sábado, 26 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 46

 


Cerca de las doce de aquel caluroso, pero nublado lunes, Paula recorrió el camino que separaba la casa de Pedro de la principal zona comercial de la localidad.


Pedro había insistido en que fuera a buscarlo a la consulta para ir a comer juntos, aunque en un primer momento a Paula no le había hecho mucha gracia la idea.


—La gente ya habrá oído la versión de Laura sobre lo ocurrido. No sé si estoy preparada para enfrentarme a los rumores.


—Nos enfrentaremos juntos. Y creo que es mucho mejor que hagamos las cosas así.


Pero Paula no terminaba de comprender esa lógica. Entendía que aquello era echar más leña al fuego.


Pedro consiguió convencerla explicándole que quería abrirle una cuenta en el banco, a modo de préstamo, le aclaró, para que pudiera disponer de dinero cuando lo necesitara.


—No tengo ningún documento que me identifique —le recordó Paula—. Ningún banco me dejará abrir una cuenta si no puedo justificar quién soy.


—Abriré yo la cuenta, y tú tendrás libre acceso a ella.


Mientras paseaba por aquellas calles repletas de comercios, Paula se descubrió soñando despierta en Pedro. Y sonrió. Su vida era un absoluto enredo, su pasado y su futuro estaban plagados de preguntas para las que no tenía respuesta, pero le bastaba pensar en Pedro para sentirse la persona más feliz de la tierra.


¿Sería posible que hubiera estado enamorada de otro hombre que no fuera él? Y si así fuera, ¿por qué se habría negado a hacer el amor con él?


La alianza de boda, decidió, debía de ser de otra persona. Y esperaba recordar pronto algo más al respecto. Parecía bastante probable. Desde la cabalgata del día anterior, estaba recuperando recuerdos a una velocidad inusitada.


Aquella mañana, mientras estaba desempaquetando algunas cajas de Pedro, había recordado que le gustaba bailar. Y también que tenía dos perrillos llamados Honey y Spice. Se los había dejado a alguien para que los cuidara cuando se había trasladado a Colorado. ¿Pero a quién?


Intentaba recordar, pero tenía la mente en blanco. ¡Era frustrante!


Paula llegó al consultorio casi sin darse cuenta. En cuanto entró en recepción, recordó su primera visita, y la agonía de tener que rellenar el formulario médico. ¡Cuánto había cambiado su vida desde entonces! Y todo gracias a Pedro.


Se asomó a la ventanilla de la recepcionista y, tras decir su nombre, le preguntó a una mujer morena, de mediana edad:—¿Podría decirle al doctor Alfonso que estoy aquí?


Antes de que la recepcionista pudiera contestar, una esbelta rubia se levantó de la silla que estaba tras ella.


—Hola —la saludó Monica, sin disimular su curiosidad—. Eres Paola, ¿verdad?


—Paula.


—Paula, no sabes cuánto lo siento, pero llegas en un mal momento, La consulta está cerrada hasta las dos, y esta tarde el doctor Alfonso tiene un horario muy apretado. No puede atender a nadie sin cita previa.


—Me está esperando.


—¿De verdad? ¿No es un encanto? No es capaz de resistirse a ayudar a nadie que lo necesite.


A pesar de su determinación de permanecer impasible, Paula se sentía herida por lo que estaba oyendo. Al fin y al cabo, no podía negar que Pedro estaba ayudándola en un momento en el que lo necesitaba.


—El problema —continuó diciendo Monica— es que mucha gente se aprovecha de su amabilidad.


Una duda afloró en el corazón de Paula: ¿se estaría aprovechando ella de su amabilidad?


—Y lo peor de todo es cuando la persona a la que ayuda termina confundiendo la caridad con otra cosa. Tú has tenido problemas últimamente, ¿verdad Paola? Algo relacionado con la pérdida de tu trabajo...


Paula se negaba a contestar.


—Dígale que estoy aquí, por favor.


—Ya lo he llamado yo, señorita Flowers —intervino la otra recepcionista, patentemente avergonzada—. Pase por esa puerta. Puede esperarlo en su despacho si quiere.


En el momento en el que Paula se dirigía hacia allí, apareció Pedro, hablando tranquilamente con su enfermera. Le tendió a ésta una hoja con el informe de un paciente y alzó su intensa mirada hacia Paula.


Por un momento, ninguno de los dos dijo una sola palabra. Habían pasado menos de cinco horas tras su último y apasionado encuentro amoroso y el recuerdo de lo compartido pareció llenar de erotismo el ambiente.


—Hola —la saludó Pedro.


—Hola.


—Llegas tarde. Dos minutos y quince segundos tarde.


El sol volvió a salir en el corazón de Paula, haciendo que se evaporaran las inseguridades que Monica había intentado hacer crecer en ella.


—Me he entretenido un poco en recepción.


—Sí, por culpa de una gata —musitó la recepcionista, mirando de reojo a Monica—. Con las uñas especialmente afiladas.


Pedro arqueó las cejas con expresión interrogante.


Y Paula se sonrojó violentamente. Ella prefería olvidar las humillantes insinuaciones hechas por Monica.


—¿Nos vamos ya a almorzar? —preguntó, intentando cambiar de tema.


—Paula, ¿ya conoces a todo el mundo? —ignorando la pregunta de Paula, la agarró del brazo y le hizo volverse hacia Monica y la recepcionista—. Esta es Joana Phelps, nuestra extraordinaria recepcionista, y esta Monica Whittenhurst, a la que habrás visto alguna vez en casa de Laura. Y ésta es Paula. Me gustaría que se la atendiera como es debido cuando venga por aquí —deslizó el brazo por su cintura y la miró con inmenso cariño—. Y espero que lo haga con bastante frecuencia a la hora del almuerzo.


Paula musitó una educada respuesta a los saludos de las dos mujeres. Monica dijo algo sin mirarla siquiera a los ojos y volvió a enterrar la cabeza entre sus papeles.


Pero la perspicaz mirada de Pedro advirtió que la reacción de Monica era algo extraña.


—Espérame en el coche, Paula. Está en el aparcamiento. Ahora mismo iré hacia allá



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 45

 


—Paula, eras virgen. ¿Cómo ibas a estar casada?


Sentada al borde de la cama, Paula se mordía nerviosa el labio mientras observaba a Pedro vestirse para ir al trabajo.


—Ya sé que no parece muy normal, pero...


—Es prácticamente imposible. Lo del anillo de boda debe de ser un sueño.


—Pero me parece muy real. Recuerdo perfectamente a un hombre poniéndome un anillo.


—Yo diría que es un sueño. Pero, si no lo es, quizá se trataba de un vendedor —replicó mientras se abrochaba los botones de la camisa con movimientos enérgicos.


—¿Una alianza de matrimonio? ¿Por qué iba a tener que comprar yo mi alianza de matrimonio?


—Quizá un amigo te estuviera enseñando un anillo que le compró a otra persona.


—Sí, supongo que es posible.


—Paula, no estás casada. Es normal que tengas este tipo de confusiones. Vas recuperando poco a poco fragmentos de memoria, pero no conoces el contexto en el que se produjeron esos recuerdos.


—Pero recuerdo exactamente el aspecto que tenía la alianza...


—¿Y qué me dices del hombre que te la puso? —terminó de vestirse y se volvió hacia ella un tanto malhumorado—. ¿Recuerdas algo sobre él?


—Sólo sus manos. Me recuerdo mirando sus manos, unas manos grandes y pálidas mientras me ponía el anillo.


Pedro sintió que se le aceleraba el pulso. La miraba como si se estuviera debatiendo consigo mismo sobre la conveniencia o no de decirle algo.


—¿Y es posible que se llamara... Mauro?


—No lo sé. ¿He vuelto a decir su nombre en sueños? —preguntó dubitativa.


—No, por lo menos yo no me he dado cuenta.


Se miraron en un significativo silencio. Con la respiración entrecortada, Pedro la tomó por los hombros y la tumbó en la cama para besarla con pasión.


—No estás casada, Paula. Eras virgen. Así que caso cerrado.


La angustia y el dolor que se reflejaban en su rostro hicieron que Paula sintiera multiplicarse su amor con él. Deslizó los brazos por su esbelta cintura y lo abrazó con fuerza.


—No te preocupes tanto por mí —le dijo—. Estoy segura de que pronto encontraré sentido a todos estos recuerdos inconexos.


—Voy a contratar a un detective privado. Hoy mismo.


Paula lo miró con el ceño fruncido.


—Pero eso debe de costar un montón. Y yo ya te debo mucho dinero...


—Estoy más que dispuesto a pagarlo. Quiero aclarar todas tus dudas, resolver tus misterios. Todas estas incógnitas me están volviendo loco, Paula, y supongo que mucho más a ti.


—Sería insoportable —admitió la joven—, si no hubiera sido por un tal Pedro Alfonso, el hombre más dulce, amable y sexy que he conocido en toda mi vida.


Pedro sonrió con ironía.


—Sí, pero el problema es que de momento yo soy el único hombre al que has conocido en tu vida.


—Eso no tiene nada que ver —replicó Paula.


—Ése es precisamente el problema, es...


Pero Paula lo silenció con un tierno beso.


—Mmm —Pedro deslizó las manos bajo su bata y la estrechó contra él—. Mmmmm.


La pasión se encendió una vez más entre ellos. Paula sintió perfectamente la fuerza de su excitación bajo los pantalones, y se movió contra él en respuesta.


Pedro gimió, hundió la lengua en su boca y posó las manos sobre su trasero.


Pedro —susurró Paula—. Tienes que ir a trabajar.


Pedro alzó ligeramente las caderas y Paula sintió su mano entre ellos, ocupándose de la cremallera del pantalón.


—Llegaré tarde.


Un dulce y tortuoso deseo crecía en el mismísimo corazón de Paula mientras Pedro se desabrochaba el cinturón.


—Te deseo, Paula —le susurró al oído—. Necesito estar dentro de ti.


—Y yo quiero que estés dentro de mí.


Pedro le hizo desprenderse de la bata e invadió su boca con un exigente beso. Paula gimió, hundió los dedos en su pelo y lo besó con toda la pasión que Pedro reclamaba.


Paula cruzó las piernas alrededor de su cintura mientras él iba marcando el ritmo de sus movimientos. Descendió la urgencia de sus besos, pero no la pasión, que los arrastró una vez hasta fundir sus cuerpos.


Con un ronco gemido, Pedro se hundió en su interior, deseando en aquella ocasión llegar a tocar su alma.





EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 44

 


El viaje no fue un éxito total, pero tampoco una pérdida de tiempo. En el lugar del accidente, no había conseguido recordar nada nuevo, pero habían tenido oportunidad de hablar de todo tipo de cosas durante el viaje y algunas de las preguntas que Pedro había hecho le habían permitido a Paula recuperar algunos detalles sobre su pasado.


Paula le había hablado de aquella fiesta en la que la gente brindaba por ella. No podía recordar sus rostros, pero sí que había sido en su apartamento. Poco a poco, había ido recordando el mobiliario y las vistas que se divisaban desde su balcón. Pero no había nada significativo que pudiera ayudarlos a averiguar de qué ciudad se trataba.


Pedro le había preguntado también por su caballo y Paula había recordado que había tenido que venderlo porque se marchaba a vivir a otro estado, aunque no era capaz de decir cuál.


Pedro le había preguntado también por su virginidad y cómo había conseguido mantenerla durante tanto tiempo.


—Has debido volver locos a muchos hombres con tu actitud.


—Cuando estaba en el instituto, era muy tímida, y rara vez salía con chicos —contestó ella—. Después, comencé la carrera y pasaba la mayor parte del tiempo estudiando y trabajando en una clínica veterinaria para pagarme los estudios — nada más decirlo abrió los ojos de par en par—. ¡Iba a la universidad! ¡Y trabajaba para pagarme los estudios! —pero no conseguía recordar ni qué estudiaba exactamente ni dónde trabajaba.


Logró recordar también el rostro de algunos amigos, sus nombres de pila y algunas divertidas anécdotas.


Pero aunque aquellos recuerdos parecían haberla hecho muy feliz, durante la vuelta a casa se mantuvo en un pensativo silencio.


Llegaron a casa poco antes de la medianoche. Era tarde, y Pedro tenía que madrugar al día siguiente. La tensión que lo había asaltado durante todo el día hizo que aminorara sus pasos mientras se dirigía a su habitación.


Deseaba terriblemente dormir con Paula, aunque fuera sólo eso lo que le permitiera.


Paula también parecía querer retrasar el momento de despedirse de él. Cuando llegó a la puerta de su dormitorio, se detuvo y se volvió hacia Pedro.


Pedro, gracias por haberme acompañado. Ha sido un viaje muy largo y tú mañana tienes que madrugar.


—Gracias por haberme dejado llevarte. No me habría gustado que fueras sin mí —repuso Pedro, acercándose a ella.


—Siento que al final haya sido una pérdida de tiempo.


Pedro le acarició la barbilla mientras se consumía en ganas de besarla.


—Estar contigo jamás es una pérdida de tiempo.


La mirada de Paula cambió de repente; el calor de sus ojos dio lugar a algo más profundo, más intenso y ardiente.


—Paula—susurró Pedro—, duerme conmigo. Nos limitaremos a dormir juntos, no haremos nada más.


Paula deslizó el brazo por su cuello y hundió los dedos en su pelo. Y Pedro la besó.


El deseo, la pasión, el anhelo prendieron al instante. Para cuando llegaron a la cama, ya se habían desprendido ambos de sus ropas. Estaban desnudos y abrazados como si nadie pudiera separarlos.


Hicieron el amor durante gran parte de la noche. Con una voracidad insaciable al principio, con exquisita ternura después. Antes de dormirse, Paula ya había llegado a la conclusión de que sus temores se habían hecho realidad: se había enamorado de Pedro.


Y cuando a la mañana siguiente se despertó, encontrándose desnuda y acurrucada en sus brazos, otro de sus recuerdos del pasado regresó su mente con inusitada claridad. Recordó a un hombre deslizando un anillo en su dedo.


Un anillo de boda.



EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 43

 


Animado por aquella declaración, Pedro se inclinó para disfrutar de uno de sus besos. Paula alzó el rostro hacia él y entreabrió los labios, pero justo cuando estaban a punto de besarse, volvió la cabeza.


—Dijiste que no volverías a hacerlo —le recordó.


—Dije que no volvería a besarte como te había besado esta mañana. Pero puedo besarte de otras muchas formas.


Pedro —contestó Paula. Parecía un poco nerviosa—, no sé muchas cosas sobre ti.


—¿Como cuáles?


—¿Tienes familia?


—Tengo tíos y primos, pero no viven en este estado.


—¿Y no tienes padres, o hermanos?


Como cada vez que le hacían esa pregunta, Pedro se puso terriblemente nervioso.


—Mi padre murió cuando estaba empezando a estudiar Medicina, y mi madre poco después. Y no, no tengo verdaderos hermanos.


—¿Verdaderos?


—Crecí junto a otros niños a los que consideraba hermanas y hermanos, pero no lo eran.


—¿Viviste en una de esas comunas en las que la gente creía en el amor libre y en las parejas abiertas?


Pedro hizo una mueca al recordar su brusco estallido de aquella mañana.


—No debería haberte dicho eso, Paula. Supongo que estaba intentando sorprenderte.


—¿Pero era verdad?


—Hasta cierto punto. Algunos de nuestros vecinos decían creer en el amor libre, pero creo que era más de palabra que en la práctica.


—¿Y vivíais aquí, en Sugar Falls?


—No.


—Yo pensaba que habías crecido aquí.


—Cerca.


—Pero ibas aquí al colegio, ¿no?


—Al instituto, cuando era pequeño me enseñaban en casa —decidido a dar por finalizada cuanto antes la conversación, se levantó y se acercó a Vikingo, que pastaba pacíficamente al lado del roble—. Pero no es mi pasado el que importa, sino el tuyo desató al caballo y miró a Paula—. Creo que ha llegado el momento de que te lleve a Denver para ver si recuerdas algo más.


—¿Ahora?


—Sólo tardaremos un par de horas. Miró el reloj. Podemos estar allí a las tres —al advertir la tensión surgida en su mirada, añadió, intentando tranquilizarla—: Estaré a tu lado en todo momento, Paula, no tengas miedo.


Pero, y Pedro no encontraba ninguna razón para ello, Paula se sintió incluso más incómoda ante aquella declaración.


—¿Podemos parar antes a comprar un sombrero y unas gafas de sol? —le preguntó a Pedro.


—¿Entonces no quieres que te reconozcan?


—La persona que me estaba persiguiendo cuando salté a la calzada podría estar por allí, buscándome.


—De acuerdo. Haremos las cosas como tú quieras —habría hecho cualquier cosa por borrar el miedo de sus ojos—. Pero creo que tenemos que ir cuanto antes.


Paula tomó aire, lo expulsó lentamente y asintió.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 42

 


Tras haberse vestido con el atuendo más adecuado para dar un paseo a caballo: camisa, vaqueros, botas y sombrero, Pedro se dirigió con Paula al establo.


Ella se había puesto también unas botas y un sombrero que Pedro tenía de reserva para posibles invitados y se había metido la camiseta por la estrecha cintura de sus vaqueros, mostrando sus tentadoras curvas de tal modo que Pedro casi tenía que agarrase la mano para no acariciarla.


Forzándose a desviar la mirada de aquel foco de tentación, preguntó distraídamente.


—¿Sabes montar?


—Pues la verdad es que no lo sé.


Pedro se habría abofeteado al advertir la tristeza de la mirada de Paula. Claro que no lo sabía. Le había dicho ya varias veces que no era capaz de recordar nada sobre su pasado.


—Puedes montarte conmigo —le dijo Pedro mientras se acercaban al establo—. O si lo prefieres, podemos ir a remar al lago. ¿Qué te apetece más?


—La verdad es que ambas cosas serán experiencias completamente nuevas para mí.


Pedro abrió la puerta del establo y la invitó a entrar en su interior. Los recibió una bocanada de olor a caballo y a heno y la primera reacción de Paula no fue precisamente prometedora. Se detuvo justo en la puerta del establo y se quedó mirando en silencio a los dos caballos.


—Esta es Wind Dancer —le explicó Pedro, palmeando el cuello de uno de ellos—. Y este Vikingo, el que montaremos hoy.


Paula no contestó, ni siquiera se movió y Pedro se preguntó si estaría asustada.


—Puedes sentarte en ese taburete mientras lo preparo —le aconsejó—. Como vamos a montar juntos, lo más cómodo será que lo hagamos sin silla.


Paula musitó algo que Pedro no llegó a entender y, cuando se volvió hacia ella, la descubrió al lado de Wind Dancer, acariciándole la cabeza.


—Eres una yegua preciosa —musitaba—. Y te encanta que te acaricien, ¿verdad?


La sorpresa y la alegría dejaron a Pedro sin habla. A Paula no le daban ningún miedo los caballos, y a juzgar por la expresión de la yegua, sabía cómo tratarlos.


La sorpresa siguiente llegó cuando sacó a Vikingo del establo.


—¿Estás preparada para intentarlo?


Los ojos de Paula brillaron con chispas de anticipación.


—De acuerdo.


Y antes de que Pedro tuviera tiempo de ayudarla a montar, Paula subió sobre su montura, apoyando el pie en la grupa del animal y alzándose con una facilidad pasmosa.


Pedro la miró admirado.


—¿Vienes o no? —le preguntó a Pedro mientras tomaba las riendas.


—Sí, señora —contestó el médico sintiendo cantar su corazón, y montó tras ella.


Paula y Pedro se inclinaban y se erguían sincrónicamente mientras cabalgaban, disfrutando del sol de la mañana y la brisa de la primavera. Paula reía complacida a cada momento, admirada por la belleza del paisaje.


Pero Pedro no estaba en condiciones de disfrutar de la naturaleza. Estaba demasiado distraído por la vívida e hipnótica belleza de la mujer que tenía entre sus brazos. Paula transmitía una calidez mágica a su corazón, provocándole al mismo tiempo un deseo casi doloroso.


Los movimientos de Paula mientras guiaba al caballo intensificaban la conciencia de Pedro de la íntima postura en la que se encontraban. Y justo cuando comenzaba a preguntarse si Paula sentiría su excitación contra su espalda, sintió que la joven se tensaba y gritaba:—So, Vikingo, so.


El caballo se detuvo al lado de un gran roble cercano al río y Pedro rápidamente desmontó, esperando una regañina de Paula por su indecente actitud.


Pero cuando se volvió para ayudarla a bajar del caballo, lo que descubrió en su rostro fue una jubilosa sonrisa.


—¡He recordado algo, Pedro! ¡He recordado algo!


Pedro no dijo una sola palabra mientras Paula lo abrazaba con fuerza.


—¡Yo tenía un caballo! —lo soltó y comenzó a saltar con expresión radiante—. Se llamaba Huracán.


—Eso es maravilloso, Paula.


—Solía montar por el campo y... Y... Oh, Pedro, me recuerdo montando en una playa.


—¿Una playa? ¿Y puedes recordar dónde?


Paula pareció sorprendida con la pregunta. Se quedó mirando fijamente el río.


—No lo sé. Pero había palmeras, mezcladas con pinos y robles.


—Palmeras. Eso podría ser California, o Florida... O, diablos, prácticamente cualquier otro lugar de la Costa del Golfo.


—Y también recuerdo un hombre...


—¿Un hombre? —Pedro se tensó.


No estaba seguro de que le apeteciera oír lo que podía llegar a continuación.


—Un hombre mayor, Tomas. Me ayudaba a cuidar a Huracán. Lo recuerdo muy claramente, Pedro, pero no soy capaz de acordarme de su nombre.


Pedro soltó lentamente la respiración que había estado conteniendo.


—¿Y recuerdas algo más?


Paula intentó concentrarse, pero pronto sacudió la cabeza.


—No.


Pedro la atrajo hacia él. Necesitaba abrazarla, sostenerla. Durante un instante terrible, se había temido lo peor: que Paula se acordara de un hombre del que hubiera estado enamorada. Y tomó inmediatamente una decisión: no iba a poder seguir soportando aquella sensación de inseguridad durante mucho tiempo.


—Paula, tenemos que hacer todo lo que podamos para averiguar algo sobre tu pasado.


—Lo sé —le sonrió feliz—. Pero por lo menos están empezando a volver los recuerdos —se separó de él y se sentó en una piedra—. Es curioso —comentó—, puedo recordar sentimientos y reacciones frente a personas y acontecimientos, pero no detalles concretos. Como esta mañana, cuando estaba pensando en mi... virginidad.


—¿Sí, Paula? —la animó Pedro, ansioso por escuchar sus sentimientos sobre lo ocurrido.


—No podía recordar momentos específicos, ni lugares o personas, pero sí que cuanto más consciente era del hecho de que a mi edad no era normal seguir siendo virgen, más vacilaba a la hora de dejar de serlo. Era como si tuviera mucha importancia para mí —lo miró a los ojos, como si pudiera encontrar en ellos una respuesta—. No quería acostarme con cualquiera la primera vez que hiciera el amor.


—¿Y... así ha sido?


—Oh, no —una inconfundible ternura iluminó su rostro—. Claro que no.


El amor que sentía hacia ella se extendió en el pecho de Pedro de manera casi dolorosa.


—¿Sabes? —le preguntó Pedro acercándose a ella y posando la mano en su cuello—. La próxima vez que hagas el amor te gustará mucho más. No sentirás ningún dolor.


—El dolor mereció la pena —susurró Paula—. Y no creo que sea posible que me guste más.