sábado, 8 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO 19







Pamela Chaves se levantó temprano, pero el café seguía caliente cuando Paula bajó. Seguía dándole vueltas a la cabeza. Había dormido con él. Él no sabía lo profundos que eran sus sentimientos, que ya era algo, pero sí sabía lo mucho que lo deseaba y le había revelado toda su vida para que él pudiera analizarla. No contento con lo que tenían en Londres, había invadido su vida en Devon. Además, le había contado cosas que ella ni siquiera sospechaba. Lo cual, era una prueba de lo bien que había conseguido llevarse con su madre. Claro, era el hombre que no tenía que hacer esfuerzos, que podía mover montañas con una sonrisa, con una mirada.


—¡Paula, cariño! ¿Qué tal la cena de anoche? —le preguntó su madre con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Nunca me dijiste lo encantador que es tu jefe! Y muy guapo…


—Mamá, tenemos que hablar.


—¿De verdad?


Sin embargo, se sentó enfrente de su hija con un rubor muy delator y jugó con la taza de café.


—¿Un hombre? ¿Un pretendiente? Nunca dijiste nada.


Cuando Pedro se lo contó sin querer, le había dolido, pero fue un dolor que no le duró mucho. Cómo iba a dolerle si a su madre le brillaban los ojos mientras hablaba con alivio de Robin, el primo de una amiga que se había mudado al pueblo para crear una pequeña empresa de paisajismo. Era maravilloso y tenían muchas cosas en común. Solo se habían visto algunas veces, pero gracias a él había conseguido acercarse más por el pueblo. Incluso, la había llevado a ver su empresa, aunque todavía estaba organizándola. Paula estaba aturdida.


—¿Y por qué no me has contado nada durante todo este tiempo? —preguntó ella, aunque sabía la respuesta.


—Solo han sido unas semanas —contestó su madre con incomodidad—. Además, sabía que intentarías disuadirme, cariño. Yo lo habría entendido, pero…


Pero ella, su querida hija, lo habría criticado, la habría advertido con seriedad, le habría dado un montón de consejos y, al final, habría asfixiado cualquier cosa que hubiese tenido la posibilidad de brotar. Su madre había querido aprovechar esa ocasión y había tenido miedo de que su hija la hubiese aniquilado. No estaba dolida, estaba humillada. Había pasado años ayudando a su madre para que se levantara y se había convertido en una joven inflexible que había permitido que su propio desengaño dictara su forma de ser.


Pedro entró media hora más tarde y le mitigó la sombría introspección en la que se había metido. Además, mientras estaban saliendo de la casa, fue certeramente al grano.


—Estás alterada. Has hablado con tu madre ¿y…?


Todavía no eran las nueve y media, pero el sol ya calentaba y los campos estaban bañados por esa luz transparente del campo, donde los edificios y la contaminación no estropeaban la vista y el aire. Él se dio cuenta de que no le importaba y de que, en realidad, le gustaba. Era un cambio.


—¿Te importa de verdad? —le preguntó ella.


La brisa le despeinaba el pelo. Era esbelta y tenía un aire desenfadado con unos vaqueros desteñidos, un jersey amplio y viejo y unas botas de caminar.


—Claro que me interesa.


Pedro no entró a calificar lo que sentía. Claro que le importaba si estaba alterada. No era un monstruo, pero ¿cuándo fue la última vez que le importó si una mujer estaba alterada? ¿Le había importado que Georgia entrara en su oficina como una furia porque no podía aceptar un «no» por respuesta?


Lo habían irritado, pero no lo habían alterado. Ni siquiera había sentido curiosidad por lo que le pasaba o dejaba de pasar a una mujer en su vida. Se conformaba con que le dieran lo que quería y siempre era absolutamente sincero con ellas para tener la conciencia tranquila. La vida era mucho más sencilla cuando no se metía en complicaciones sentimentales que siempre acabarían llevando a callejones sin salida. No tenía nada que ofrecer ni le interesaba romper ese molde.


Sin embargo, tenía la sensación de que ella quería que le contestara la pregunta y sabía que debería ser sincero y repetirle eso de que no debería esperar nada más que sexo y diversión, por si lo había olvidado. Lo haría, pero más tarde.


Le interesaba. No le importaba, pero le interesaba. Para ella, eran dos cosas muy distintas.


—Y tiene un novio.


—Me alegro por ella.


Él le pasó un brazo por los hombros y aspiró el olor floral de su pelo. ¿Qué tenía esa mujer que le volvía loco?


—Te deseo tanto en este momento que me duele.


Paula se apartó de él, lo miró fijamente, puso los ojos en blanco y se rio.


—¿Solo piensas en el sexo, Pedro?


—No hay ni un alma por aquí…


—¡Estaba hablando de mi madre!


—Y estoy escuchando. Solo quiero tocarte un poco mientras hablas —introdujo una mano por debajo del jersey y le agarró la cintura—. Dime que no te gusta. Umm… No llevas sujetador.


—No suelo llevarlo cuando estoy aquí. No tengo tanto pecho que justifique llevarlo a todas horas.


—Tienes la cantidad justa.


Le levantó el jersey a pesar de los poco convincentes intentos de ella de impedirlo y le miró los pechos pequeños, altos y rematados por unos pezones muy rosas. Se los acarició con los pulgares hasta que estuvieron duros y a ella se le aceleró la respiración.


Esa era su aventura disparatada. Se había enamorado del hombre equivocado y había tirado la prudencia por la borda porque el corazón dominaba a la cabeza. Sabía que él solo quería sexo, pasárselo bien, pero era muy complicado acallar a la parte de ella que quería descubrir a dónde iban, si existía la más mínima posibilidad de que él quisiera algo más que sexo.


Él le bajó el jersey, pero llevó la mano a los botones de los vaqueros y le bajó la cremallera. Ella dejó escapar un leve grito de asombro cuando también empezó a bajarle los pantalones.


—No podemos…


—¿Por qué? Podemos encontrar un sitio más íntimo entre esos árboles, pero no hay nadie. ¿Siempre está tan desierto?


—Tienes que salir de Londres más a menudo.


Estaba húmeda y ardiente mientras se dirigían, agarrados de la mano, hacia la arboleda más cercana.


—Hay muchos sitios como este por aquí. Es tranquilo y silencioso. Por eso mi madre decidió mudarse aquí. Le parecía apacible después de haber vivido en Birmingham. Creo que también quería vivir lo más lejos posible de los recuerdos de su matrimonio.


Lo estrechó contra sí y se puso de puntillas para besarlo agarrándolo de la nuca y con los cuerpos tan juntos que podía notar la turgencia ávida de su erección.


—Tumbarse puede ser un poco incómodo —comentó Pedro.


Sin embargo, no quería el remedio de su mano o su boca. 


Necesitaba estar dentro de ella.


—Entonces, olvidémoslo y vayamos al pueblo —bromeó ella mientras le acariciaba una mejilla y miraba el brillo abrasador de sus ojos oscuros—. Podemos tomar té con pastas. El té puede ser muy refrescante… podría aplacarnos…


—Eres una bruja —replicó él con una voz vacilante que no reconoció.


Le bajó los vaqueros y le dijo que terminara de quitárselos. 


Ella se dejó puesto el jersey y le pareció un poco degenerado estar desnuda de cintura para abajo.


—Ahora, separa las piernas —le ordenó él.


Estar de pie e inmóvil cuando quería desmoronarse porque las piernas no la sujetaban era una tortura deliciosa. Él la acarició sin prisas. Le sorprendió darse cuenta de que nunca había hecho el amor al aire libre y pensó que la próxima vez llevaría una manta. ¿La próxima vez? Sí, habría más veces porque no se cansaba de ella.


Hicieron el amor de una forma elemental y desenfrenada. La levantó para que le rodeara la cintura con las piernas y le pareció ligera como una pluma.


La sensación fue muy intensa. La tenía agarrada del trasero mientras la bajaba para entrar y alcanzó un clímax detrás de otro hasta que quedó deshecha en mil pedazos deslumbrantes.


Luego, pasearon hasta el pueblo como flotando en una nube. Paula, saciada, nunca se había sentido tan feliz. Era casi como si fuesen una pareja normal que entraba en tiendas, que se reía con algunos souvenirs, que se compraba un helado. Eran como don Cualquiera y doña Cualquiera que daban una vuelta. ¡Ja! No eran ni don ni doña Cualquiera. No eran ni don ni doña Nada. Él, desde luego, no era cualquiera. Su imponente y singular presencia resaltaba con la de las personas tan blancas que había en las tiendas. La gente lo miraba. Él parecía no darse cuenta, pero ella, sí. Las mujeres de todas las edades lo miraban con más o menos disimulo. Quizá se preguntaran si era alguien famoso. Por primera vez en su vida, ella se sintió como si hubiese salido de las sombras y fuese una persona por sí misma, alguien que no estaba rodeada de barreras, que podía ser libre.


Almorzaron en un pub y, cuando estaban saliendo, se dio de bruces con una de las mujeres que visitaba periódicamente a su madre. No había tratado mucho a Maggie Fray, pero sí se habían visto un par de veces y la mujer miró a Pedro con un brillo en los ojos muy elocuente.


—Vaya, este es ese joven del que hablas tanto según tu madre.


Tendió una mano con una sonrisa mientras Paula, abochornada, intentó eludir sus penetrantes ojos grises.


—Es mi jefe… —le explicó ella con un hilo de voz.


Sin embargo, unos minutos antes habían estado agarrados de la mano y eso haría que se preguntara qué relación entre jefe y secretaria era esa. Los ojos sonrientes de la mujer indicaban que estaba haciendo las suposiciones acertadas.


—Bueno, parece que formáis una buena pareja y sé que a tu madre le encantaría oír campanas de boda en un futuro no muy lejano.


A Paula le pareció la conversación más atroz que había tenido en su vida y no oyó casi nada de lo que Maggie dijo después. ¿Qué le había contado a su madre durante todas las semanas que había estado trabajando con Pedro


Mucho. Estaban acostumbradas a contarse las cosas. 


Aunque había intentado disimular lo que sentía, su madre sabía interpretarla como nadie. Habría podido interpretar sus silencios, la expresión de su rostro cuando decía su nombre, la cantidad de veces que hablaba de él y las que se callaba… Su arrogante, egocéntrico e irritante jefe también era estimulante, inteligente, atractivo y divertido. Además, que se hubiese presentado en su casa sin avisar habría dado crédito a cualquier historia que su madre se hubiese inventado.


—La gente tiende a cotillear en los pueblos pequeños —intentó explicar Paula mientras Maggie se alejaba—. Es muy fastidioso porque, la mayoría de las veces, lo que dicen no tiene… fundamento.


Ella no podía repetir en voz alta lo que había dicho esa mujer. Decir la palabra «boda» sería como abrir una lata de lombrices y ella no sabía cómo podría meterlas otra vez.


Pedro mantenía un silencio amenazador. Debería haberlo previsto. Se lo había advertido a ella, pero él también debería haber captado que ella tenía algo muy vulnerable. 


Eso vulnerable debería haber trazado inmediatamente un límite infranqueable, pero, por algún motivo, había bajado la guardia. La novedad y el deseo formaban una mezcla letal.


—¿Puede saberse de qué estaba hablando esa mujer?


Abrió la puerta del coche con el mando a distancia y se montó en el asiento del conductor, pero no encendió el motor. Esperó a que estuviese sentada y la miró con una expresión indescifrable.


—Ya te lo he dicho —contestó ella en un tono algo desafiante—. En los pueblos se cotillea. Maggie es amiga de mi madre y, por el motivo que sea, ha entendido mal las cosas.


—Porque tu madre, erróneamente y sin fundamento, ha sacado la conclusión de que nosotros vamos… ¿a qué, Paula? ¿A ir al altar? ¿A empezar a creer en cuentos de hadas y a construir castillos en el aire?


—¡Eres un incrédulo! No le he dicho nada a mi madre. ¡No soy tan estúpida como para creer que estás aquí por algo que no sea a corto plazo, Pedro!


—No voy a entrar en una discusión estéril por esto.


Él encendió el motor y empezó a salir lentamente del pueblo. 


Ella no podía creerse que, hacía muy poco tiempo, hubiesen estado haciendo el amor. No podía creerse que hubiese sido tan necia de creer que, aparte de que estuviese enamorada de él, todo habría seguido tranquilamente hasta… ¿cuándo? ¿Hasta que se hubiese cansado? ¿Estaba tan desesperada que estaba dispuesta a renunciar a sus principios por estar un poco más con él? ¿Podía extrañarle que hubiese llegado a ser tan vago cuando las mujeres como ella le permitían que hiciese lo que le daba la gana? Había quedado hechizada e hipnotizada. Había dormido con él en París y se había engañado para creer que podía alejarse y seguir trabajando con él sin consecuencias. Sin embargo, había habido consecuencias. Su presencia la había alterado tanto que le había costado mucho hacer algo. Él se había abierto camino hasta su esencia y se había quedado allí. Nunca había sido adicta a nada, menos a él. ¿Se había acostado con él porque se había presentado en su casa y le había dicho con esa voz sexy y peligrosa que no podía sacársela de la cabeza? ¿Le había entrado una urgencia disparatada porque su vacilante y temerosa madre, a la que había insistido en que no tuviera una relación con un hombre, había tenido el valor de sí tener una relación con un hombre? ¿Sería una combinación de cosas que la habían llevado a tomar la peor decisión de su vida? Podía encontrar un millón de motivos para justificar lo que había hecho, pero, en definitiva, se había montado en una montaña rusa y era el momento de bajarse. Pedro Alfonso era el equivalente a un deporte extremo y ella no estaba hecha para eso. Intentó no pensar en los interminables días y noches sin él. Tendría que despedirse y buscarse otro empleo.


—¡Sería una discusión estéril porque no quieres tenerla! Además, para que lo sepas, me despediré el martes en cuanto llegue a la oficina.


—¡Estás siendo ridícula!


—Siendo así, también te diré que es posible que creas que eres justo al advertir a las mujeres que no vayan a creerse que tienes un corazón escondido en alguna parte, pero no lo eres. Solo te limitas preservar tu conciencia. No quieres intentar nada que no sea trabajo. ¡Acabarás siendo un hombre triste y solo con montones de dinero y nadie con quien compartirlo!


Ella miraba su perfil, que podía estar esculpido en piedra.


Nada lo afectaba. ¿Por qué no había tenido la fuerza de caer en la cuenta antes? No había nada debajo del atractivo, la belleza y la inteligencia descomunal. Esos atisbos de amabilidad, cariño y vulnerabilidad habían sido una ilusión. 


Estaba temblando como una hoja y se mantuvo rígida como una tabla para que los sentimientos no se le desbordaran.


—Dicho eso —replicó Pedro lentamente—, te dejaré en tu casa. No hace falta que vuelvas al trabajo. Puedes considerar que ese discurso ha sido tu carta de dimisión.


Ya estaban en su casa y ella no se había dado cuenta. Él se inclinó para abrir su puerta y ella se echó hacia atrás espantada de la reacción de su cuerpo incluso en ese momento, cuando todo estaba desmoronándose.


—Si tienes que recoger algo personal de tu despacho, puedes ponerte en contacto con Personal. Ellos te lo harán llegar.


Sus miradas se encontraron, pero ella fue la primera en apartarla. No encontraba sitio en la cabeza para meter todo lo que sentía; el espanto por el final, la tristeza abrumadora, los reproches a sí misma.


—No quiero recoger nada.


Ella lo dijo con una voz que no delataba lo que sentía. Se bajó del coche y se dirigió hacia su casa sin mirar atrás.






LA TENTACIÓN: CAPITULO 18



Ella asintió con otro murmullo. Había hecho el amor voluntariamente, pero todavía sentía la tensión de saber que él no estaba plenamente comprometido con la relación, aunque ella sí lo estuviera. Era maravilloso para él porque había conseguido lo que quería. Sentía la satisfacción de la victoria, una satisfacción que no iba a durar toda la vida, y ella sí quería algo para toda la vida. Su sinceridad innata le obligó a reconocer ante sí misma que aceptaría lo que pudiera, mientras se lo ofreciera, porque un poco de él era mejor que nada. Sin embargo, la perspectiva del final colgaría sobre ella como la soga de un verdugo y cada vez que hicieran el amor, cada vez que se riera con él, cada vez que la abrazara, sentiría un poso de tristeza. Podía notar el peso del final incluso antes de que hubiese terminado. Se preguntó qué pasaría si supiera lo que lo estimulaba, o, al menos, algo que lo estimulara.


—Mañana es domingo —comentó ella lánguida y satisfecha—. ¿Qué harás? ¿Volverás a Londres? Yo sigo ofreciéndome a pasar por Harrisons antes de que vuelva el martes.


Pedro pensó que era muy fría, muy inmutable. No intentaba engatusarlo para que se quedara. Era la mujer perfecta, pero no podía evitar que esa actitud tan franca lo irritara un poco. 


Se encontró pensando que un poco de afán de posesión sería agradable. Al fin y al cabo, había viajado hasta allí para verla. Eso ya era algo que no había hecho nunca.


—¿Qué planes tienes tú?


Paula se tumbó de espaldas y miró al techo. Sus planes eran los mismos de siempre, aunque al día siguiente tendría una conversación con su madre sobre el hombre que había en su vida. Aparte, daría un paseo con ella, quizá llegaran hasta el pueblo para tomar el té, verían la televisión un rato y haría algo de cena. Lo que le gustaría de verdad era estar con Pedro todo el tiempo, pero eso era algo que no reconocería jamás.


—Me quedaré tranquila.


—Entonces, a lo mejor podría quedarme tranquilo contigo.


Pedro se apoyó en un codo y le pasó la punta de un dedo por un pezón hasta que se endureció. Por muy fría que fuese, su cuerpo era tan ardiente como el de él.


—¿De verdad? —preguntó ella sin disimular la sorpresa—. ¿No tienes otros planes para el fin de semana?


—En este momento, los considero cancelados.


—¿Porque prefieres quedarte aquí?


—Es una parte del mundo muy bonita.


—Sí, lo es.


Ella se había dado cuenta de que no podía reconocer que iba a cancelar sus planes, fueran los que fuesen, porque prefería estar con ella.


—Aunque puede parecerte un poco aburrido —siguió ella—. Creo que no sabes muy bien lo que es vivir en el campo.


—Prefiero la agitación de la ciudad. Va con mi personalidad.


—¿Agresiva?


—Tú lo has dicho.


Él bajó la cabeza, le tomó el pezón entre los labios y volvió a levantar la cabeza para mirarla. Tenía los ojos de un color marrón muy claro y unas pestañas largas y tupidas, unos ojos que lo miraban con cautela.


—Véndeme esta parte del mundo —le pidió él con indolencia—. Háblame de lo bucólico que es pasear por el campo, tomar té con pastas en un pequeño salón de té, un baile rural en la sala de bailes del pueblo.


—¿Te gustaría hacer algo de eso?


—Creo que podemos prescindir del baile rural.


—Menos mal, porque no sé si hay alguna sala de bailes en el pueblo —bromeó ella—. Tampoco puedo imaginarme que disfrutes paseando por el campo o tomando té con pastas en un salón de té del pueblo. ¿Eres una de esas personas urbanas cien por cien? ¿De las que han nacido y se han criado en la ciudad y no pueden abandonarla más de cinco minutos?


—No exactamente.


Se puso un poco rígido. No iba a contar nada más.


—Entonces, ¿naciste y te criaste en el campo? No irás a decirme que tus padres te sacaban a pasear por el campo los domingos. Mi madre siempre me llevaba a dar un paseo muy largo los domingos por la tarde, hiciera el tiempo que hiciese. Le gustaba alejarse de la casa, de mi padre. Aunque siempre tenía que volver a tiempo para prepararle el té, si él estaba en casa. Cuanto más nos acercábamos a casa, más nerviosa y ansiosa se ponía. Esos paseos terminaron cuando cumplí once años, cuando prefería esconderme en mi cuarto para estudiar o leer.


—Yo no di paseos por el campo, no di paseos por ningún sitio.


Pedro se dio cuenta de que había sido brusco. Se sentía desasosegado, inquieto, y se sentó en el borde de la cama. 


Luego, se levantó y se acercó a la ventana, que tenía las cortinas abiertas. Desnudo, de espaldas a ella, miró los campos oscuros y una pequeña arboleda que había a la derecha. Paula pensó que eso era como si le hubiera cerrado una puerta en las narices. Se sentó y se tapó con el edredón hasta la barbilla. Él acabó dándose la vuelta, pero no volvió a la cama.


—Entonces —una sonrisa radiante iluminó la sombra que le había cruzado el rostro—, ¿qué cosas apasionantes vamos a hacer mañana?


—¿Aparte de ir al baile? Podemos dar un paseo, a lo mejor con mi madre, y echar una ojeada por el pueblo, podemos tomar el té con pastas —fingir que era una relación normal—, pero lo primero que haré por la mañana será tener una charla con mi madre.







LA TENTACIÓN: CAPITULO 17




La casa estaba oscura cuando llegaron. Eran casi las once y Pamela Chaves se acostaba temprano. Él no sabía cómo había conseguido llegar sin salirse de la carretera. No podía concentrarse. La mujer que tenía al lado había hecho añicos el dominio de sí mismo. Aunque había aliviado parte de su anhelo… Tomó una bocanada de aire al acordarse del clímax que había alcanzado en su boca. Había sido indescriptible, pero, en ese momento, necesitaba mucho más. También la habría llevado al clímax, habría puesto la mano y los dedos donde no llegaba con la boca por la estrechez del coche, pero ella lo había detenido con la respiración entrecortada y le había dicho que lo quería en su cama.


En ese momento, mientras ella abría la puerta con los dedos temblorosos, le sujetó la mano.


—Podemos esperar —dijo él con la voz ronca—. No quiero, te tomaría contra el muro de la casa si me dejaras, pero tampoco quiero que parezca que abuso de la hospitalidad de tu madre.


—Empiezo a pensar que no he considerado a mi madre como una mujer adulta —replicó Paula con pesadumbre—. Probablemente, ha estado esperando que trajera a un hombre a casa, pero no se ha atrevido a decírmelo.


Abrió la puerta, se llevó un dedo a los labios y se rio en voz baja porque se sentía joven, alocada y muy feliz. Además, ¡él no había podido sacársela de la cabeza! Se dio permiso para recrearse con eso que le había reconocido. París había sido una aventura, pero se había convencido a sí misma de que había sido aceptable porque ella estaba en el extranjero, como si fuese una fiebre pasajera. Sin embargo, eso era una aventura de verdad porque estaba en su terreno, porque había tomado la decisión de hacer algo que le parecía inevitable y, en cierta manera, acertado, aunque era erróneo.


No podía explicárselo ni a sí misma. Solo sabía que tenía que acostarse con él y llegar hasta el final, aunque fuese amargo y tuviese que despedirse de su empleo por el camino.


Subieron las escaleras en silencio y Paula comprobó que la luz de su madre estaba apagada. Giró a la izquierda, se alegró de que su dormitorio estuviese al fondo del estrecho pasillo y abrió la puerta con el corazón tan acelerado que tuvo que tomar varias bocanadas de aire. Todavía podía sentirlo dentro de la boca, y eso la excitaba.


—¿Es tu dormitorio? —preguntó Pedro mirando alrededor.


La luz de la luna entraba por la ventana e iluminaba algunas de sus cosas; una mecedora con un oso de peluche enorme; unos muebles que parecían hechos para no durar; un tocador con algunas fotos enmarcadas.


—No hables.


Se estrechó contra él y cerró los ojos cuando él introdujo las manos por debajo del jersey. Esa vez, le soltó el sujetador y ella se separó un instante para quitárselo con el jersey por encima de la cabeza. Se quedó medio desnuda delante de él.


—Eres preciosa…


Le tomó los pechos con las manos y le pasó los pulgares por los pezones. Contuvo la respiración. Él le besó el cuello y se lo lamió hasta que alcanzó la boca para darle otro de sus besos devastadores. Ella también introdujo las manos debajo de su jersey y le acarició los pequeños pezones oscuros.


Lentamente, sin dejar de besarse, fueron hacia la cama hasta que las rodillas chocaron con el borde y cayeron encima. Ella tuvo que contener otra risa. Ese dormitorio no se parecía nada al de París, con un cuarto de baño ridículamente lujoso, pero, si era justa, no había notado que él fuese condescendiente con la casa de su madre. Pedro se incorporó, se quitó la camisa y el jersey y los tiró al suelo despreocupadamente. Luego, se quitó los pantalones, los calzoncillos y los calcetines. Los zapatos ya se los había quitado con los pies.


Entonces, volvió a la cama y, muy lentamente, le bajó los pantalones negros y las bragas de encaje a la vez. Los tiró con una mano y le separó las piernas con la otra, aunque no habría hecho falta que lo hiciera. Su cuerpo sabía lo que tenía que hacer cuando se trataba de hacer el amor con él. 


Se tumbó con un brazo sobre los ojos y con una indolencia maravillosa. Sabía lo que él haría. Sabía cuánto le gustaba tenerlo entre las piernas, y, sin embargo, cuando notó la lengua, no pudo evitar que se le escapara un gemido. Se arqueó mientras le lamía la pequeña protuberancia palpitante. Estaba muy húmeda, muy excitada, muy preparada para que entrara, pero él siguió atormentándola, dedicando toda su atención a su esencia anhelante y a los delicados pliegues. Hasta que subió a los pechos dejándola al borde del clímax. Le tomó un pezón con la boca y jugó con el otro mientras ella intentaba por todos los medios no hacer ruido.


—Rodéame con las piernas —le ordenó él.


Sin embargo, tenía que conseguir un preservativo antes, algo muy complicado porque tenía que encontrar la cartera en la oscuridad, pero él nunca jamás corría ese riesgo. Eso indicaba muy claramente que no estaba dispuesto a que una mujer lo atara. Aun en el punto más álgido de la pasión, él prefería no hacer el amor a correr el riesgo de un embarazo no deseado. ¿Por qué? ¿Acaso no todo el mundo tenía, en mayor o menor medida, la necesidad de procrear y de continuar su estirpe? Nunca se lo había preguntado porque sabía que era un límite peligroso de traspasar. Sin embargo, él ya sabía todo lo que podía saberse de ella. Conocía su desdichada infancia y las consecuencias que había tenido en su madre y en ella. Conocía las circunstancias que habían llevado a su madre a refugiarse en su casa, a quedarse atrapada en sus miedos. Él podía entender cómo era por todo lo que había pasado. Sin embargo, todavía quedaban muchas incógnitas sobre él y ella sabía que ese era uno de los muchos motivos por los que resultaba peligroso acostarse con él. Lo sabía en lo más profundo de su ser, pero también sabía que prefería acabar maltrecha que acabar arrepentida por no haber aprovechado la ocasión. 


Con Pedro, la probabilidad del dolor siempre iba acompañada de la certeza del placer. Todo lo que pensaba la llevaba a algún sitio, pero no sabía a cuál porque sus caricias hacían que su cabeza se quedara en blanco
Obedeció, lo rodeó con las piernas y notó cómo entraba toda su poderosa extensión. Entonces, aceleró el ritmo y ella sofocó los gemidos contra su cuello. Estaba tan desbocada que tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse y que alcanzaran juntos el orgasmo, pero lo consiguió.


Él se incorporó con los hombros rígidos y se dejó arrastrar por las oleadas de placer, el mismo placer que la elevaba a ella a otra dimensión. Sin embargo, las preguntas que habían ido disipándose volvieron a brotar de entre las sombras. ¿Solo podía tener relaciones sexuales? ¿No le interesaba tener una familia o algo más permanente en su vida? Además, si solo quería sexo, ¿por qué? Había visto muchas facetas aisladas de él, pero seguía sin saber cómo se había formado el conjunto y le encantaría descubrir más cosas. Era el inconveniente de estar enamorada, que se quería saber más de la persona amada. En el caso de Pedro, eso sería una misión suicida.


—Ha sido… maravilloso —murmuró él mientras salía y se tumbaba de lado para mirarla.






LA TENTACIÓN: CAPITULO 16




La cena le parecía interminable, aunque no creía que pudiera acostarse con ella en casa de su madre. Sintió un dolor muy agudo en las entrañas ante la idea de tener que esperar hasta que volvieran a Londres. Casi no podía concentrarse en la conversación de ella.


—Si prefieres que esta noche me quede en otro sitio, lo haré encantado —comentó él.


—¿Por qué lo dices?


—Porque has intentado por todos los medios disuadir a tu madre.


—Nunca había visto a mi madre tan obstinada —reconoció Paula dando por terminada una cena que había sido fantástica—, pero no —lo miró a los ojos y se le aceleró el corazón cuando él le sostuvo la mirada—. Se enfadaría si desaparecieras para quedarte en un hostal. Es más, me echaría la culpa. Seguramente, me culpa de protegerla demasiado. Si no hubiese sido tan… enérgica, quizá hubiese encontrado al hombre indicado un poco antes.


—Es posible que no sea el hombre indicado —replicó él con delicadeza—, es posible que solo sea un hombre que la saca de sí misma, alguien con quien quiere divertirse aunque no sea duradero…


—¿Qué quieres decir?


—Es preferible sentir algo, lo que sea, que esconderse detrás de una pared con la esperanza de que no acaben haciéndote daño


Él sabía, para su desgracia, que era un consejo que no seguía, aunque su falta de compromiso sentimental no tenía nada que ver con que pudieran hacerle daño. Sencillamente, no necesitaba comprometerse y no lo hacía. No había una mujer indicada para él porque no la necesitaba. Estaba muy bien como estaba, al revés que Pamela Chaves, quien quería más. Al revés que su hija, quien, probablemente, también quería más.


—¿Crees que eso es lo que estoy haciendo? —preguntó ella en tono airado.


Sin embargo, el ambiente había cambiado y eso era emocionante. Además, no podía apartar los ojos del rostro delgado y moreno de él.


—Quieres más de mí —él se dejó caer sobre el respaldo de la silla y la miró con una indolencia tan sexy que su cuerpo se abrasó por dentro—. ¿Por qué no dejas de salir corriendo y tomas lo que quieres? Toma eso que no puedes dejar de mirar.


—Eres la persona más vanidosa que he conocido.


Tenía la respiración acelerada y él sabía perfectamente cómo reaccionaba a él. Lo sabía y le gustaba.


—Quieres acariciarme… Puedo sentirlo porque me pasa lo mismo. También quiero acariciarte. ¿Por qué crees que me he pasado horas conduciendo hasta aquí?


Paula pensó que él, sin embargo, nunca quedaría herido, que podía acariciarla y marcharse indemne. Sin embargo, ¿era eso una buena excusa para huir? Si su madre podía salir con alguien, como le había dicho Pedro, ¿por qué no podía ella? ¿Hasta cuándo se pasaría la vida huyendo cuando se encontraba con la posibilidad de que le hicieran daño?


Aun así, era improbable, por no decir imposible, que otro hombre le dejara la misma huella que Pedro. No era el tipo de hombre que la devolvería poco a poco al mundo del amor y la confianza, el tipo de hombre que, vagamente, había esperado encontrar alguna vez en su vida. Él era el tipo de hombre más peligroso que el demonio que la llevaría a situaciones donde no había estado nunca y que la dejaría con el corazón destrozado cuando la abandonara.


—¿Nos vamos? —preguntó él.


Ella asintió con la cabeza sin decir nada.


—Este no era el plan —comentó ella una vez pagada la cuenta y cuando ya estaban fuera.


—¿Qué plan?


—Este. Tú… Yo… No es una buena idea.


—La vida consiste en correr riesgos, si no, ¿qué sentido tiene? Me he pasado la vida corriendo riesgos. No estaría aquí si no corriera riesgos.


—¿Qué quieres decir?


Él se rio, pero no dejó de mirarla.


—Es posible que algún día te lo explique —introdujo las manos entre su pelo y la atrajo hacia sí—. ¿Quieres que te bese? Si no quieres, esta es tu oportunidad para que lo digas y para que volvamos a jugar a que nunca pasó nada.


—Bésame.


Paula se dejó arrastrar por el beso. Era un sitio disparatado para hacer eso porque podían verla. Era un pueblo pequeño y muchos de los lugareños pasaban por casa de su madre a charlar o tomar el té para ver cómo estaba. Cualquiera de ellos iría corriendo a casa de su madre para contarle que se había visto a su hija besando a un hombre delante del nuevo restaurante italiano.


Sin embargo, no pudo resistirse. Olió su especiada loción para después del afeitado, sintió sus labios firmes que le devoraban la boca y se estrechó contra su cuerpo. Le rodeó el cuello con los brazos y se puso de puntillas para llegar mejor a su boca.


—Si digo que tenemos que ir a otro sitio —él se apartó para hablar con una voz vacilante que no parecía la suya—, es porque… solo pienso en… en tu reputación.


—No quiero que pares.


—Ni yo…


Le pasó un brazo por los hombros, fueron casi corriendo hasta el coche y siguieron por donde lo habían dejado en cuanto las puertas del coche se cerraron. Parecían unos adolescentes en la última fila del cine, pero a Pedro le encantaba. Nunca había besado a una chica en la última fila de un cine, estaba recuperando el tiempo perdido. Si ella había dedicado la adolescencia a cuidar a su madre y a ser fuerte por ella, él la había pasado saliendo del agujero donde había nacido y forjándose una vida que le garantizara que no tendría que volver cerca de ese agujero.


Pensó fugazmente que tenían muchas cosas en común, pero se olvidó casi inmediatamente por lo apremiante de su reacción. Introdujo una mano por debajo del jersey rojo y se encontró con el sujetador, pero se limitó a sacar un pecho con el pezón erguido, y que se endureció más todavía cuando lo acarició entre el pulgar y el índice.


El coche estaba aparcado a cierta distancia de los otros coches y tenía las ventanillas tintadas, por lo que estaban a salvo de las miradas indiscretas, aunque no parecía que hubiese mucha gente por allí. Le levantó el jersey para succionarle el pezón palpitante hasta que ella jadeó y separó las piernas, pero nunca harían el amor en su coche. Sin embargo, tampoco sabía si podría recorrer la corta distancia hasta su casa sin aliviarse. Aunque sí podía deleitarse un poco más. Hasta que se dejó caer contra el respaldo con un gruñido de impotencia por no poder rematar.


—¡Necesito un coche más grande!


Paula sentía todavía la calidez de su boca en el pecho. Se bajó el jersey con tantas ganas como él de volver a su casa y de acabar lo que habían empezado, pero ¿iba a hacer al amor con su madre a diez metros? Su madre dormía como un tronco y muchas veces se tomaba una pastilla, pero aun así… Jamás se había considerado una chica de esas que se acostaba con un chico en su dormitorio porque no podía contenerse. ¿Desde cuándo había sido una chica que perdía el dominio de sí misma? Desde que estuvo en París. Desde que hizo el amor con él. Desde que descubrió que tenía una parte carnal que era insaciable… Alargó la mano y empezó a tantear su cremallera antes de que encendiera el motor.


¿Más juegos de adolescentes? Pedro ni siquiera intentó resistirse. Ya no podía dominarse y, en ese momento, necesitaba aliviarse más que nada en el mundo. Se bajó la cremallera y también se bajó los pantalones a la vez que los calzoncillos. El fresco de la noche era reconfortante, pero no tan reconfortante como la boca de ella…









LA TENTACIÓN: CAPITULO 15




Paula echaba humo. ¿Por qué se había presentado en su casa? Era algo inusitado en él, pero también sería inusitado que una mujer pudiera dejarlo. ¿Por eso habría dicho que no podía sacársela de la cabeza? Si le quitaba cualquier otro sentido a ese comentario, solo quedaba un hombre que quería algo de lo que le habían privado, y lo quería como fuese. ¡Era insoportable!


Además, no tenía nada que ponerse. No iba a Devon para salir por las noches. Solo tenía ropa cómoda para estar en casa. Dejó escapar un gruñido y rebuscó por las baldas inferiores, donde se había guardado y olvidado la ropa de otros tiempos.


Le parecía que la presencia de Pedro en casa de su madre era una invasión de su intimidad. Estaba viendo dónde había vivido durante años; estaba viendo las fotos de ella que había en cada rincón de la casita; estaba viendo los dibujos que ella había hecho y que su madre había enmarcado en cuanto tuvo una casa propia. Él era un multimillonario y ella no podía evitar preguntarse qué pensaría de la casa de su madre, una casa demasiado pequeña y repleta de recuerdos y de cositas que no habían costado casi nada. Las cosas más caras se vendieron con la casa cuando su padre murió. 


Su madre no había querido llevarse malos recuerdos allí a donde fuera a echar raíces. Ella no estaba avergonzada de dónde había vivido, pero era humano ver sus circunstancias personales a través de los ojos de otra persona. En ese caso, su arrogante e inmensamente rico jefe. Miró su dormitorio con ojos críticos. No lo habían tocado desde que ella se marchó. Estaba en buen estado, pero era anticuado, con unos muebles y un papel de pared que fueron prácticos, pero sin refinamiento. Cumplieron su función, pero, por primera vez, se avergonzaba un poco de no haber animado a su madre para que hiciera algunas renovaciones básicas. 


Parte de lo que ganaba servía para pagar la terapia de su madre, pero siempre quedaba algo para gastar un poco en la casa. Su madre, aunque también habría podido permitirse parte de esas renovaciones, habría desechado la idea como un despilfarro. Eso, como otras muchas cosas, era un legado de su desdichada vida anterior, cuando el dinero se había dilapidado y cuando había poco dinero para la casa.


Ansiosa por bajar para atajar la conversación que Pedro estuviera teniendo con su madre, se duchó y se cambió todo lo deprisa que pudo. Los pantalones negros que estaban doblados en la balda inferior todavía le servían y el jersey rojo le quedaba un poco ancho, pero conservaba el color y era más alegre que el gris, negro y azul oscuro del resto de su ropa. Además, de repente, decidió maquillarse un poco y pintarse ligeramente los labios.


«No podía sacarte de la cabeza…». Ese comentario estaba socavando sus defensas, estaba minando su convicción de que solo era otro ejemplo de su arrogancia. Gruñó otra vez.


Entró en la cocina.Pedro estaba tomando una taza de té y su madre estaba riéndose. ¡Riéndose! Los dos la miraron como si fuesen unos chiquillos a los que habían sorprendido en plena conspiración. Ella tomó aliento y contuvo las ganas de preguntarles qué era tan gracioso. ¡Se había marchado hacía menos de cuarenta minutos y se habían hecho amigos!


—Esto es lo único que he podido encontrar para vestirme —comentó ella en tono hosco.


Pedro la miró con una sonrisa ávida.


—Estás muy guapa, cariño. ¿Verdad que está guapa, Pedro? Deberías ponerte más cosas rojas, te sientan bien.


—Desde luego… —murmuró él—. Vamos a un restaurante italiano. Tu comida favorita.


—¿Cómo lo sabes? —preguntó su madre con una falta de tacto absoluta, le pareció a Paula.


—Bueno, sé muchas cosas de tu hija, Pamela…


—Cuando te encuentras atrapada en la compañía de alguien todo el día, puedes llegar a saber cosas superficiales de esa persona —le interrumpió Paula.


—¿Atrapada en mi compañía? Yo creía que tú, más bien…


—De acuerdo —Paula volvió a interrumpirlo antes de que dijera algo que picara más todavía la curiosidad de su madre—. ¿Nos vamos? No quiero alargarme porque…


—¿Dónde vas a quedarte, Pedro?


—Bueno, no lo había previsto —contestó él encogiéndose de hombros.


—Te ahorrarás algo de dinero si te quedas aquí. Hay un cuarto libre que es pequeño, pero agradable. Lo uso de cuarto de costura, pero puedo guardar las cosas en el costurero.


Pedro no necesita ahorrar dinero, mamá. Además, estoy segura de que no se quedará a pasar la noche.


—Ya es demasiado tarde para que vuelva a Londres —replicó él pensativamente—. Además, ¿a quién no le viene bien ahorrar un poco?


Paula dominó una risa histérica. Ese era el mismo hombre que solo volaba en primera clase y se alojaba en hoteles de cinco estrellas. Dudaba mucho que el concepto de ahorro se le hubiese pasado alguna vez por la cabeza.


—Sería una grosería por mi parte rechazar una invitación tan amable.


Sonrió a Pamela con una sonrisa que habría conseguido que cualquier mujer del mundo le comiera en la mano.


—No —intervino Paula con firmeza—. Si no puedes volver esta noche, estoy segura de que podremos encontrarte algún hotel cómodo. Más cerca de Exeter, claro, porque estoy segura de que el lunes temprano querrás visitar a Harrisons…


—Naturalmente, te quedarás aquí, Pedro. Nunca había visto a mi hija tan contenta y satisfecha como lo está desde que trabaja para ti. Si, además, quieres regalarme una tostadora nueva, sería imperdonable por mi parte negarme.


Dicho lo cual, su madre los sacó de la cocina. Paula, con la cabeza muy alta, se puso la chaqueta que tenía colgada junto a la puerta y salió a la oscuridad. Hizo oídos sordos a las bromas entre su madre y Pedro y, cuando la puerta se cerró, se dio media vuelta con los brazos en jarras.


—¿Cómo te atreves?


—¿Cómo me atrevo a qué? —preguntó él mientras la llevaba hacia el todoterreno negro.


—¡A hacerte amigo de mi madre!


—Estás siendo ridícula.


Abrió la puerta del acompañante y la ayudó a montarse.


—¡No estoy siendo ridícula! —exclamó ella en cuanto él se sentó detrás del volante—. No deberías haber venido aquí.


—No me dirás que no estás contenta… No, excitada porque he venido. Puedo sentirlo.


—No estoy…


Fuera lo que fuese lo que iba a decir, no pudo decirlo cuando la besó con voracidad, como había estado esperando hacer desde que volvieron de París y empezaron con la farsa de comportarse como jefe y secretaria, como si no hubiese pasado nada. La agarró con una mano en la nuca y siguió besándola. Sus lenguas se encontraron y sus cuerpos se anhelaron.


Ella sentía vértigo por la vehemencia de su propia reacción.


Tenía los dedos entre su pelo y gemía con una mezcla de deseo y rechazo, y se odiaba a sí misma por su debilidad.


Entonces, él se apartó y la miró.


—No me vengas con cuentos de que no me deseas —gruñó Pedro—. Si fuera a tomarte aquí y ahora, no saldrías corriendo del coche. Es más, colocarías ese cuerpo tan sexy en la mejor postura para que entrara en ti.


—Eso no…


—¡Sí lo es! ¡Deja de rehuir la verdad!


—¡Nunca he dicho que no fueras un hombre atractivo!


Sus labios todavía palpitaban, todo su cuerpo palpitaba. Él tenía razón. Podría tomarla si quisiera y era algo que la avergonzaba. Se había pasado dos semanas intentando mantener una actitud firme y él, en cuestión de segundos, la había derribado como si fuese un castillo de naipes. Quería llorar de desesperación. Pedro, en cambio, sonrió y se concentró en la carretera.


—Vaya, resulta que nunca habías estado tan contenta como desde que trabajas para mí —comentó mientras conducía por la carretera que llevaba al pueblo—. Al parecer, soy un jefe apasionante.


—¿Eso es lo que te ha dicho mi madre?


—No es como me había esperado. Tenía la idea de que se parecía más a ti.


—¿Qué quiere decir eso, Pedro?


—Que era fuerte, centrada, con opiniones propias. Es una mujer hermosa, Paula, pero me da la sensación de que vive alterada.


—No me gusta que fisgues en mi vida privada.


Sin embargo, lo dijo en un tono de derrota. Él había traspasado el último límite. En cuestión de semanas, ella había pasado de ser la secretaria fría y equilibrada que él había contratado para que sustituyera a una ristra de ineptas a ser una mujer que había quedado hechizada, que se había acostado con él y que, en ese momento, podría exponerle toda su vida.


—Estoy expresando interés, Paula. No estoy fisgando —replicó él con amabilidad.


—Nunca te he pedido tu interés.


Ella apoyó la cabeza en el reposacabezas de cuero y miró el paisaje oscuro que pasaba por la ventanilla. Llegarían enseguida al pueblo. En realidad, habrían podido ir andando. 


Hacía una noche agradable y era un placer pasear por los caminos aspirando el olor de los árboles y las flores. Era un paseo de media hora que siempre le había parecido terapéutico.


Efectivamente, las luces del pueblo aparecieron delante de ellos. Llegaron a la plaza, aparcó el coche y apagó el motor. 


La miró un momento. Tenía el rostro más cautivador que había visto, aunque estuviera mirando hacia otro lado. Quiso abrazarla y besarla otra vez. Había visto otra parte de ella y esa frialdad le parecía insoportable. Estaba pasmado por la intensidad de sus reacciones. No quería solo su cuerpo y su entrega. Jamás le había interesado lo más mínimo el pasado de sus amantes ni intentar entenderlas. Había tomado lo que le habían ofrecido sin mirar más allá. Efectivamente, había sido vago, pero ya no lo era.


—¿Por qué no se atreve tu madre a decirte que tiene un novio?


Paula giró la cabeza y lo miró con los ojos como platos.


—¡No seas absurdo! No sabes de lo que estás hablando. ¡No me gusta que metas las narices en mi vida, Pedro!


Abrió la puerta, se bajó del coche y se quedó buscando un restaurante italiano. No sería difícil encontrarlo. En ese pueblo no había muchos restaurantes elegantes. En efecto, tardó dos segundos en ver el cartel de cuadros rojos y blancos donde antes había un colmado.


—¡No intentes escaparte!


La agarró antes de que pudiera huir a la seguridad del restaurante lleno de gente.


—¡No estoy escapándome! —estaba mirando esos intensos ojos oscuros. Estaba enojada porque él había entrado en su preciado terreno privado—. ¿Qué has querido decir con eso de que mi madre tiene un novio?


Él notó que se relajaba un poco. Ella lo había besado con la misma avidez que él. Luego, casi inmediatamente, lo había alejado de sí misma. Al menos, no estaba alejándolo en ese momento.


—Te lo contaré mientras cenamos. Supongo que es ese restaurante que hay allí, ¿no?


Él empezó a caminar, pero no le agarró el brazo, aunque quería agarrárselo.


Paula pensó que eso era el deseo. En París, cuando se sintieron en otro mundo, cuando ella se enamoró de él disparatada y estúpidamente, él le había mostrado cariño con todo tipo de gestos; tomándole la mano, dándole un beso, pasándole el pelo por detrás de la oreja… Sin embargo, ya no se sentían en otro mundo. Estaban otra vez en Inglaterra y quizá la deseara, pero esos gestos de cariño ya no eran apropiados. Él llevaba las manos en los bolsillos de la chaqueta y casi ni la miraba mientras se acercaban al restaurante.


—Muy bien, cuéntamelo —le exigió Paula a regañadientes cuando estuvieron sentados a la mesa y esperaban una botella de vino blanco.


—Lo siento si he dicho algo que habrías preferido no oír —dijo Pedro con aspereza—. No fue una conversación larga e íntima con tu madre, Paula. Ella comentó de pasada que había un hombre interesado en ella, alguien a quien había empezado a ver hacía poco. Entonces, se rio nerviosamente y dijo que estaba reuniendo el valor para decírtelo.


Paula notó que le escocían los ojos. No sabía qué decir. Su madre no había dado indicios de que hubiese alguien, pero, si era sincera consigo misma, ¿cuándo fue la última vez que propició confidencias así? No, ella había hablado largo y tendido sobre los hombres y la necesidad de tener mucho cuidado, sobre lo que habían aprendido las dos con la experiencia. Se había referido muchas veces a su irresponsable padre como una lección que su madre no debería olvidar nunca… Ese no había sido el terreno más propicio para que su madre le contara que estaba saliendo con un hombre.


—Entiendo.


Estaba rígida por el esfuerzo que hacía para contener las lágrimas. Le gustaría que él no fuese amable con ella. Le gustaría que fuese el malnacido que solo quería una cosa a cualquier precio. Se puso más rígida todavía cuando él le tomó una mano por encima de la mesa.


—Yo le dije que estaba seguro de que te encantaría saber que había encontrado compañía.


Ella, aunque era puntillosa, decía lo que pensaba y sobrellevaba las consecuencias, tenía un corazón muy grande. ¿Por qué lo sabía? Sencillamente, lo sabía.


—Es posible que no me encante tanto.


Ella retiró la mano y sonrió al camarero mientras servía vino en la copa de Pedro y le preguntaba si le parecía bien. Se bebió su copa en cuanto la sirvieron y miró a Pedro para que se la volviera a llenar.


—¿Qué quieres decir?


Paula tiró por la ventana lo que le quedaba de intimidad. Él había hecho tantas incursiones en su vida que ya no tenía sentido agarrarse a ella. Estimulada por el vino, suspiró y lo miró.


—Mi infancia no fue feliz. Mi padre era… autoritario y mujeriego. Yo me crié teniendo que sobrellevar lo que eso suponía para mi madre. Tienes razón, ella no es como yo. Siempre ha sido frágil —lo miró fugazmente para ver si estaba espantado por lo que estaba contándole, pero se derritió al ver que su expresión era comprensiva—. No puedo creerme que esté contándote esto. Yo… yo no soy una persona que suela contar confidencias.


—Te has criado siendo fuerte por el bien de tu madre.


Pedro dio un sorbo de vino, alejó con impaciencia al camarero, que estaba acercándose para tomar nota del pedido, y pensó que eso era lo que se sentía cuando se participaba en la vida de otra persona. Él había vivido una vida solitaria, había forjado su propio destino, nunca había necesitado que nadie le aportara nada porque la experiencia le había enseñado que las aportaciones de los demás siempre eran interesadas. Se había criado librando solo sus batallas y, una vez libradas, llevándose el botín sin profundizar más. Era una fórmula que siempre le había dado buenos resultados. Además, todavía se los daba, se recordó con demasiada vehemencia antes de que el sentimentalismo nublara ese asunto.


—Cuando mi padre murió, mi madre quedó libre para hacerse una vida propia, pero había quedado maltrecha después de tantos años teniendo que soportar el egoísmo de él. Cada vez estaba más desasosegada y ahora… —Paula se encogió de hombros elocuentemente—. Acabó teniendo miedo a salir de su casa. Ha sido bastante grave. Es más, tuve que contratar a un terapeuta para que intentara hacer magia… y está haciéndola. Ha salido más durante los últimos meses que en toda su vida. Son pequeños pasos, pero creo que soy culpable de haber dejado muy claro que no tenía que salir con otro hombre. Nunca lo dije en voz alta, pero… En cualquier caso, ¿quién es ese hombre?


—No sé nada en concreto, Paula. Como te he dicho, fue una conversación fugaz.


—Mientras te ocupabas de encandilarla, quieres decir —replicó ella con poco entusiasmo—. Me sorprendió que conociera este restaurante. Supongo que habrán venido y es fantástico. Significa que está saliendo de casa y empezando a hacerse una vida normal.


Sin embargo, ¿cómo era de normal su propia vida? Había estado tan ocupada cerciorándose de que las dos aprendían la lección sobre los hombres que se había olvidado de lo joven que era. Su madre había intentado recordárselo, pero ella lo había eliminado de las conversaciones.


—Ya está —añadió ella tajantemente—. Habría sido mejor que no lo hubieses sabido, pero…


—¿Por qué?


—¿Por qué? —Paula se rio con cierto nerviosismo—. Porque no te interesa la vida de los demás, Pedro. Seguramente, estarás incómodo por haber acabado aquí conmigo contándote todo esto, pero tú tienes la culpa por haberte presentado sin avisar.


—Vaya, vuelve la Paula Chaves que quiere pelearse un rato conmigo. No va a darte resultado.


Ella estaba tentada de preguntarle por su vida personal, pero hubo algo que se lo impidió. Quizá no quisiera oír la cantinela de que nunca se comprometía con una mujer. 


Quizá quisiera creer que… ¿Qué? ¿Que quizá podría cambiarlo porque estaba enamorada de él? ¡Las ranas criarían pelo antes de que eso sucediera!


Sin embargo, mientras pedían la comida, ella supo claramente que había bajado la guardia con él, que la posibilidad de volver a la frágil relación que ella se había empeñado en mantener después de París había cambiado para siempre. Además, había visto otro atisbo de ese hombre tan complejo, un aspecto sinceramente atento que ocultaba bajo la coraza del afán de triunfar sin contemplaciones. También pensó, con pesadumbre, que mientras que ella nunca había aprovechado las ocasiones, mientras se había empeñado en que su relación inexistente con Alan era una demostración de que tenía que protegerse para que no le hicieran daño, su madre, a pesar de sus problemas y de su matrimonio devastador, sí había tenido el valor de aprovechar sus oportunidades. Las únicas oportunidades que había aprovechado ella eran aquellos días y aquellas noches en París, cuando tiró la prudencia por la borda y permitió que su cuerpo dominara a su cabeza. 


Además, no perdió un segundo en volver a la seguridad de lo que conocía en cuanto llegaron a Londres.


Lo miró con cierto disimulo mientras comía, mientras la metía en una conversación aunque ella no quisiera y, con mucho tacto, no indagaba más en su pasado. Observó esos dedos largos alrededor del tallo de la copa de vino y la intensidad de sus ojos oscuros cuando la miró…


Pedro, atento a cada matiz de su lenguaje corporal, notó que el ambiente había cambiado. Había dejado de ser el enemigo con el que ella se había acostado por error, el enemigo cuyos besos ardientes ella quería rechazar, pero no podía… La tenía y la satisfacción se adueñó de él. Había dejado de pensar que solo tenía que acostarse con ella para quitársela de la cabeza. En ese momento, solo pensaba que tenía que acostarse con ella. Tenía que sentir su cuerpo debajo de él y a su lado. Tenía que sentir sus muslos sedosos entre sus piernas. Tenía que acariciar sus pechos y notar que se derretía entre sus manos.