sábado, 9 de mayo de 2015

EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 10




El trueno retumbó sobre la cabeza de Paula mientras conducía por el camino de grava de regresó al rancho. 


Después de podar cinco acres de arbustos y maleza, se había puesto su traje de trabajo he ido a la ciudad a reabastecerse de platos precocinados. Aún le quedaba trasladar al oeste las jaulas de los felinos. Si no lo hacía deprisa, se quedaría empantanada en el barro y se vería obligada a pedirle a su vecino que la sacara.


Aunque supuso que ya no movería ni un dedo para ayudarla. 


Lo sucedido la noche anterior había cerrado las posibilidades de alcanzar una amistad civilizada con Pedro. A pesar de eso, Pau había pasado por su rancho para disculparse por despedirlo de forma tan ruda y cerciorarse de que no había sufrido ninguna lesión seria en su caída. Pero no lo había encontrado en casa para que pudiera escuchar las disculpas educadas que había ensayado.


El trueno volvió a retumbar y unas gotas enormes de lluvia rompieron contra el parabrisas. Aceleró con la esperanza de adelantarse a la tormenta y poder alimentar a los animales antes de que se pusiera a diluviar.


A menos de un kilómetro para llegar reventó una rueda trasera. Se desvió al arcén.


—Estupendo, estupendo —musitó, luego contempló su traje azul y los zapatos y medias a juego—. ¿Qué posibilidades tendré de cambiarla sin estropearme la ropa?


Bajó maldiciendo su mala suerte y abrió el maletero. Unas gotas gruesas impactaron en su espalda y caderas al inclinarse para buscar el gato y la rueda de repuesto. 


Cuando consiguió sacar la rueda, tenía barro hasta en la chaqueta.


Se agachó y se esforzó por soltar la que había reventado, pero los malditos tornillos no querían ceder. Al aplicar más fuerza, se le escabulló la herramienta de las manos y resbaló.


—¡Ay! ¡Maldita sea! —musitó dolorida cuando se le torció el tobillo. Miró sus rodillas despellejadas y las medias rotas. Se irguió y pisó con cautela. Al cojear para ir a recoger la herramienta diagnosticó que era un daño menor. La lluvia cayó de manera torrencial cuando se agachó para luchar otra vez con los tornillos.


Fue una pérdida de tiempo.


Albergó alguna esperanza al oír el ruido de un vehículo al acercarse, pero soltó diversos juramentos al reconocer la furgoneta de Pedro. Él bajó la ventanilla para inspeccionarla de arriba abajo.


—¿Tiene problemas, Rubita? —preguntó con una sonrisa irónica.


—No, lo hago para practicar —espetó, convencida de que se reía a su costa.





EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 9





Paula se pasó las manos por la cara y se maldijo por haberse quedado paralizada en el momento en que Alfonso le había sonreído. Después de haber sido humillada en el pasado, era cauta con los hombres y tenía la tendencia a retroceder en cuanto su determinación mostraba signos de ablandarse.


Tenía que reconocer que su sonrisa no había parecido feroz, manipuladora o aduladora. Había surgido de manera natural, dispuesto a reconocer que se hallaba en una postura ridícula. Fue en ese momento cuando Pedro dio el aspecto de parecer vulnerable y humano, adquiriendo un atractivo devastador para ella. En ese instante le había gustado.


Pero también había sido el momento en que más vulnerable se había sentido, por lo que temió el desastre. Dada su historia con Raul, sabía que tenía debilidad por los hombres aguerridos y atléticos. Si con Raul se había equivocado, de Alfonso apenas sabía nada, salvo que era persistente, que podía reírse de sí mismo y que no siempre se tomaba en serio.


Sin embargo, sospechaba que Pedro había ido en un esfuerzo por hacer las paces. El hecho de que hubiera representado algo tan arduo la desilusionaba un poco. No podía permitirse el lujo de sentir nada, en particular una atracción sexual e intensa por un hombre que no era del todo sincero ni honesto.


Respiró hondo y descartó todos los pensamientos del vaquero atractivo. La esperaba un fin de semana agotador y necesitaba descansar.


Se quitó la ropa de camino al cuarto de baño y se metió en el agua caliente, dejando que su mente vagara por donde quisiera. Cuando se materializó la imagen de la cara sonriente de Pedro, abrió de inmediato los ojos. Se dedicó a lavarse con ahínco.


Envuelta en una toalla grande, fue al dormitorio y se tumbó en la cama. Se quedó dormida mientras repasaba mentalmente las tareas que requerían su atención… y ya no fue capaz de hacer que su cara risueña se desvaneciera cuando él la siguió al interior de unos sueños prohibidos.






EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 8





Paula estaba tan cansada cuando regresó del trabajo, que le costaba poner un pie delante del otro. Gracias a la bromita de Pedro el Diablo, se había dormido en la oficina. Teresa, devota empleada que era, la obligó a marcharse para descansar, diciendo que ella se ocuparía de lo que quedaba.


Y eso era precisamente lo que iba a hacer, después de atender a los animales y dar unas vueltas con la podadora de césped. Un vistazo al cielo ominoso le indicó que se avecinaba un fin de semana húmedo. Los meteorólogos predecían el fin de la sequía, lo que sin duda representaría una buena prueba para la zanja que había cavado.


Como de costumbre, el ganso guardián la siguió como una sombra. Después de llenar de combustible la podadora, la puso al máximo de su potencia. Casi había oscurecido cuando pudo sentarse, apoyar los pies en la mesita y juguetear con la cena que había calentado en el microondas.


De repente llamaron a la puerta. Con el ceño fruncido, dejó a un lado la bandeja de plástico y fue a abrir, para encontrarse con Pedro Alfonso vestido con una camisa vaquera almidonada, unos vaqueros ceñidos y botas resplandecientes. Se quedó boquiabierta y lo miró como una idiota.


Santo cielo, ningún hombre tenía derecho a estar tan arrebatador, y menos ese. Cuando le regaló una sonrisa que tenía suficientes vatios para iluminar una ciudad, la recorrió una descarga de atracción no deseada. En una mano bronceada y carente de anillos, sostenía un ramo de rosas.


«¿Para mí? No puede ser. Es evidente que me odia», reflexionó. No se hallaba ni mental, ni física ni emocionalmente preparada para enfrentarse a ese truhán atractivo.


—He traído las rosas para… —comenzó él.


Paula hizo lo único que podía hacer para evitar verse dominada por la tentación del diablo. Le cerró la puerta en la cara.


Las rosas que él había alargado quedaron atrapadas dentro de la jamba de la puerta, que les cercenó sus delicados capullos. Paula las observó caídas sobre las botas que usaba para trabajar en el granero y realizó un rápido inventario de su atuendo. Dios, parecía una huérfana abandonada con su camiseta de motivos selváticos y los vaqueros agujereados metidos dentro de las botas. La coleta le colgaba a un lado del hombro y había hierba enredada en el pelo. No llevaba nada de maquillaje para ocultar las ojeras.


Bueno, ya había estropeado cualquier posibilidad de reconciliación, aunque no era el momento más oportuno para ello con su aspecto impresentable.


Frustrada y exasperada por su reacción puramente femenina ante un hombre al que querría odiar, atravesó la estancia para dejarse caer en el sofá, con la esperanza de que Pedro se rindiera y se marchara.




****


Pedro contempló los tallos que sostenía en la mano y se obligó a no perder los nervios. Logró sonreír al recordar el aspecto desaseado de Paula y su expresión aturdida. No se parecía en nada a la mujer sofisticada que había conocido la semana anterior. Le gustaba su nueva apariencia, parecía más trabajadora y abierta.


Con esa imagen en la mente, volvió a llamar a la puerta.


—Chaves, he venido a invitarla a cenar —llamó con educación.


—Ya he cenado —respondió ella.


—Bueno, ¿qué le parece mañana por la noche?


—No me interesa —gritó.


«Esto no va bien», pensó él. «¿Y ahora qué?»


Cansado de hablar con la puerta, cruzó con cuidado un lecho floral y llamó a la ventana del salón. Podía verla sentada rígida en el sofá de piel, con la vista clavada en la pared de enfrente.


—¿Y qué le parece si el domingo vamos a tomar un helado? —preguntó con tono cortés.


—Preferiría comer grava —miró en su dirección—, pero gracias por invitarme. Y ahora márchese.


Cuando ella se puso de pie y se dirigió a la cocina con lo que parecía una bandeja de plástico de comida precocinada, Pedro rodeó la casa… y se topó con el ganso guardián, que graznó su objeción a su presencia. Lo rodeó.


Se pegó a la ventana de la cocina para llamar la atención de Paula. Se había convencido de mostrarse amable con esa mujer y no pensaba abandonar hasta que aceptara hablar con él de un modo civilizado, racional y maduro.


En el momento en que ella lo vio allí de pie, jadeó sorprendida y se llevó una mano al pecho como si el corazón estuviera a punto de salírsele.


Antes de que pudiera gritarle, él volvió a esbozar esa sonrisa de alto voltaje y preguntó:
—De acuerdo, ¿qué le parece si el sábado vamos al cine?


Lo miró furiosa mientras se apartaba de la ventana.


—Me divertiría más saliendo con un cadáver —manifestó, para dar media vuelta y marcharse de la cocina.


Luchando por mantener la serenidad, y decidido a no dar rienda suelta a su temperamento, Pedro la vio dirigirse hacia la escalera. Observó la celosía desvencijada y el balcón de la primera planta. Que su hermano no dijera jamás que no se había esforzado para hacer las paces con la tigresa.


Soltó los tallos de las rosas, puso un pie sobre la viga de apoyo del enrejado y subió. Se aferró a la barandilla del balcón, la saltó, se acercó a la puerta combada y llamó con un golpe ligero. Paula soltó un grito alarmado.


—¿Intenta espiarme mientras me desnudo, pervertido? Le advierto que el sheriff Osborn se va a enterar de esto.


—Tranquilícese, Rubita —dijo antes de que agarrara el teléfono—. Solo intento ser un buen vecino y compensar lo de la música. Aunque únicamente intentaba ahogar los sonidos selváticos para que mi ganado no volviera a asustarse y huir. Y gracias por abrir la zanja en el estanque. Mi hermano y yo se lo agradecemos de verdad —intentó otra de sus sonrisas encantadoras—. Si me deja entrar para que podamos sentarnos y limar nuestras diferencias…


—No —cortó.


Pedro llegó a la conclusión de que Paula era una persona decidida. No se tomó tiempo para analizar la oferta. Él, sin embargo, no pensaba marcharse hasta no haber negociado una especie de tregua.


—Quiero hablar con usted, Chaves. Será mejor que acepte el hecho de que no va a deshacerse de mí con tanta facilidad.


—¡Entonces voy a llamar a la policía, mirón! —amenazó.


Al ver que se dirigía hacia el teléfono, Pedro intentó abrir la puerta. Por desgracia, el pie se le enganchó con un tablón podrido del suelo del balcón y trastabilló para recuperar el equilibrio. Gritó alarmado cuando la barandilla cedió a su espalda.


Giró por el techo inclinado mientras buscaba con desesperación un asidero, sin encontrar ninguno. Al caer de cabeza, trató de darse la vuelta en el aire para aterrizar sobre las piernas.


Una pérdida de tiempo. El mirto que daba sombra al porche trasero se dirigió hacia él a velocidad de vértigo.


—¡Ayyy! —cayó con los brazos y las piernas extendidos sobre el arbusto, haciéndose un agujero en el codo de la camisa nueva. Maldiciendo, intentó liberarse de las ramas.


—¿Se encuentra bien?


Se puso de costado para verla de pie en el balcón roto, observándolo con una mezcla de diversión y preocupación. 


Cuando ella no pudo contener la sonrisa, la frustración abandonó a Pedro. Tenía una sonrisa cautivadora.


Permaneció en el suelo, aturdido por el efecto de esa sonrisa, al tiempo que deseaba que su torpeza no fuera la única causa que la provocaba. A pesar de su postura embarazosa, le sonrió, con la intención de indicarle que era capaz de reírse de su propia tontería.


Durante unos momentos sus ojos se encontraron y se sonrieron con relajación.


Luego, para absoluto desconcierto de él, la expresión de Paula se borró, puso la espalda rígida y se apartó de la barandilla rota.


—Me gustaría que se fuera, Alfonso. Quiero darme un baño sin que me espíe y meterme en la cama para descansar


De pronto él también deseó meterse en la cama, aunque descansar era lo último de su lista. No pudo creer la celeridad con que lo golpeó el deseo. Había surgido de la nada para inmovilizarlo en cuanto vio la sonrisa deslumbrante de ella.


—Espero que esta noche no nos regale una serenata de música country. Creo que no podría soportar otra noche sin dormir —giró en redondo y entró en la casa.


Pedro oyó la puerta al cerrarse a su espalda. El terreno que había creído ganar en esa fracción de segundo se perdió para siempre. Maldijo a esa mujer temperamental y el atractivo que ejercía sobre él, salió de los arbustos y se quitó el polvo de la ropa.


—Al infierno con esto —gruñó mientras rodeaba la casa cojeando para regresar a su furgoneta—. La pelota ahora está en su tejado. Hice todo lo que pude para establecer una tregua.


Impulsado por la irritación, se subió al vehículo y se marchó, pero recordó que no había desenchufado los altavoces. Pisó el freno, dio la vuelta y condujo hasta la puerta que daba a los pastizales. En cinco minutos había desconectado los cables del poste eléctrico y puesto rumbo a su rancho.


Había probado el enfoque directo y agresivo, luego el encantador y con tacto. La única opción que le quedaba era suplicar perdón. Pero siete años atrás había jurado que jamás le suplicaría nada a una mujer, no después del modo en que Sandi lo había herido y avergonzado, dejándolo en una ciudad pequeña para enfrentarse a los chismes mientras ella se iba a una gran ciudad del brazo de su nuevo amante.


En cuanto a Paula Chaves, podía esperar en sus cuarenta acres hasta el día del juicio final







EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 7




—¿Hiciste qué? —inquirió Pablo incrédulo.


—Ya me has oído —comentó mientras desayunaba cereales y zumo de naranja—. Conecté el estéreo y acallé el alboroto causado por esos animales.


—¿Esa es la idea que tienes tú de llegar a un compromiso? —lo miró furioso.


—Con el sheriff no llegué a ninguna parte —gruñó—. Chaves lo tiene tan cautivado que Reed cree que ella es un regalo de Dios a la humanidad. Aunque consiguió convencerla de que abriera el embalse de su estanque para que no tengamos que traer agua de otras fuentes. Excavó la zanja anoche.


—Y para devolverle el favor, le rompes los tímpanos.


—Bueno —Pedro se movió incómodo en la silla—, ¿cómo iba a saber que iba a hacerlo?


Pablo aporreó el puño sobre la mesa. Los cubiertos y los cuencos dieron botes.


—Ha sido un acto juvenil, Pepe. Vas a convertir esto en una competición de agravios si no tienes cuidado. Insisto en que vayas a verla esta noche y te esfuerces al máximo en hacer las paces. Si Paula ayuda tanto a la comunidad y es tan generosa como afirma el sheriff, entonces vas a ser tú el que termine mal parado a ojos de la gente… lo cual se reflejará en mí, porque pensarán que participo de esta tontería, lo cual no es así.


—¿Vas a quedarte ahí sentado y decirme que no te importa salir a reagrupar al ganado por la noche? —miró furioso a su hermano.


—Claro que no, pero repararé vallas si es lo que hace falta para mantener la paz. Prefiero centrar mi tiempo libre en Cathy Dixon. Al ser una mujer, sin duda tomará partido por Paula en esta enemistad —lo miró con gesto aplacador—. Por favor, Pepe, entierra el hacha de guerra. Invítala a salir y conócela antes de juzgarla. Averigua por qué se ha metido en esta cruzada, hazle entender que las vacas y las ovejas son nuestro medio de vida y que los rancheros pasan por momentos duros. Intenta volver a ser el gran tipo que eras antes de que Sandi Saxon te fastidiara al dejarte por aquel abogado de éxito y se fuera a Oklahoma City. Deja de ser tan cauto y estar a la defensiva cuando se trata de mujeres —se levantó y llevó el cuenco y el vaso al fregadero—. Esta mañana voy a cambiar el aceite y las mangueras hidráulicas de los tractores, mientras tu limpias la sembradora mecánica y cargas el aceite de trigo en los camiones —miró por la ventana—. Hay algunas nubes en el horizonte, de modo que quizá al fin llueva antes de que plantemos el trigo.


—Sería estupendo si algo saliera bien —musitó.


—Oh, antes de que lo olvide, esta noche no estaré para preparar la cena. Cathy me invitó a su cafetería para cenar con ella. Te quedas solo, hermano.


Cuando Pablo se marchó, Pedro se encorvó sobre la mesa y analizó la crítica de su hermano. La verdad era que le gustaba pelear con su vivaz vecina. Tenía un ingenio agudo y era insolente, y lo divertía de un modo rayano en la frustración. Además, le gustaba el hecho de que le plantara cara.


Llegó a la conclusión de que quizá fuera hora de probar una táctica diferente, enterrar el hacha de guerra en otra parte que no fuera la espalda de Chaves. Pedro podía ser amable y caballeroso si le apetecía, y era verdad que tenía la tendencia a proyectar su fracaso con Sandi Saxon en otras mujeres desde que aquella le pisoteó el orgullo. La experiencia lo había desilusionado y amargado, y seguía en guardia para no dejar que lo volvieran a herir.


Se dijo que lo consideraría una prueba para su temperamento, paciencia y disposición. Era un desafío. Si podía tratar con la tigresa y conseguir que comiera de su mano, entonces sería capaz de manejar a cualquier mujer.


Sabía que Pablo tenía razón. Había dejado que su decepción con Sandi destruyera cualquier relación potencial. 


Pero Sandi era un capítulo cerrado de su vida.


Decidido a establecer una tregua, levantó la mesa y fue a ocuparse de las tareas que lo esperaban. Después de la cena se arreglaría e iría a su casa. Desempolvaría los modales que llevaba algunos años sin usar. Esa mujer no tendría ni una oportunidad cuando exhibiera su encanto. 


Debería mostrarse amable, galante y cortés para conseguir que olvidara por qué estaba enfadada con él.







EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 6




Paula se secó el sudor de la frente y contempló la zanja que había excavado en el embalse del estanque. Gracias a su irritante vecino, el sheriff insistió en que dejara correr el agua del estanque hacia el arroyo que surcaba los pastizales de Pedro. Se sentía avergonzada por no haber pensado que inadvertidamente había reducido su suministro de agua, por lo que se había visto obligado a transportarla desde otra fuente. Había sido un acto poco considerado por su parte.


Mientras sacaba más tierra con la pala, pensó que quizá había sido muy dura con él. No era culpa de Pedro que su gran atractivo y su físico musculoso le recordara a su ex novio y que ello la hubiera impulsado a transferir su frustración al vaquero.


No era un enfoque maduro. ¿Cuántas veces ella misma le había aconsejado a Teresa no comparar a su agresivo ex marido con los hombres que conociera en Buzzard’s Grove? 


Teresa comenzaba a seguir adelante con su vida y ya le gustaba el sheriff Osborn. Ocho meses después de su humillante relación con Raul, Paula aún temía confiar en un hombre.


—No estás siendo justa —se dijo.


Mientras el agua fluía por la V que había excavado en el embalse, llevó rocas por la marcada pendiente para asegurar que las futuras lluvias no erosionaran el canal y vaciaran el estanque. Con una sonrisa, observó a la pareja de coyotes y sus cachorros, a los zorros rojos y a tres caballos beber del estanque. Gratificaba ver que los animales habían aprendido a cohabitar en ese refugio.


Se preguntó por qué ella no iba a poder llevarse bien con Pedro Alfonso.


Recordó la petición del sheriff de que solventaran sus diferencias y juró hacer un esfuerzo para mostrarse educada.


Cansada de excavar en la tierra reseca, se dirigió a la casa para darse un baño. Al terminar, abrió la nevera para elegir una cena congelada para el microondas.


Había pensado pasar por el restaurante nuevo del final de la calle Principal para comprar comida para llevar, pero había salido tarde de la oficina y tenía que alimentar a los animales antes de que anocheciera.


Sonrió al recordar sus titubeantes comienzos en la vida, sus difíciles años de adolescencia y el esfuerzo para conseguir una licenciatura universitaria. La chica a la que nadie quería, en particular sus irresponsables y hedonistas padres, había conseguido labrarse un futuro. De hecho, podría vivir de los intereses del dinero que había ganado al vender la propiedad de Tulsa. En secreto anhelaba encajar en un sitio, sentir una conexión, ser aceptada y respetada en Buzzard’s Grove.


Hasta el momento todo iba bien, salvo por su enfrentamiento con Pedro Alfonso. Era la espina en el costado y el sheriff Osborn prácticamente le había ordenado que fuera amable con ese ranchero temperamental.


Decidió que se disculparía por haberlo insultado. Si lo intentaba, sabía que podía ser agradable con ese hombre. 


Asimismo, podía trasladar las jaulas de los felinos grandes y de los osos más al oeste, junto al bosque, para que la frondosidad ayudara a mitigar sus ruidos. «Sí», concluyó, lo haría ese fin de semana. Los corrales estaban construidos sobre trineos, de modo que podría engancharlos con una cadena al coche y trasladarlos.


Suspiró con un poco de sueño y se tumbó en el sofá. Había sido una semana larga, y todavía no había terminado. No le sentaría mal una buena noche de reposo para encarar con buen ánimo las tareas que la esperaban ese fin de semana.


Daba cabezadas cuando el estruendo de una música country que sacudió las ventanas la obligó a sentarse. Los coyotes y los lobos aullaban al son de la canción.


—¿Qué demonios es eso? —se levantó y con pasos aturdidos se acercó a una ventana. La oscuridad se había asentado sobre las colinas de Oklahoma. Apenas podía distinguir el resplandor de unas diminutas luces rojas más allá de las alambradas, que separaban su propiedad del Rancho Rocking C.


Tardó un momento en darse cuenta de que Pedro había conectado su equipo de música a unos altavoces exteriores para contrarrestar el sonido de sus animales. Con una maldición, fue a la puerta trasera para comprobar cómo reaccionaban estos a la música ensordecedora. Se movían inquietos en sus jaulas. Los tucanes y las cacatúas se arrojaban contra los alambres en un intento por escapar. Los caballos galopaban hacia el refugio de los árboles.


Abrió la agenda y marcó el número del Rocking C. Con impaciencia, esperó que Pedro contestara.


—Hola —dijo una voz ronca y aterciopelada que irradiaba sensualidad.


Paula se negó a verse afectaba por ella, porque sabía lo idiota que era su dueño.


Pedro Alfonso, yo…


—Aguarde un segundo.


Un momento más tarde se puso la misma voz, pero hizo caso omiso del hormigueo que la recorrió. Estaba furiosa y no iba a permitir que ese hombre la sedujera con su voz sexy de dormitorio.


—Alfonso, soy Chaves —espetó—. Desenchufe de una maldita vez esa música atronadora. ¡Ahora!


—Lo siento, encanto —repuso—, pero estoy demasiado cansado para levantarme de la cama. Tuve que levantarme antes del amanecer para reagrupar mi ganado.


—Qué pena —soltó enfadada—. ¡Su música está asustando a mis animales!


—Ahora saben cómo se sienten mis vacas y mis ovejas —indicó sin un ápice de simpatía.


—Mire, Alfonso, quiero comunicarle que dediqué la tarde a excavar una zanja para que su ganado disponga de agua. Estoy agotada y necesito dormir.


—Gracias, ha sido una buena vecina, Chaves. Ojalá lo hubiera hecho hace un par de meses para que no me hubiera visto obligado a traer agua para mi ganado sediento.


—Lo habría hecho si me lo hubiera dicho —respondió—. No sabía que le estaba causando ese problema.


—Cielos, supongo que también se le pasó por alto que su zoo asustaba a mis reses, que las vacas que esta mañana vio pastando junto a la carretera de camino al trabajo tendrían que haber estado en los pastizales. ¿Sabe lo que pasa cuando un motorista choca contra una vaca, Rubita? No solo la susodicha vaca alcanza el sueño eterno, sino que su becerro se muere de hambre. Luego me veo obligado a poner dinero para reabastecer mi rebaño, por no mencionar la amenaza potencial de que me demanden por lesiones.


—Bueno, yo… —pero no consiguió decir una palabra más.


—Pero supongo que está tan inmersa en sí misma y en su cruzada de protección de la fauna salvaje que jamás se ha detenido a pensar cómo afecta eso a su vecino inmediato. ¿Lo ha pensado? ¿No? Ya me lo parecía. En cuanto a la música country, Chaves, a mi ganado le encanta. Y mitiga el alboroto de su rancho. Si alguno de sus animales se asusta y huye, llámeme. Iré con mi rifle y lo aturdiré por usted.


—Sí, aunque no me extrañaría que empleara munición de verdad. Es usted un imbécil, Alfonso, ¿lo sabía? Y yo que me había convencido de que había sido demasiado dura con usted. Incluso pensaba apiadarme…


—Eh, encanto, lo último que quiero es su piedad —gruñó.


—Confórmese con lo que reciba.


—Si consiguiera que se marchara de aquí, sería el hombre más feliz del mundo. Este era un sitio tranquilo para trabajar y vivir hasta que aparecieron usted y sus animales de la selva.


—¡Ya está, Alfonso! ¡Ha logrado enfurecerme! —estalló Paula.


—¿Y qué va a hacer, encanto? ¿Venir a darme una paliza? —se mofó.


—¡No, voy a llamar al sheriff y él lo multará por alterar la paz! —gritó.


—El sheriff se niega a verse involucrado. Lo sé porque le pedí que la multara por alterar mi paz. Tendremos que solucionarlo entre nosotros. Pero no se preocupe, Rubita. Dele una semana a la música country y estoy seguro de que tanto a usted como a sus animales terminará por gustarles, como a mis vacas y a mis ovejas.


Antes de que Paula pudiera demostrarle su frustración, él le colgó. Miró el auricular indignada. Odiaba que ese maldito vaquero tuviera la última palabra, aunque supuso que era lo justo, ya que el día anterior le había cerrado la puerta en la cara.


Colgó, subió a su dormitorio, se desvistió, se metió bajo el edredón y se tapó las orejas con la almohada. No ayudó. La música hizo vibrar las ventanas hasta que creyó que iba a ponerse a gritar.


—¡Maldito sea! —le gritó al mundo.