martes, 15 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 9

 


Las preguntas e inseguridades sobre su pasado la mantenían despierta durante la mayor parte de la noche, y cuando el sueño llegaba terminaban despertándola las pesadillas.


—Estás muy estresada, y la culpa es mía.


—No empieces otra vez.


—Pero es que es verdad —en el delgado rostro de Ana volvieron a reflejarse la culpa y la preocupación. Por muchas veces que Paula le asegurara que no tenía sentido que se culpara por el accidente, Ana seguía atormentándose a sí misma con sentimientos de culpabilidad—. Lo siento tanto, Paula. Si no hubiera sido por mí, no te encontrarías ahora en esta difícil situación. Debería haber prestado más atención, quizá así hubiera evitado atropellarte.


—El accidente fue culpa mía, no tuya. Si no hubiera sido tu coche, habría terminado atropellándome otro —Paula tomó la mano de su amiga—. Tú has sido mi ángel de la guarda, Ana. Me llevaste al hospital y te quedaste conmigo durante tres días, pagaste las cuentas, me has traído a tu casa y me has ayudado a encontrar trabajo.


—Sí, un trabajo que te está dejando completamente exhausta —sacudió la cabeza con tristeza—. Tú no eres mujer para trabajar limpiando casas, y trabajar con Laura no creo que sea nada fácil. Es una esnob y sus hijos son muy revoltosos. Sé que espera que te ocupes de ellos, aunque teóricamente eso no forma parte de tu trabajo.


—El trabajo está bien. Y no sabes cuánto te agradezco que me ayudaras a encontrarlo.


Pero Ana no estaba dispuesta a dejar que acallaran su conciencia. Surcaban su frente pequeñas arrugas de inquietud.


—Sé que no te gusta hablar de esto, Paula, pero han pasado ya seis semanas y todavía no has recordado quién eres, ni dónde vivías. He estado revisando por Internet los informes sobre personas desaparecidas, he ido a casi todas las comisarías de Denver, he visto docenas de fotos y todavía no tengo una sola pista —se interrumpió un instante. Paula se estremeció al imaginarse lo que le iba a decir a continuación—. Creo que ya es hora de que informes a las autoridades o te decidas a utilizar los medios de comunicación.


—No —un escalofrío de terror recorrió la espalda de Paula. No era capaz de soportar la idea de proclamar su debilidad al mundo y tener que esperar a que algún desconocido llegara a reclamarla—. Todavía no estoy preparada para decírselo a nadie.


—Sigues teniendo miedo, ¿verdad?


Paula vaciló, deseando poder eludir la pregunta.


—Estoy convencida de que alguien me perseguía cuando me puse a cruzar corriendo esa carretera. No recuerdo quién ni por qué, pero recuerdo perfectamente la sensación de pánico y la certeza de que tenía que alejarme de allí. Tú misma dijiste que parecía estar huyendo de algo.


—Eso es cierto —Ana la miró un tanto desconcertada—. Pero también es posible que estuvieras intentando parar a un taxi. Tu miedo podría ser un síntoma del accidente. Al fin y al cabo, te diste un golpe terrible.


—Estoy segura de que alguien me seguía. Alguien que estaba enfadado, una persona violenta y cruel —se estremeció ante aquella sombra de recuerdo que continuaba amenazando su sueño—. Hasta que no recuerde algo más sobre mi situación, no quiero informar a las autoridades. Pero tengo un plan para comenzar a buscar pistas sobre mi pasado. Volveré a Denver, a la calle en la que sucedió todo, para ver si recupero la memoria.


—Podría funcionar —se mostró de acuerdo Ana, aunque la preocupación no había desaparecido de su rostro—. ¿Pero cómo piensas ir hasta allí? No puedes conducir y yo no puedo llevarte. Teo insiste en que nos vayamos mañana de camping. Ha estado planeando este viaje durante todo el año y no consigo quitárselo de la cabeza.


—Pues ve y procura disfrutar, por el amor de Dios. Necesitas un descanso tanto como él. Y, por favor, no te preocupes por mí. Cuando esté lista para volver al escenario del accidente, ya encontraré la forma de ir hasta allí. Es posible que los recuerdos fluyan entonces por sí solos —sonrió, decidida a mostrarse optimista—. Es posible incluso que alguien haya puesto carteles sobre mi desaparición.


Ana asintió y sonrió, pero Paula veía la duda en sus ojos. Y un intenso dolor la golpeó al pensar que aquella amiga a la que prácticamente no conocía podía ser la única persona del mundo a la que le importara.


—No quiero que te preocupes por mí, Ana.


—Entonces vuelve a ver al doctor Alfonso y cuéntale lo de la amnesia. No quiero que te ocurra nada mientras estoy fuera. Te diste un golpe muy serio en la cabeza. Debería haber algún médico pendiente de ti.


—Lo siento, pero no puedo —cada vez que pensaba en confiarle a alguien, a quien fuera, su secreto, una terrible sensación de pavor la detenía. Una historia como aquélla podía acabar en los periódicos, incluso en la televisión. Y después de una aparición así, cualquiera podría presentarse en la puerta de su casa con intención de llevársela. Un sudor frío cubría las palmas de sus manos cuando pensaba en ello.


Haciendo un gran esfuerzo, apartó el miedo hasta el último rincón de su mente. No podía permitir que el terror la dominara.


Pero había otras razones más prácticas por las que prefería mantener en secreto lo de la amnesia. En primer lugar, no era un trastorno que mucha gente comprendiera. El marido de Ana, la única persona que además de ella estaba al corriente de su enfermedad, todavía no confiaba en ella. Paula le había oído decirle a Ana que toda la historia de la amnesia era un simple montaje y que, aunque estaba dispuesto a mantener la boca cerrada, iba a estar atento a cada uno de sus movimientos.


Paula se imaginaba perfectamente lo que ocurriría si el secreto de su amnesia se extendía. Todo el mundo comenzaría a sospechar posibles motivos, a cada cual más terrible, por los que había decidido quedarse en aquel lugar. Perdería su trabajo. Entonces tendría que marcharse de allí y comenzar de nuevo en cualquier otra parte, sin conocer a nadie.


Ni siquiera a sí misma.


—Por lo menos prométeme —le suplicó Ana—, que si vuelves a tener un mareo irás a ver al doctor Alfonso, incluso en el caso de que no quieras mencionarle lo de la amnesia. Lo conozco desde que era un crío. Le enseñé Matemáticas. Y, francamente, no puedo recordar un estudiante más capaz y más digno de confianza —Ana sacudió la cabeza—. Ese chico estaba decidido a conseguir una beca e hizo todo lo que estuvo en su mano para que así fuera. Consiguió una beca en Harvard. Siempre lo he admirado por ello, especialmente considerando la familia de la que procede.


—¿De qué familia procede?


Ana se sonrojó ligeramente y vaciló, como si se arrepintiera de haber sacado a colación aquel tema.


—Oh, sus padres siempre fueron un poco... diferentes, eso es todo. No quiero decir que fueran malos. Simplemente, su modo de vida le hizo las cosas un tanto difíciles a Pedro —al cabo de algunos segundos de reflexión, sacudió la mano, como si quisiera olvidarse de aquello—. El caso es que, por encima de todos los obstáculos, Pedro consiguió una beca para estudiar en Harvard. Y estoy convencida de que es un magnífico médico.


—No lo dudo —musitó Paula, distraída por la imágenes que Ana acababa de despertar en su mente. Casi tuvo que morderse la lengua para no seguir haciendo preguntas sobre él. ¿Pero por qué quería más información sobre él? Por bueno que fuera, lo único cierto era que representaba un serio peligro para ella.


—Por favor, Paula —insistió Ana—. Prométeme que si necesitas ayuda cuando yo esté fuera, volverás a verlo.


Paula miró a su amiga, aquel ángel que la miraba con expresión suplicante.


Lo que tenía que hacer, se dijo, era asegurarse de que no iba a necesitar ayuda de ningún tipo mientras Ana estuviera fuera. Y, en segundo lugar, dejar de pensar de una vez por todas en el doctor Pedro Alfonso.



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 8

 

—Me dijiste que era un hombre mayor, Ana, un hombre mayor, dulce y sabio. No un joven sexy y atractivo.


Ana Tompkins se encogió de hombros.


—Pensé que te atendería el doctor Brenkowski. Me había olvidado de que Pedro Alfonso compartía ahora la consulta con él. ¿Pero qué más te da que el doctor fuera joven y sexy? Esa no es razón para renunciar a la revisión médica que necesitas.


—No he renunciado a ella, sólo la he pospuesto hasta que Brenkowski regrese a la ciudad.


—Te has acobardado —antes de que Paula pudiera decir nada, Ana alzó la mano y entrecerró ligeramente los ojos, para protegerse del sol que entraba a raudales por la ventana de su cocina—. No quiero excusas. Lo que tienes que hacer es ir a hora mismo a la consulta de ese médico y pedirle que te examine las heridas —y con voz burlona añadió—: Y no me obligues a forzarte.


Paula se inclinó contra el respaldo de la silla, relajándose por primera vez desde que había salido de la consulta del doctor Alfonso aquella mañana. No se imaginaba a aquella pequeña profesora jubilada utilizando otra fuerza que la de la persuasión. Sin embargo, la fuerza de la persuasión de Ana Tompkins era digna de ser tenida en cuenta. De hecho, si no hubiera sido por ella, Paula no habría terminado allí tras salir del hospital de Denver.


Respirando el perfume de los manzanos silvestres y los ciruelos que arrastraba la brisa, Paula pensó en cuánto se alegraba de haberse ido con Ana. Porque aunque todavía no se había permitido establecer relación con la gente de Sugar Falls, el lugar en sí mismo la ayudaba a tranquilizarse. Se sentía relativamente a salvo en aquella comunidad escondida entre las Rocosas de Colorado.


Robando algunos minutos, antes de regresar al trabajo, se había acercado a casa de Ana, donde estaba disfrutando de un delicioso té. La fabulosa mansión en la que trabajaba, por lujosa que fuera, no le parecía en absoluto tan confortable.


—Estoy estupendamente, Ana, de verdad.


—¡Estupendamente! —el sol formaba un halo sobre los rojizos rizos de Ana, haciéndole parecer un ángel—. Ayer mismo sufriste uno de tus mareos y, por lo que me ha dicho Laura Hampton, estuviste a punto de desmayarte encima del cesto de la ropa sucia.


Paula frunció el ceño. Su patrona no tenía ningún derecho a hablarle a nadie de sus mareos.


—La enfermera me ha hecho unos análisis y me ha dado vitaminas. El médico cree que los mareos se deben al cambio de altitud, y también quizá al agotamiento. Tengo que beber más agua, descansar un par de días y me pondré bien.


—¿Agotamiento? El trabajo en casa de Laura te está resultando demasiado duro, ¿verdad?


—Por supuesto que no. Me gusta trabajar. Prefiero mantenerme ocupada. El único problema es que no estoy durmiendo bien, eso es todo —lo cual era completamente cierto.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 7

 


Pedro cerró la puerta de su despacho, se dejó caer en la silla que había detrás de su escritorio y dejó escapar un pesado suspiro. Se sentía como si acabara de correr una maratón.


¿Qué demonios le había sucedido?


Fuera lo que fuera, era la primera vez que le ocurría. Había tratado a miles de mujeres a lo largo de su carrera y nunca había sentido por ninguna de ellas algo más que un interés puramente médico. En aquella ocasión, sin embargo, en cuanto había visto a Paula Flowers todo parecía haberse trastocado.


Lo había sabido en cuanto la había mirado a los ojos. Aquella mujer tenía algo que le afectaba de forma muy personal. Quería tocarla. Y en cuanto había posado la mano en su rostro, había deseado continuar acariciándola.


Cerró los ojos, apoyó la frente en sus manos y se maldijo a sí mismo. ¿Habría advertido ella su interés? ¿Sería esa la razón por la que había decidido posponer el chequeo hasta que regresara el doctor Brenkowski? Fuera cual fuera la razón, se alegraba de que lo hubiera hecho. En caso contrario, probablemente habría tenido que interrumpir el mismo la consulta. Porque había llegado a temer la posibilidad de perder el control.


¿Por qué le afectaría aquella mujer de forma tan intensa?


Oh, era muy hermosa, sí, con aquel precioso pelo, que parecía una nube de seda oscura sobre sus hombros. Y su cutis parecía estar pidiendo a gritos ser acariciado... por no hablar de los enormes ojos grises con los que Paula parecía ser capaz de desnudarle el alma. Pero la belleza física nunca había sido suficiente para sacar de él algo más que un breve reconocimiento, sobre todo cuando estaba trabajando.


Algo había ido mal. Drásticamente mal.


Al sentir su rostro entre sus manos, su cuerpo había respondido de una forma muy poco profesional.


Y le bastaba recordar cómo había señalado su paciente la curva de su cadera, descendiendo después hasta su muslo, para que un deseo absurdamente intenso volviera a apoderarse de él.


Ella no había pretendido parecer provocativa, de eso había podido darse cuenta. Tenía experiencia más que suficiente, sobre todo desde que había regresado a Sugar Falls, para saber cuándo una mujer estaba intentando seducirlo. En un par de ocasiones, al entrar en su consulta, había encontrado a alguna de sus pacientes adoptando la más lujuriosa de las posturas sobre la camilla.


Afortunadamente, Gladys siempre había sido muy útil para templar aquellas situaciones. Y en ninguna de ellas Pedro había llegado a excitarse, ni siquiera mínimamente.


Hasta aquel día. Hasta que había mirado a Paula Flowers a los ojos y había deseado acariciarla, más que cualquier cosa en el mundo.


No, no podía continuar examinándola. Pero Paula necesitaba atención médica. Parecía estar sufriendo un intenso agotamiento. Además, había tenido la sensación de que estaba particularmente estresada, y se preguntaba por qué.


Tampoco entendía la extraña pregunta que le había hecho a Gladys. Quería saber si un médico podía determinar si había tenido un hijo. Paula se había justificado diciendo que era una pregunta general. ¿Pero entonces por qué le había dicho a Gladys que quería saber todo lo que el médico pudiera decirle sobre sí misma?


Cuando le había preguntado que si alguna vez había dado a luz, no le había contestado. ¿Sería posible que no lo supiera? Si así era, eso indicaba que había sufrido una importante pérdida de memoria. Pero ella había negado que hubiera padecido amnesia tras el accidente.


Definitivamente, Paula Flowers representaba un misterio.


Le había pedido que dejara un número de teléfono y le había dicho que quería verla al cabo de una semana, para seguir al corriente de sus mareos.


Pero el número de teléfono que Paula le había dejado era falso, y no habían llegado a concertar una próxima cita. Tampoco había dejado dirección alguna, aunque sí un apartado de correos. Era un apartado de correos local, lo que quería decir que vivía en la ciudad y podría volver a verla otra vez.


Pedro sacudió la cabeza perplejo por la ansiedad que le producía la posibilidad de volver a verla. Al parecer, llevaba demasiado tiempo sin estar con una mujer. No había vuelto a tener una cita desde que había regresado a Sugar Falls y ya habían pasado tres meses.


¿Y por qué? Uno de los motivos por los que había regresado a Sugar Falls era que quería encontrar una mujer honesta y sencilla. Sencilla sobre todo. Las complicadas relaciones que había encontrado en Boston le habían enseñado muchas cosas, pero le habían dejado con una sensación de vacío y soledad que no conseguía sacudirse de encima.


Había pensado que regresar a casa podría ayudar, pero de momento no había sido así.


En realidad, sólo podía culparse a sí mismo de la falta de compañía femenina. Había recibido muchas invitaciones y algunas de mujeres a cuyas familias conocía desde hacía años, mujeres capaces de comprender el tipo de vida que deseaba para sí y que sabían disfrutar de la sencillez de vida de Sugar Falls.


Lo último que necesitaba era una aventura con una desconocida de ojos grises cargada de secretos.


Pero aquellos secretos lo intrigaban. Paula lo intrigaba. Y la idea de tener una aventura con ella lo excitaba de forma inexplicable.