jueves, 18 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 6




Pedro, aburrido, cambiaba de un canal a otro sin interesarse por nada. No había mucho que hacer allí por las tardes. A finales de Marzo, tan al norte, se hacía de noche muy temprano y después de cenar lo único que podía hacer era ver la televisión o subir a su cuarto.


Debería estar arriba, trabajando, pero se había quedado en el salón por si acaso a Paula le daba por entrar.


Tenía que hacerle preguntas cuyas respuestas podían llevarlo en la dirección correcta. Por no mencionar cuánto había disfrutado del pequeño coqueteo en la cocina. En realidad, hacía mucho tiempo que no le gustaba tanto una mujer.


Paula entró entonces con una bandeja.


—He pensado que te apetecería tomar un café. Y prometo no romper más tazas.


—Muchas gracias —sonrió Pedro—. ¿Vas a quedarte conmigo?


—Si quieres…


Él la miró a los ojos. Eran cálidos y amistosos… Pero en ellos había algo más. Quizá una tímida invitación, quizá curiosidad.


—Me gustaría, sí —dijo, sonriendo—. Aquí todo es tan silencioso que la compañía me vendría bien.


Paula se sentó en uno de los sillones. Normalmente no se sentaba con los clientes, pero normalmente los clientes no aparecían por allí durante los meses de invierno. Además, ella estaba acostumbrada a tener parejas que iban a pasar un fin de semana romántico o familias…


Pero Pedro estaba solo. Y había visto que no llevaba alianza.


—Podrías contarme qué se puede hacer por aquí…


Ella dejó escapar un suspiro de alivio. Sólo quería información. Después de lo que había pasado en la cocina temía que la conversación fuera más personal.


—Hay excursiones a las montañas y muchas actividades de invierno —Paula cruzó la piernas, poniendo la voz de guía turística que solía adoptar con sus clientes—. Y a dos horas de aquí tienes un par de ciudades grandes con tiendas, museos… Lo que quieras.


—Me refería al pueblo. ¿Qué se puede hacer sin tener que usar el coche?


—Pues… La verdad es que no hay mucho que hacer.


—Entiendo…


Pedro tomó un sorbo de café.


Paula tenía unos esquíes de Tomas y hasta unos viejos patines de hockey. Llevaban quince años en el cobertizo, pero no había tenido valor para tirarlos. Y si Pedro podía usarlos para pasar un buen rato, ¿por qué no?


—Conservo algunas cosas de mi marido. Botas para la nieve, esquíes de travesía…


—No hace falta. Si me dices dónde puedo comprar todas esas cosas…


Ella asintió con la cabeza.


—Entiendo que no te sientas cómodo con las cosas de Tomas.


—No, no es eso. Es que pensé que a ti no te gustaría prestármelas.


Pedro estaba mirándola fijamente. No sonreía, pero su expresión no era antipática. No, empezaba a entender que lo que antes había tomado por cierta frialdad era una madura aceptación de las cosas.


Aunque era demasiado joven para eso. Demasiado joven… 


Para todo. Ella había estado casada, había criado a su hija, sabía qué esperar de la vida y lo había aceptado. Pedro, sin embargo, tenía toda la vida por delante.


Pero cuando lo miraba a los ojos, como en aquel momento, todo eso dejaba de tener importancia. A pesar de no conocerse de nada, tenía la impresión de que se parecían. 


Había algo en él que eliminaba la diferencia de edad.


—En el cobertizo no le valen a nadie para nada. No me importa que las uses, de verdad…


—En ese caso… Te lo agradecería mucho, Paula.


Había usado su nombre de pila otra vez, y eso la hacía sentir como si estuvieran atravesando la barrera entre cliente y propietaria. Como si fueran otra cosa. Lo cual era ridículo, claro.


Paula se sirvió un poco más de café. Se alegraba de que Pedro fuera a usar las cosas de su marido. Le había costado muchos años olvidar a Tomas, aunque la pena no había desaparecido del todo. Ni el sentimiento de culpa por haber seguido adelante con su vida.


Juana asomó la cabeza en el salón en ese momento.


—Me había parecido oler a café…


Paula se alegró de la interrupción.


—Tendrás que ir a buscar una taza a la cocina.


Su hija salió corriendo, como solía hacer.


—Tiene mucha energía —comentó Pedro.


—Tiene dieciocho años —le recordó ella.


—Lo dices como si tú fueras una anciana.


Paula soltó una carcajada.


—Bueno, estoy más cerca de serlo de lo que tú crees.


Pedro dejó la taza sobre la mesa y apoyó los codos en las rodillas.


—De eso nada. Tú no eres mayor.


El pulso de Paula se aceleró. ¿Mayor para qué, para él? 


Quizá Pedro tuviera costumbre de tontear con las mujeres, quizá fuera algo que hacía sin darse cuenta.


—Soy lo bastante mayor como para tener una hija adolescente de la que preocuparme.


Juana apareció de nuevo con su taza y se sirvió un café, sin percatarse de la tensión que había en el ambiente.


—Ya he terminado el trabajo de Historia. Se está imprimiendo ahora mismo.


—Muy bien —sonrió Paula.


—Las vacaciones habrían sido mucho más divertidas si hubiera podido salir, en lugar de estar aquí encerrada escribiendo sobre la guerra de 1812.


—¿Qué se puede hacer aquí para pasarlo bien? —preguntó Pedro.


—Pues…


Juana vaciló, mirando a su madre.


A lo mejor empezaba a entender que lo que había hecho era muy serio. Y que a un policía no le gustaría nada, pensó Paula.


—Salir con gente de mi edad y esas cosas —dijo su hija por fin—. La verdad es que aquí no hay mucho que hacer. Sólo podemos ir a la tienda.


—¿La tienda?


—De alimentación —contestó Paula por ella—. Los chicos del pueblo se reúnen allí para tomar refrescos y charlar. Aquí ni siquiera tenemos un cine.


—Entonces debe de ser muy aburrido.


—Sí, bueno… La verdad es que me alegro mucho de que Juana vaya al colegio en Edmonton. Allí hay muchas cosas interesantes.


Su hija levantó la cabeza, sorprendida por tal declaración. 


Pero era verdad. Sabía que en Edmonton habría más peligros para una adolescente y le gustaría estar a su lado para protegerla, pero también oportunidades de ver museos, ir al cine, al teatro…


Paula fue a tomar la jarra de la leche y comprobó que estaba vacía.


—Voy a buscar más. Vuelvo enseguida.


Pedro esperó hasta que salió del salón para mirar a Juana.


—Tengo la impresión de que tu madre y tú acabáis de tener una conversación silenciosa…


—Sí, bueno… ¿Cómo lo sabes?


—Yo también tengo una madre. Una que veía más de lo que yo creía.


—Mi madre lo ve todo… —suspiró Juana.


—¡Ah! Entonces yo tenía razón. Parece que detrás de esto hay una historia. ¿Te has metido en algún lío?


La chica apretó los labios.


—Eres policía. Si me hubiera metido en algún lío, no te lo contaría precisamente a ti, ¿no?


Pedro asintió con la cabeza. Cuando levantaba la barbilla con ese gesto obstinado se parecía mucho a su madre.


—No estoy aquí para detenerte, ya veces, una persona imparcial viene muy bien.


—¿Por qué no le preguntas a mi madre?


—Porque te estoy preguntando a ti. O quizá porque a lo mejor me hice policía para ayudar a la gente.


Juana miró su taza, nerviosa.


—El año pasado me metí en un lío…


—¿Qué clase de lío?


—Me pillaron con drogas —contestó ella.


—¿Estabas fumando algo?


Pedro tuvo cuidado de preguntar con suavidad, sin censura.


—No… Bueno, ya había probado un porro o dos, como todo el mundo, pero no me gustaron. Y yo no las vendía ni nada.


—No las usabas y no las vendías. ¿Entonces se las pasaste a alguien?


—Algo así.


—¿Te pillaron cuando hacías de mensajera?


—Sí… —suspiró Juana—. Sé que está mal, pero sólo era marihuana. Mi madre se puso como una loca y luego me envió a Edmonton. Según ella, me vendría bien un cambio de ambiente.


Evidentemente, a Juana no le gustaba que la hubiese mandado a Edmonton, pero su trabajo no consistía en poner paz entre Paula y su hija. Cinco minutos más, y podría conseguir lo que necesitaba: Una identificación.


—¿Para quién lo hiciste, Juana? ¿Para un novio? ¿Alguien te amenazó si no lo hacías?


La chica negó con la cabeza.


—No, no, Carlos no era mi novio. Es… La persona a la que todo el mundo le pide cosas. Los sábados, cuando no puedes ir a Sundre, vas a ver a Carlos y él tiene de todo.


Pedro apretó los dientes. Marihuana, cannabis… Parecía algo sin importancia, pero podía ser el principio del fin para muchos adolescentes.


—¿Alcohol y drogas blandas? —preguntó, como con cierto desinterés.


Seguramente la gente de allí consideraba a Carlos Harding una simple oveja negra, pero era mucho más.


Eso si era el hombre al que le habían enviado a buscar.


—Empezó siendo algo divertido, pero luego me daba miedo y ya no sabía cómo decir que no —siguió contándole Juana—. Pero la verdad es que me alegro de que me pillaran, porque ahora todo ha terminado. Yo no quería darle ese disgusto a mi madre… —de repente, la chica lo miró con expresión asustada—. No vas a decirle nada, ¿verdad? Ahora que mi madre y yo no discutimos casi nunca…


—No te preocupes, no voy a decir nada.


—¿Seguro?


—Seguro. Como te he dicho antes, mi trabajo consiste en ayudar a la gente.


Ayudar a la gente consiguiendo la información necesaria, se recordó a sí mismo.


—Bueno, además tú eres de Estados Unidos y no tienes jurisdicción aquí, ¿no?


Pedro tragó saliva. Había ciertas cosas que no le gustaba hacer aunque fuera su trabajo. Mentir, por ejemplo. Pero se recordó a sí mismo que había un propósito tras sus mentiras.


—Claro que no.


—Mi madre… No quiero volver a darle otro disgusto.


Juana era una buena chica, aunque se hubiera metido en aquel lío, y decía mucho de ella que estuviera preocupada por Paula. Pero quien a él le preocupaba era Carlos.


—¿Ese Carlos es de aquí?


—No, vino a vivir aquí hace un par de años. Pero no le hace daño a nadie, sólo vende la marihuana para las fiestas y eso.


—¿Cuántos años tiene?


—No lo sé, es mayor. Como unos cuarenta o así.


Pedro escondió una sonrisa. A los dieciocho años todo el mundo te parecía muy mayor, claro. Pero Paula tenía esa edad y no lo era. Recordaba cómo la había oído contener el aliento cuando besó su dedo… No, Paula no era nada mayor.


Entonces oyó pasos desde la cocina y supo que no podría seguir haciendo preguntas.


—¿Quieres un consejo?


—Sí.


—Aprende de tus errores, Juana. Sé que lo que te pasó es una experiencia que no te gustaría repetir.


—¿No vas a contárselo a mi madre?


—No —contestó Pedro—. Pero a lo mejor a ella le gustaría saber que estás decidida a no darle más disgustos. Sería una forma de volver a ser amigas, ¿no?


—No lo sé. Me lo pensaré.


Paula entró en el salón y acarició el pelo de su hija.


—He puesto tus cosas en la secadora. Y he colgado tu jersey para que se seque.


—Gracias.


De repente, Pedro entendió lo que había estado dando vueltas en su cabeza durante las últimas semanas. Echaba de menos su casa. Echaba de menos a alguien que estuviera ahí para él cuando tuviese problemas, como Paula estaba para Juana. Alguien a quien le importase de verdad. 


Y a pesar de lo complicado de aquel viaje, se alegraba de haber terminado en Mountain Haven.




IRRESISTIBLE: CAPITULO 5




Pedro había colocado los platos, de modo que no habría manera de no estar sentada a su lado, y con esas piernas tan largas, sus rodillas se rozarían por debajo de la mesa…


Al pensarlo se le aceleró el pulso y arrugó el ceño, enfadada. 


Ella no solía ponerse nerviosa por ese tipo de cosas. Claro que no solían ocurrirle ese tipo de cosas. Ella llevaba una vida muy tranquila.


Mientras colocaba una fuente sobre la mesa, Pedro encendió las velas. El ambiente de intimidad no debería asustarla, pero así era. Incluso con Juana allí, una simple cena se había transformado en algo más. Y Paula, sencillamente, no tenía relaciones de ese tipo porque siempre terminaban mal.


Después de la última vez, con Tomas, había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para rehacer su vida, ya partir de entonces, todo lo que tenía lo había puesto en Juana y en su negocio. Además, no sabía por qué Pedro se molestaba en crear una atmósfera romántica.


—¿Señora Chaves?


Paula se dio cuenta de que estaba mirándolo fijamente.


—Sí, perdón… ¿Qué me decía?


—Le he preguntado si llevaba sola el hostal.


—Sí, lo llevo sola —contestó ella, antes de sentarse—. Juana va al colegio en Edmonton, así que no suele estar por aquí.


—Y eso la entristece.


Sí, la casa parecía muy solitaria cuando Juana no estaba.


—A pesar de lo insoportables que son los adolescentes, la echo de menos. Por cierto, ya debería estar aquí… —Paula se levantó de la silla y le hizo un gesto con la mano cuando él iba a hacer lo propio—. No, por favor. Ella sabe a qué hora es la cena. Voy a llamarla.


Sí, echaba de menos a Juana cuando estaba en el colegio, pero se alegraba de que estuviera haciendo nuevos amigos en Edmonton. Los chicos con los que salía en Mountain Haven no eran precisamente recomendables… Pero lo último que necesitaba era que el comisario supiera los problemas de su hija.


—¡Juana, la cena!


Su hija bajó corriendo la escalera, con el MP3 en la mano y los auriculares puestos.


—Nada de música durante la cena, por favor.


—Hola, Pedro—lo saludó Juana, dejando el aparato sobre la mesa.


Paula vio que él intentaba esconder una sonrisa. En serio, a veces se preguntaba si las buenas maneras que había intentado enseñarle a su hija le entraban por un oído y le salían por otro.


—Hola, Juana. Bueno, creo que las vacaciones están a punto de terminar, ¿no? ¿Te apetece volver al colegio?


—Sí, bueno. La verdad es que esto es muy aburrido. Aquí no hay nada que hacer.


—Con toda esta nieve se pueden practicar deportes de invierno. Esquí, patinaje… ¿Ya no se lleva hacer esas cosas?


Paula sonrió. El día anterior había sugerido que fueran a hacer esquí de travesía, pero Juana había vetado la idea. La misma Juana que un par de años antes se habría puesto a dar saltos de alegría.


—No sé…


—Pues a mí me apetece hacer algo de ejercicio. No hay nieve donde yo vivo, así que esto me encanta.


Paula lo imaginó envuelto en su parka, con los ojos brillando como zafiros bajo un gorro de lana. Y su corazón se puso a latir como loco.


—Seguro que estás en forma —dijo Juana.


—Es parte de mi trabajo, tengo que estar en forma. Que ahora mismo no esté trabajando no quiere decir que deje de hacer deporte. Además, si sigo comiendo las cosas que hace tu madre durante dos semanas… Voy a tener que hacer deporte a la fuerza —respondió él, sonriendo—. Esto está riquísimo.


—Gracias —sonrió Paula, nerviosa.


Acostumbrada a recibir halagos por sus habilidades culinarias, no tenía sentido que ese piropo la emocionase tanto.


—¿Cómo es tu trabajo, Pedro? —le preguntó Juana—. ¿Eres un policía de verdad?


—Me dedico a tareas especiales —contestó él; bajando la mirada.


—¿Qué tareas?


—Encontrar fugitivos, gente que ha cometido delitos y se escapa de la ley…


—¿Cómo en el programa Los Criminales Más Buscados?


Juana se inclinó hacia delante, emocionada.


—Exactamente.


—¿Y eso no es peligroso? —preguntó Paula. Que fuera policía ya era bastante preocupante, pero que tratase con los criminales más peligrosos del país lo era aún más—. ¿No le da miedo que lo maten?


—Sí, claro. Pero no tanto como no hacer bien mi trabajo.


Era alto, fuerte y guapo, sí. Pero llevaba una diana pintada en el pecho. Y Paula no podía imaginar quién elegiría ese estilo de vida.


—¿Has matado a alguien?


—¡Juana! —Maggie dejó el tenedor sobre el plato, enfadada—. Por favor, pídele disculpas al señor Alfonso.


Pero Pedro sacudió la cabeza.


—No hace falta, es una pregunta lógica. Me la hacen a menudo —dijo, sirviéndose un vaso de agua—. Yo trabajo como parte de un equipo, y nuestro objetivo es que los fugitivos vuelvan a la cárcel, o proteger a aquellos que nos asignan proteger. Por supuesto, preferimos no tener que hacerle daño a nadie, pero si nos disparan, tenemos que defendernos.


Los tres se quedaron en silencio.


Paula intentó decir algo, pero lo único que podía ver era a Pedro Alfonso con una pistola en la mano. Y la idea no le gustaba nada.


—Eso debe de ser muy estresante.


—Sí, puede serlo.


—¿Por eso estás aquí? —preguntó Juana.


Paula le dio una patada por debajo de la mesa, pero su hija no reaccionó.


—En parte, sí. Mi jefe me pidió que me tomase un tiempo libre después de… Un caso particularmente complicado. Un poco de descanso es justo lo que necesito.


Estaba sonriendo, pero la sonrisa no era tan cálida como antes.


—¿Entonces está de baja?


—Sí, algo así. Y por cierto, preferiría que mi presencia aquí no se hiciera pública. Sé que es una comunidad muy pequeña, pero ahora mismo lo que me apetece es disfrutar del campo y no preocuparme por especulaciones.


—Sí, claro, no se preocupe… —suspiró Paula—. El Mountain Haven es un sitio muy discreto.


—Estupendo.


Juana, afortunadamente, se olvidó del tema durante el resto de la cena.


—¿Postre, señor Alfonso?


Pedro la miró. Durante la cena había habido momentos incómodos, pero se alegraba de que Juana le hubiera hecho preguntas. Tenía la impresión de que Paula no se habría atrevido a hacerlas, y contestando a las preguntas, mantenía su papel. Aunque no le gustase nada tener que mentir, sabía que era necesario.


Paula estaba esperando su respuesta con una sonrisa en los labios.


—No debería… Pero podría decirme qué hay.


—Tarta de melocotón y moras con helado.


—Me parece que no voy a poder resistirme… —suspiró Pedro—. Así que sí… Por favor. Y deje de llamarme señor Alfonso. El señor Alfonso es mi padre o mi tío.


Mientras Juana escapaba con su tarta al salón para ver una película, Paula puso el postre frente a él, y a Pedro el olor de la canela le recordó a su casa. Él no solía tomar dulces, pero su madre era una repostera estupenda, y lo obligaba a probar de todo cuando iba a visitarla, y en aquel momento, el olor a fruta y canela lo llevaba de vuelta a una vida en la que todo era más sencillo.


—¿Por qué decidió abrir un hostal? Tiene que ser mucho trabajo para una sola persona.


—En esta casa hay muchas habitaciones vacías —contestó ella mientras servía el café—. Además, yo tenía dos niños y mi obligación era mantenerlos.


—¿Dos niños?


—Sí, durante un tiempo cuidé de un primo mío adolescente… Hasta que se hizo mayor. Ahora tiene treinta años.


Pedro asintió con la cabeza, pensativo, mientras probaba la tarta.


—Seguro que está calculando mi edad… —rio Paula.


—Sí, la verdad es que sí.


—Le ahorraré el esfuerzo: Tengo cuarenta y dos años. Tenía veinticuatro cuando nació Juana, y cuidaba de Miguel desde los veintiuno, cuando él tenía once.


Intentaba mostrarse relajada, pero tenía el corazón acelerado. Porque sabía cuál iba a ser la siguiente pregunta. 


Y daba igual cuántas veces contestase, siempre le resultaba difícil. Pero sabía que lo mejor era quitárselo de encima lo antes posible.


—¿De qué murió su marido?


—El padre de Juana murió en un accidente laboral cuando yo tenía veinticinco años.


—¡Ah! Lo siento.


—Fue hace mucho tiempo.


En general, la gente no se atrevía a preguntar cómo había ocurrido, o peor, por qué no había vuelto a casarse. Pero ella conocía sus razones, y eso era más que suficiente.


Pedro sabía que sólo estaba dándole datos superficiales, pero sería una grosería seguir insistiendo. ¿Y cuánto quería saber? Sólo estaría allí unas semanas, de modo que lo mejor sería no ponerse en su camino y evitar las preguntas. 


Conseguir las respuestas que necesitaba y nada más.


Además, había cosas sobre su propia vida que no le gustaría contarle a nadie. Si ella quería guardar secretos, mejor. Lo que necesitaba de Paula Chaves no tenía nada que ver con su vida privada. Sólo con lo que le había pasado a su hija el año anterior.


—Bueno, ¿qué le trae por Alberta? La mayoría de la gente elige una zona más turística para sus vacaciones. Baff o algún sitio al sur de la frontera, Montana o Colorado. Aquí no hay nada más que nieve y un montón de granjas.


—Si es así como promociona la zona, no me extraña que tenga tantas habitaciones vacías… —bromeó Pedro.


—Es que no estamos en temporada alta —contestó ella—. Como le he dicho, la mayoría de la gente elige las montañas para esquiar. El hostal sólo se llena en verano.


—Entonces, me sorprende que no se vaya de vacaciones en invierno.


—Pues la verdad es que…


—¿No me diga que suele irse de vacaciones en esta época del año? ¿Ha tenido que quedarse aquí por mi culpa?


No se le había ocurrido pensar en eso. No había pensado en nada más que en hacer su trabajo.


—No tiene importancia. Ni siquiera había reservado habitación en un hotel.


—Pero iba a hacerlo.


Paula lo miró, y de nuevo, Pedro se quedó sorprendido por lo joven que parecía. Si no le hubiera dicho que tenía cuarenta y dos años, habría pensado que eran de la misma edad.


—México no va a irse a ninguna parte —dijo ella por fin—. ¿Desde cuándo es comisario de policía?


—Desde hace cinco años. Antes estuve en los marines.


—¡Ah!


—Ahora es usted quien intenta hacer cálculos… —dijo Pedro riendo—. No se moleste, tengo treinta y tres años.


—¿Y le gusta su trabajo?


—Si no me gustase, no podría hacerlo.


Los dos habían bajado la voz, quizá porque el ambiente lo pedía, y Pedro vio que ella se mordía los labios. Tenía una boca preciosa, una boca hecha para besar…


Y era evidente que se sentían atraídos el uno por el otro.


Hacía mucho tiempo que no le gustaba nadie, pero el corazón de Pedro se aceleró cuando sus ojos se encontraron.


Paula Chaves lo hacía sentir acalorado y no sabía por qué.


Era una complicación que no necesitaba. Lo único que él quería, era hacer lo que lo habían enviado allí a hacer. Su idea de la diversión no era pasar dos semanas en un apartado pueblo canadiense, y desde luego, no había esperado sentir… Lo que fuera que sentía por la propietaria del hostal en el que se alojaba.


Además, Paula no se parecía nada a las mujeres con las que solía salir. Amable, educada, delicada… Y sin embargo, en absoluto aburrida. Había que ser una mujer de carácter, para perder a su marido tan joven y llevar un negocio, además de criar a dos niños. ¿Cómo lo habría hecho estando sola?


Debía de haberse quedado mirándola fijamente, porque Paula se levantó a toda prisa, nerviosa.


—Perdone, voy a limpiar la mesa… —al tomar las tazas se le cayó una al suelo, rompiéndose en pedazos—. ¡Ay, Dios, qué torpe!


Él la miró, divertido. Hacía mucho tiempo que no le gustaba tanto una mujer, y mucho más tiempo desde que ponía nerviosa a una.


—Deje que la ayude… —murmuró, arrodillándose a su lado.


—¡Ay!


Ella sacudió una mano haciendo un gesto de dolor. Se le había clavado un trocito de porcelana en un dedo.


—Respira profundamente, Paula —dijo Pedro, tuteándola por primera vez—. ¿Seguro que lo del café era buena idea? —preguntó, riendo—. A lo mejor la próxima vez deberíamos tomar descafeinado.


—Muy gracioso.


El trocito de porcelana se había clavado más profundamente de lo que creía, y estaba empezando a sangrar.


—¿Tienes un botiquín?


—Sí, claro. Está en el armario del baño… De mi baño. Voy a buscarlo.


Pedro se incorporó.


—Espera, iré yo. Se entra por la cocina, ¿verdad?


—Sí.


Cuando entraba en su habitación sintió como si estuviera entrando en terreno prohibido. Aquello era absurdo. Menos de cinco horas allí, y ya estaba flirteando con la propietaria del hostal y husmeando en su dormitorio. Con un suspiro, entró en el baño y buscó en el armario hasta encontrar una caja blanca de metal con una cruz roja. Luego volvió a la cocina, donde Paula estaba lavándose el dedo bajo el grifo del fregadero.


—Creo que ya me he sacado el trocito de porcelana. ¡Qué torpe soy…!


—No, en absoluto… —murmuró él, tomando su dedo para examinar la herida—. No es muy profunda, sólo habrá que poner una tirita.


—Puedo hacerlo yo sola.


—Eres diestra, ¿no?


—Sí, pero…


—Ponerte una tirita con la mano izquierda no es fácil y yo tengo las dos libres.


Sí, tenía dos manos muy capaces, pensó Paula. Unas manos grandes, de dedos largos…


—Ya está… ¿Te duele?


—No, no. Gracias.


Pedro iba a apartar la mano, pero no podía hacerlo, no podía soltarla.


Y cuando Paula levantó la mirada y lo encontró mirándola fijamente, se sintió atrapada por sus ojos, como si le faltara oxígeno…


—De nada…


Pedro se llevó el dedo a los labios para besarlo.