misma trampa.


—Lo cierto es que no.


Su repuesta me sorprende, pero no termino de creerla.


—¿En serio?


—Sí, yo soy más bien de las que, o se contiene de vez en cuando, o no pasaría por la puerta.


—No me lo creo.


—Pues es así, no veas los atracones que me doy en verano a base de helados…


De pronto, la imagen de Paula tumbada en la arena de la playa, tostándose al sol en bikini y comiéndose un cucurucho invade mi mente. Solo de pensar en esos carnosos labios lamiendo con avidez…


Aparto los pensamientos de mi cabeza de un plumazo al darme cuenta de la reacción que van a provocar en mi cuerpo.


No es el momento ni el lugar.


La observo con detenimiento y no puedo evitar que se me escape una risita al ver su cara cuando le sacan la enorme fuente llena de verdura.


—Pero… ¿de verdad que esto es solo para mí? ¿No es para compartirlo con otra persona que haya pedido menestra? —pregunta incrédula.


—Ya te digo yo que no.


—¡Madre mía!


—Será mejor que vayas acostumbrándote porque, vayas donde vayas, por aquí estas son las raciones que te van a dar.


—Dónde fueres haz lo que vieres, ¿no? —murmura mientras empieza a comerse la menestra.


Comemos en silencio hasta que llega el momento de pedir el postre y Elena se acerca a la mesa para decirnos lo que tienen hoy.


—¡Ahí va la hostia! —exclama Elena al acercarse a nosotros—. Pues no decías tú que era una señoritinga de ciudad, ¡si se ha comido los dos platos enteros!


Joder, aunque a mí también me sorprende que haya sido capaz de terminarse las dos raciones no hace falta ser tan bocazas. Si no había escuchado antes mis groserías ya se las acaba de dejar claras Elena. Es que no sabe tener la puñetera boca cerrada…


—Pues nada, hija. Ahora a rematar la faena con el postre —le dice sonriente.


—¿Qué tenéis? Estaba todo delicioso —replica muy educada y con una sonrisa encantadora. Como si no hubiera roto un plato en su vida. ¡Ja! Yo ya sé que no es ningún angelito. No hay más que ver el numerito que me montó anoche.


—Tenemos flan, natillas, cuajada, fruta y, si te atreves, goxua.


—¿Qué es el goxua?


—Es un postre típico de Navarra y el País Vasco. ¡Está muy rico! Yo te lo recomiendo.


Elena no sabe lo que hace. La pobre va a reventar. Vale que solo ha comido verdura y pescado, pero, ¡en cantidades industriales! Al menos para lo que seguro está acostumbrada a comer. Ahora cuando lo riegue con la mezcla de nata, bizcocho, crema pastelera y caramelo ya veremos si sigue siendo igual de valiente.


Lo cierto es que tiene su orgullo. Estoy convencido de que no se ha dejado ni una migaja por darme a mí en las narices. 


Se nota que es cabezota.


—Ponme otro a mí también, Elena. Me espera una tarde larga y necesito tener energía. ¿Tú también necesitas energía? ¿Mucho trabajo en el banco?


—En realidad no.


Hace una pequeña pausa en la que parece pensarse si comenzar una conversación amigable conmigo o no y, al fin, responde:
—La verdad es que los días aquí son demasiado tranquilos para mí. Soy una chica de ciudad. Me va la marcha. Estoy acostumbrada a mañanas ajetreadas en las que no puedo ni mirar el móvil, jornadas en las que enlazo clientes, llamadas y emails de trabajo. Largas colas, reuniones con el director y el resto de compañeros para enfocar la venta de productos y aquí… ¿cómo decirlo? ¡Estamos en medio de la nada!


—¿Ah, sí?


—Sí —replica convencida—. Creo que tú has sido uno de los que más trabajo me ha dado… A ver, déjame que lo piense —cuenta con los dedos de la mano—, cuatro, cuatro han sido las personas que han pasado esta mañana por la ofi. —No puedo evitar enarcar una ceja al escucharla llamar al banco con ese diminutivo pijo—. Tú, una señora de mediana edad que ha venido a sacar dinero, el cura a ingresar los donativos del domingo y la mujer del director que —prudente, baja el tono de voz— ha venido a reprenderlo porque parece ser que anoche llegó más tarde de la cuenta y con algún vinito de más.


—Típico de Juancho.


—¿Juancho?


—Juan Ignacio para ti, pero aquí todos lo llamamos Juancho. Es un buen hombre, pero su mujer tiene mucho carácter y él es un pelín cobarde, así que cuando sabe que le va a caer una buena se va de juerga por ahí. Lo que pasa es que al final le cae doble por haber salido.


Paula abre los ojos con expresión de asombro y disgusto.


—No es mal tipo —le digo—. Solo trasnocha y se bebe unos vinitos. Quiere a Maria, pero ya no se acuerdan de cómo llevarse bien. Eso sí, él es un tipo fiel.


—¡Vaya por Dios!


Elena interrumpe nuestra conversación para servirnos los postres. Yo devoro el goxua en un santiamén mientras que a mi estirada compañera le cuesta un poquito más. Espero paciente a que diga que no puede más, que está llena, pero a pesar de que noto que está a punto de reventar ella sigue comiendo. Despacio. Cucharada a cucharada. Hasta que, por fin, deposita el cubierto sobre el cuenco vació y reluciente.


—¡Voy a vomitar! —exclama mientras yo no puedo evitar soltar una carcajada.


—Mujer, ¿para qué te lo has comido todo?


—Yo no soy ninguna niñita pija con aires de grandeza.


¡Vaya, está claro que sí que me ha escuchado! Lo lamento de verdad. Es simpática, pero eso no hace que deje de ser una chica de ciudad que nos mira a todos los que somos de campo o pueblo por encima del hombro.


—¿Y creías que ibas a demostrar que no lo eras por engullir toda la comida? ¡Menuda bobada!


—Eres de lo más antipático que he conocido nunca. Aquí el único que va juzgando a la gente y criticándola eres tú —sisea ofendida.


De pronto, se levanta y se lleva una mano al estómago.


—Elena, ¿dónde está el baño?


—La primera a la derecha, hija, no tiene pérdida. ¿Te encuentras bien? —pregunta al ver el tono verdoso de su cara.


—Me temo que el goxua ha podido conmigo —exclama mientras se tapa la boca y sale corriendo hacia los lavabos.


¡Empate! Hombretón del norte 1–Chica de asfalto 1.









ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 7





Paula


Estoy nerviosa y no sé por qué. Soy una subdirectora. Tengo años de experiencia. Entonces, ¿por qué me siento como si fuera a empezar el curso en un cole nuevo? Supongo que es normal. En el fondo, así es: oficina nueva, compañeros nuevos y clientes nuevos.


Yo puedo con todo. Seguro que no será tan malo como imagino.


Media hora después ya no soy tan optimista. Mi coche casi muere del esfuerzo que ha tenido que hacer para subir la cuesta y llegar al pueblecito en el que está la oficina y, cuando por fin he conseguido aparcarlo en una zona que me parecía poco empinada, me ha tocado subir lo que quedaba de cuesta con mis tacones. Entre adoquines. Aquí me hubiera venido bien un poquito de asfalto para no torcerme el pie a cada paso que doy. He tenido suerte de no hacerme un esguince.


Espero frente a la puerta del que será, al menos de momento, mi nuevo lugar de trabajo. Miro el reloj, son las ocho menos cinco y no ha aparecido nadie. ¡Qué impuntualidad! Luego se nos va a echar el tiempo encima para prepararlo todo cuando vengan los clientes. Y encima el frío que hace en la calle… ¡si lo llego a saber me quedo en el coche! Menos mal que no nieva.


A las ocho y cinco no puedo creer que todavía no haya venido nadie por aquí. Pero bueno, ¿es que todos mis compañeros son impuntuales? Me revuelvo nerviosa y trato de cotillear la oficina a través del cristal, pero el interior está muy oscuro y por mucho que miro no veo nada. Eso sí, me parece algo pequeña. No sé de cuantos empleados es esta oficina pero desde luego no da la sensación ni de que quepamos tres. Estoy con la cara pegada al cristal, en un último intento de ver algo, cuando alguien me da unos toquecitos en el hombro.


Me giro para encontrarme a un señor de pelo blanco y aspecto bonachón que me sonríe.


—Buenos días —exclama mientras trata de ocultar un bostezo—. Disculpa el retraso.


Se acerca a abrir la puerta y lo sigo al interior del banco mientras él desactiva la alarma. Me quedo con la boca abierta cuando enciende la luz y por fin veo lo que la oscuridad había estado ocultando. ¡Dios! Es la oficina de banco más diminuta que he visto en mi vida. Nada más entrar hay un cajero automático junto a la entrada y luego está la zona de caja. No hay más. Veo dos puertas a la derecha y deduzco que una debe ser la del despacho del director y la otra la del archivo, baño, etc.


Vale. Y, ¿dónde está mi mesa?


Lo miro confundida sin atreverme a preguntar. El buen hombre debe adivinar lo que pasa por mi mente porque pone cara de circunstancias y carraspea suavemente. Se planta a mi lado y se lo piensa un poco antes de abrir la boca para decir:
—Esto es todo lo que hay.


—¿Perdona?


—Sí, que la oficina es lo que ves. La mesa de caja y, como supongo que habrás deducido, detrás de esa puerta está mi despacho y detrás de esa otra el archivo.


—Pero eso no puede ser. Yo soy subdirectora, ¿dónde voy a sentarme?


—Me temo que en caja.


—¿Qué?


Esto tiene que ser una broma.


Asiente con la cabeza y balancea su peso de un pie al otro, tratando de dar con la mejor manera de decirme lo que sé que va a decirme.


—Esta es una oficina de dos. Tú y yo. Director y… bueno, en tu caso subdirectora. Aunque me temo que, en la práctica, vas a ser la cajera.


Me llevo la mano a la frente. De repente me están entrando sudores y fríos y creo que voy a desmayarme.


—Mujer —murmura el director con amabilidad—, no es tan malo. Aquí las jornadas son muy tranquilas, ya verás como estarás bien.


Prefiero no responder a esa afirmación.


—Anda —continúa mientras se mete en su despacho—, ve preparándolo todo para abrir la caja y luego saldremos a almorzar y te pondré al día.


Asiento y, resignada, me dirijo a mi nuevo puesto.


Enciendo el ordenador y pongo mis claves para acceder a mi sesión. Mientras se abre, preparo el cajero automático. 


Luego voy a la caja fuerte y saco el dinero para colocarlo en el dispensador. Cuando compruebo que todo está en orden y, como ya no me queda nada por hacer, abro el correo.


Y ahí está, en mi bandeja de entrada: un correo de Santi. No puedo evitar emocionarme. Va a ser mi única alegría del día. 


Pondría la mano en el fuego.


Estoy a punto de leerlo cuando se abre la puerta de la oficina de golpe y se me borra la sonrisa de la cara.


Mi querido casero.


Está visto que las alegrías tendrán que esperar. Como es un cliente debo ser correcta y educada así que me muerdo la lengua. Todavía estoy mosqueada por la escenita que me montó ayer, pero será mejor hablarlo fuera de aquí.


Aquí soy Paula, la subdirectora. O Paula, la cajera (al menos en la práctica) pero no Paula, la inquilina.


—Buenos días, caballero. ¿Qué desea? —pregunto con tono amable.


—¡Anda, pues! —exclama irónico—. ¿Ahora me hablas de usted? Anoche no te andabas con tanto miramiento —bufa.


Respiro hondo y aprieto los labios para no soltarle la sarta de insultos que amenaza con salir de mi boca.


—Vengo a ingresar un cheque —murmura sin siquiera mirarme a los ojos.


Bueno, me centro en hacer lo que me pide y procuro ignorarlo como él hace, pero se me van los ojos y no puedo evitar darle un buen repaso. Me odio a mí misma por hacerlo. ¿Cómo puede resultarme atractivo así vestido? 


Lleva unas botas verdes de goma por encima de un pantalón vaquero desgastado y una sudadera que debe tener más años que él. Sin embargo su sonrisa cuando se gira hacia mi director para saludarlo eclipsa el conjunto y hace difícil que pueda apartar la mirada de su cara. Por el trato que le da deben ser viejos conocidos.


—¿Qué tal, Juancho? ¿Cómo va la mañana?


—Estoy agotado… anoche se me hizo tarde en la posada. ¿Y tú, qué haces tan temprano por aquí?


—¿Yo? Llevo horas despierto. Le he vendido otro ternerito al carnicero de Lekunberri y venía a ingresar el dinero.


Se vuelve hacia mí:
—¿Ya está?


Asiento con la cabeza.


—Gracias. Ya que estamos —añade—, dame treinta euros en efectivo. Odio los cajeros automáticos.


Se los doy y lo observo con disimulo, esperando que se marche. Quiero ver qué me cuenta Santi.


Ya está casi en la puerta cuando se para, gira sobre sí mismo y vuelve a dirigirse a mí:
—Por cierto, si sales tarde del banco y no te apetece cocinar te recomiendo que vayas en la posada. Elena es una excelente cocinera y los precios son económicos.


—Te agradezco la recomendación.


Lo sigo con la mirada mientras sale de la oficina y abro el email de Santi. Lo leo por encima porque veo que otro cliente entra al banco y me quedo con la última frase: «¿Te apetece que vaya a visitarte?».


No lo pienso dos veces y respondo sin dudarlo.