martes, 8 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 6

 



Paula buscó a Pedro con la vista rápidamente, pero, al no encontrarle entre la multitud de invitados que se habían reunido en el jardín, volvió a entrar en la casa. Dentro solo estaba su madre, sacando un par de botellas de vino de la nevera. El amplio salón estaba vacío. No había ni rastro de Pedro.


–Ah, Paula –dijo su madre–. Muchas gracias por haber ido a buscar a Pedro.


–De nada, señora Alfonso. ¿Dónde está, por cierto?


–Arriba, en su dormitorio –le dijo Carolina.


Parecía un poco molesta.


–Me dijo que iba a buscar mi regalo de aniversario, pero yo creo que solo está evitando a la gente. ¿Te importaría ir a ver si baja? La comida está lista. Por cierto, estás guapísima hoy, cariño –añadió, sin darle tiempo a contestar algo.


En realidad tampoco le importaba subir. Así podría ver si todavía tenía todos esos pósters de chicas en las paredes.


No los tenía. En la habitación no quedaba ni rastro de todos esos recuerdos adolescentes. Pedro estaba junto a la ventana, mirando hacia la calle.


Su dormitorio daba al frente de la casa. Su bolsa estaba encima de la cama, sin abrir. Paula miró a su alrededor, pero no vio ningún regalo.


–Me han pedido que venga a buscarte –le dijo desde la puerta.


Él se volvió y sonrió con tristeza.


–Pobre Paula –dijo con ironía–. Hoy te ha tocado lo peor.


Paula no lo negó, aunque en realidad ir a buscarle a la estación no le había molestado tanto como había pensado en un primer momento. Y subir a la habitación tampoco había sido para tanto… Pero eso no se lo iba a decir.


–¿Encontraste el regalo de tu madre?


–Sí –dijo él y se tocó el bolsillo derecho de la cazadora de cuero.


–¿Algo pequeño y escandalosamente caro?


–Podría ser.


–Déjame adivinar… Un rubí auténtico.


–¿Qué otra cosa podría regalarle un hijo geólogo a su madre en sus bodas de rubí? Siempre fuiste una chica lista.


–Y tú siempre has sido un imbécil sarcástico.


Él frunció el ceño y entonces sonrió.


–Te diré una cosa. Te prometo que bajo y entretengo a mis invitados si te quedas a mi lado todo el tiempo.


–Bueno, y yo qué saco de todo eso.


Pedro sonrió de oreja a oreja.


–¿Disfrutar de mi agradable compañía?


–Me temo que no es suficiente. No creo que tu compañía se vaya a volver agradable de repente. Tendrás que darme algo más.


–¿Y qué tal un diamante auténtico?


Paula no sabía si hablaba en serio o si solo le estaba tomando el pelo.


Pero tenía ganas de seguir bromeando.


–¿Para qué quiero yo un diamante? –respondió en un tono altivo–. Bueno, a no ser que venga en una alianza de oro, junto con una propuesta de matrimonio.


La cara que puso Pedro no tenía precio.


–¿No? –le preguntó ella y siguió adelante–. Qué pena. Tampoco estás tan mal después de todo. Y estás podrido en dinero. Por no mencionar que no eres gay. ¿Qué más podría querer una chica?


–Buen intento, Paula. Me lo creí durante una fracción de segundo.


Ella sonrió.


–Sí, ¿verdad? La venganza es dulce.


–¿Venganza por qué?


–Por todas esas veces en la que deseé matarte.


–Mea culpa –dijo él.


–Ahí tienes razón. Pero hoy tiene que ser un buen día, así que voy a dejar a un lado las viejas rencillas y haré lo que me pides. No tienes que pagarme con nada.Bueno, tampoco pensaba que fueras a darme un diamante de verdad.


–Si tenía intención de dártelo, ahora ya has perdido tu oportunidad. No obstante, si eres agradable y simpática durante el resto del día, a lo mejor sí que te lo doy.


–En tus sueños, cielo.


Él se rio a carcajadas.


–Ahí sí que tienes razón, Paula… Vamos –esbozó una sonrisa cálida y le ofreció el brazo–. Será mejor que bajemos antes de que nos manden al equipo de búsqueda.





EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 5

 


Paula se quedó de piedra. Ese hombre guapísimo, parado delante de la estación, con camiseta, chaqueta y vaqueros negros, era Pedro Alfonso.


No se dio cuenta de inmediato, no obstante; ni siquiera cuando él dio un paso adelante y le dio un golpecito en la ventanilla. Al principio pensó que era un extraño que quería preguntarle por alguna calle.


Pero en cuanto bajó el cristal y le vio quitarse las gafas, supo que era él.


–¡Dios, Pedro! –exclamó, mirando aquellos ojos azules.


–Sí. Soy yo.


Paula apenas le reconocía sin el pelo largo. No era que estuviera más guapo… Siempre había sido muy guapo, pero sí parecía más masculino.


Además, nunca le había visto vestido así. Estaba acostumbrada a verle con pantalones cortos y camisetas, listo para hacer surf.


De repente se dio cuenta de que le estaba mirando demasiado, así que apartó la vista.


–No te reconocí –le dijo con brusquedad–. ¿Y el pelo?


Él se encogió de hombros y se pasó una mano por la cabeza, casi rapada.


–Es más fácil de cuidar así. ¿Dónde quieres que ponga la bolsa? ¿En el asiento de atrás o en el maletero?


–Donde quieras –le dijo ella en un tono un tanto hosco y defensivo que intentaba esconder la sorpresa. No estaba acostumbrada a encontrar atractivo Pedro Alfonso.


–Mi madre no debería haberte pedido que vinieras –le dijo él, subiendo al coche–. Podría haber tomado un taxi –le dijo él, señalando la fila de taxis más adelante.


–Ahora ya da igual –dijo Paula, pasando por delante de los taxis.


–Supongo que sí. Pero prefiero esto antes que tomar un taxi. Gracias, Paula.


Paula se quedó anonadada. Jamás hubiera esperado semejante gesto de un hombre como Pedro Alfonso. Estaba distinto… Estuvo a punto de preguntarle qué le había pasado en ese último año y medio, el tiempo que había pasado desde su última visita, pero se lo pensó mejor y decidió guardar silencio. A lo mejor él también empezaba a hacerle preguntas…


–Tus padres han tenido mucha suerte con el tiempo –le dijo ella, atravesando la calle principal de Gosford, desierta a esa hora.


Él no dijo nada, pero el silencio no duró mucho.


–Mi madre me ha dicho que no has conocido a nadie más –le dijo él cuando se detuvieron delante de un semáforo cerca de East Gosford.


–No –dijo ella, poniéndose tensa.


–Lo siento, Paula. Sé lo mucho que querías casarte y tener una familia.


Ella le miró de golpe, repentinamente furiosa.


–Bueno, si lo tienes tan claro, entonces no deberías haberme dicho nada de Jeremías. Si no lo hubieras hecho, yo no me habría enterado de nada, y ahora ya estaría casada. Pero en vez de eso…


Se detuvo al sentir el picor de las lágrimas en los ojos. Apretaba el volante con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos.


Pedro se sorprendió al verla tan afectada, pero no se arrepintió de haberle dicho la verdad.


–Lo siento mucho, Paula. Pero no tuve elección. No podía dejar que te casaras con un hombre que te estaba utilizando.


–Bueno, hay cosas peores –le espetó ella, con resentimiento.


–No te quería, Paula.


–¿Pero tú qué sabes de esas cosas?


–Me lo dijo.


–¡Tú!


–Sí. Me dio pena. Le daba demasiado miedo admitir quién era públicamente. Ni siquiera yo me he visto tan perdido como él.


Paula se conmovió al oír la fuerza de sus palabras. Acababa de revelarle algo…


–La luz está en verde, Paula.


–¿Qué? Oh, lo siento.


Siguió adelante, confusa. De repente sentía una extraña simpatía por el hombre que estaba sentado a su lado. ¿Quién lo hubiera dicho unos años antes? Había empezado encontrándole increíblemente sexy y de repente sentía pena por él… La vida podía dar unos giros de lo más perversos…


–¿Por qué no has buscado a otra persona? –él seguía insistiendo.


Paula suspiró. Siempre había sido un hombre parco en palabras, y sus silencios eran lo único que se agradecía en él, pero de pronto parecía haberse convertido en todo un conversador.


–He dejado de buscar, ¿de acuerdo? –le contestó de una forma casi agresiva–. Podría hacerte la misma pregunta a ti –le dijo, contraatacando–. ¿Cómo es que tú nunca has encontrado a nadie? Nadie que te atrevieras a traer a casa…


Él se rio. Pedro Alfonso acababa de reírse. Las cosas cada vez eran más raras…


–Vamos, Paula, ya conoces a mi madre. Si traigo una chica a casa, enseguida me pregunta cuándo es la boda.


–Yo podría decírselo sin ningún problema. ¡Nunca!


–Me conoces demasiado bien, Paula.


–Te conozco lo bastante bien como para saber que eso a ti no te va. Si estuvieras interesado, ya te habrías casado. No creo que tuvieras problema en encontrar a una mujer.


–Gracias por el cumplido. Pero tienes razón. El matrimonio no es para mí.


–Pero eso no es razón para que no lleves a casa a alguna chica de vez en cuando.


–En eso sí que te doy la razón. Ya hay bastante tensión en casa cada vez que vengo.


Eso era cierto. Paula no podía negarlo. Pedro y su padre no se llevaban muy bien precisamente. Ella siempre le había echado la culpa a Pedro; siempre había sido un chico tan difícil… Sin embargo, en ese momento no podía evitar preguntarse si habría algún motivo oculto que explicara ese comportamiento tan antisocial, algo que hubiera ocurrido antes de que ella y su madre llegaran al barrio… La curiosidad acababa de picarla.


–¿Tienes a alguien en Brasil ahora? –le preguntó, mirándole.


De repente, su rostro cambió. El gesto sonriente se le borró de golpe.


–La tenía. Hasta hace poco.


–Lo siento.


–Y yo. Bueno, creo que ya hemos cubierto el cupo de información personal por hoy.


Paula apretó los dientes. Debería haberse imaginado que lo de ser afable no duraría mucho.


–¿Por qué no has seguido por la calle principal? –le preguntó él al ver que giraba a la derecha para tomar Terrigal Drive–. Es más rápido.


–Ya no. Hay unas obras horribles. Si vinieras a casa más a menudo, lo sabrías. Además, yo soy quien conduce. Tú eres el pasajero. El pasajero no le dice al conductor adónde va y cómo tiene que ir.


Él volvió a reírse.


–Me alegra ver que no has cambiado, Paula.


–Yo estaba pensando lo mismo de ti. Pareces distinto por fuera, Pedro Alfonso… No me cabe duda de que ahora te vistes mejor… Pero por dentro sigues siendo el mismo listillo que se creía superior que los demás.


Esa vez él no replicó y Paula no tardó en avergonzarse. Se había excedido, para no variar. Pedro siempre le sacaba lo peor del carácter.


–Lo siento –dijo rápidamente, intentando llenar ese silencio–. Eso ha sido una grosería por mi parte.


–Oh, no sé –dijo él, sorprendiéndola con una sonrisa seca–. Tampoco andabas tan mal encaminada. Puedo llegar a ser muy arrogante.


Esa vez Paula no pudo evitarlo. Le devolvió la sonrisa. Sus miradas se encontraron durante unos segundos. Paula fue la primera que apartó la vista.


–Deja de mirarme –le dijo con hosquedad, manteniendo la vista al frente.


–No te estaba mirando. Solo estaba pensando.


–¿En qué? –le preguntó ella.


–No olvides que hay un radar con cámara por aquí.


Paula puso los ojos en blanco.


–Por Dios, Pedro. Vivo aquí los trescientos sesenta y cinco días del año. Sé que hay una cámara.


–Bueno, ¿y entonces por qué vas a más de ochenta kilómetros hora?


–Puedo ir a esta velocidad. No es día lectivo.


–La señal decía sesenta. Hay obras más adelante.


Paula pisó el freno, justo a tiempo.


–Si se ponen a hacer obras en otra calle más, creo que voy a ponerme a gritar como una loca.


–Nada de gritos. No aguanto a las gritonas.


Ella le fulminó con una mirada. Pero él siguió sonriendo.


Pedro Alfonso… No me puedo creer que hayas adquirido cierto sentido del humor.


–Bueno, hoy parece que sí lo he adquirido. Y me alegro. Ya casi he llegado a casa.


Era cierto.


La calle en la que vivía Paula era igual que todas las demás calles de Central Coast, compuesta por dos hileras de casas variopintas. Era una calle familiar en la que siempre se encontraba a la misma gente.


–Parece que ha venido mucha gente –le dijo él cuando doblaron la esquina.


–La culpa es de tu madre. Si no diera tan buenas fiestas, nadie aceptaría su invitación. Siempre pasa lo mismo cuando les toca a tus padres dar la fiesta de Navidad. Mira, tu madre y tu hermana están en el porche, esperándote –Paula se dio cuenta de que faltaba su padre–. Voy a parar delante de mi casa y te bajas. Quiero meter el coche en el garaje.


–Muy bien –dijo él, saliendo. Tomó la bolsa del asiento trasero y le dio las gracias.


Ella apretó el botón del control remoto del garaje y se quedó mirándole por el espejo retrovisor mientras la puerta se abría. Realmente estaba impresionante… Tenía un buen trasero con esos vaqueros. Un cuerpo de infarto… De haberse tratado de cualquier otra persona, quizá se hubiera sentido tentada de flirtear un poco.


El pensamiento la hizo echarse a reír. 


Flirtear con Pedro Alfonso… 


¿Qué sentido podía tener hacer algo así? 


Volvió a reírse…


Y aún seguía riéndose cuando regresó a la fiesta.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 4

 



Leo le caía muy bien. Era uno de los buenos. Para casarse con su hermana había que ser un pedazo de pan. Melisa era, sin ningún género de dudas, la hermana más consentida del mundo, incluso más que Paula.


Paula…


Tenía ganas de verla en la fiesta. Quería saber si le había perdonado por fin por haberle dicho lo de Jeremías. Cuando las noticias eran malas, la gente siempre culpaba al mensajero. Paula se había puesto furiosa con él esa noche. Le había llamado mentiroso, pero al final no había tenido más remedio que calmarse un poco y escuchar lo que le decía.


Seguramente todavía debía de seguir odiándole. Nunca había sido santo de su devoción y lo de Jeremías solo había empeorado las cosas.


De repente una voz anunció que estaban llegando a la estación de Gosford. Muchos de los viajeros se levantaron y fueron hacia las puertas. Pedro sabía que no había necesidad de darse prisa, así que se quedó donde estaba, contemplando el río por la ventanilla; la superficie del agua estaba como un plato. Había muchos botes amarrados, meciéndose suavemente. Alrededor de ese enorme meandro se extendía Gosford, la salida hacia las playas de Central Coast. Pero Gosford no era una ciudad de playa. El mar estaba a unos cuantos kilómetros. El tren traqueteó un poco sobre un puente y pasó por delante de BlueTongue Stadium. Antes había un enorme parque allí.


En cuestión de segundos llegaron a la estación. Pedro se tomó su tiempo para bajar.


Poco a poco había adquirido esa costumbre cada vez que volvía a casa.


No tenía ninguna prisa por bajar del tren y siempre hacía todo lo que podía por acortar la visita. Seguía sin estar de humor para esa fiesta, pero ya no sentía esa tensión que le provocaba saber que iba a estar con su padre. Y eso era bueno… No obstante, tampoco tenía pensado quedarse mucho. No era masoquista.


No había nadie, así que dejó el equipaje en el suelo y esperó. Unos treinta segundos más tarde, un coche subió por la rampa a toda velocidad y se detuvo justo delante de él. No reconocía el coche, pero sí reconoció a la preciosa rubia que iba al volante.


Era Paula.