martes, 16 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO 40




Cuando abrió la puerta del estudio, Paula se había envuelto en una sábana blanca. Miraba el boceto que Sheila Bowden tenía en las manos. 


Giraron las cabezas cuando él entró.


—Ahí estás —comentó la artista—. He de volver abajo a atender a mis invitados. Puedes quedarte aquí el tiempo que necesites, Paula —dijo, mirando significativamente a Pedro.


Éste ni siquiera se dio cuenta cuando se marchó y cerró a su espalda.


—Hice algo malo —dijo Paula.


—Yo no puedo hacer lo que haces tú. Quitarme la ropa sin un preparativo previo va más allá de mí.


—Oh. Lo siento.


La voz que empleó era distante, como nunca antes Pedro había oído. Ni con él ni con nadie más.


Apretó los labios. Le partió el corazón.


Sin otra cosa que la tenue sábana y la piel que no se cansaba de acariciar, lo miró fijamente, sin moverse, esperando la reacción de él.


—Sé que lo sientes —susurró Pedro—. Nuestras vidas han cambiado tanto desde que teníamos dieciséis años… Me pregunto qué habría pasado si tu madre no hubiera interferido.


—Nunca lo sabremos, Pedro. Tenemos que tratar con el presente. Con estos sentimientos que tenemos por el otro y la realidad. Ojalá las cosas fueran de otra manera, pero queremos cosas diferentes y no estoy segura de que podamos solucionar eso.


—Tal vez. Tal vez no. Lo único que sé es que eres una mujer asombrosa. Haces que quiera ser un hombre diferente, que desee correr riesgos por lo que creo, sin importar las consecuencias. No sé si llevo eso dentro de mí.


—No todo el mundo puede cambiar, algunas personas simplemente no quieren. Les gusta donde están. Yo jamás te forzaría a cambiar lo que eres, Pedro.


Él asintió. Debería decirle en ese momento que la amaba, pero temía lo que significaba. Temía avanzar debido a lo desconocido. Siempre protegía lo que quería. Atesoraba su tranquilidad y soledad. Paula era la única persona que alguna vez había logrado que deseara romper esos viejos hábitos. El miedo creció en su interior. Le gustaba tener su red de seguridad y esa relación con Paula no la tenía. Le inspiraba demasiado miedo dar ese primer paso. Si pronunciara sus sentimientos en voz alta, conduciría a un cambio. Y el cambio tenía consecuencias.


—Lo que tenemos es muy especial para mí. La conexión que tuvimos de niños se ha convertido en algo más rico y hermoso. Siempre atesoraré este tiempo que hemos tenido juntos —dijo ella.


—Y yo.


La tomó por la nuca y la abrazó con fuerza. 


Cerró los ojos y la oleada de sensaciones que experimentó lo obligó a apretar los dientes. El corazón le martilleó en el pecho y sintió un nudo en la garganta. Ella se movió y eso le provocó una oleada de calor, ya que sentir ese cuerpo apenas cubierto era demasiado después del descubrimiento de que la amaba desde hacía tanto tiempo.


Se obligó a permanecer inmóvil. Cada músculo de su cuerpo le exigía que se moviera, y sentía los nervios a flor de piel, pero intentó obviar los sentimientos que vibraban en su interior. Paula no tenía ni idea de lo que le hacía, pero él era demasiado consciente de lo que estaba pasando.


Necesitó un rato, pero al final recobró el control. 


Suspiró y la abrazó aún con más fuerza y simplemente la mantuvo así. Era tan condenadamente hermosa para él…Y vulnerable. Lo había necesitado desesperadamente al aparecer en Cambridge y una vez más había estado ahí para ella. 


Experimentó una sacudida al darse cuenta de que se había sentido muy feliz de ser él.


Incapaz de contener el impulso, abrió un poco las piernas, pegándola contra su dura protuberancia al tiempo que apoyaba la cara contra el cuello de Paula y apretaba los dientes.


Ella se quedó quieta en sus brazos, luego emitió un sonido bajo y desesperado y giró la cabeza, con la boca súbitamente ardiente y urgente contra la suya. La sensación lo dejó sin aliento. 


Tembló y abrió más la boca, alimentándose de la desesperación que fluía entre ellos. Ella emitió otro sonido y lo agarró con fuerza, y el movimiento los unió como a dos mitades de un todo. Pero el sabor a lágrimas atravesó sus sentidos y apartó la boca de ella.


La miró y vio sus ojos luminosos y llenos de emoción. Pasó los dedos pulgares por debajo de esos ojos, luchando para respirar.


—Está bien —le susurró sobre el pelo.


Ella lo abrazó con más fuerza, como si tratara de penetrar en él. Había tanta desesperación en un sonido leve, tanto fuego; era como un cuchillo en su pecho. Luego se movió contra él, suplicándole en silencio, suplicándole con el cuerpo… y cualquier conexión que Pedro hubiera tenido con el raciocinio se hizo añicos.


La sensación de su calor contra él fue demasiado. La tomó por las caderas, pegándola bruscamente contra él. Necesitaba eso… su calor, su peso. La necesitaba a ella.


Paula emitió otro sonido bajo y luego se subió sobre su erección, la voz quebrándosele en un tenue sollozo de alivio.


—Por favor, Pedro —otra vez se movió contra él.


Pedro la apretó aún más en respuesta involuntaria. Cuerpo contra cuerpo, calor contra calor, y de repente ya no hubo posibilidad de marcha atrás.


Le cubrió la boca con un beso ardiente y profundo y ella se abrió a él con apetito urgente. 


Pedro la sujetó por detrás de la rodilla y le subió la pierna alrededor de su cadera. Con un movimiento, su calor duro quedó contra Paula. Le aferró los glúteos y ella lo cabalgó. Pero tampoco eso fue suficiente. Estuvo a punto de volverse loco, convencido de que estallaría si no la penetraba.


Emitiendo sonidos incoherentes, Paula se liberó y Pedro experimentó una sacudida violenta cuando ella se puso a soltarle el botón y la cremallera de los vaqueros. En cuanto le tocó el pene duro y palpitante, gimió su nombre y la soltó, desesperado por librarse de la ropa.


Paula soltó, tiró y subió hasta dejarlo desnudo. 


Luego cerró la mano sobre su pene y Pedro perdió el último atisbo de control que podía quedarle. Le apartó la mano y la hizo retroceder contra el sofá. Cerró los ojos y la embistió, incapaz de contenerse un segundo más. La sensación de tenerla a su alrededor, compacta y húmeda, lo dejó sin aire.


Paula lo rodeó con las piernas y lo instó a continuar. Pedro sólo podía sentir el calor que lo invadía. La embistió una y otra vez mientras la presión no dejaba de crecer en su interior. Emitió un sonido gutural y su liberación estalló en un torrente cegador que continuó y continuó, tan poderoso que sintió como si lo estuvieran volviendo del revés. Tuvo ganas de dejarse llevar, pero se obligó a proseguir con los movimientos, sabiendo que ella se hallaba al borde del orgasmo. Paula gritó y le aferró la espalda, luego se quedó rígida en sus brazos y, finalmente, se convulsionó alrededor de él, dejándolo seco con los espasmos que la sacudieron.


Con el corazón palpitándole con frenesí y la respiración tan laboriosa que se sentía mareado, débilmente apoyó la cabeza contra la de ella, con todo el cuerpo trémulo. Sentía como si lo hubieran partido en dos.


No supo cuánto tiempo yació allí, con ella temblando en sus brazos, sin una pizca de fuerza.


No fue hasta que Paula se movió y él le pegó la cara a la suya cuando se dio cuenta de que tenía la mejilla húmeda por las lágrimas. Giró la cabeza y la besó, con una abrumadora sensación de protección. Era imposible que la dejara ir. Aún no. Aguardó un momento hasta que el nudo de emoción se disolvió.



SUGERENTE: CAPITULO 39





Era incómodo estar en esa sala, pero a medida que pasaba el tiempo y Sheila acomodaba a Paula en una posición de perfil, no pudo dejar de mirarla, el sonrojo reemplazado por un fuego lento en su interior.


Envidió su abandono natural y se dio un festín visual con esos pechos altos y firmes, de pezones de color frambuesa bajo la luz tenue. 


La caja torácica esbelta fluía hasta las caderas estrechas y descendía por esas piernas largas y de dureza exquisita. Con los ojos le acarició el trasero hermoso.


Contuvo el aliento al comprender en ese momento súbito que la amaba, y con desesperación. Ella iba a regresar a Nueva York a reanudar su sueño… ¿y él cómo podía detenerla? No era más que un punto insignificante en el radar de Paula, un momento divertido en Cambridge mientras se recuperaba para otro asalto con la industria de la moda.


Cerró los ojos al experimentar un aguijonazo de dolor. Siempre había estado enamorado de ella y era lo bastante inteligente para no tratar de negarlo. Siendo adolescente la había amado desde lejos y una vez que había tenido el placer de amarla de cerca siendo un hombre, se sentía despojado al pensar que se iba a marchar.


No sabía cómo retenerla, encajarla en su vida o si alguna vez podría encajar en la de Paula. 


Sabía que la iba a perder, que tenía que contener en su interior ese amor desesperado y mantenerlo oculto. Era el único modo en que sabía funcionar. Ella jamás debería saberlo, jamás debería sentir pena.


En ese instante Paula lo miró y sonrió. En el estado mental en el que se hallaba, no estaba preparado para el caudal de emociones que le disparó. Lo abrumó. Ella alargó la mano y dijo:
Pedro, ven. Sheila quiere que posemos para ella. Juntos.


No. No estaba preparado para eso. Ni siquiera le había pedido su permiso. No iba a ponerse a posar por un capricho.


Tenía que pensarlo.


Necesitaba aire, sentía que se ahogaba en los sentimientos intensos que tenía por Paula. 


Llevó la mano hacia atrás y tanteó en busca del pomo de la puerta. La abrió y salió al pasillo, donde respiró hondo.


Ella no entendía su necesidad de intimidad. 


Debería haber comprendido que su deseo por Paula lo desorientaría y le haría perder el control.


Era la única mujer que podía lograr eso, conseguir que olvidara todo. Subió las escaleras y volvió a la galería y salió a la calle. El aire estival lo refrescó.


La esperaría ahí, con los pensamientos agitados.


No creía que su intelecto fuera a librarlo de ésa. Incluso en ese instante, quería estar inmerso en ella… y al siguiente huir como perseguido por mil demonios.


Pero no podía huir. Era demasiado tarde.




SUGERENTE: CAPITULO 38




Al llegar, aparcó en el solar de la galería y tomados de la mano atravesaron las puertas del Estudio 10. El edificio albergaba otros nueve estudios, empezando con el número uno y terminando con la elegante galería que ocupaba toda la planta baja.


En el interior había una luz suave y unas cuantas personas se mezclaban en una atmósfera de fiesta de cóctel. Muchas tenían copas de champán y de vino en las manos mientras caminaban entre los cuadros, las esculturas y los objetos de arte allí expuestos en pedestales o en las paredes.


Paula recogió dos copas de champán de un camarero que pasó junto a ellos y le pasó una a él.


Terminaron por separarse y enfrascarse en diversas conversaciones sobre arte con otras personas. Al final, Pedro se dirigió hacia la colección de Sheila Bowden en la pared más alejada.


Mientras Paula mantenía una ávida conversación con una morena alta, se puso a buscarlo con la vista y al final sus miradas se encontraron.


Entusiasmada, ella le indicó que se acercara. 


Cuando llegó a su lado, se volvió hacia la mujer alta y lo presentó.


Pedro, te presento a Sheila Bowden. Pedro es un gran entusiasta de tu obra. Tiene uno de tus desnudos encima de su cama.


—¿Sí? Veo que eres un buen conocedor del arte, entonces —comentó con un leve acento inglés.


—Me gusta mucho tu trabajo.


Pedro, Sheila nos ha invitado a mirar su estudio. Tiene el número siete.


—¿No es un abuso?


—Claro que no. Vamos.


Fueron hacia una puerta lateral del amplio espacio de la galería, que Sheila abrió con una llave que sacó del bolsillo. Conducía a una escalera y a su estudio.


Abrió esa puerta y encendió una luz, apartándose para dejarlos pasar. Era una habitación grande con numerosos óleos apoyados contra una pared. El denso olor a pintura impregnaba el aire junto con la fragancia persistente de café.


Las paredes, las vigas vistas y el techo estaban pintados de un tono azul suave. Cerca de la pared del fondo había un sofá tapizado con una tela de color azul mediterráneo, un rincón acogedor para relajarse.


Sheila fue hasta una mesa larga para recoger un cuaderno y un carboncillo. Paula fue al sofá.


—Paula, ¿te importaría quitarte el vestido y posar para mí ahora?


Antes de que Pedro pudiera parpadear, se bajó las tiras del vestido negro por los hombros y sobre los generosos pechos hasta que el material suave quedó como un charco oscuro a sus pies. Se inclinó, lo recogió, lo alisó y lo depositó sobre el sofá. Se agachó para desprenderse de las sandalias, pero Sheila dijo:
—No, déjatelas puestas, y también las medias. Por ahora, en todo caso.


Pedro se movió, retrocediendo hasta topar con la pared. Miró a Sheila, quien estudiaba la forma de Paula con ojo de artista.


—Veo por qué te hiciste modelo, Paula. Tienes un cuerpo con una proporción perfecta —comentó, acercando el taburete al sofá.


Paula miró a Pedro.


—¿No te parece maravilloso? Dijo que quería dibujarme.