jueves, 6 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO 11




—¿Dónde aprendiste francés?


Estaban sentados en la terraza de un café cerca del Louvre, después de haber pasado un par de horas admirando obras de arte. Él había cumplido su palabra y habían trabajado lo mínimo durante los dos días anteriores. Habían recibido a François y Marie después de haber firmado oficialmente el trato y habían comido con otro posible cliente que había sido muy amable y comunicativo, pero, sobre todo, habían hecho el amor. Se sentía vibrante y maravillosamente viva. Había vivido en una carretera secundaria y, en ese momento, la habían montado en un Ferrari que volaba por una autopista. 


Era apasionante, pero le aterraba el muro de ladrillos que había al final de la autopista.


—Lo he aprendido solo.


Pedro dio un sorbo de café mientras admiraba la delicadeza de su piel y sus labios carnosos. Era un descubrimiento. 


Eran amantes, pero eso no mermaba su capacidad de concentrarse y trabajar. Hacían el amor, pero ella no exigía su atención constante y tampoco parecía que quisiera que eso durara después de París. Lo cual, era fantástico. 


Estaban viviendo una aventura sin ataduras, pero ella no había dicho cuál era su tipo y tenía que reconocer que eso lo molestaba.


—Increíble —Paula se rio—. Aprendes muy deprisa.


—La necesidad es la madre de la ciencia —comentó él con ironía.


Si ella supiera… Sin los privilegios de una educación cara, habiendo pasado los años de formación metiéndose en líos o evitándolos, había tenido que aprender deprisa para competir una vez fuera de ese mundo atroz. Su talento natural y su intelecto desbordante lo habían impulsado hacia delante, pero también había sabido desde el principio que necesitaba saber otro idioma. Había trabado amistad con un francés en cuanto pisó el parqué y se había obligado a hablar solo en francés cuando estaban juntos. Había aprendido la jerga de la bolsa en francés y le había sido muy útil a lo largo de los años.


—¿Qué quieres decir?


—Que ya va siendo hora de que volvamos al hotel. A mi libido le pasan cosas cuando te miro.


Él se acabó la taza de café y se levantó. Paula lo siguió inmediatamente. Ella sabía que había hecho lo que había decidido no hacer, había quedado hechizada. En Londres había visto al empresario brillante, al hombre con una energía formidable que encauzaba en el trabajo. Sin embargo, allí había visto a otro hombre. Al hombre ingenioso, instructivo, encantador y sexy, y la había hechizado. Peor aún, si era sincera, sabía que la había enamorado. Para ella, eso no se limitaba al deseo. Eso era el terreno inmenso y desigual del amor, la absorción absoluta por otra persona, el anhelo y la incapacidad de imaginarse la vida sin él. En un mundo perfecto, era la sensación intensa y abrasadora que sería correspondida. En su mundo imperfecto, era la pesadilla que no podía ni evitar ni pasar por alto. Le daba náuseas solo pensar en ello.


Había tenido relaciones sexuales con un hombre que la encontraba atractiva, pero nada más. Le había entregado el corazón a un hombre que no iba a corresponderle. Pedro Alfonso no hacía el amor. En realidad, no hacía nada que se pareciera ni remotamente a la intimidad, o, al menos, a lo que ella entendía por intimidad. 


Se había dado cuenta de que, cuando le preguntaba algo, él sonreía y cambiaba de tema tajantemente. Su esencia seguía oculta. Eso era lo que le gustaba a él y era algo que no iba a cambiar nunca. ¿Podía haber sido más ridícula? 


Contra todo pronóstico, contra todo el sentido común que tenía, había entregado el sentimiento más preciado a un hombre que saldría corriendo si lo sabía. Sintió vértigo y tuvo que hacer un esfuerzo para volver a parecer normal.


Llegaron al hotel en un tiempo récord. Iban a cenar en uno de los restaurantes favoritos de Pedro en Montmartre, un sitio lleno de gente variopinta. Les quedaban dos horas y ella sabía cómo iban a emplearlas. En la habitación de él, en la cama de él. Ella siempre volvía a su habitación aunque fuese de madrugada, pero siempre se acostaban en la habitación de él.


—No puedo dejar de tocarte —él la empujó contra la puerta cerrada—. Acaríciame.


Se desabotonó los vaqueros y se bajó la cremallera para liberar el miembro palpitante. El contacto de su mano fría mientras se abría camino por debajo de los calzoncillos estuvo a punto de elevarlo más allá del límite.


—Vamos a usar la bañera…


Él se apartó y la llevó al cuarto de baño, que era el colmo de los caprichos. Una bañera enorme dominaba el centro, con dos lavabos y un espejo inmenso en un lado. Abrió el grifo y llenó la bañera con sales. Paula lo observó. Era poesía en movimiento y no se cansaba de él. La había despojado de su coraza protectora y la única suerte era que él no lo sabía. Se había ocupado de desvelarle tan poco como le había desvelado él a ella, aunque él sabía lo que pensaba de muchas cosas. Habían hablado de literatura, del arte que habían visto, de la comida que habían comido y del vino que habían bebido. Habían hablado de la gente que habían visto desde la terraza del café e, incluso, habían hablado de trabajo y del curso de contabilidad que iba a empezar.


—Noto que me observas —comentó Pedro en tono burlón.


—Eso es porque eres un narcisista y crees que todas las mujeres del mundo te observan.


—Ah… —él se dio la vuelta sin dejar de sonreír y se desvistió lentamente—. Pero tú eres la única que me importa.


Ojalá… Ella había perdido todas las inhibiciones con él y no sabía cómo iba a volver a ser la perfecta secretaria cuando estaba loca por él, cuando él la había visto desnuda, cuando la había acariciado en los rincones más íntimos. Sin embargo, los hombres sabían distanciarse bien y ella haría lo mismo.


Los dos cabían perfectamente en la bañera y se puso entre sus piernas con la espalda sobre su abdomen y la cabeza en su cuello. Él se enjabonó una mano y le masajeó los pechos con calma. Notaba su verga de acero, una prueba evidente de lo mucho que lo excitaba. Cerró los ojos y se dejó arrastrar cuando él bajó la mano hasta introducirla entre sus muslos.


—No… —susurró ella entre jadeos cuando empezó a acariciarle la sensible protuberancia.


—¿No, qué?


—Para o…


Demasiado tarde. Se estremeció mientras alcanzaba el clímax, se le aceleró la respiración y gritó. Se sentó encima de él, pero sabía tan bien como él que era demasiado arriesgado sin protección. En vez de eso, hizo lo mismo que él le había hecho a ella. Ver cómo llegaba al clímax era tan excitante que no pudo esperar a que salieran del baño y llegaran a la cama. ¿Se lo imaginaba o sus relaciones sexuales habían adquirido un apremio que no tenían antes? 


Se marcharían la tarde siguiente.


Él habría podido seguir acariciándola y haciendo el amor con ella, se habría olvidado de la cena, pero solo les quedaba una hora para prepararse y salir del hotel.


—Entonces…


La abrazó. No se habían secado casi, habían estado demasiado ávidos el uno del otro.


—Nos marchamos mañana —añadió él.


—Sí —confirmó ella con una mano en su pecho.


—¿Qué te parece París?


—Creo que volveré algún día. Es precioso. Me encantan los museos, la arquitectura… No hay nada que no me encante.


—¿Y Londres? Creo que esto que tenemos no ha llegado a su fin…


Lo excitaba tanto como el primer día, incluso como antes, si era completamente sincero.


—¿Qué quieres decir?


—Quiero decir, mi querida secretaria, que no estoy preparado para que acabe nuestra estancia en otro mundo.


Ella lo miró a los ojos. No estaba preparado para que eso acabara. Sabía que quería decir que no se había cansado de ella, pero se cansaría y entonces la destrozaría completamente. Más aún, tenerla cerca lo desesperaría. 


Solo sería otra mujer de la que tendría que deshacerse, pero ella seguiría trabajando para él, seguiría siendo visible. 


¿Acabaría comprándose un ramo de flores de despedida para sí misma?


—No creo que sea la mejor solución.


Él se apartó y la miró con el ceño fruncido.


—¿Qué quieres decir? —preguntó Pedro con una sonrisa—. Todavía nos excitamos. No podemos negarlo, Paula. Trabajas para mí y siempre he mantenido el principio de no mezclar el placer y el trabajo, pero, como suele decirse, a buenas horas, mangas verdes.


Pedro, cuando nos marchemos, se habrá acabado. Es lo que dije al principio y lo mantengo.


¿Habría reaccionado de forma distinta si no se hubiese enamorado? ¿Habría podido mantenerlo como algo divertido y esporádico y luego, cuando hubiese terminado, haber vuelto tranquilamente a su vida de siempre? Estuvo tentada de seguir ese camino, pero se resistió con la firmeza de alguien que nadaba contracorriente.


—No lo dices de verdad.


Ella se sentó en la cama y empezó a vestirse sin mirarlo.


—Mantengo todas y cada una de las palabras, Pedro. Ha sido increíble, pero…


Él no podía creerse lo que estaba oyendo. Ninguna mujer lo había rechazado. Siempre había sido él quien las rechazaba.


—¡Pero no podemos dejar de tocarnos! —exclamó él con una mirada desafiante mientras se levantaba y agarraba los calzoncillos—. ¡No sé cuál es el problema!


Una vez vestida, se sintió con fuerzas para mirarlo a los ojos como ascuas, pero, aun así, tuvo que mantener las distancias.


—El problema es que no pensamos igual, Pedro. Tú lo tomas porque puedes y luego, cuando te has cansado, pasas a otra. Yo no soy así. No quiero perder el tiempo teniendo una aventura con alguien si no creo que lleva a alguna parte. Que no es el caso —añadió ella inmediatamente para que él no pensara que estaba pidiéndole que expresara lo que sentía por ella—. Solo digo que tenemos que tener las cosas claras. Ha sido como una burbuja. Es demasiado tarde para decir que no fue una buena idea, lo hecho, hecho está. Ahora podemos pasar página, seguir nuestra relación laboral y dejar esto como algo que disfrutamos y que no volverá a repetirse.


—No puedo creerme que esté oyendo esto. He conocido muchas mujeres retorcidas en mi vida, ¡pero tú no eres una de ellas!… ¿o sí?


Eso le llegó al alma. No era nada parecido, si él supiera… 


Afortunadamente, no lo sabía.


—No lo soy —se limitó a replicar ella—. Soy realista. Como tú. Sin embargo, nuestras realidades son distintas. Quiero un hombre para toda la vida y estoy dispuesta a hacer lo que haga falta para encontrarlo. Tú quieres una mujer para dos minutos y nunca buscarás algo que dure más.







LA TENTACIÓN: CAPITULO 10




Paula podía oír los latidos de su corazón mientras se dirigían a sus habitaciones en un silencio ensordecedor. Tanto que se preguntaba si se habría imaginado esa conversación tan extraña que acababan de tener. No podía mirarlo, pero daba igual porque su imagen se reflejaba en el ascensor, aunque ella no quisiera. Ella estaba junto a la puerta con los brazos cruzados. Él estaba apoyado en la pared de espejo con las manos en los bolsillos, delgado, moreno y haciendo que se estremeciera. Se abrieron las puertas y ella saltó afuera. Le dolían los pies por los zapatos de tacón y se detuvo un instante para quitárselos.


—¿Ya estás desvistiéndote? —murmuró Pedro con una voz seductora.


—Los pies me están matando. No estoy acostumbrada a llevar tacones.


—Muy bien. Descansa y ya nos veremos mañana por la mañana.


Él inclinó la cabeza con cortesía, se dio media vuelta y se dirigió a su habitación. Paula pensó que todo eso se habría olvidado al día siguiente. El beso en la limusina… su forma de mirarla… la conversación de después de la fiesta. Todo se habría olvidado a la luz blanca y nítida del día porque las cosas eran así. Ella era la secretaria perfecta y si, por una jugada del destino, él hacía que se sintiera joven, viva y con posibilidades, eso era algo que tenía que dejar a un lado. Incluso, aprender de ello. Si un hombre con unos principios que la dejaban fría conseguía excitarla de esa manera, tenía que empezar a espabilar en el asunto de salir con hombres en vez de que le salieran telarañas de tanto esperar. Lo miró mientras rebuscaba las llaves en los bolsillos de la chaqueta. 


Él no estaba mirándola, iba a cerrar la puerta y ella nunca lo sabría.


—¡Espera!


Pedro se dio la vuelta lentamente y con una sonrisa. ¿Había sabido que ella lo detendría? Por una vez, no había sabido lo que iba a pasar y tampoco sabía qué habría hecho si ella se hubiese ido a su habitación a descansar. Dudaba mucho que hubiese podido sofocar la libido con una ducha de agua fría.


—¿Sí?


Paula corrió hacia él. Era curioso, pero no se había dado cuenta de su actitud de vieja, de su perspectiva de vieja, hasta que él le había puesto todo patas arriba y luego había vuelto a colocarlo, pero en una posición distinta. Tenía veinticinco años, ¿cuándo fue la última vez que tuvo una aventura? Se quedó delante de él y lo miró a la cara.


—De acuerdo.


—¿De acuerdo…?


—Sabes de qué estoy hablando. Me… me atraes aunque no entiendo por qué. No eres mi tipo.


—Un buen punto de partida. Así, no te harás ilusiones.


—¿Qué ilusiones? Olvídalo. Las ilusiones de Georgia de retenerte más de cinco segundos —ella se rio nerviosamente—. Te recuerdo que trabajo para ti y que no soy tan tonta.


—¿A qué se debe el cambio de parecer? Después de besarnos, creí que me habías ordenado que lo olvidara y que fingiera que no había pasado.


Él abrió la puerta de la habitación, encendió la luz y la bajó inmediatamente hasta que fue un resplandor muy tenue. 


Habían abierto la cama y se le aceleró el pulso. Era
enorme y la llamaba tentadoramente.


—¿Y bien? —preguntó él sentándose en el sofá con las piernas separadas y los brazos en el respaldo.


—Yo… Es la primera vez que lo hago y sé que no es una buena idea, pero…


—La vida está llena de «peros». Eso es lo que la hace tan… estimulante.


Aunque la verdad era que tenía muy pocos «peros» para él, sobre todo, en lo relativo a las mujeres. En su vida sentimental no habían cabido las dudas y mucho menos los «peros». Se hizo el silencio hasta que él habló con delicadeza.


—Quítate la ropa.


—¿Qué?


—Muéstrate desnuda delante de mí.


—No… no puedo.


—¿Por qué? —entonces, se acordó de su inocencia, de su forma de sonrojarse—. No serás virgen, ¿verdad?


—¿Cambiaría algo si lo fuese?


—Sí —él se inclinó hacia delante—. Lo cambiaría.


—¿Por qué?


Paula soltó los zapatos. Le habría parecido raro dejarse caer en el sofá junto a él y se sentó en una de las butacas. Hablar le daba tiempo para replantearse su decisión. Si hubiese caído apasionadamente en la cama con él, no habría tenido tiempo para pensar, pero era posible que los dos necesitasen hablar porque no era una situación cualquiera, muchas cosas podían cambiar para peor.


—¿Estás echándote atrás? —le preguntó él con una sonrisa torcida.


Parecía como si le hubiese leído el pensamiento y esa sonrisa afianzó su decisión.


—No. Dime qué cambiaría si fuese virgen.


—Me conoces. No busco… nada. Es lo que les digo a todas y cada unas de las mujeres con las que salgo y es lo que te digo a ti ahora. El sexo es un entretenimiento placentero, pero no es amor, no es compromiso y no va a ninguna parte. Si no tienes suficiente experiencia para tenerlo en cuenta… —él se encogió de hombros, pero tenía los ojos oscuros clavados en los de ella—. Mis experiencias anteriores no me han programado para ningún tipo de compromiso.


—No soy virgen —replicó Paula con brusquedad—. Además, hablar de esto hace que parezca un acuerdo.


—¿Y qué tiene de malo?


—Que…


Ella vaciló mientras pensaba en cómo decirle lo que quería decir y él lo aprovechó.


—¿Que quieres un idilio?


—¡No! Eso es un disparate. Voy a marcharme. No debería…


Pedro se adelantó y le rodeó la cintura con una mano. Paula se estremeció. Hablar era como un jarro de agua fría, aunque no tuviese sentido, pero el calor de su piel en la de ella le recordaba por qué lo había detenido antes de que entrara en su habitación.


—Acércate y te mostraré por qué es posible que sea un disparate, pero por qué no deberías marcharte.


Paula, hipnotizada, se inclinó hacia él con los ojos medio cerrados. Explotó por dentro al sentir los labios de él, introdujo los dedos entre su pelo y le acarició el cuello. Casi no podía creerse lo que estaba haciendo. ¿Realmente era ella? No corría riesgos. Su vida había sido tan inestable que no había desarrollado una actitud indiferente a todo, que era lo que se necesitaba para ser espontánea y despreocupada. 


Era prudente, cuidadosa… Aun así, sabía que iba a correr el mayor riesgo de su vida y no quería parar. Lo besó lentamente, dejándose llevar por la sensualidad. Mientras lo besaba, con los ojos cerrados, le acariciaba el contorno de su hermoso rostro con las yemas de los dedos. El chal se le cayó de los hombros y él le acarició las clavículas.


—Desvístete para mí, Paula. No me digas que no puedes. 
Date la vuelta. Te bajaré la cremallera.


—Nunca había hecho striptease antes.


—Entonces, te enseñaré cómo se hace.


Pedro se levantó y empezó a desvestirse muy despacio mirándola. Ella también lo miraba fascinada y con la boca entreabierta. Él no recordaba haber estado tan excitado. Ella tenía la expresión de una niña en una tienda de caramelos y eso lo alteró más que una dosis de adrenalina. Una vez sin camisa, empezó a bajarse la cremallera de los pantalones y sonrió cuando ella desvió levemente la mirada, aunque volvió a mirarlo fijamente.


Solo tenía unos calzoncillos de seda de rayas oscuras. Paula creyó que iba a desmayarse. Tenía el cuerpo de un atleta; los hombros anchos y un torso musculoso que acababa en un abdomen como una tabla de lavar y en unas caderas delgadas. Los nervios la atenazaron por dentro. ¿Qué pensaría de ella? ¿Estaba exponiéndose a la humillación? Él la había halagado diciéndole que le parecía atractiva, pero ella no podía olvidarse de que le gustaban las mujeres bajas, voluptuosas y con pechos grandes.


Él no se quitó los calzoncillos y volvió a sentarse en el sofá con una sonrisa maliciosa.


—¿Lo he hecho bien?


Paula se bajó la cremallera ella misma, tomó aliento, se bajó el vestido de un hombro primero y del otro después. Tomó aliento otra vez y dejó que el vestido cayera al suelo. Él la había mirado con confianza mientras se quitaba la ropa, pero ella cerró los ojos hasta que oyó que él le pedía con delicadeza que los abriera. Su amabilidad fue como una varita mágica que le despojó de los nervios con la misma facilidad que ella se había despojado de su precioso vestido de Cenicienta.


Se acercó a él llevando solo las bragas de encaje rosa y contuvo la respiración cuando la agarró de las caderas y se incorporó para besarle el abdomen. Quizá no fuera una Marilyn Monroe llena de curvas, pero lo excitaba de verdad. Lo notaba porque le temblaban ligeramente las manos y tenía la respiración entrecortada. Por un momento, su poderoso jefe no era el hombre que gobernaba el mundo, sino alguien muy humano con reacciones que no podía controlar, y ella había conseguido eso. La seguridad en sí misma le subió por las nubes.


—Eres preciosa.


Se agarró a sus hombros cuando le tomó la cinturilla de las bragas y se las bajó. Estaba desnuda y no quería salir corriendo. Dos encuentros desmañados con Alan antes de que la abandonara por una más sexy la habían dejado sin la más mínima confianza en sí misma. Si alguien le hubiera dicho que sería capaz de quedarse desnuda delante de uno de los hombres más sexys que podía esperar conocer y no sentirse abochornada de su cuerpo, ella se habría reído con incredulidad. Sin embargo, eso era exactamente lo que estaba haciendo en ese momento.


Él le separó los muslos con la mano y ella introdujo los dedos entre su pelo con un jadeo cuando le pasó la lengua por los pliegues de su feminidad, pero, cuando la introdujo, casi se le doblaron las piernas. El placer era insoportable. La provocaba con una tortura refinada que la elevaba a una altura de vértigo antes de dejarla caer. Estaba húmeda y palpitante y anhelaba más.


La tomó en brazos, la tumbó en la cama y la miró. Era delgada y grácil. Los pechos tenían el tamaño perfecto y el pelo se extendía como la seda. Se quitó los calzoncillos. 


Estaba tan excitado que le iba a costar una enormidad no hacer lo impensable. Sabía que, si ella lo tocaba ahí, explotaría como un adolescente sin dominio de sí mismo.


Ella casi no podía respirar. La excitación la dominaba, le corría por las venas como una droga que arrasaba con todo. 


No sabía qué hacer para no tocarse y sofocar el ardor.


Él se puso a horcajadas encima de ella, que fue a acariciarlo, pero él le detuvo la mano.


—No. Si lo haces… Estoy demasiado excitado y…


—Eso está bien.


—Mejor que bien —gruñó él.


Se inclinó y ella gimió y se retorció cuando empezó a pasarle la lengua por los pechos.


—Las manos por encima de la cabeza —le ordenó él.


Tenía los pezones grandes y rosas y se deleitó con ellos delicadamente antes de meterse uno en la boca y succionarlo. Ella se retorció más todavía entre jadeos. Si ella se sentía como una niña en una tienda de caramelos, así se sentía él también. Era una novedad increíble, estimulante y excepcional. Cuando no pudo soportar más los preámbulos, buscó la cartera, que la había dejado en la mesilla, y sacó un preservativo. A pesar del deseo deslumbrante, ella vio a un hombre que no corría riesgos. Cuando decía que no se metía en relaciones a largo plazo, lo decía en serio. Se apoyó en los codos y miró cómo se lo ponía con destreza. 


Era tan grande que le maravilló que nunca se le hubiese roto uno por accidente. Se miraron un instante a los ojos y él sonrió.


—Nada de riesgos, ¿eh? —preguntó ella con desenfado.


—Nunca.


Entró y empujó hasta que ella sintió toda la dimensión de su miembro entre oleadas de sensaciones. Se aferró a él y le clavó las uñas en la espalda mientras acometía con más ímpetu cada vez. Le rodeó la cintura con las piernas y se fundieron en uno.


El orgasmo fue largo, profundo y devastador. Se sentía como si se elevara y se deshiciera en mil pedazos. Arqueaba el cuerpo al compás de las oleadas de placer que la arrasaban. Él también explotó con una última acometida y entre estremecimientos de todo el cuerpo. Increíble.


—¿Has llegado al cielo? —preguntó él medio en serio y medio en broma porque él sí había llegado.


Estaban de costado y mirándose cara a cara. Parecía lo más natural del mundo, pero ella tuvo que bajar la mirada porque se sentía muy… cariñosa. Sospechaba que ese momento perfecto, cuando habían alcanzado el clímax juntos, era una de las pocas veces que él bajaba la guardia y suponía que a ella le pasaba lo mismo. Sin embargo, también había llegado el momento de volver a ser las personas que eran y el cariño no tenía cabida.


—¿Tengo que decirte que has estado muy bien? —murmuró ella en tono provocador mientras él entrelazaba los dedos con los de ella y se los besaba uno a uno.


—Sería un detalle. No tengas prisa y puedes ser todo lo descriptiva que quieras.


—Eres un narcisista.


—No me digas que no te gusta —él la besó y puso una mano entre sus muslos—. Es más, tienes que decirme que te gusta. Soy tu jefe.


Un recordatorio muy oportuno. Ella se puso de espaldas y miró al techo. Al hacer el amor, había perdido la capacidad de pensar, pero estaba pensando en ese momento, estaba recordando todo lo que le había dicho, que le había advertido que no se encariñara con él, lo mismo que les diría a todas las mujeres con las que se acostaba, y ella ya era una más.


Sería una más, pero no iba a ser otra de las que querían más de lo que él podía ofrecer. No iba a convertirse en otra Georgia histérica que había sido tan necia que había creído que podía domesticar a ese animal selvático.


—Efectivamente, lo eres. Por eso, esto solo durará mientras estemos en París.


Aunque un poco tarde, cayó en la cuenta de que quizá solo fuese la aventura de una noche. ¿Habría sacado una conclusión equivocada?


—¿Lo dices irrevocablemente? —murmuró Pedro soltándole la mano y acariciándole un pecho hasta que se endureció el pezón.


—Estar aquí es como estar en otro mundo… al margen de lo habitual.


Ella sabía que su cuerpo estaba reaccionando sin poder dominarlo, pero su voz fue serena. Quería que le pasara la lengua por la punta del pezón como había hecho antes, quería que la lamiera entre las piernas hasta que no pudiera respirar y quería que entrara en ella y acometiera hasta elevarla a una órbita deslumbrante.


Pasar cuatro días con él no era lo que quería, pero tampoco iba a perder el control. No iba a ser su marioneta. Además, tampoco iba a caer en la trampa de creer que, como ella había sido más difícil de conseguir de lo que estaba acostumbrado, él ya no era ese hombre vago que tomaba lo que estaba al alcance de su mano porque le aburría tener que conquistar. No iba a ser otra necia que creía que él podía cambiar.


—¿Qué es lo habitual?


—Lo habitual es estar en Londres y trabajar para ti. Lo digo en serio, Pedro. No quiero arriesgar mi trabajo. No puedo pensar cuando haces… eso…


Él había introducido un dedo y le acariciaba la hendidura húmeda y sensible.


—Me parece bien —murmuró él. Ella tuvo que hacer un esfuerzo para controlar la repentina e irracional decepción—. Eres la mejor secretaria que he tenido jamás.


—Además, te gusta pasar página deprisa cuando se trata de las mujeres, ¿no?


—Sí, siempre.


Le pareció que lo mejor era recordárselo, aunque ella no era como las otras mujeres con las que había salido. Era joven, pero también era serena y no buscaba lo inalcanzable. 


Además, le había dicho que él no era su tipo. ¿Cuál sería su tipo? Le daba igual. No iba a correr riesgos. Ella no iba a aspirar a nada sentimental con él, como él tampoco iba a hacerlo con ella. Se entendían.


—Sin embargo, mientras estemos en otro mundo, vamos a limitar nuestra atención a los clientes. No has estado nunca en París y yo conozco esta ciudad como la palma de mi mano. Te ordeno que me sigas.


—¡A sus órdenes, señor!


Paula sonrió. Era su gran aventura e iba a disfrutarla mientras durara.








LA TENTACIÓN: CAPITULO 9




Pedro señaló las luces que iluminaban un camino flanqueado de árboles que llevaba a una casa que parecía la Place des Vosges. Había coches lujosos aparcados por todos lados y él le contó por encima la historia de ese sitio, que era de la misma familia desde hacía generaciones.


Sin embargo, lo estremecía. Ella había abierto una puerta y él había entrado. ¿Acaso esperaba que se diese media vuelta y se marchara solo porque ella había cambiado de parecer? Si él hubiese creído por un segundo que su reacción se había debido al vino, no habría dudado en cortar esa situación. Sin embargo, lo había deseado y seguía deseándolo. Lo notaba porque no lo miraba, porque intentaba controlar la respiración entrecortada, porque estaba apoyada en la puerta del coche demasiado despreocupadamente. Era como si temiera acercarse a él y arder en llamas otra vez. Cualquier idea de abandonar ese desafío se esfumó. El depredador que había en él estaba al acecho y no permitía que se planteara la temeridad que quería hacer. Por una vez, había algo en él que no dominaba, y le gustaba.


La fiesta estaba en pleno apogeo. Gente muy elegante charlaba en grupos, bebía champán y tomaba los canapés que les pasaban unas camareras muy atractivas vestidas con el uniforme sexy que se asociaba a las camareras francesas, pero él casi ni se fijó en ellas, solo tenía ojos para Paula. Hacía que se sintiera orgulloso. Los hombres la miraban, y las mujeres también. Además, aunque su francés era muy elemental, hacía todo lo que podía para charlar en los grupos que la reclamaban.


Como remate, la operación se cerró. La familia, según le contó François haciendo un aparte con él al final de la velada, lo respaldaba plenamente. Lamentaban en parte perder la empresa, pero él pensaba acompañar a sus hijos en una aventura completamente nueva en el sector del ocio.


Pedro no se había planteado otra posibilidad y estaba dispuesto a marcharse cuando vio que Paula se reía y hablaba animadamente con un hombre alto y rubio que la miraba por encima del borde de la copa de champán, que la miraba de una forma que él conocía muy bien. Ella se reía y la furia se adueñó de él. Se abrió paso entre la gente. Había mucho ruido. Todos habían bebido mucho, ¡ella había bebido mucho! Cayó sobre ellos como un halcón y la agarró del codo.


—Es hora de irnos, Paula.


—¿Ya?


Ella lo miró con los ojos brillantes, el rostro sonrojado y los labios separados, provocadores.


—Ya.


Se dirigió en francés al hombre rubio y esperó en silencio a que replicara. Luego, cuando este no tenía nada más que decir, tomó la mano de Paula y se la besó de una forma que daba a entender una intimidad que a Pedro no le gustó nada.


—Vamos a despedirnos de nuestros encantadores anfitriones y después volveremos al hotel.


Él seguía agarrándola del codo y la llevó hacia el centro de la habitación, donde estaban François y Marie rodeados de familiares y amigos.


—Ha sido una recepción fantástica, ¿verdad?


—¿Puede saberse quién era ese mamarracho con el que estabas hablando?


Él esbozó una sonrisa cuando se acercaron a los anfitriones y siguió sonriendo mientras les daba las gracias y concertaban una cita para el lunes, pero no la soltó ni un segundo.


—No te había traído para que hicieses eso.


Salieron al fresco de la noche y le soltó el codo. Todavía podía verla riéndose mientras miraba al príncipe azul de pelo rubio.


Paula se rio. El champán se le había subido a la cabeza. 


Solo había comido algunos canapés y, además, el recuerdo del beso abrasador en la limusina mezclado con el nerviosismo por estar en un sitio tan inusitado para ella había hecho que bebiera más de lo que solía beber.


—Querías que estuviera a la altura y me mezclara con…


—¡Quería que estuvieses a mi lado y escucharas lo que se decía sobre la operación!


Esperó a que ella estuviese sentada, le dijo al chófer que no saliera y cerró la puerta.


—¡No esperaba que bebieras como un cosaco y coquetearas con cualquier hombre!


—No bebía como un cosaco ni coqueteaba con cualquier hombre —replicó ella con indignación.


Ella notó que él estaba tenso y se agarró las manos porque quería tocarlo y no iba a hacerlo.


—¿Quién era ese hombre? ¿Aportaba algo a mi adquisición de la empresa de François?


—No… —contestó ella conteniendo un bostezo.


—¿Estoy dejándote sin dormir? A lo mejor te has olvidado de que estoy pagándote un dineral por la molestia de haberte dejado sin fin de semana.


Sabía que estaba pareciendo un tirano, pero no iba a echarse para atrás. Parecía somnolienta y condenadamente sexy…


—Me habría pegado a ti como una lapa si me hubieses dicho que eso era lo que querías, pero creí… —ella contuvo otro bostezo— que era un acto social. Además, no te vi en ningún momento a solas con el señor Armand, o me habría acercado. Tampoco hace falta que me recuerdes que estás pagándome muy bien por haber venido aquí.


A él le importaba un rábano el dinero y ella no estaba diciendo lo que él quería oír. No le había dicho quién era ese hombre. ¿Se habían intercambiado los teléfonos? ¿Habían quedado?


—¿Quién era ese hombre? —repitió él con los dientes apretados.


—¿Estás… celoso? —preguntó ella con asombro y completamente sobria de repente.


—¿Os disteis los números de teléfono? ¿Habéis concertado una cita apasionada para más adelante? Si es así, olvídate. No vas a ir a ninguna parte en horas de trabajo.


Se pasó los dedos entre el pelo y la miró con el ceño fruncido. Jamás había estado celoso. Nunca le había importado con quiénes habían hablado o salido las mujeres que habían entrado y salido de su vida. Tampoco había dudado que, una vez en su cama, habían sido fieles. Estaba celoso y no le gustaba.


—Claro que no le he dado a Marc mi número de teléfono.


Por una parte, le indignaba que la regañara como si fuese una niña, pero, por otra, le emocionaba que estuviese celoso, dijera él lo que dijese. Hacía que le importara menos que él le gustara. Al menos, sabía que a él no le importaba tan poco como fingía. Aunque eso tampoco tuviera ninguna importancia.


—Tampoco hay ninguna cita prevista. Solo era un hombre amable al que no le importaba hablar conmigo en un francés rudimentario.


Él pensó que a ese hombre no le habría importado hacer muchas cosas más si hubiese tenido la más mínima ocasión, pero no se habían intercambiado los números de teléfono ni habían quedado. Ella parecía no darse cuenta de que mirar como había mirado y reírse como se había reído podría interpretarse como un coqueteo en cualquier idioma, rudimentario o no.


—Me has preguntado si estaba celoso —murmuró él mirándola con intensidad—. Sí, estaba celoso.


El ambiente cambió y la tensión casi podía palparse. Ella contuvo el aliento y lo soltó entrecortadamente. No iba a confesarlo por nada del mundo, pero se había pasado toda la noche observándolo para ver si miraba a alguna de esas glamurosas mujeres o alguna camarera.


—¿Por qué?


Ella intentó por todos los medios recordar los límites entre ellos y hacer acopio de la fuerza de voluntad que había tenido cuando le dijo que el beso había sido un error que no se repetiría.


—Porque te deseo —contestó él mirándola con una indolencia embriagadora.


—No podemos hacer nada —replicó ella con la voz ronca—. Sería un error espantoso. No soy una chica de esas.


—¿De las que se acuestan con un hombre si quieren? Y no intentes decirme que no quieres.


—No deberíamos estar hablando de esto.


—Y tú deberías dejar de decir lo que deberías o no deberías hacer.


—Estás acostumbrado a que las mujeres caigan rendidas a tus pies.


—Y, aun así, no he visto que hayas caído rendida a mis pies.


La limusina se detuvo delante del hotel. Ni siquiera se había enterado del viaje. Cada célula de su cuerpo había estado atenta a la mujer que estaba sentada lo más alejada que podía de él. Se inclinó hacia delante para decirle algo al conductor y se dirigieron a la entrada del hotel. Él iba con las manos en los bolsillos y ella agarraba el chal con perlas y el bolso de mano como si le fuera la vida en ello.


Estaba celoso… por primera vez. La perseguía… también era la primera vez. La conseguiría… pero ella iría a él.