sábado, 24 de abril de 2021

NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 37

 


Pedro se quedó detrás de Paula mientras ella observaba una pieza del museo y pensó que, de todas las personas que había llevado allí a lo largo de los años, y habían sido muchas, ella era, con diferencia, la que más interés estaba mostrando. Leía todas las descripciones, absorbiendo la información que se le ofrecía sobre la exposición.


–Supongo que sabes que nadie te va a hacer ningún examen cuando volvamos al palacio –le dijo bromeando.


Ella sonrió, avergonzada.


–Estoy tardando mucho, ya lo sé. Es que me encanta la historia. Era mi asignatura preferida.


–A mí no me molesta –aseguró con total sinceridad. Como tampoco le había molestado pasar la tarde en la piscina con ella y con Mia el día anterior. Y no solo porque le gustara aquel pequeño biquini rosa. Simplemente le gustaba… ella.


Siguió observándola mientras ella leía, memorizando el perfil de su rostro, la delicadeza de sus rasgos y deseó poder acercarse y acariciarla. Últimamente deseaba hacerlo todo el tiempo y cada vez le resultaba más difícil contenerse. Y, por el modo en que lo miraba y por cómo se sonrojaba cuando estaban cerca, sabía que ella sentía lo mismo.


–¿Quieres cenar conmigo esta noche en la terraza?


Tuvo la impresión de haberla sorprendido con la invitación.


–Mmm, sí, encantada. ¿A qué hora?


–¿Qué te parece a las ocho?


–Perfecto, Mia se acuesta más o menos a esa hora. Supongo que te refieres a la terraza del ala oeste, la del comedor.


–Exacto.


–No sabía que fuera tan tarde –dijo mirando la hora–. Deberíamos irnos.


–Yo no tengo ninguna prisa, si quieres seguir viéndolo todo.


–No –de pronto parecía incómoda–. Gabriel dijo que me llamaría por Skype a las cuatro.


Estaba claro que estaba impaciente por hablar con él. ¿Y eso lo ponía celoso? Consiguió esbozar una sonrisa y responder con absoluta despreocupación.


–Entonces vámonos.




NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 36

 


Paula oyó sonar el teléfono desde la silla donde había dejado todas sus cosas. Salió lo más rápido posible del agua pensando que sería Gabriel, pero se le cayó el alma a los pies al ver que era su padre. No tuvo el valor suficiente de responder. Dejó que saltara el buzón de voz y, en cuanto sonó la señal, escuchó el mensaje.


–Hola, Pau, soy yo, papá. Pensé que podría hablar contigo antes de que te fueras a trabajar. Solo llamaba para decirte que tengo una reunión en Los Ángeles la semana que viene, así que podremos vernos allí.


Paula cerró los ojos y suspiró.


–La reunión es el viernes, pero quiero tener tiempo para ver a mi nieta, así que tomaré un vuelo que llegue el jueves por la mañana.


No iba a ver a Paula, solo a Mia. Resultaba irónico, teniendo en cuenta que no le había prestado la menor atención a la niña hasta que tenía casi tres meses. Hasta ese momento, se había referido a ella como «el último error» de Paula.


Era muy propio de él presentarse de imprevisto y esperar que ella lo dejara todo para atenderlo, para después poner cara de decepción cuando no era capaz de cumplir todos sus caprichos.


Esa vez no iba a estar allí para defraudarlo…


Dejó el teléfono sobre la silla con un suspiro de resignación y, al levantar la vista, le sorprendió que Pedro y Mia estuviesen observándola.


–¿Todo bien? –le preguntó Pedro.


Esbozó una sonrisa forzada.


–Sí, sí.


–Estás mintiendo –adivinó él.


No se le escapaba nada. Al ver el modo en que la miraba, se preguntó si habría hecho bien poniéndose ese biquini en lugar del recatado bañador de una pieza. Se sentía completamente expuesta y… al mismo tiempo, le gustaba que la mirara así.


–Si no quieres hablar de ello, lo entiendo –siguió diciéndole.


Ella se sentó al borde de la piscina y metió los pies en el agua.


–Mi padre acaba de dejarme un mensaje. Va a ir a visitarme a Los Ángeles la semana que viene.


–¿Entonces vas a marcharte?


La antigua Paula lo habría hecho por miedo a decepcionarlo una vez más, pero tenía veinticuatro años, por el amor de Dios. Ya era hora de cortar el cordón umbilical y de vivir su vida como quisiese. La nueva Paula era fuerte y segura de sí misma, y ya no le importaba lo que pensara su padre.


Al menos eso era lo que quería pensar.


–No, no me voy –le dijo a Pedro–. Voy a llamarlo para decirle que no voy a estar, que tendremos que vernos en otro momento.




NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 35

 


Paula paseaba a Mia por la parte baja de la piscina, la dejaba flotando boca arriba mientras la pequeña golpeaba el agua con los puños y se reía encantada.


–Parece que lo estáis pasando muy bien.


Paula pegó un bote del susto al oír su voz y, al darse la vuelta, vio a Pedro acercándose a la piscina ataviado tan solo con una camisa y un bañador de natación.


Se le subió el corazón a la garganta y tuvo que apretar los dientes para no quedarse mirándolo con la boca abierta.


–Hola –dijo, tratando de sonar amable, pero sin parecer demasiado entusiasmada.


Mia, sin embargo, no ocultó su alegría al verlo y se puso a gritar de emoción.


Pedro se sentó con los pies metidos en el agua y las piernas ligeramente abiertas, con lo que Paula tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no mirar donde no debía.


–Hace calor –comentó él, mirando al cielo.


Y cada vez hacía más, pensó Paula, y no precisamente por el clima. Quizá no había sido buena idea desear que saliera a la piscina a estar con ellas. Sin darse cuenta, bajó la mirada hasta su boca y, al hacerlo, no pudo evitar pensar en el beso de la noche anterior y en lo que podría haber pasado si hubiesen seguido besándose.


Un desastre. Eso era lo que habría ocurrido. En esos momentos, el daño era ya irreparable, pero podía considerarlo como un desliz. Sin embargo, si volvieran a besarse, ya no podría justificarlo de ningún modo.


Mia no parecía tener el menor reparo en demostrar lo que sentía; prácticamente saltaba entre sus brazos, intentando irse con Pedro.


–Creo que quiere que te metas.


Pedro se lanzó al agua y resultó que estaba aún más guapo mojado que seco. La ventaja era que le veía menos parte del cuerpo.


Mia le lanzó los brazos.


Mia se agarró a él con fuerza y Paula sintió cierta envidia de su hija.


Pedro agarró bien a la pequeña y la paseó por toda la piscina, moviéndola en círculos. Mia movía los bracitos y se reía con verdadero placer. A Paula le provocaba una enorme alegría, pero también cierta tristeza verla tan a gusto con él.


–Cómo le gusta el agua –comentó Pedro, que parecía estar pasándolo tan bien como la niña.


–Sí. Me gustaría mucho tener más tiempo para llevarla a nadar de vez en cuando, pero donde vivimos no hay ninguna piscina cerca y siempre tengo poco tiempo.


–Puede que algún día se convierta en nadadora profesional –dijo Pedro.


–Gabriel me ha contado que tú solías competir y que intentaste entrar en el equipo olímpico.


–Sí, pero el entrenamiento acabó interfiriendo en mis obligaciones como príncipe, así que tuve que dejarlo. Ahora solo lo hago para mantenerme en forma.


Y funcionaba, pensó mientras admiraba los músculos de sus brazos.


–Es una lástima que no pudieras cumplir tu sueño.


–Fue una decepción, pero nada más. Siempre he sabido que dedicaría mi vida a otra cosa.


–Debe de ser increíble crecer con todo esto –dijo ella, mirando al palacio.


–No está mal –respondió Pedro con una enorme sonrisa.


Paula sonrió también. A veces era muy fácil olvidar que estaba ante un futuro rey porque parecía tan… normal.


–La verdad es que pasé la mayor parte de mi infancia en un colegio interno –le explicó Pedro–. Pero venía a casa siempre que había vacaciones.


–No sé si yo podría enviar a mi hija a que la educaran otros. Se me rompería el corazón.


–En mi familia es una tradición. Mi padre estuvo en un internado y su padre antes que él.


–Pero tu madre no, ¿verdad? ¿A ella no le importó que te fueras?


–Sé que me echaba de menos, pero así eran las cosas. Ella tenía sus obligaciones como reina y yo las mías.


De pronto se le ocurrió algo que le estremeció el corazón.


–Si me casara con tu padre, ¿tendría que enviar a Mia a un internado?


Pedro se quedó callado varios segundos como si no supiera qué responder, o no estuviera seguro de que ella estuviese preparada para escuchar la verdad.


–Supongo que es lo que esperaría él, sí –dijo por fin.


–¿Y si yo no quisiera hacerlo?


–Es tu hija, Paula. Debes criarla como consideres oportuno.


Pero si Gabriel la adoptara, entonces sería hija de ambos, algo que él ya había mencionado como posibilidad y que, hasta ese momento, a ella le había parecido bien. Ahora, de pronto, ya no estaba tan segura. ¿Y si no tenían la misma manera de educar? ¿Qué pasaría si tenían un hijo juntos? ¿Tendría entonces aún menos control?




NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 34

 


Fueron en silencio hasta la habitación de Paula y, al llegar a la puerta, ella se volvió a mirarlo.


–Lo he pasado muy bien esta noche. Me ha gustado hablar contigo.


–Lo mismo digo.


–Bueno… gracias.


No sabía muy bien por qué le daba las gracias, pero asintió de todos modos.


Así, sin volver a mirarlo, Paula se metió en su habitación y cerró la puerta. Pedro se quedó allí de pie por lo menos un minuto, con la sensación de que no habían aclarado nada y con ganas de llamar a su puerta. El problema era que no tenía la menor idea de lo que quería decirle.


Aquello debería haber acabado ahí, pero había algo que no estaba bien, aunque no sabía qué.


«Te estás volviendo loco», pensó riéndose con amargura y luego echó a andar por el pasillo. Se sacó del bolsillo el teléfono cuyo número desconocía incluso Claudia y miró la lista de llamadas. El primer número era el de Paula. Sin saber muy bien por qué, lo guardó en la agenda de contactos y luego volvió a meterse el teléfono en el bolsillo.


Todo iría mejor al día siguiente, se prometió a sí mismo.


Se pasó la noche dando vueltas y sin poder quitarse de la cabeza a Paula y el beso que jamás deberían haberse dado. Los ratos en los que consiguió dormir, sus sueños se llenaron de imágenes sin sentido que lo dejaron inquieto y de mal humor.


Se levantó de la cama a las seis de la mañana, tan confuso como el día anterior, se dio una ducha, se vistió y desayunó antes de intentar concentrarse un poco en el trabajo, pero su mente se empeñaba una y otra vez en pensar en Paula y en Mia. Jorge le había dicho a eso de las once que iban a salir a la piscina y se dio cuenta de que quería ir con ellas.


–Voy a hacer unos largos –se dijo en voz alta. La natación siempre lo ayudaba a liberar tensiones.


Se puso el bañador y una camisa y se dirigió a la piscina. Nada más salir vio a Paula en el agua, con el pelo recogido en una coleta y ni una gota de maquillaje en la cara. En ese instante el vacío desapareció y dejó paso a un intenso deseo de estar con ella. Lo único que pudo pensar fue: «Pedro, estás metido en un buen lío».



NO DEBO ENAMORARME: CAPÍTULO 33

 


–Por cierto… –Pedro se sacó un teléfono móvil del bolsillo–. ¿Cuál es tu número?


Paula se había olvidado por completo del teléfono. Pedro marcó el número en cuanto ella se lo dijo e inmediatamente empezó a sentirlo vibrar… en el bolsillo delantero de los pantalones.


–¿Qué…? –lo sacó y se quedó mirándolo, asombrada. Pedro se echó a reír–. Pero si lo he oído caer.


–Habrás oído algo, pero obviamente no ha sido el teléfono.


–Lo siento mucho.


–No pasa nada –Pedro se puso en pie y le tendió una mano para ayudarla–. Será mejor que entremos.


Estaba tan a gusto charlando con él que no le apetecía nada irse a su habitación. Pero era tarde y probablemente Pedro tenía cosas más importantes que hacer que pasar el rato con ella.


Aceptó su mano y él tiró de ella, pero al ponerse en pie se le escapó el teléfono de la mano y esa vez sí cayó al suelo. Quedó en el césped entre los dos. Pedro y ella se agacharon a recogerlo al mismo tiempo, chocando el uno contra el otro.


–¡Ay! –murmuraron al unísono.


Ella volvió a ponerse en pie llevándose la mano a la frente.


–Te has hecho daño –dijo él, preocupado.


–No es nada.


–Déjame ver –insistió Pedro.


Le puso la mano en la mejilla suavemente para girarle la cara hacia la luz y con la otra mano, le retiró el pelo de la frente.


El corazón empezó a pegarle botes dentro del pecho. Antes se le habían aflojado un poco las piernas, pero eso no era nada comparado con la sensación de vértigo y emoción que estaba experimentando en esos momentos.


Entonces lo miró a los ojos y lo que vio en ellos hizo que le flaquearan las rodillas de verdad.


La deseaba. La deseaba de verdad.


–¿Duele? –le preguntó él con una voz que apenas era un susurro.


Lo único que le dolía en esos momentos, aparte del orgullo, era el corazón por lo que sabía que iba a pasar. Fue ella la que provocó el beso, prácticamente se lo suplicó. Levantó la barbilla al tiempo que él bajaba la cabeza y entonces sus labios se rozaron…


Era el beso con el que soñaban todas las chicas. Indescriptible, un compendio de todos los tópicos románticos habidos y por haber.


No tenía la sensación de que fuese un error. Más bien sentía que era lo primero que hacía bien desde hacía muchos años.


Seguramente por eso seguía besándolo y le había echado los brazos alrededor del cuello. Y por eso habría seguido besándolo si no se hubiese retirado él.


–No puedo creer lo que acabo de hacer –murmuró Pedro.


Se llevó la mano a los labios, aún empapados de su sabor. Seguía teniendo el corazón acelerado y las rodillas flojas.


Había traicionado a Gabriel. Con su hijo. ¿Qué clase de depravada era?


–No ha sido culpa tuya. Yo he permitido que lo hicieras –le dijo ella.


–¿Por qué? –le preguntó Pedro.


Parecía estar buscando una explicación a lo que estaba ocurriendo, a lo que ambos sentían.


–Porque… Porque quería que lo hicieras.


Pedro se tomó unos segundos para analizar la respuesta, como si no pudiera decidir si era algo bueno o malo, si debía sentirse aliviado porque no había sido culpa suya, o aún más culpable.


–Si es por algo que yo haya hecho…


–¡No! –aseguró ella–. Bueno, quiero decir que sí que has hecho algo tú, pero también yo. Está claro que los dos estamos… un poco confusos. No importa por qué lo hemos hecho. Los dos sabemos que no debería haber ocurrido y, sobre todo, que no puede volver a ocurrir. ¿Verdad?


Pedro se quedó callado unos instantes mientras ella aguardaba su confirmación, impaciente por poner punto final a lo ocurrido.


Pero en lugar de darle la razón, Pedro meneó la cabeza y dijo.


–Creo que no.


Quizá no tuviera mucho sentido, pero al oír aquello sintió tristeza y una profunda alegría al mismo tiempo.


–¿Por qué?


–Porque a lo mejor si averiguamos por qué lo hemos hecho, dejaré de tener ganas de volver a hacerlo.