miércoles, 7 de noviembre de 2018

LA TRAMPA: CAPITULO 12




Tal vez fuera el hombre, pensó ella. Quizás se sentía tan feliz por él.


Puede que feliz no fuera la palabra correcta.


Cómoda, eso era. Nunca se había sentido tan cómoda con nadie. En ningún sitio tan cómoda como viajando en el coche, después de su desastroso amago de boda, desayunando en la cabina del barco y en el puente junto a él.


Tal como Pedro había dicho, encontró varios bañadores. Todos bastante escasos de tela, así que sintió cohibida al mirarse en el espejo con el bikini azul y amarillo que había elegido. Sin embargo, no se cohibió al reunirse con él. Se sentía bien, natural, satisfecha al ver cómo se le iluminó la mirada con admiración. Sorprendida, sintió un estremecimiento de puro placer erótico, al verlo con un pequeño bañador del color de su piel tostada. Extraño. Había visto muchos hombres en bañador, pero nunca se había sentido así. Pero él tenía algo… el pecho desnudo, las piernas desnudas y musculosas y…


Bueno, daba igual. Se sentía cómoda. Era rápido y directo en todo lo que hacía. Lanzó el ancla, bajó el bote, remó hacia la bella playa desierta y, una vez allí, como si fuera cosa de magia, sacó bebidas frías y mantas. Todo lo que ella quería hacer le parecía bien: chapoteó con ella en el agua, construyó castillos de arena, y se tendió a tomar el sol en la playa. Aceptando su silencio. Sin preguntas.


Quizás no fuera el hombre, sino el haber escapado de la situación. No estar intentando complacer a su madre, ni rebelándose contra ella, como cuando aceptó el trabajo en el almacén de madera. Sin intentar amar a Benjamin. Había estado a punto de casarse con él. Ya no se sentía obligada y tal vez esa liberación fuera la causa de su felicidad.


Se sentó. Aún no había acabado todo. Tenía que volver. Enviar notas, devolver regalos.


Presentarse ante su madre… la desolación la invadió. Intentó olvidarse y se puso en pie.


Pedro la vio pasear lentamente por la playa, dando patadas a la arena. Paula estaba recordando. Notó la desesperación de su cara y se sintió impotente.


Sin embargo, cuando regresó estaba radiante.


—He peinado la playa. Y mira lo que he encontrado —le mostró la mano, como si sostuviera una joya valiosa—. ¿No es una preciosidad?


—Perfecta —asintió él. Sólo era una caracola. 


Pero era bonita, con surcos que se curvaban como una medialuna perfecta, de color amarillo pálido, con un reflejo rosado, casi transparente.


—Es un símbolo —dijo ella.


—¿Un símbolo?


—De que este día es un comienzo, no el final de… —hizo una pausa— algo maravilloso.


—Correcto. Y el día no ha terminado aún. ¡Hora de comer! ¿Te apetece cangrejo fresco? —preguntó, contento de ver de nuevo la sonrisa en su cara.


—Suena muy bien —contestó ella, y lo ayudó a cargar las cosas en el bote.


Pescaron los cangrejos con red desde el Pájaro Azul, y los echaron en una cazuela de agua hirviendo, en la enorme parrilla que había en cubierta. Unos minutos después, rompieron las cáscaras y disfrutaron del cangrejo fresco. 


Ensuciándose mucho. Su madre nunca hubiera permitido algo así.


Pero limpiar fue fácil. Tiraron las cáscaras por la borda y limpiaron la cubierta con la manguera, empapándose ellos también. Fue divertido.


Era casi medianoche cuando atracaron en el club marítimo. El final del día más perfecto de su vida. Intentó explicárselo a él.


—Ha sido… ¡maravilloso!


—Entonces, vamos a redondearlo con una copa —dijo él—. Espera. Vuelvo en un segundo.


Vio cómo entraba en la cabina y se apoyó en la barandilla, disfrutando de la paz. Las luces del club y de los barcos de alrededor estaban difuminadas por la neblina y parecían tan distantes como las estrellas que tachonaban el cielo. Sintió la oscuridad rodeándola como una manta protectora, las olas chocaban rítmicamente contra el barco, y la invadió un estado de serenidad total.


—Aquí estoy —Pedro volvió y puso una bandeja con brandy y dos copas sobre la mesa que había entre las tumbonas—. Haz tú el brindis —dijo, sirviendo y dándole una copa.


Sentada en la tumbona, con la copa entre las manos, intentó decir algo que expresara su bienestar.


—¿No hay una canción que dice… «Cuando llegas al final de un día perfecto y te sientas solo con tus pensamientos…»?


—Eso me ofende. No estás sola.


—No exactamente, pero… —se mordió el labio. No era correcto decirle que se sentía como si estuviera sola, estando con él. Pero no era eso lo que quería decir. Que él estuviera allí lo hacía mejor. Como ponerse un zapato viejo, tan cómodo que ni siquiera lo notabas. ¡Vaya, hombre! Ésa tampoco era forma de expresarlo—. Lo que quiero decir es que estar con alguien que te gusta de verdad es casi como estar solo, ¿no crees?


—Gracias, creo —replicó Pedro, sonriendo de medio lado.


—¡Oh! Quería decir que has hecho que el día sea perfecto. Si no hubieras…


—Olvídate de eso. Estoy listo para tomar el brandy. Simplemente haz un brindis.


Ella deseó que se le ocurriera algo apropiado, acordarse del final de la canción.


—Supongo que tendré que quedarme con «por el final de un día perfecto» —dijo, levantando su copa.


—¡Brindemos por eso! —exclamó él, y chocaron las copas.


No estaba acostumbrada al alcohol e inspiró profundamente al sentir cómo el líquido calentaba su cuerpo.


—No es un brindis apropiado. No puedes ni imaginarte lo que hoy ha significado para mí. Un empujoncito que me ha levantado la moral.


—¿Un empujoncito?


—Más bien una patada en el trasero. Casi estoy lista para volver a recoger los pedazos —sonrió ella.


—¿Casi?


Ella se estremeció. Tomó otro sorbo de brandy.


—No siempre es fácil enfrentarse a las cosas.


—¿Quieres hablar de…? —Dijo él, vacilante— ¿ …de lo ocurrido?


—¡No! —se sentía incapaz de soportar su compasión. Y no quería hablar sobre el día anterior—. Sólo quiero enfrentarme al futuro.


—¿Necesitas más tiempo?


—¿Qué?


—Más patadas, o empujoncitos, o lo que sea. Podríamos salir a navegar mañana también.


—Mañana es lunes. ¿No tienes que ir a trabajar?


—¿A trabajar? —repitió sorprendido.


Ella hizo una mueca. Una pregunta estúpida. 


Seguramente no trabajaba, sino que hacía lo que quiera que hicieran los ricos. Benjamin no trabajaba, y probablemente era más rico que Benjamin. Recordó lo que había dicho sobre el barco: «Lo vi en una exposición. Me gustó. Lo compré». Igual que ella se compraba unos zapatos.


—Quería decir que bueno… no estás ocupado, ¿o algo así?


—Mañana no. Tengo un campeonato de golf pasado mañana y una reunión en Detroit el jueves, pero el resto de la semana estoy libre, por lo que recuerdo. En cualquier caso, el barco es tuyo. Toda la semana, si quieres.


—Pero… —objetó ella, asombrada por la invitación. Contenta. Sería maravilloso relajarse en el barco durante una semana. Lejos de todo y de todos—. Tú no… ¿no vives aquí?


—Oh, no. Sólo vengo cuando voy a navegar. Pero estarás totalmente segura. El puerto está vigilado y Sims, mi capitán, vive a un par de manzanas de aquí. Viene a revisar el Pájaro Azul todos los días, lo mantiene todo en orden. Le diré que estás aquí y cuidará de ti.



LA TRAMPA: CAPITULO 11



Paula siguió a Pedro escalerilla arriba, y se puso a su lado, en lo que él denominó «puente volante». Desde ese punto de mira, observó cómo sacaba al Pájaro Azul del embarcadero. 


Había otras personas navegando, o subiendo a su barco para arreglar, limpiar o simplemente sentarse y disfrutar. Todos, incluido Pedro, parecían conocer a los demás, y los saludos y bromas se cruzaban de barco a barco. Dos niños, envueltos en equipo salvavidas, miraron hacia Paula y la saludaron con la mano, haciendo que formara parte del jolgorio.


Les devolvió el saludo, de nuevo sintiendo la risa aflorar. Estaba de vacaciones. No estaba, aunque lo hubiera planeado durante dos meses, de luna de miel con Benjamin. En vez de eso, iba a navegar con un hombre que era prácticamente un desconocido, y se sentía más feliz que en mucho tiempo.


¿Por qué estaba tan contenta? ¿Por el hombre que la acompañaba?


Cielos, casi no lo conocía. Ayer, lo había utilizado porque estaba allí. Un baluarte para salvarla de lo ocurrido. Una forma de escapar a la curiosidad, las recriminaciones y la vergüenza. Apenas lo había mirado. 


Simplemente lo había agarrado y no lo había vuelto a soltar. ¡Era una desvergonzada!


¿Qué pensaría de ella? Sintió como su cara se arrebolaba. Se obligó a mirarlo, posiblemente por primera vez. De ayer tenía un recuerdo borroso. Incluso esa mañana, había estado más interesada en el barco que en él.


Era bastante guapo. Su pelo fosco y revuelto, quemado por el sol, contrastaba con su piel bronceada. Obviamente, pasaba mucho tiempo al aire libre. Tenía facciones regulares, labios carnosos, nariz afilada y ligeramente desviada, lo que contribuía a crear esa expresión de… ¿arrogancia? No, decidió. Simplemente de distanciamiento, como si no le importara lo que nadie pensara de él. Igual que no le importaba llevar un jersey descolorido, ni que los vaqueros que cubrían sus largas piernas tuvieran manchas de gasolina. Los llevaba con la misma elegancia natural con que llevaba el esmoquin el día anterior. Estaba descalzo, sujetando el timón con dedos fuertes. Sus ojos eran tan límpidos y tan azules como el cielo, y escrutaban a su alrededor con atención. Estaba concentrado en dejar atrás los barcos que los rodeaban y sacar el Pájaro Azul a mar abierto.


A ella se le ocurrió que así era él. Siempre concentrando su atención en el momento presente.


Ayer le había dicho «Sácame de aquí» y él hizo justamente eso. Sin preguntas ni explicaciones, sin sonsacarla.


Esa mañana, había estado pendiente de sus necesidades básicas… ropa, comida. Le había proporcionado las dos. Y sin preguntas.
Incluso diversión, como si hubiera sido su invitada. «¿Te gustaría salir a navegar? Las cosas pueden esperar». Lo que venía a ser lo mismo que decir: «Olvídate del ayer y del mañana. Disfruta del hoy».


—Bueno, Paula Chaves, no podrías haber elegido mejor día —le dijo, dedicándole, por fin, toda su atención. Ella notó una sensación de calor que le recorría todo el cuerpo.


—¿Mejor día? —preguntó.


—Para tu primera travesía en barco.


Ella miró a su alrededor y vio ya estaban fuera del puerto y navegaban a bastante velocidad.


—El viento, el tiempo, el agua. Es un día perfecto —dijo él.


—Sí —corroboró ella, encantada con la calidez del sol sobre su espalda, con la forma en que el viento le revolvía el cabello y la sensación de atravesar el espacio a gran velocidad. Estuvo callada un rato, disfrutándolo.


—¿Te gusta?


—Me encanta —musitó. Le encantaba estar junto a él, descalza sobre la madera mientras el barco surcaba la superficie del agua. Tenía una sensación de libertad que no había sentido nunca antes. Veía vagamente a los escasos barcos que pasaban, la costa en la distancia, con edificios y casas donde la gente trabajaba, jugaba, amaba y se peleaba. Pero eso no tenía nada que ver con ella. Estaba aquí, apartada de todo. Lo único que tenía que hacer era quedarse en ese puente volante y ¡volar! Se sentía libre como un pájaro—. Ahora sé por qué lo llamas Pájaro Azul —comentó.


—Eso ya lo dijiste esta mañana.


—¡Es verdad! Lo dije. Pero era distinto. Pensaba en el diseño, en la decoración azul. Es curioso —replicó, arrugando la nariz—. El azul es uno de los colores que menos me gustan.


—¿Ah sí? ¿Debería cambiarlo?


—¡No! Es perfecto. Esta mañana se me ocurrió que trae hacia dentro el exterior… el cielo y el mar.


—Bueno, es un alivio —dijo él con voz seria, pero sus ojos chispeaban de risa. Ojos azules. A Paula empezaba a gustarle ese color.


—En cualquier caso, ahora sé por qué lo llamas Pájaro Azul.


—¿Sí?


—Uno se siente como si estuviera volando —explicó, haciendo un ademán con la mano.


—Esa es una sensación que siempre he asociado con los aviones.


—¡No! Estar en un avión es más como estar encerrado en un armario volador —al ver su mueca añadió—. Vale. Ríete. Pero no me digas que en un avión te has sentido como si tuvieras alas y pudieras volar a… a cualquier sitio.


—¿Te sientes así?


Ella asintió, y comenzó a reírse.


—Es una locura ¿verdad? Pero así me siento. Libre como un pájaro al que han abierto la jaula.


Él la miró desconcertado, como si intentara comprenderla. Ella sintió la necesidad de tranquilizarlo.


—Es una sensación maravillosa. De veras. Como si pudiera ir a cualquier sitio, hacer cualquier cosa que desee. Simplemente extender las alas y despegar. El cielo es el único límite.


—Bueno, ¡eso es fenomenal! —dijo él. «Eso supongo», pensó, mirándola fijamente. Parecía muy excitada y, sí, feliz. Se preguntó si sería un sentimiento auténtico.


Ayer había sido auténtico. Vio las pastillas y percibió su tristeza y confusión cuando se enganchó a él, un perfecto desconocido. Y allí estaba, ignorando el episodio por completo. 


Borrándolo de su mente, igual que cuando tiró sus mejores galas a la papelera. Eso no podía ser sano. ¿Debería recordárselo? ¿O tal vez ayudarla a mantener las apariencias?


—Oye, ¿te apetece ir a nadar? —preguntó, mientras intentaba decidirse.


—¿Ahí? —exclamó mirando el agua. Hizo una mueca—. Muchas gracias, pero me siento como un pájaro, no como un pez.


—Bueno, no quiero que salgas volando. Sólo intentaba traerte de nuevo a la tierra —calló, sonriendo avergonzado, porque eso era exactamente lo que intentaba hacer. Si le hubiera dado una oportunidad, le habría dicho que Benjamin le había hecho un favor desapareciendo—. De todas formas, no me refería a nadar aquí —concluyó.


—¿No?


—No. Hay una playa unas millas más abajo. Es casi inaccesible desde la carretera, así que es muy tranquila.


—¡Ah!, sería divertido, pero… —Paula se miró la ropa.


—Seguro que hay bañadores de sobra. Ve a mirar —dijo él. Observó cómo bajaba la escalerilla. Desde luego, no parecía desolada. ¿Por qué recordarle lo de ayer?


Y menos aún él, un extraño. Era mejor dejar esas conversaciones para su madre, o para su amiga del alma. Hoy era un día para olvidarse de todo, él podía ayudarla a volar, era un experto. ¡Sin duda!



LA TRAMPA: CAPITULO 10




Cuando Paula se despertó, los brillantes rayos del amanecer entraban en el camarote. Durante unos instantes miró el techo, preguntándose por qué estaba inclinado en vez de… se sentó de golpe. Se miró el vestido arrugado y luego miró a su alrededor.


Recordó. Su primera sensación fue de incomparable alivio. No estaba casada con Benjamin.


No tendría que casarse con él.


A no ser que… un escalofrío le recorrió la espalda.


No. No se casaría con él aunque volviera.


No volvería. Leonardo dijo: «Se llevó todo. No dejó dirección postal»


¡Mamá! Pálida y enfadada, con una mueca de desprecio en los labios: «Dios nos envió un ángel, ¡y tú lo rechazaste!»


Paula sintió un destello de ira. «Yo no lo rechacé, y ¡Benjamin no es ningún ángel! Sólo es un hombre».


Una risa ahogada comenzó a brotar de su garganta. Para su madre los ángeles siempre llegaban en forma de hombre: «Leonardo, tu nuevo papá, un ángel que ha venido a cuidarnos.» «Benjamin, un ángel…» La idea de Benjamin como un ángel era muy divertida. Las risitas se convirtieron en un ataque de risa histérica. Paula se dejó llevar. Se tiró de espaldas en la cama y se rió a carcajada limpia, moviéndose de lado a lado, con lágrimas resbalando por sus mejillas. No podía parar. La risa brotaba de ella como una riada, liberando la ira, la frustración, la culpabilidad. Todo aquello que tenía dentro encerrado.


Sintió cómo se le quitaba un gran peso de encima, sus risas se espaciaron. Era libre.


Se sentó, descansada y despierta.


Estaba en un barco. El amigo de Benjamin, Pedro no sé qué, había sido muy amable. La había llevado allí. Se había tumbado un minuto y se había quedado dormida.


Se levantó y empezó a doblar la manta, mirando a su alrededor mientras lo hacía. ¡Menudo barco! El camarote era precioso, muy espacioso. 


En realidad, no era grande, pensó, mirando con ojo crítico de arquitecto. Líneas suaves y compactas. El color también contribuía a crear sensación de espacio. Era un azul claro, que hacía que se confundiera con el cielo y el mar del exterior. El mismo color azul lo cubría todo, paredes, colcha, alfombra… un tono único que proporcionaba amplitud. Miró el techo inclinado, los armarios empotrados, tan compactos que no le robaban ni un centímetro a la habitación. 


¡Estaba decorada con inteligencia y gusto!


Paula recorrió la habitación, acariciando la madera clara, sintiendo su textura y apreciando el efecto del color azul. Una habitación bien diseñada siempre servía para estimularla e inspirarla. ¡Ella podía hacer cosas así! Tenía un montón de ideas para crear casas acogedoras, cómodas y bellas. Sólo pensarlo la excitaba y llenaba de vitalidad. Estaba deseando ponerse en marcha.


Pero, desde luego, no con ese incómodo disfraz de lujo. Recordó que él le había dicho que podía cambiarse, porque Meli siempre dejaba algo.


Abrió un cajón intrigada. ¿Quién sería Meli? Su novia, o quizá su esposa ¿Dónde estaba?


Y ¿dónde estaría él? ¿Se habría marchado a casa, dejándola sola en el barco?


No. O, de ser así, volvería, pensó, sabiendo por instinto que no iba a dejarla abandonada.


Tenía razón. Para cuando se duchó en el pequeño baño y se puso los pantalones cortos y la camisa azul claro que, sin ser de su talla, no le quedaban mal, oyó unos golpes en la puerta.


La abrió.


—Buenos días. ¿Estás bien? —dijo y, para disimular su obvia sorpresa, añadió apresurado—. Quiero decir que si encontraste todo lo necesario.


—Sí, gracias —contestó ella. Tocó los pantalones cortos y levantó la mirada hacia él— ¿Estás seguro de que no te importa? —preguntó, recordando que tenían etiqueta de Armani.


—Estoy seguro. Probablemente Meli se ha olvidado de que se los dejó.


No era probable, pensó ella. Azul claro, igual que la habitación. A lo mejor Meli, quienquiera que fuera, dejaba atuendos conjuntados con la decoración en todos los sitios. Esa idea le provocó otro ataque de risa, que consiguió disimular.


—¿Tienes hambre?


—¡Ay, sí! —exclamó. Ahora que se había quitado ese peso de encima estaba muerta de hambre. ¡Se sentía fenomenal!


Pedro se quedó casi desconcertado por su sonrisa, al ver cómo se elevaba una esquina de la boca, y el brillo radiante de los enormes ojos azules. Estaba claro que no era persona que agobiara a los demás con su dolor. Eso le gustó.


—Por aquí, señora —dijo servilmente, abriéndole la puerta.


—Este es el olor más maravilloso del mundo entero —exclamó ella arrugando la nariz, sentada a la mesa, en la pequeña cocina.


—¿Qué?


—Café recién hecho y beicon friéndose. ¿No te encanta?


—Sí. Pon mantequilla a esas tostadas —pidió él, al oír cómo las rebanadas saltaban del tostador. 


Sacó el beicon del microondas y vertió los huevos revueltos sobre queso fundido.


—Y es tan bonito —obedientemente, untó la mantequilla, pero sus ojos recorrían la cabina en forma de U, los suaves cojines de cuero, la minúscula pero eficaz zona para guisar, con encimera de azulejos azules—. ¿Quién lo hizo?


—¿Hacerlo?


—El barco. ¿Quién fue el arquitecto? ¿Quién lo decoró?


—No tengo ni idea —se encogió de hombros—. ¿Por qué? ¿Te interesan los barcos?


—No los barcos en concreto. La estructura y el diseño.


—Entiendo —asintió él, colocando los platos de beicon y huevos sobre la mesa y alcanzando la cafetera.


Ella comenzó a comer con gusto, como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo.


—¡Mmm, está buenísimo, y estoy hambrienta!


Como si ayer no hubiera sucedido. Bueno, entonces él tampoco lo mencionaría.


—Así que te gusta mi barco.


—Oh, sí. Está muy bien decorado. Los materiales son perfectos: la clara madera de bálsamo y la simplicidad de los accesorios —continuó hablando de detalles que él nunca había considerado—. Los armarios empotrados lisos. La ilusión de amplitud que crea el azul claro que se repite en todos sitios.


—Sí. Por eso lo llamo Pájaro Azul —dijo él.


—¡Claro! Los barcos tienen nombre. Pájaro Azul —dijo Paula cerrando los ojos, reflexiva—. Es perfecto. ¿Pediste tú ese color?


—No. No pedí nada. Lo vi en una exposición de barcos el año pasado, me gustó y lo compré. Tal y como está.


—Oh. Así de fácil —calló, y el brillo malicioso de sus ojos hizo que Pedro se preguntará qué iba a decir antes de callar—. Entiendo que te guste —continuó un instante después—. ¿Puedes pilotarlo? Tú solo, quiero decir. Es tan grande.


—No es muy grande —desde luego no tanto como el yate, pensó él—. Por supuesto que puedo pilotarlo yo solo. ¿Te gustaría salir a navegar?


—Sí. ¿Podemos? Nunca he navegado antes, ni siquiera en una barca. Pero esto ¡sería maravilloso!


Él la miró, encantado con su sonrisa, que le hacía torcer un lado de la boca e iluminaba su cara con un resplandor delicioso. Parecía una niña emocionada ante una gran aventura.


Entonces, tan rápidamente como había aparecido, la sonrisa desapareció. Los ojos se estrecharon y el resplandor se apagó, eclipsado por la sombra del día anterior. Ayer. Lo había ocultado muy bien. Casi le había hecho olvidarse de la desolada mujer que estuvo a punto de tomarse un frasco de pastillas. El recuerdo le dolió.


—Será mejor que no —dijo ella.


—¿Por qué no? —inquirió, lamentando que perdiera su alegría. Enfadado con Benjamin.


—Tengo que irme… irme a casa —replicó ella, recordándose a sí misma con dureza que debía enfrentarse a la situación. A la ira de su madre. 


A la desilusión de Leonardo. Estaba bastante claro que realmente había contado con la inversión de Benjamin en su negocio.


—¿Por qué?


Ella alzó la mirada, sorprendida por el tono beligerante de su voz.


—Tengo que hacer muchas cosas —explicó. 


Detalles. Devolver los regalos con una nota de explicación. Era embarazoso decir que te habían dejado plantada y no sabías por qué. ¿Qué iba a decir? ¿Incompatibilidad? No, eso se decía en los divorcios. También tenía que llamar a Carla, su jefa, y pedirle que le devolviera su puesto de trabajo. Eso iba a ser incómodo, también, después de la fiesta de despedida que le habían organizado en la cafetería de empleados. 


Bueno, simplemente tendría que…
—Las cosas pueden esperar ¿no crees?


La pregunta de Pedro y el ruido de los platos que estaba apilando interrumpieron sus cavilaciones.


—Uy, perdona —dijo, levantándose a ayudarlo a quitar la mesa—. Yo aquí soñando despierta mientras tú trabajas. ¿Dónde pongo la mantequilla? —él señaló un frigorífico empotrado, que parecía un armario más. Otra buena idea.


—Bueno, ¿no crees? —insistió él, mientras llenaba el lavaplatos.


—¿Qué?


—Las cosas, lo que sea que tienes que hacer, seguirán allí cuando vuelvas, ¿no? Después de todo, no se esperaba que volvieras enseguida. Se supone que te ibas de luna de miel o… ¡Dios mío!, lo siento.


—¡No, no te preocupes! —dijo ella, conmovida por su tono de consternación. Estaba pidiéndole perdón por mencionar el desastre del día anterior, un tema que habían evitado toda la mañana. Él por pena, mientras que ella…—. No importa. Yo… —se interrumpió. Si decía que estaba encantada de que la hubieran plantado, iba a parecer aún más tonta de lo que ya parecía—. Sobreviviré —terminó—. Y tienes razón. No estaría en casa si las cosas hubieran ido de otra manera. Si no te importa, me encantaría salir a navegar. Un día más o menos no importa ¿verdad?


«Todos los días que hagan falta hasta que vuelva a ver esa sonrisa», pensó él.