lunes, 4 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 6





–Explícate.


Paula lo miró.


–¿Puedo sentarme? –preguntó.


–¿Puedo impedírtelo?


–No sé –murmuró ella. Se dejó caer en el sofá, que era tan incómodo como parecía–. Me duelen los pies –admitió. Se quitó los zapatos y se frotó las plantas de los pies.


–En ese caso, desde luego –musitó él con voz tensa–. Ponte cómoda.


–Eso no es posible en este sofá –ella pasó una mano por la tela–. Parece hecho de acero blanco.


–¿Quieres que te traiga un cojín?


Paula lo miró a los ojos y respiró hondo.


–Lo siento. Vale, explicación.


–Te lo agradecería.


Se mostraba muy civilizado de pronto, pero Paula no se dejaba engañar. Sus ojos expresaban una mezcla de muchas emociones controladas.


Lo cual no era sorprendente. Ella había investigado a la familia Alfonso a lo largo de los últimos meses y todo lo que había encontrado sobre él le había llevado a pensar que era el más controlado de todos. El que estaría dispuesto a hacer más cosas para proteger a su familia. El que era más probable que la ayudara aunque no le gustara hacerlo.


–De acuerdo. Ya te he dicho que era policía.


–Sí.


–Vengo de una larga familia de policías –dijo ella–. Mi padre, mis tíos, mis primos… todos llevaron el uniforme en algún momento.


–Fascinante –dijo él con sequedad–. ¿Y en qué nos afecta eso a mi familia y a mí?


Estaban tan cerca que sus rodillas prácticamente se tocaban. Irritada, se puso en pie de un salto y él la miró sorprendido. Odiaba pensar que él mantenía un control rígido mientras ella empezaba a balbucear.


–Me vendría bien una taza de té –dijo–. ¿Tienes té?


–Te pido perdón por ser un anfitrión desconsiderado –murmuró él, levantándose a su vez–. Y por supuesto que tengo té. Estamos en Londres.


–Bien. Bien –ella echó a andar hacia la cocina, agarrando el bolso como si fuera un salvavidas. El horrible mármol blanco estaba frío bajo sus pies, pero al menos se había quitado los zapatos que le apretaban los dedos. Él iba justo detrás. Y ella no solo lo oía, también lo sentía.


–Siéntate y habla –dijo Pedro cuando entraron en la cocina.


Paula se sentó en una de las sillas fantasmas y miró el plexiglás blanco con el ceño fruncido.


–Estas sillas son odiosas, ¿sabes?


–Tomo nota –le aseguró él. Llenó una pava con agua en el fregadero y la enchufó–. No estás hablando de lo que quiero oír. –Ella respiró hondo y lo observó moverse por la estancia, preparar las tazas y una tetera blanca pequeña. Echó té en la tetera, se apoyó con ambas manos en la encimera blanca de granito y la miró.


–Hace unos años me ofrecieron un empleo como jefa de seguridad en el hotel Wainwright en Nueva York –dijo ella–. Dejé el Cuerpo y acepté el trabajo.


–Felicidades –dijo él.


–Gracias. Todo fue bien hasta hace unos meses. Entonces robaron a Abigail Wainwright.


–Wainwright –Pedro repitió el nombre. Arrugó la frente, pensando–. El collar Contessa.


–Exactamente –Paula cruzó los brazos sobre la mesa de cristal–. Abigail tiene más de ochenta años y ha vivido en el ático del hotel los últimos treinta.


Sintió una punzada de dolor al pensar en la agradable anciana. No merecía que le robaran en su propia casa un collar que había estado en su familia durante generaciones. 


Y el hecho de que hubiera ocurrido en el turno de Paula empeoraba aún más la situación.


Había sucedido porque Paula había bajado la guardia.


–Ni mi familia ni yo robamos ese collar –señaló Pedro


Desenchufó la pava cuando empezó a pitar y echó agua hirviendo en la tetera.


–Yo no he dicho que lo hicierais –replicó ella–. Sé quién fue el ladrón.


–¿En serio? ¿Quién?


–Jean Luc Baptiste.


Paula observaba atentamente a Pedro para no perderse su reacción. Él frunció un instante los labios con disgusto y sus ojos brillaron de rabia. Se quitó la corbata y la arrojó sobre la encimera. A continuación se quitó la chaqueta y se desabrochó el cuello de la camisa.


–He oído hablar de él.


Sin la chaqueta, su pecho parecía amplio y musculoso. Y cuando Paula lo vio remangarse la camisa y mostrar los antebrazos bronceados cubiertos de vello oscuro, tuvo que tragar saliva para deshacer el nudo de deseo que se aposentó en su garganta.


–Jean Luc –dijo él– es torpe, arrogante y suele engañar a una mujer para que le ayude.


Paula apretó los dientes.


–Jean Luc se hospedó en el hotel un par de semanas y se mostró… encantador.


¡Y cómo la avergonzaba admitir que se había dejado engatusar por aquel encanto! ¿Pero tan sorprendente resultaba? Él era atractivo, cautivador y muy… francés. La había cortejado, se había mostrado muy atento con ella y Paula se lo había tragado todo. Por lo menos no había sido tan tonta como para acostarse con él. Aunque si aquello hubiera durado una o dos semanas más, quizá lo habría hecho.


Pedro resopló. Llevó las tazas a la mesa, tomó la tetera y la dejó también allí antes de sacar un paquete de galletas de un armario. No habló hasta que se hubo sentado enfrente de ella.


–Jean Luc te engañó.


Paula se sonrojó. Había pasado toda su vida rodeada de policías. Su padre la había educado de modo que tuviera una cierta dosis de cinismo sano. Pero Jean Luc había logrado que se sintiera tan tonta como cualquier víctima de un embaucador.


–Sí.


–¿Y es tan buen amante como le gustaría hacer creer a todo el mundo?


Ella abrió mucho los ojos.


–No puedo saberlo. Ese fue el único error que no cometí.


Pedro soltó una risita.


–Jean Luc debe estar perdiendo facultades. O sea que te utilizó para conseguir información de tu hotel y las medidas de seguridad. Y luego robó la Contessa y desapareció.


Ella suspiró.


–Más o menos.


Pedro movió la cabeza y sirvió el té.


–¿Leche? ¿Azúcar?


–No, gracias –ella levantó su taza y tomó un sorbo–. ¿Por qué eres tan amable? ¿Té, galletas?


–No hay motivo para que no podamos ser civilizados, ¿verdad?


–Oh, no –asintió ella–. La policía y el ladrón sentados a la misma mesa compartiendo galletas. Es casi un cuento de hadas.


–Son buenas galletas –dijo él. Tomó una y empujó el paquete hacia ella.


Paula probó una y no pudo por menos que estar de acuerdo. 


Aquello era muy raro. No era así como había imaginado su primer encuentro con Pedro Alfonso.


–Volviendo a la historia… –dijo.


–Sí. Estoy deseando saber cómo termina.


Ella lo miró con el ceño fruncido. Los ojos de él tenían un brillo que podía ser de humor, pero no estaba segura.


–Abigail no me culpó a mí por el robo –dijo–, pero la junta directiva del hotel, sí. Me despidieron.


–No me sorprende. Bajaste la guardia con un ladrón –Pedro frunció el ceño–. Y ni siquiera es un buen ladrón.


–Eso me consuela mucho, gracias –no solo la habían engañado, sino que además la había embaucado un ladrón al que los demás ladrones no respetaban–. Cometí un error y lo pagó Abigail. Quiero recuperar su collar. No –murmuró–. Necesito recuperar su collar.


Él asintió, como si entendiera el sentimiento que la impulsaba.


–Te deseo mucha suerte.


–Necesito más que suerte. Te necesito a ti.


Él rio con suavidad, movió la cabeza y sacó otra galleta del paquete.


–¿Y por qué me va a importar a mí lo que necesites tú?


–Por esa foto.


El rostro de él se volvió inexpresivo.


–Ah, sí. Tu chantaje.


Paula respiró hondo.


–He hecho averiguaciones. Salí de Nueva York después del robo. Saqué mis ahorros, compré un billete de avión para Francia y he pasado los últimos meses viajando por Europa. Primero busqué a Jean Luc en París, pero no lo encontré.


–Vive en Mónaco.


–¿Lo ves? –ella lo apuntó con un dedo–. Esa es una de las razones por las que te necesito. Tú sabes cosas que yo no sé.


–Muchas –asintió él.


–Como no podía encontrarlo, comprendí que iba a necesitar ayuda –ella se recostó en la silla y volvió a enderezarse porque el respaldo era muy incómodo–. Europa es muy grande y encontrar a un ladrón parecía una tarea imposible. Pero toda la policía del mundo conoce a los Alfonso y vosotros no guardáis en secreto dónde vivís.


–¿Y por qué íbamos a hacerlo? –él se encogió de hombros–. No nos buscan por nada.


Ella optó por dejar pasar eso.


–Quería a los mejores y la familia Alfonso lo es.


–Nos sentimos muy halagados –gruñó él.


–Seguro que sí –ella sonrió–. Fui a Italia, pedí algunos favores a policías amigos míos y conseguí información para encontrar la casa de tu padre.


Paula notó que agarraba la taza con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.


–Entonces lo seguí.


–Seguiste a mi padre –él apretó los dientes.


Ella asintió.


–Estuve días en un hotel cercano y aprendí sus costumbres. 
Es muy amable. Una vez incluso me invitó a un café en su cafetería favorita. Me dijo que tenía un acento precioso y me deseó unas vacaciones felices en Italia.


Pedro suspiró y alzó los ojos al cielo.


–Tu padre es muy atractivo. Me recuerda a alguien.


–George Clooney –sugirió Pedro–. Mi hermana dice que es una versión más vieja e italiana de George Clooney.


Paula sonrió.


–Así es –lo observó un momento–. Tú debiste salir a tu madre.


Pedro hizo una mueca.


–Muy graciosa. ¿Esta historia tiene un final?


–Sí. La foto que le hice fue pura suerte –admitió ella–. Seguí a Nick hasta una fiesta en un palacio cercano y me quedé allí sentada viendo ir y venir a los ricos y famosos. Después de una hora, estaba tan aburrida que decidí marcharme. Y entonces vi a tu padre en el tejado del segundo piso, saliendo por la ventana.


Pedro mordió la galleta con fuerza suficiente como para lanzar migas por toda la mesa.


Paula sonrió. Comprendía su frustración. Ella tenía tíos que en ocasiones la enfurecían tanto como para desear morder acero.


–Él no me vio y se fue directamente a casa desde la fiesta –Paula tomó un sorbo de té–. Hice copias de las fotos, las almacené en distintos lugares y vine a buscarte.


–¿Por qué a mí? ¿Por qué no a mi padre o a Paulo?


–Porque tú eres el que más tiene que perder –dijo ella, mirándolo a los ojos–. Llevo una semana siguiéndote y creo que a la policía de Londres le interesaría mucho saber cuánto tiempo pasas mirando joyerías caras.


Él arrugó la frente y entornó los ojos.


–No he robado nada. Estaba buscando un regalo. Yo creo que la policía tiene cosas mejores que hacer –contestó él.


–Es posible –asintió ella–. Pero tenemos que pensar en la Interpol, ¿verdad? Estoy al tanto de tu trato. Tú te has retirado del negocio, pero tu familia no. Si muestro esta fotografía, tu padre irá a la cárcel y es incluso posible que la Interpol rompa tu trato de inmunidad.


–¿Qué te hace pensar eso?


Ella sonrió.


–Este tema del respeto a la ley es muy nuevo para ti, Pedro
Y no creo que se necesitara mucho para que las autoridades locales dudaran de tu devoción a la honradez.


Él se pasó una mano por el cuello y suspiró pesadamente.


–Muy bien. Dime qué es lo que quieres exactamente.


–Quiero que me ayudes a buscar a Jean Luc y recuperar el Contessa para Abigail Wainwright. Quiero limpiar mi reputación. Cuando tenga eso, te daré la foto de tu padre y desapareceré.








¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 5





¡Maldición! Pedro tuvo que esforzarse mucho para no alterar su expresión y que aquella mujer no viera lo que pensaba. 


Las esmeraldas de los Van Court. Si aquello era un farol, era un farol muy bueno. Sabía que el robo de los Van Court había sido la semana anterior y sabía que había sido obra de su padre. Y si ella también lo sabía, sin duda tenía de verdad una foto de Nick Alfonso, lo cual sería suficiente para enviar a su padre a la cárcel.


Miró los ojos verdes de la mujer y deseó que estuviera en cualquier parte menos allí. Había trabajado un año entero para hacerse una nueva vida y aquella mujer pequeña y exuberante podía tirarla por la borda.


–Vamos a verla –se acercó a la pared y giró el interruptor. La luz llenó la habitación, dispersando las sombras.


–¿Qué?


Si Paula Chaves resultaba atractiva en la penumbra, con las luces encendidas era espectacular. Sus ojos eran más verdes y su pelo más rojo. Las curvas de su blusa y falda resultaban muy tentadoras. Una ola de calor le recorrió el cuerpo a Pedro y se instaló en su entrepierna.


–Quiero ver ahora mismo la foto que afirmas tener de mi padre –dijo–.


–Está en mi bolso. En el sofá de la sala de estar.


Pedro enarcó las cejas.


–Te sentías como en casa, ¿verdad?


–Pensaba recogerlo al salir –ella lo miró con dureza–. ¿Quieres ver la foto, sí o no?


Pedro no quería. Cuando viera la foto, tendría que lidiar con ella. Buscar el modo de silenciarla y proteger a su padre. Pero lo primero era comprobar si ella tenía de verdad pruebas que podía usar contra su familia.


–Vamos.


Se apartó para que echara a andar delante de él, donde podría tenerla vigilada. Y eso tenía también la ventaja de las vistas. Policía o no policía, tenía un gran trasero y él, ladrón o no ladrón, seguía siendo un hombre.


La siguió por su casa, con los tacones altos de ella golpeando el suelo de mármol como un latido de corazón demasiado rápido. Pedro iba encendiendo luces a su paso y la casa se iluminó, mostrando las paredes blancas frías y los muebles.


–¿Te morirías si pusieras un poco de color aquí? –murmuró ella.


Él frunció el ceño y miró a su alrededor. Había pagado mucho dinero al diseñador que había decorado el piso.


–¿Presunta ladrona y decoradora de interiores? –preguntó–. ¿Eso es lo que se conoce como pluriempleo?


Ella no contestó. En la sala de estar, se acercó al largo sofá blanco y tomó un pequeño bolso negro. Lo abrió, sacó un móvil y lo encendió. Pulsó un par de botones y le mostró la pantalla.


–Te he dicho que la tenía.


Pedro le quitó el teléfono, observó al hombre de la foto y sintió un nudo en la garganta. Era su padre. No había duda. Lo único bueno era que la foto era oscura y a otras personas podría costarles más identificar al hombre que salía por una ventana.


–Pasa la pantalla a la siguiente foto –dijo ella.


Él obedeció de mala gana. En la segunda foto vio a Nick colocándose sobre el borde del tejado para bajar. Su rostro no estaba tan claro como en la primera, pero resultaba identificable.


–Este podría ser cualquiera –dijo. Pulsó el menú y borró ambas fotos.


–Pero no lo es –replicó ella–. Y no tenías que haberte molestado en borrarlas. Tengo más copias.


Él le devolvió el teléfono.


–Imagino que sí. Parece que te crees que estás en una película de espías.


–Esta película se parece más a Atrapar a un ladrón –dijo ella. Y por primera vez desde que la sacara de debajo de la cama, sonrió.


Pedro sabía a qué película se refería y, a decir verdad, era una de sus favoritas. Cary Grant, el protagonista, era un ladrón de joyas que no solo conseguía ser más listo que la policía, sino que además acababa con la chica guapa, interpretada por Grace Kelly.


–¿Qué te propones? –preguntó.


–Bueno… –ella volvió a meter el teléfono en el bolso–. Es como en las películas. Necesito a un ladrón para atrapar a un ladrón.





¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 4






El brillo de regocijo que mostraban los ojos marrones de Pedro desapareció al instante. Paula respiró hondo e intentó que su corazón latiera más despacio. Cosa nada fácil ahora que su plan había fracasado. No había contado con que él volviera pronto y la sorprendiera allí. Ni tampoco con que la echara sobre la cama y se sentara encima. Y tenía que admitir que tener su cuerpo duro y musculoso encima del de ella era una sensación mucho más agradable de lo que cabría esperar en esas circunstancias.


Era muy alto y olía muy bien, a una mezcla sutil de especias y hombre que le hacía querer inspirar hondo y retener el aire, solo para guardar aquel olor dentro de ella. Pero no estaba allí para ser seducida ni para permitir que sus hormonas controlaran la situación y alimentaran los fuegos que ardían en su interior.


No podía olvidar que ya había cometido ese error una vez. 


Había dejado que un ladrón la distrajera y no volvería a hacerlo.


¡Maldición! ¿Cómo le había salido tan mal aquello?


Su plan había sido hablar con él a su debido tiempo y en un lugar elegido por ella, pero en aquel momento estaba a merced de él, así que hizo lo que hacía siempre que llevaba las de perder. Pasar a la ofensiva.


–Suéltame y hablaremos.


–Empieza a hablar y te soltaré –replicó él.


La luz de la luna entraba por el enorme ventanal e iluminaba los rasgos duros de él. Paula respiró todo lo profundamente que pudo y se preparó para la confrontación para la que llevaba meses trabajando.


Lo miró con rabia.


–No es fácil respirar contigo sentado encima.


Él no se movió.


–Pues entonces habla rápidamente. ¿Qué pruebas tienes contra mi padre?


Estaba claro que ella había perdido aquel asalto.


–Una foto.


Él resopló.


–¿Una foto? Por favor. Tendrás que tener algo mejor que eso. Todo el mundo sabe que hoy en día es tan fácil retocar una foto que ya no son prueba suficiente.


–Esta no ha sido retocada –le aseguró ella–. Está un poco oscura, pero se ve claramente a tu padre.


Los rasgos de él se volvieron todavía más fríos y remotos que antes.


–¿Y tengo que aceptar tu palabra? Ni siquiera sé tu nombre.


–Paula. Paula Chaves.


Él la soltó el tiempo suficiente para permitirle respirar hondo y ella se lo agradeció.


–Es un comienzo –musitó él–. Sigue hablando. ¿De qué nos conoces a mi familia y a mí?


–No lo dices en serio, ¿verdad? –preguntó ella, sorprendida.


La familia Alfonso había sido un foco de especulación durante décadas. Atrapar a uno de ellos en el acto de privar a alguien de sus joyas era un sueño recurrente de policías de todo el mundo.


–Sois los Alfonso. La familia de ladrones de joyas más famosa del mundo.


Él apretó los dientes.


–Presuntos ladrones de joyas –corrigió, con los ojos fijos en los de ella–. Nunca hemos sido imputados.


–Porque nunca había pruebas –dijo ella–. Hasta ahora.


En la mandíbula de él se movió un músculo.


–Eso es un farol.


Ella lo miró a los ojos.


–Yo no me tiro faroles.


Él la observó un momento. Movió la cabeza.


–¿Cómo has entrado aquí?


Ella hizo una mueca.


–Solo he tenido que ponerme minifalda y tacón alto y tu portero me ha acompañado hasta el ascensor –Paula recordó la mirada lasciva del hombre y supo que no era la primera de las mujeres de Pedro Alfonso a las que concedía ese tratamiento especial–. Ni siquiera me ha pedido un carné. Me ha asegurado que no necesitaba llave porque ese ascensor entraba directamente a tu casa. Ni le ha sorprendido que viniera cuando tú no estabas. Al parecer, hay un flujo constante de mujeres entrando y saliendo de este piso.


Él frunció el ceño y ella tuvo la satisfacción de saber que se había apuntado un tanto. Lo necesitaba. Tenía que poder contar con él. Odiaba pensar que buscaba la ayuda de un ladrón, pero sin él no podría hacer lo que había ido a hacer en Europa.


–Está claro que voy a tener que hablar con el portero –comentó él.


Ella sonrió.


–Oh, no sé. A mí me ha parecido que lo tienes bien entrenado… Acompaña a tus visitantes al ascensor y las deja entrar aquí aunque tú no estés.


Él movía la boca como si masticara palabras que sabían demasiado amargas para tragarlas.


–Muy bien. Ya me has dicho cómo has entrado. Ahora explica por qué. Yo no suelo encontrar invitadas en mi casa buscando debajo de mi cama. ¿Qué era lo que buscabas?


–Más pruebas.


Él soltó una risa breve.


–¿Más pruebas?


–Tengo una foto. Quería más.


Él frunció el ceño.


–¿Por qué?


–Necesito tu ayuda.


Pedro echó atrás la cabeza y soltó una carcajada. Paula se quedó tan sorprendida que solo pudo mirarlo de hito en hito y pensar que, por increíble que resultara, así estaba todavía más guapo.


Por fin él terminó de reír. Movió la cabeza y la miró.


–Tú necesitas mi ayuda. Eso tiene gracia. ¿Invades mi casa, amenazas a mi familia y esperas que te ayude?


–Si crees que a mí me gusta esto, estás muy equivocado –le aseguró ella. No le gustaba nada necesitarlo. Pero necesitaba a un ladrón para atrapar a otro.


–¿Y qué vas a hacer para asegurarte de que te concedo ese favor? –preguntó él–. ¿Chantajearme?


–Si hubiera venido simplemente a hablar contigo, no me habrías dejado entrar.


–No lo sé –murmuró él, mirando sus pechos–. Tal vez sí.


Ella se sonrojó.


–A pesar del modo en que voy vestida ahora, yo no soy una de tus tetas con patas.


Él enarcó las cejas.


–¿Tetas con patas?


–Imagino que conoces el concepto, puesto que las mujeres con las que sales caminan y a veces hablan, pero nunca las dos cosas a la vez.


Pedro sonrió y Paula tuvo ocasión de apreciar de nuevo cómo afectaba la sonrisa a su cara. Pero no importaba lo guapo que fuera ni que el calor de su cuerpo fuera más intenso que ningún otro que hubiera sentido ella. Tenía que ignorar todo eso porque él era un ladrón y ella no estaba allí para sentirse atraída por el hombre al que necesitaba para que la ayudar a limpiar su reputación.


Cuando él empezó a hablar de nuevo, ella, por suerte, dejó de pensar y se concentró en el presente.


–Muy bien, no eres tetas con patas y no eres una ladrona. ¿Se puede saber qué eres, entonces?


Ella volvió a empujarlo, pero él era inamovible y estaba claramente decidido a mantenerla clavada a su cama como a una mariposa en un tablón de corcho. Con su cuerpo duro encima y el edredón de seda debajo, Paula sentía calor y frío al mismo tiempo, aunque inclinándose más hacia el calor.


–Te propongo un trato –dijo después de un segundo–. Yo contesto a otra pregunta y tú te quitas de encima de mí.


–Tú no estás en posición de negociar –le recordó él.


Su acento italiano perfumaba todas sus palabras, y cuando su voz se volvía profunda y ronca, el acento parecía volverse más espeso. Lo cual no era nada justo. Con su acento y su cara, no necesitaba robar joyas, probablemente las mujeres se las daban.


–Tengo pruebas contra tu padre –le recordó ella. Y se arrepintió al instante.


Los rasgos de él se endurecieron y la luz que la risa había despertado en sus ojos murió y se disolvió en sombras que no parecían especialmente amigables.


–Eso dices tú –él pensó un momento–. De acuerdo. Dime quién eres y te dejo levantarte.


–Ya te lo he dicho. Me llamo Paula Chaves.


–Eres norteamericana.


Ella frunció el ceño.


–Sí.


–¿Y? Tu nombre no me dice nada.


La luz de la luna entró por la ventana a la izquierda de ella y brilló en los ojos de él.


–Antes era policía.


–¡Maldición! –él resopló y entornó los ojos–. ¿Antes?


–Ya he contestado a una pregunta. Déjame levantarme y te contaré el resto.


–Muy bien –él se quitó de encima y Paula respiró hondo.


Se sentó en la cama, se ajustó la blusa y tiró del dobladillo de la falda todo lo que pudo hacia abajo. Se apartó el pelo de los ojos y lo miró con dureza.


–¿Qué hace una expolicía en mi casa? –él bajó de la cama y se metió las manos en los bolsillos–. ¿Por qué necesitas mi ayuda y cómo has conseguido pruebas contra mi padre?


Paula bajó también de la cama. De pie se sentía más en control de la situación.


Claro que esa sensación solo duró hasta que lo miró a los ojos. Nadie podría quitarle el control a aquel hombre. 


Rezumaba autoridad.


–Explícame por qué no debo llamar a la policía para denunciar que tengo una intrusa en mi casa –dijo él.


–¿Un ladrón mundialmente famoso llamando a la policía? ¡Qué irónico!


Él se encogió de hombros.


–No sé de qué me hablas. Soy un ciudadano honrado. A decir verdad, trabajo para la Interpol.


Paula sabía aquello, pero no cambiaba nada. Un trabajo reciente con una fuerza policial internacional no mitigaba el modo en que Pedro Alfonso había vivido su vida, el modo en que su familia seguía viviendo. Pero también sabía cómo funcionaban esas cosas. Sin duda Pedro habría hecho algún tipo de trato con las autoridades internacionales. Quizá inmunidad a cambio de su ayuda. No sería la primera vez que un ladrón cambiaba de bando para salvar el pellejo.


–Pues llama a la policía –dijo ella–. Estoy segura de que les interesará ver la foto que tengo de Dominic Alfonso saliendo por la ventana de un palacio en Italia el día antes de que la familia Van Court denunciara un robo.