sábado, 26 de noviembre de 2016

CONQUISTAR TU CORAZON: CAPITULO 8





Paula abrió la puerta de su casa, contenta por haber llegado. 


Le dolían los pies y sentía un pequeño dolor de cabeza. No había podido dejar de pensar en Pedro, y en lo que había sucedido la noche anterior, durante todo el día.


Se había quedado dormida encima de él. Y durante una conversación en la que se suponía que debía estar atenta. 


Por la mañana, se había despertado en su cama, sola. La puerta de la casa bien cerrada y los platos de la cena recogidos. Y Pedro no estaba por ningún sitio.


Todavía no había dejado el maletín en el suelo cuando un aroma delicioso llegó desde la cocina. ¿Habría cocinado Diana, la niñera? No sería nada extraño, ya que aquella mujer hacía mucho más que cuidar de su hija.


—Diana, no deberías haberte molestado.


—No he sido yo, cariño —dijo la mujer antes de que Paula entrara en la cocina—. Es obra suya.


Pedro—dijo Paula enfadada.


—Sí —contestó él mientras removía algo en la sartén.


—¿Qué estás haciendo aquí?


—Y yo que esperaba que nuestra hija heredara tus modales —dijo él, y se volvió un instante con una amplia sonrisa.


Paula sintió que una sensación muy agradable se apoderaba de ella. Se agachó para besar a Juliana y miró a Diana.


Pedro ha venido temprano para estar con Juliana —dijo como disculpándose.


—No importa, Diana. Estoy segura de que Pedro te convenció para que lo dejaras entrar.


—Al contrario, no quería entrar hasta que llegaras tú. Incluso llamamos al banco, pero no estabas allí.


—He tenido reuniones casi todo el día.


—Y es el padre de la niña.


Pedro miró a Paula como si esperara que fuera a negarlo.


—Sí, lo es. Pero esta es mi casa, Pedro.


—Y la de mi hija.


—Yo no te he invitado.


—Pero ella sí. ¿Verdad, princesa? —dijo él.


Se apartó de la cocina y se acercó a Juliana. La pequeña le agarró la cara y frotó su nariz contra la de él.


Paula sintió que se le derretía el corazón. Pedro sonrió a ambas y regresó junto a los fogones. «Esto sería una buena noticia», pensó Paula. Un agente secreto de la Marina estaba junto al fuego con un delantal y manejando una espátula con mas soltura que una ametralladora. Se percató de que la mesa estaba servida para dos. Diana estaba tomándose un café y Juliana estaba sentada en su sillita, balbuceando y mordiendo una cuchara de madera.


Diana se puso en pie y dejó la taza en el fregadero.


—Os veré por la mañana —dijo, y se acercó a la puerta trasera.


—Diana, no te marches tan temprano —dijo, casi en tono de súplica.


Pedro se rió.


—Oh, sí, cariño, me voy —dijo Diana.


Paula se despidió de ella, resignada. La sonrisa de Diana era muy expresiva.


—¿Intentas seducirme con una buena cena? —le preguntó a Pedro cuando Diana ya no estaba.


—No, pero si eso es lo que necesitas para poder relajarte cuando estás conmigo…


—Estoy relajada.


—¿Entonces por qué tienes los puños cerrados?


—Porque me gustaría darte una paliza por entrar en mi casa sin preguntarme.


—Lo intenté. Deberías llevar el busca encendido.


—Se ha quedado sin batería esta mañana —se quitó los zapatos y sacó a Juliana de la sillita.


—Estoy de permiso, Paula. No tengo nada que hacer en todo el día mientras mi hija está aquí con una niñera. Solo quería conocer bien a Juliana.


Eso no podía discutírselo. Paula lo miró y se quedó asombrada al ver cómo se manejaba en la cocina.


—No sabía que podías cocinar.


—Hay muchas cosas que no sabes sobre mí —vertió la pasta humeante en un colador—. He tenido mucho tiempo libre, así que me dediqué a leer.


—¿Libros de cocina?


—Cualquiera que estuviera a mano. No tengo muchas oportunidades de cocinar para más de uno, así que me pareció una buena idea aprovechar esta.


Paula se acercó a la encimera con el bebé en brazos. Pedro estaba cortando verdura para después hacer un sofrito.


Paula cortó un trocito del pollo que había en una bandeja y se lo llevó a la boca.


—Mmm.


—¿Está bueno?


—Increíble.


—¿Por qué no te cambias y te pones cómoda? Ya le he dado la cena a Juliana —dijo, y le enseñó un tarro vacío de comida para niños.


Paula se retiró de su lado y lo miró de nuevo. Se movía por la cocina como si hubiera estado allí antes, Pero el hecho de que estuviera allí, en su casa, indicaba que no iba a resultarle fácil apartarlo de su vida. Si lo hacía por Juliana, no podía negárselo, pero Paula sospechaba que él tenía un plan diferente y que iba a tener que librar una batalla difícil.


En aquellos momentos tenía tanta hambre que no pensaba discutir.


—Vamos, Paula, pasa un rato con Juliana —dijo él sin mirarla.


Ella se dirigió a su dormitorio con Juliana en brazos y se fijó en que la pequeña se quejaba al separarse de Pedro.


Pedro sabía que no jugaba del todo limpio, pero después de cómo había reaccionado Paula la noche anterior, sabía que ella intentaría mantenerlo alejado de su vida. Se engañaba diciéndose que quería estar con su hija porque ya se había perdido muchos meses de su vida, pero lo cierto era que había algo más. Y que tenía que ver con la madre de Juliana. Añadió una cucharada de agua a la salsa y recordó el aspecto de Paula cuando llegó a la casa. Vestía un traje de negocios azul, sexy y elegante. Pero él deseaba quitárselo y ver qué llevaba debajo.


Trató de concentrarse en la cena. Creía que su talento culinario no impresionaría a Paula, pero el hecho de que la nevera estuviera vacía hizo que pensara que, probablemente, ella solo comía platos preparados.


Media hora más tarde, cuando se disponía a abrir una botella de vino, oyó pasos en el pasillo. Paula entró en la cocina con Juliana en brazos.


—No tenía ninguna botella de vino.


—No tenías mucho de nada. July y yo fuimos de compras.


—¿La has sacado de casa?


—Sí, en mi coche, con la sillita, y con Diana. Por favor, Paula —parecía molesto.


—Lo siento, es que hace mucho que no dejo a nadie más que a Diana con Juliana.


—Lo sé —esbozó una sonrisa y le ofreció un vaso de vino.


Ella le dio las gracias y bebió un poco. Después se acercó a mirar por la ventana. Vestía unas mallas de algodón y una blusa color lavanda. El cabello le caía sobre los hombros y brillaba al recibir los rayos de sol del atardecer. Estaba muy atractiva. Juliana se estaba quedando dormida y apoyó la cabeza sobre el hombro de Paula.


Pedro las observó un instante y se sintió orgulloso. Paula susurró algo a la pequeña y la meció con delicadeza. Ya la había bañado y puesto el pijama. Pedro no quería que su hija tuviera sueño. Después de todo, se había perdido seis meses de su vida y quería recuperarlos.


Paula dejó el vaso de vino y acarició la espalda de Juliana.


—¿Tienes hambre? —preguntó él.


—Sí.


Cuando se disponía a llevarse a la niña para acostarla, Pedro se acercó a ella.


—Todavía no, por favor.


—¿Has intentado cenar alguna vez con un bebé en brazos?


—Supongo que voy a descubrir cómo es —le quitó a la niña.


Paula sintió que se le encogía el corazón al ver que Juliana se acurrucaba contra él. Se sentaron a la mesa y Pedro le dijo a Paula que empezara a cenar antes de que se enfriara la comida. Paula obedeció. La comida estaba deliciosa.


—¡Guau! De acuerdo, estás contratado.


Él se rió y Juliana levantó la cabeza para mirarlo con los ojos bien abiertos, como si tratara de descubrir quién era aquel hombre y por qué estaba allí. El sonrió, la besó, y la pequeña volvió a apoyar la cabeza en su pecho.


—¿No vas a comer nada? —preguntó Paula.


—Mi madre dice que si el cocinero tiene hambre, entonces es que pasa algo malo con la comida. Ahora empiezo. Es solo que no quiero soltar a Juliana —Paula sonrió. La niña estaba apoyada en su pecho y él le cubría la espalda con la mano. Pedro miró a Paula y dijo—: La quiero, Pau.


—Ya lo sé —dijo ella, y sintió un nudo en la garganta—. Se nota.


«Eso es bueno», pensó ella. Podía haber ignorado a su hija por completo y no haber regresado. A Paula le habría costado mucho explicárselo a su hija. Y además, odiaría a Pedro.


Pedro colocó a la pequeña sobre su brazo y agarró el tenedor. Juliana abrió los ojos y los cerró de nuevo. «Este hombre ha cautivado a mi hija», pensó Paula al ver que Juliana se quedaba dormida plácidamente en sus brazos.


¿Cuántas veces se había imaginado a Pedro con Juliana? 


¿Cuántas veces había deseado que estuviera allí para ver cómo aprendía a hacer pequeñas cosas?


Paula sintió que las lágrimas inundaban sus ojos y trató de concentrarse en el plato de comida que tenía delante. No quería sentirse confusa y necesitada, sino independiente y autosuficiente.


Pedro empezó a comer, pero notó que a Paula le pasaba algo.


—Bueno, puesto que yo no puedo hablar sobre mi trabajo, ¿por qué no me cuentas tú algo sobre el tuyo?


Ella levantó la vista y, al ver el brillo de las lágrimas, Pedro frunció el ceño.


—Soy directora de un banco —dijo ella—. Y mediadora de otros dos. Así me mantengo ocupada.


—¿Quieres salir con alguien?


—No, Pedro. No quiero salir con nadie.


—¿Vas a encerrarte en ti misma solo porque tienes una hija?


—No, esa no es mi idea, pero es pequeña y me necesita —Paula sonrió al mirar a la niña—. Prefiero estar con ella que salir con cualquier otro.


Pedro suspiró. Podía comprender lo que sentía. «Estar con Juliana es más placentero que cualquier otra cosa», pensó, y trató de cortar el pollo con una sola mano.


—¿Quieres que te lo corte? ¿O quieres acostarla ya? —preguntó Paula.


Él le dio el cuchillo.


Paula se puso en pie, riéndose.


—Me imaginaba haciendo esto por ella, pero no por ti.


—Seguro que no te imaginabas haciendo nada por mí.


—Eso no es cierto —dijo ella.


—¿De veras?


—Deja que te haga una pregunta. ¿Qué habrías hecho si te hubieras enterado de que estaba embarazada?


—Volver a casa para casarme contigo.


—Lo suponía. Pero no habrías podido regresar a casa, así que estaríamos en la misma situación.


—Te habría convencido para que te casaras conmigo.


—No, no lo habrías hecho. No tiene nada que ver contigo. Soy yo —empujó el plato de comida hacia él.


—Cuéntame.


—No puedo casarme con un hombre por el bien de mi hija.


—Lo sé, pocas esperanzas… y esas cosas, pero tú y yo estamos bien juntos.


—En la cama, sí.


—Fue algo más que eso.


Ella no contestó. No podía permitirse creer aquello. Ya tenía bastante con enfrentarse al deseo que sentía por él.


—No sé —dijo al fin. Había cometido ese error con anterioridad y no quería repetirlo. Tenía que pensar en su hija, y en que lo que hiciera también la afectaba a ella.


—¿Así que intentas dejarme fuera de todo esto?


Ella suspiró.


—No prometas nada que no puedas cumplir, Pedro.


—¿Y cómo sabes que no puedo? Es por el trabajo, ¿verdad?


—No, no es eso —él se marchaba durante largos periodos de tiempo y ni siquiera su familia sabía dónde estaba.


—Mi hija necesita mi nombre.


—Pero su madre no.


—Maldita seas.


Juliana se movió y Pedro se puso en pie.


—Yo la acostaré —dijo él al ver que Paula se levantaba.


Ella asintió. Pedro se marchó y ella dio un sorbo de vino. 


Sintió ganas de ir a ver si había tapado bien a Juliana, pero se contuvo porque sabía que Pedro lo habría hecho. Pedro no era un hombre que dejara las cosas a medias.


Cuando regresó, ella estaba tal y como la había dejado, moviendo la comida en el plato. Estaba presionándola y no podía evitarlo. Cuanto más tiempo pasara sin que su hija llevara su nombre, más enfadado se pondría. No quería que su hija sufriera por ser ilegítima ni que se burlaran de ella por algo que no era su culpa. Pedro recordaba que cuando tenía siete años tuvo un partido de béisbol al que asistieron los padres de todos sus amigos y, sin embargo, él no tuvo a nadie que lo animara porque su madre tenía que trabajar mucho para poder proporcionarle comida y un lugar para vivir.


A menudo, los niños se metían con él por ser ilegítimo.


No quería que su hija pasara por eso.


Pedro puso un CD en la cadena de música y regresó a la mesa.


—Mantendré las distancias, si eso es lo que quieres —dijo él, y Paula levantó la vista—. Dejaré de darte la lata para que te cases conmigo, pero quiero formar parte de la vida de Juliana, y no voy a cambiar de opinión.


Paula lo miró a los ojos y asintió.


—De acuerdo.


—Bien.


—¿Por qué no vienes a verla durante el día?


—¿Me estás poniendo limitaciones?


—No, es solo que…


—¿No puedes tenerme cerca, Paula? —la interrumpió—. ¿Tienes miedo de que te guste?


—Por supuesto que puedo —dijo ella.


—Perfecto. Porque tengo dos meses de permiso y este es el único lugar donde pienso quedarme.


«Dos meses», pensó, «Oh, no».


Pedro comió un poco y sonrió. Paula estaba nerviosa. «Esto se está poniendo interesante», pensó él, y le sirvió más vino.







CONQUISTAR TU CORAZON: CAPITULO 7







Juliana lloraba porque quería cenar y Paula estaba intentando poner una lavadora antes de comenzar con la rutina de la noche. De pronto, llamaron a la puerta y, durante un segundo, la pequeña dejó de llorar.


—Será un vendedor —dijo Paula a su hija.


Apoyó la cesta de la ropa en su cadera y se dirigió a abrir.


—Pedro.


—Menos mal, no te has olvidado de mí.


«Como si eso pudiera ocurrir», pensó ella.


—¿Por qué has venido?


—Lisa y Brian se han ido y estaba solo y hambriento.


—Supongo que tienes la casa llena de comida, porque Lisa es una gran cocinera.


Pedro miró a Paula de arriba abajo. Estaba muy atractiva, pero tenía cara de cansada.


—¿No te apetece un poco de comida preparada? —le enseñó una caja del restaurante chino.


Paula inhaló el aroma que desprendía la comida y se percató de que era su plato favorito.


—No, gracias. Estamos bien —Juliana se puso a llorar y Paula la miró—. Eh, ten paciencia. Se está calentando.


—¿El qué se está calentando?


—Su cena, su biberón. Después un baño y a dormir.


—¿Y después qué harás, Paula? ¿Sentarte aquí sola a ver la televisión?


—Tengo que terminar de limpiar. Y planchar mi ropa del trabajo. Después, podré descansar.


—Es duro estar sola, ¿no?


—Me las arreglo bien. Y continuaré haciéndolo sin tu ayuda.


—Eh, no he venido a ayudarte, solo a traer un poco de comida —sonrió—. ¿Vas a dejarme toda la noche aquí fuera para que me vean los vecinos, o qué? —movió las cajas que llevaba en la mano—. Está caliente. Y me muero de hambre.


«Tentador… muy tentador», pensó Paula. «Pedro y la cena». 


Pero si lo dejaba entrar, pretendería hacerlo siempre que quisiera.


—Pues vete a casa y come —estaba demasiado cansada para tratar con él.


—Escucha, Paula. Juliana también es mi hija, y apenas he tenido oportunidad de verla.


—Tiene todos los dedos de la mano y de los pies, está bien de salud, y cuanto más me entretengas, más se va a enfadar porque no le dé la cena.


—Entonces, supongo que lo mejor es que se la des.


Pedro.


—Paula, cena conmigo. Tenemos que hablar.


Era cierto. Tenían que hablar para que Paula pudiera dejarle claro que no podía casarse con él. Ella asintió y Pedro sonrió. Entró en la cocina y dejó las cajas de comida sobre la mesa. Después se volvió y agarró la cesta de la ropa para lavar.


—Ya pongo yo la lavadora —dijo él.


—Puedo hacerlo yo.


—No lo dudo. Pero parece que la princesa está a punto de ponerse a gritar.


Paula miró a Juliana. Estaba en el andador y movía las piernas enfadada. Intentaba llegar hasta ella y, al verla, Paula sintió que se le encogía el corazón. Le entregó la cesta a Pedro y se acercó a su hija:
—Vamos, bonita, la cena está lista.


Pedro la observó un instante mientras Paula le daba una galleta a Juliana y la sentaba en la sillita para comer. 


Hablaba con su hija como si fueran las dos únicas personas en el mundo y, sintiéndose como un extraño, Pedro desapareció con la cesta de la ropa y se dirigió al garaje, donde suponía que estaba la lavadora. Al separar la ropa no se fijó en la ropa interior de Paula, sino que se centró en la ropa de bebé. Puso en marcha la lavadora y regresó a la cocina. Paula estaba dando de cenar a la pequeña.


Pedro se quedó mirándolas. No podía evitarlo, pero algo tan natural le parecía fascinante. Juliana se inclinó hacia delante para mirarlo. Pedro sintió que se derretía por dentro y le lanzó un beso. La niña sonrió y escupió la comida mientras balbuceaba palabras que iban dirigidas a Pedro. Paula se volvió para mirarlo y sonrió.


—Creo que estamos comunicándonos —dijo Pedro.


—Eso no dice mucho en favor de tu intelecto.


—Eres una gruñona.


—Lo siento. Soy madre. A estas horas del día nos toca estar gruñonas.


Pedro sonrió.


—¿Estás lista para cenar?


—Esperaré. Pero empieza tú, si quieres.


Él frunció el ceño.


—Tengo que bañarla después de la cena. Duerme mejor.


—Te esperaré. Pero… —abrió la bolsa y sacó unos rollitos de primavera. Los cortó en dos y los colocó en un plato—. ¿Un aperitivo?


Paula tomó un pedazo y se lo llevó a la boca. Pedro se sentó junto a ella y esperó a que terminara de darle la cena a Juliana.


—La hora del baño —le dijo Paula a Juliana cuando terminó. Después miró a Pedro—. Vamos a tardar un rato.


—No voy a marcharme.


—Vaya. Falsas esperanzas —dijo ella, y se marchó.


Estaba decidida a mantener alejado de su vida a Pedro, sin embargo, él estaba decidido a pasar a formar parte de su vida.


Media hora más tarde, Paula cerró la puerta del dormitorio de Juliana y entró en el baño para recoger un poco. Estaba rendida y no le apetecía tener que tratar con Pedro. Se miró en el espejo e hizo una mueca. Se le estaba deshaciendo la coleta, no se había puesto maquillaje y llevaba la blusa manchada de papilla.


Recogió las toallas, echó a lavar la ropa de su hija y entró en su habitación para peinarse y cambiarse de blusa.


Cuando salió, el olor a comida china hizo que se le hiciera la boca agua y se encaminó hacia el salón. Al pasar por delante de la habitación de Juliana, oyó la voz de Pedro.


Abrió la puerta y vio que estaba inclinado sobre la cuna acariciando la espalda de la pequeña.


—Te prometo, princesa, que nada va a hacerte daño. Estoy aquí para cuidar de ti, aunque mami no lo quiera. No voy a marcharme. Voy a protegerte. Cuenta con ello.


Paula sintió un nudo en la garganta.


—Mataré a los dragones por ti, princesa. Te doy mi palabra de honor.


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas.


—Y si mami me deja, también mataré los de ella.


Paula tragó saliva y trató de ignorar el fuerte palpitar de su corazón. Pedro bajó el lateral de la cuna con cuidado y se agachó para besar a Juliana.


«Mi hija tiene un defensor. Me guste o no», pensó Paula y salió de la habitación. Pero eso no significaba que tuviera que casarse con Pedro. Ella y Juliana habían sobrevivido sin él. Entró en el salón y se sentó en el sofá. No quería dudar de sus posibilidades.


Cuando Pedro salió del dormitorio de Juliana, se detuvo en la puerta del salón con las manos en las caderas. No se percató de que Paula estaba mirándolo. Respiró hondo y sonrió. Parecía que estuviera midiéndose frente a la responsabilidad que conllevaba ser padre. Paula lo comprendía. El día que se enteró de que estaba embarazada había hecho lo mismo.


—Hola —dijo al verla.


—Hola —contestó ella.


«Cielos, está muy atractivo», pensó. Llevaba una camisa negra que hacía resaltar los músculos de su pecho. Paula deseó acariciarle el cuerpo. Un cuerpo del que solo había disfrutado durante una noche.


Pedro se acercó a Paula y ella sintió que se le paraba el corazón.


«¿Sabrá lo sexy que es?», pensó ella mientras él se sentaba a su lado en el sofá.


Pedro la miró y se fijó en la línea de su escote. Paula sintió cómo sus pechos se ponían turgentes en el acto.


—Si sigues mirándome así no vamos a cenar nunca —dijo él en voz baja.


—Estoy hambrienta —dijo ella.


—Yo también, pero hambriento de ti.


Pedro, no.


—¿Qué? ¿Que no sea sincero? ¿Que no te diga cuántas veces he pensado en ti?


—Esto no va a ser de gran ayuda.


—Negarlo tampoco nos ayudará —dijo él, y acercó su boca a la de ella.


Paula podía sentir el calor de su respiración sobre sus labios. Se acercó a él, y segundos antes de que sus labios se rozaran, sonó el teléfono.


Corrió para contestar antes de que Juliana se despertara.
—Hola —dijo después de aclararse la garganta—. Ah, hola, Michael —Pedro entornó los ojos y la miró fijamente—. ¿Ocupada? De hecho, sí, estoy ocupada —dijo sin mirar a Pedro—. Claro. Adiós —se despidió y colgó.


—¿Quién era ese?


—Un amigo.


—¿Cómo de cercano?


—Trabaja conmigo.


—¿Te estaba invitando a salir?


—Supongo que lo intentaba.


—¿Saldrías con ese hombre?


—¿Algún motivo por el que no debería salir con él?


—Sí, apenas consigo verte el tiempo suficiente para hablar contigo y, además, tenemos una hija juntos.


«Eres mucho más peligroso que Michael», pensó Paula. 


Apenas recordaba el color de los ojos de aquel hombre; sin embargo, todo lo de Pedro lo recordaba a la perfección.


—¿Qué es lo que quieres decirme, Pedro? Aparte de proponerme matrimonio.


—Ni siquiera vas a considerarlo, ¿verdad?


—No, pero gracias por la oferta.


—Actúas como si hubiera hecho esto sin pensarlo primero.


—Es una reacción visceral, Pedro. Una obligación. No voy a encadenarme a un hombre cuando él no lo desea.


—¿Quién ha dicho que no lo desee?


—Si Juliana no existiera, ¿habrías venido hasta aquí?


—Llevo tres días en el país y dos de ellos los he pasado aquí. ¿Tú qué crees?


—Quieres hacer algo honorable. Lo comprendo. Pero no te necesito. Ni quiero casarme con un hombre por el bien de un niño. El matrimonio es lo bastante duro como para encima no tener esperanzas.


—Eso lo dirás por ti. Voy a ser un buen padre.


—Ya lo sé —dijo ella—. Pero para serlo no tienes que casarte conmigo.


Pedro pensó en su padre biológico. Aquel hombre no se había casado con su madre, no estuvo con él cuando era pequeño y lo necesitaba. Después, su madre se enamoró de David, un hombre estupendo con el que se casó. Lisa era el resultado de ese amor, y el hombre al que Pedro llamaba «papá» siempre se portó bien con él, incluso cuando no debía. Pero Pedro estaba resentido por el hecho de que su padre de verdad no hubiera tenido valor para casarse con su madre y dejara que un niño perdido creciera siendo bastardo. Él nunca le haría eso a Juliana. Aunque las cosas no salieran bien entre Paula y él, no desaparecería de la vida de su hija.


Pensó en contarle a Paula el motivo por el que quería casarse con ella, aunque sabía que la falta de agallas de su padre solo era una pequeña parte. Paula era el motivo verdadero, y ella no lo comprendería. Le diría que solo por el hecho de ser un hijo ilegítimo no debía pagar por los errores de su padre… y era cierto.


Pedro no quería cometer los mismos errores. Y menos a costa de su hija