lunes, 9 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO 6





—No tienes que trabajar tanto —dijo Pedro.


Cuando llegaron al cobertizo, Paula insistió en que quería un trabajo «de verdad« y él aceptó su palabra, escéptico. No le había costado nada encontrar una tarea para ella: quitar el óxido de la chapa. La camioneta se caía a trozos, pero tenía que durar toda la temporada porque no podía comprar una nueva.


Pedro se quedó asombrado al verla trabajar. 


Llevaba dos horas sin levantar la cabeza y tenía manchados de óxido el jersey y la cara.


Pero no protestó.


Trabajaba sin mirarlo, sin hablar, moviendo las caderas al ritmo de la máquina. Y cuando se agachaba, él admiraba su trasero respingón.


Pedro conocía muchas mujeres acostumbradas a la dura vida en el campo que habrían dejado de trabajar una hora antes, pero Paula no se cansaba. Tenía que quedarse en el rancho, con el niño enfermo, cuando lo único que quería era que le firmase los papeles del divorcio para volver a su casa.


Suspirando, Pedro bajó el capó de la camioneta.


Como no podía ponerle un motor nuevo, había hecho todo lo posible para que el viejo cacharro funcionase o para que, al menos, lo llevara una vez más a la zona más escarpada del rancho. 


Había ido aquella mañana a caballo para arreglar una cerca, pero necesitaba más madera y metros de alambre de espino.


Una tarea más, sin peones y con su abuelo trabajando muchas más horas de las que debería trabajar un anciano. Por no hablar de su madre.


—No estoy cansada —dijo Paula.


Tenía una mancha de óxido en la barbilla y él tuvo que hacer un esfuerzo para no limpiarla con el dedo. Recordaba perfectamente lo suave que era su piel...


—Has hecho un buen trabajo. La verdad, no pensaba que pudieras hacer tanto en un par de horas.


—Gracias.


—Tenemos que volver a casa. Se está haciendo de noche.


—¿Tan tarde es? —exclamó ella, sorprendida.


—El tiempo vuela cuando lo estás pasando bien —sonrió Pedro—. ¿Quieres que tomemos un café y charlemos un rato?


—Sí, claro. ¿Sobre el divorcio?


—Y sobre nuestro matrimonio, para saber qué debemos contarle a mi madre.


Él tomó una cafetera y la llenó de agua en el viejo lavabo.


—Es tu decisión, Pedro.



—Yo prefiero contar lo menos posible —dijo él, echando café instantáneo en la cafetera—. Podemos decir que tuviste un problema en Las Vegas del que yo fui testigo y ahora tengo que firmar unos papeles. En cierto modo... es la verdad.


Paula sonrió.


—Sí, claro.


—Vale, lo admito —dijo Pedro entonces, sonriendo también—. Me da vergüenza contarle a mi madre que me casé con una mujer a la que no conocía.


—No sabías que era un matrimonio legal.


—Seguramente, lo habría hecho de todas formas.


Ella levantó una ceja, incrédula.


—De todas formas, te lo agradezco. Me escapé de esos otros monstruos porque tú estabas dispuesto a pagar quinientos dólares.


—¿Y cómo sabías que yo no era un monstruo igual que ellos?


Era algo que Paula llevaba seis meses preguntándose. ¿Cómo había sabido que Pedro iba a rescatar a Cenicienta, no a secuestrarla?


—Yo... —empezó a decir. Y después soltó una risita—. La verdad es que no sé cómo lo sabía. Pero lo sabía.


Lo estaba mirando directamente a los ojos y él se puso colorado.


Quería gustarle, pensó. Quería gustarle a aquella chica de ciudad. Pero él era un hombre sencillo. Llevaba vaqueros y camisa de franela seis días a la semana y tenía las manos ásperas. No había nada elegante o sofisticado en él, de modo que no podía ser su tipo. Desde luego, debía de ser muy diferente al hombre con el que pensaba casarse.


—Supongo que lo supe porque estabas sentado allí, tan tranquilo —siguió Paula entonces.


—Sólo había entrado a tomar una cerveza —murmuró Pedro, recordando...


Había ido a Las Vegas por pura desesperación. 


Quería ver a su hermanastro, Manuel, la única persona que podía prestarle el dinero que necesitaba.


Wylie Stannard había sido durante treinta años el propietario de Thurrell Creek, el rancho que lindaba con el suyo, después de ganárselo al padre de Raul Thurrell en una apuesta. Pero el rancho estaba hecho polvo.


Si pudiera invertir dinero, si el tiempo acompañaba, si no perdía muchas cabezas
de ganado... Pedro podría salir del agujero económico en el que estaba metido.


¿Por qué había comprado su padre aquel rancho? ¿Se había parado a pensar en qué situación los clocaba esa compra? ¿Tenía una estrategia para que funcionase?


Nueve meses después, Pedro seguía sin tener respuesta a todas esas preguntas.


Por una terrible coincidencia que seguía poniéndole los pelos de punta, Francisco Alfonso había muerto el mismo día que compró el rancho. Stannard, su padre y un abogado, Haydon Garrett, habían finalizado la transacción unas horas antes de que lo sorprendiera un infarto.


Pedro no había podido hablar con él sobre la compra del rancho ni sobre los planes que tenía.


Pero si su padre creyó que podía hacerlo, tenía que ser viable. Pedro pensaba de ese modo en Las Vegas y seguía pensando lo mismo.


Habían tenido un invierno muy duro y perdieron varias cabezas de ganado.


Además, hubo un incendio en el granero y debía reemplazar el generador de la casa, pero su padre lo había enseñado a soportar contingencias de ese tipo. ¿Por qué había pensado que podían invertir unos fondos que no tenían?


Pedro no le había contado a Manuel nada de aquello cuando le pidió dinero. Además, no habría servido de nada. Su hermanastro se negó a ayudarlo.


Sentado tras su elegante escritorio en Las Vegas, Manuel lo había mirado con expresión irónica.


—Tu padre me dijo que no quería saber nada de mí.


—Mi padre estaba enfadado cuando te dijo eso... —intentó explicar Pedro.


Pero no le dijo que el enfado estaba más que justificado después del daño que Manuel le había hecho a su familia.


—No intentes convencerme —lo interrumpió su hermanastro.


—No pienso intentarlo. Mamá esperaba que vinieras al funeral de mi padre. Te llamó varias veces y ...


—Era demasiado tarde —volvió a interrumpirlo Manuel—. Mamá siempre ha sido una sentimental. Ella cree que un enfado no puede durar más allá de la tumba, pero yo soy de otra opinión.


¿Qué podía hacer Pedro más que aceptar la derrota?


No sabía qué era peor; no haber encontrado la forma de salvar el rancho o que Manuel y su madre siguieran sin hablarse. Estaba tan disgustado que no quiso conducir de vuelta a Montana después de la triste conversación con su hermanastro





BESOS DE AMOR: CAPITULO 5




Pedro desapareció por la puerta trasera y su madre fue a hacer las camas.


Santiago, mientras tanto, tomaba la sopa, aunque no tenía hambre. Al contrario que Paula, cuyo estómago empezaba a protestar.


—Ya está todo preparado —dijo Luisa, entrando en la cocina—. También he hecho tu cama para no despertarlo más tarde. ¿Necesitas alguna cosa más?


—Sólo un vaso de agua, por favor. Tengo que darle una aspirina.


—¿Quieres una?


—No, gracias. Las tengo en la maleta.


Mientras Paula salía al pasillo para buscar la aspirina, oyó a Luisa hablando con el niño:
—Yo voy a estar en casa toda la tarde, así que si necesitas algo sólo tienes que decírmelo, ¿de acuerdo? Y, por cierto, tenemos un gato que a lo mejor quiere dormir contigo. ¿Te gustan los gatos, Santiago?


—Sí —contestó débilmente el niño.


—Los gatos son criaturas interesantes, ¿verdad? El nuestro es viejo. Ya no caza y sólo le gusta dormir cerca de algo que esté calentito. ¿Te importaría que durmiese en tu cama?


Luisa debía estar preguntándose qué demonios hacían allí, pero no había preguntado. Todo lo contrario, la pobre mujer estaba portándose estupendamente.


El viejo gato se instaló en la cama mientras Paula le ponía el pijama a Santiago, y el niño pareció encantado.


—¿Cómo se llama?


—Firefly —contestó Luisa.


—Hola, Firefly.


Unos minutos después, gato y niño dormían profundamente.


Paula, nerviosa y agotada, le dio un beso en la mejilla. Seguramente se le pasaría la fiebre, pensaba. Pero era más un deseo que una certeza.


Antes de salir de la habitación, se fijó en un montón de cajas con rótulos como:
Despacho de papá o Fotos de la abuela


Evidentemente, se habían mudado poco antes.


El calor de la cocina llegaba hasta el dormitorio, contrastando con el frío paisaje que veía por la ventana. Las nubes estaban cada vez más bajas y el viento movía furiosamente las ramas de los árboles.


Pedro se acercaba a la casa en ese momento. Llevaba el sombrero ajustado hasta las cejas y caminaba a grandes zancadas con los hombros levantados, como si tuviera frío.


Paula sintió un deseo absurdo de abrir la puerta, servirle un plato de sopa caliente y preguntarle qué tal el día.


Pero, considerando que había ido allí para pedir el divorcio y casarse con Alan, ese deseo no tenia sentido.


Cuando entró en la cocina, Pedro estaba comiendo un plato de sopa.


—De todas formas, no habría podido hacerlo esta tarde —estaba diciéndole a su madre—. Yo creo que Wylie no la ha mirado siquiera. Tendré que llevaros al abuelo y a ti en la camioneta, pero no sé como va a responder. Tiene un agujero en el tanque de aceite...


Luisa Alfonso la vio en la puerta en ese momento.


—¿Cómo está Santiago?


Pedro la miró también. Pero sólo un segundo. 


Después, siguió comiendo.


—Está dormido. Junto con... Firefly.


«No llores, Paula», se decía a sí misma, enfadada. «¿Por qué tienes ganas de llorar?»


—Perdona, no sé por qué me pongo así. El niño está bien y... hasta tiene un gato que le hace compañía. Os estoy muy agradecida.


—No hemos hecho nada —sonrió Luisa, un poco sorprendida—. ¿Tienes algún problema, cariño?


—Vamos a dejar eso, mamá —dijo Pedro entonces.


Pero ninguna de las dos le hizo caso.


—Tuve un problema hace unos meses... y Pedro me ayudó. Ahora necesito que vuelva a ayudarme, pero prometo molestar lo menos posible. No había esperado que Santiago se pusiera enfermo y me temo que tendremos que quedarnos aquí unos días.


—No te preocupes por eso —sonrió Luisa.


Paula tomó su plato en silencio mientras Pedro tomaba tres, con dos barras de pan.


—¿El abuelo no viene a comer?


—Se ha llevado bocadillos y café —contestó su madre—. Quería mover el ganado esta mañana.


—No debería hacerlo solo.


—¡Eso díselo a él¡ —rió Luisa.


Pedro se encogió de hombros.


—Ya se lo he dicho, pero no me hace caso. Voy al cobertizo para echarle un vistazo a la camioneta.


—¿Puedo ayudarte? —preguntó Paula—. Santi está durmiendo y Luisa va a estar en casa, así que no tengo nada que hacer.


Pedro la miró, tan receloso como antes.


—Vale. Necesito que alguien me eche una mano.


Luisa le prestó un viejo jersey para ir al cobertizo. Según ella, hacía mucho frío y no tenía sentido mancharse aquel jersey rosa tan bonito.


—¿Sabes algo de coches? —le preguntó Pedro.


Iban en una camioneta blanca, deshaciendo el camino que había hecho con Raul Thurrell.


—No mucho —admitió ella—. Pero puedo aprender.


—No creo que puedas aprender en una tarde.


—No, bueno... Pero puedo hacer algo.


—No tienes que hacer nada.


—Pero necesitas que alguien te eche una mano.


—Pensé que querías venir conmigo para que mi madre no pudiera hacerte preguntas —dijo Pedro entonces.


—En parte, sí. Pero he dicho que te ayudaría y pienso ayudarte.


—Vale.


Desde luego, Pedro Alfonso era un hombre de pocas palabras.


Paula levantó la barbilla y decidió permanecer en silencio. Los dos eran muy obstinados, no cabía duda.


Obstinado y honrado, en el caso de Pedro


Obstinada e impulsiva, en el suyo.


¿Por eso se había metido en aquel lío?


«Por favor, Santiago, ponte bueno enseguida. He venido para romper la magia de este absurdo matrimonio, no para empeorar las cosas».


—¿Adónde vamos? —preguntó Paula unos minutos después.


—Tengo que arreglar la camioneta que uso para arreglar las cercas. El ganado lleva unos días apareciendo donde no debe.


—Como yo.


—Paula, por favor, deja de pedir disculpas —dijo él entonces, impaciente—. Esto es tan culpa tuya como mía.


—A tu madre le gustaría saber qué hago aquí.


—Mi madre es una buena persona, pero también es humana.


—Lo sé. Y no me hubiera molestado que preguntase... lo que pasa es que no sé qué
debo responder.


—¿Y a mí?


—Supongo que a ti me sería más fácil.


—Quieres volver a casarte, ¿no? Supongo que por eso tienes tanta prisa.


—Pues...sí.


Paula se percató de que empezaba a hablar con el mismo recelo que él, midiendo sus palabras.


—Quiero decir casarte de verdad.


—Ya sé lo que quieres decir. Y sí, quiero casarme de verdad. Bueno, no estamos enamorados, pero cuando tienes niños eso es más un problema que otra cosa. Alan lo sabe y yo también.


—Ya —murmuró Pedro—. ¿Él también tiene hijos?


—Dos hijas adolescentes, Ana y Sara. Y ellas son lo más importante. Ellas y Santiago. Para los dos.


—Es lógico.


—¿Sí? Yo pensé que te enfadarías conmigo. De hecho, creo que estás enfadado.


—No estoy enfadado contigo. No es culpa tuya. Ninguno de los dos se dio cuenta que el matrimonio era real...


Real. O, más bien, legal. Pero muy diferente de lo que esperaba tener con Alan.


Entonces empezó a recordar...


Las Vegas. El espectáculo: «Cenicienta sobre hielo». Un sueño hecho realidad.


Sólo que, desde el comienzo, no lo había sido.


Paula llevaba toda la vida patinando, empujada primero por su egoísta madre y después porque se enamoró del deporte. Había encontrado un segundo hogar en la pista de hielo cuando la vida con su madre, Rosa Chaves, se convirtió en un campo de minas del que ni su cariñoso padrastro ni sus hermanas podía librarla.


Su madre la echó de la casa cuando quedó embarazada a los dieciocho años.


Susana, su hermana, y Catrina, su hermanastra, se fueron con ella.


«Desagradecidas», las había llamado Rosa a las tres. Y cosas mucho peores.


Paula no podía pagar los gastos de entrenamiento, de modo que tuvo que dar clases mientras soñaba con patinar como profesional.


Además, tenía que criar a Santiago. Seguía siendo lo mejor que le había pasado en la vida, a pesar del desastre con su novio, Sergio Harrington, un chico de la mejor sociedad de Filadelfia que no quiso saber nada del niño.


Desde luego, no habría podido salir adelante sin la ayuda de sus hermanas.


Seis meses antes, cuando Santi cumplió cuatro años, Paula consiguió por fin lo que tanto había soñado: Andrea, su amiga del alma en la pista de patinaje, había tenido que dejar el papel de «Cenicienta sobre Hielo» debido a una lesión. Pero su contrato decía que perdería el trabajo si no había alguien que la reemplazase.


Y entonces apareció Paula Chaves, toda emocionada.


Había dejado a Santiago con sus hermanas para trabajar en Las Vegas como sustituta de Cenicienta. Y era horrible. Había sido una idiota al pensar que el mundo del espectáculo, tan incompatible con la vida de un niño de cuatro años, podría hacerla feliz.


El espectáculo era una expresión hortera del que había montado unos años antes la compañía Disney. Los interpretes cobraban una miseria y los trataban como si fueran ganado. 


Además, Paula echaba de menos a Santiago.


Y le quedaban seis semanas para terminar su contrato.


Debería haberse sentido feliz cuando Trixie, la cenicienta, cayó enferma con gripe. Hacer el papel de Cenicienta debería haber sido un sueño echo realidad, pero no lo era.


—Y no olvides lo del maratón —le advirtió Trixie, entre estornudos.


—¿Qué?


—El concurso para la tele. Es una cosa que hacen para promocionar el espectáculo.


—Yo no sé nada de eso.


—Ellos te dirán lo que debes hacer. Ha habido mucha publicidad sobre las reglas y los premios.


—Pues yo no he oído nada.


«Estaba demasiado ocupada echando de menos a Santiago y deseando no haber venido nunca a Las Vegas».


—Si no apareces, el director te mata —le había advertido Trixie.


De modo que Paula apareció en el «Maratón de Cenicienta», sin saber qué se esperaba de ella...


—Ya hemos llegado —dijo Pedro, deteniendo la camioneta frente a un cobertizo.


Paula miró los edificios que había alrededor. 


¿servirían para ordeñar a las vacas?


¿Los Alfonso tenían vacas de leche o de carne? 


No tenía ni idea.


A lo lejos podía ver una casa grande, el sitio que los Alfonso habían alquilado para conseguir algo de dinero. Estaba separada de aquella parte del rancho por una cerca de madera.


Pedro salió de la camioneta y ella lo observó durante unos segundos antes de bajar. Parecía un hombre tan capaz, tan fuerte como un árbol, física y espiritualmente. Pero desde que lo conoció supo que las circunstancias lo habían puesto contra la pared, que estaba luchando para superarlas.


No conocía toda la historia, sólo lo que él le contó en las Vegas, seis meses antes.


Su padre se había metido en un préstamo que no podían pagar para comprarse un rancho vecino inmediatamente antes de su muerte. 


Como resultado, Pedro, su madre y su abuelo estaban en peligro de perder las tierras que habían pertenecido a la familia Alfonso durante generaciones.


Hasta que vio el rancho, Paula no entendió por qué era tan importante para él. Pero empezaba a entender. Debía de ser carísimo mantener un rancho tan grande como aquel, pero ese había sido su sitio de siempre.


Y, de repente, que Pedro fracasara, que no pudiera salvar el rancho que había pertenecido a su familia empezó a ser importante para Paula. Tan importante que se le hizo un nudo en la garganta. No quería verlo fracasar después de luchar tanto.


Eso es lo que la palabra «real« significa, pensó entonces.


Su matrimonio en Las Vegas no era «real». El matrimonio era legal, como su abogado le había dicho, pero no era real. Tampoco fue «real» cuando hicieron los votos, ni cuando se miraron el uno al otro y, de repente, ocurrió algo mágico.


Nada de eso era real. Nada de eso era de verdad. Pero aquel rancho...el esfuerzo de Pedro para conservarlo sí o era. Y entendía que quisiera firmar los papeles del divorcio y decirle adiós cuanto antes.


Alan tenía razón. Él sabía que no había podido olvidar la magia de aquella noche con Pedro


Sabía que debía ir allí y verlo de nuevo, en su terreno, en su casa.