domingo, 22 de marzo de 2020

ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 58





—Por aquí, señora Chaves.


Paula le entregó a Pedro su móvil mientras se levantaba para seguir a la enfermera. Él, a su vez, le apretó la mano.


—Te esperaré con Kiara aquí, en la sala de espera. Si cambias de idea y quieres que te acompañe, avísame.


Asintió con la cabeza, pero sabía que no cambiaría de idea. Al igual que no lo había hecho cuando Pedro le sugirió en vano que dejara a Kiara a cargo de Henry y de Dolores mientras bajaban a Atlanta.


No quería perder de vista a su hija, pero tampoco deseaba exponerla a cualquier tipo de influencia procedente de Meyers Bickham. Lo que significaba que no necesitaba en absoluto, oír hablar a su madre de antiguas pesadillas con una médica pediatra, que ni siquiera se acordaría de ella.


Las puertas de las habitaciones estaban todas cerradas y los pasillos vacíos y en silencio. Sólo se oía el eco de sus propios pasos en el suelo de mármol.


—Tome asiento —le ofreció la enfermera, deteniéndose ante una puerta abierta—. La doctora estará con usted en unos minutos.


—Gracias.


El despacho era mucho más lujoso de lo que Paula había esperado. Diplomas y premios enmarcados llenaban la pared de detrás del enorme escritorio. Uno de ellos era precisamente de Meyers Bickham. Rodeó la mesa para examinarlo de cerca. Era un certificado de agradecimiento del orfanato a la labor prestada en el mismo, diecinueve años antes. Por su dedicación y servicio a los niños olvidados del mundo, rezaba el texto.


—Hola, Paula.


Aquella voz pareció vibrar en su interior, despertando antiguos recuerdos que se anudaron en una opresión en el pecho. Se volvió para mirar a la mujer que se había detenido en la puerta. Habían pasado casi veinte años, pero la habría reconocido en cualquier parte. Su pelo seguía teniendo aquel color castaño irisado, con múltiples tonos, como si hubiera sido pintado por la mano de un artista. Conservaba un cutis perfecto y una sonrisa de bienvenida asomaba a sus labios.


—No sé si se acuerda de mí, pero yo fui uno de esos niños «olvidados del mundo» que vivieron en Meyers Bickham.


—Por supuesto que me acuerdo de ti. Eras una niña asustada, torturada por las pesadillas y enfadada con tus padres por haber muerto dejándote sola.


—Se acuerda de aquello mejor que yo.


—Tú eras muy pequeña. Y yo una interna en prácticas, encantada con mi primer trabajo —cerró la puerta a su espalda y se acercó a su sillón de piel, detrás del escritorio—. Toma asiento, Paula, y cuéntame cómo te ha ido.


—Soy profesora de historia en Columbus y tengo una niña preciosa, que cumplirá cinco años este verano.


—Me alegro de que te haya ido tan bien. Siempre da mucha alegría saber que uno de nuestros niños ha logrado salir adelante con tanto éxito.


—Me ha ido bien, pero las pesadillas no me han abandonado —le confesó—. En cierta forma, es precisamente por eso por lo que he venido. No pretendo que me ayude con ellas, desde luego. Lo único que quiero saber es si recuerda cómo eran en un principio. Ya sé que ha pasado mucho tiempo, pero…


—Las recuerdo —afirmó la doctora Harrington—. Al menos su estructura básica. Dime lo que recuerdas tú de las pesadillas para que vea si encaja o no con mi idea de las mismas.


—Cambian, pero algunas imágenes permanecen constantes.


—¿Cuáles?


—Las ratas. Grandes ratas grises.


—Es comprensible. Había ratas allí. Yo insistí en que las exterminaran con raticidas, pero al parecer se continuaba hablando de ellas. Los chicos que se atrevían a bajar al sótano solían difundir rumores acerca de que estaba lleno, y que no se podían dar dos pasos sin pisar una. Yo, sin embargo, no fui lo suficientemente valiente como para comprobarlo —la mujer sonrió, tranquilizándola un tanto—. ¿Te apetece un té, o una café? Puedo preparar una cafetera, si quieres.


—No, gracias.


—Entonces sigamos. ¿Qué más ves en esas pesadillas?


—Una especie de desfile, de procesión. La persona que va delante lleva un farol, y otra un cesto de la lavandería.


Paula le contó todo lo que podía recordar, y la médica continuó animándola a que le facilitara más detalles.


—¿Cree que es posible que yo llegara a estar realmente en aquel sótano y viera algo parecido?


—Lo dudo muy seriamente, Paula. Acababas de perder a tu madre y te encontrabas en un entorno extraño. Estabas rodeada de desconocidos en los que no confiabas, y todo te daba miedo. Es inconcebible que hubieras podido bajar a ese sótano. Ni siquiera estoy segura de que los chicos mayores hubieran bajado alguna vez. Yo siempre sospeché que se inventaban esas historias de las ratas para asustar a los más pequeños.


—¿Recuerda usted si le hablé de una procesión de aquel tipo en aquel entonces?


—La mayor parte de tus pesadillas tenían una evidente conexión con tu estado de ansiedad. Que te encerraran en aquel sótano, ver a tu madre y no ser capaz de reunirte con ella, tener amigos de cuya compañía te veías privada… 
Pero la imagen de esa procesión procedía seguramente del funeral de tu madre. Tal vez con unos cuantos recuerdos dispersos compusiste una pesadilla entera.


Cuanto más hablaban, más llegaba a dudar Paula de que sus pesadillas pudieran tener algún contacto con la realidad. Debía de haber sido una reacción automática a su estado de ansiedad, tal y como sostenía la doctora Harrington.


—Me parece recordar que usted me dio algo para ayudarme a superar las pesadillas. ¿Se acuerda de lo que era?


—No me acuerdo del nombre, pero tuvo que ser algún fármaco contra la ansiedad. El tratamiento ha cambiado con los años, y probablemente el medicamento se haya perfeccionado mucho a estas alturas.


—Una cosa más… —dijo Paula—. La mayor parte de las pesadillas vienen acompañadas del llanto de un niño. Un bebé fantasma…


—El llanto de un niño. Claro —la doctora Harrington se recostó en su sillón, juntando las manos—. No me sorprende. En Meyers Bickham eran tantos los bebés ingresados que siempre había alguno, o más de uno, llorando.


—Yo no recuerdo que hubiera tantos bebés en aquel tiempo.


—A mí siempre me parecían demasiados cuando tenía que hacerme cargo de ellos. Pero quizá eso se debiera a que estaba interna, y que por lo general me cansaba mucho el trabajo que hacía en el hospital durante el día. Meyers Bickham era como mi segundo empleo. Iba allí los fines de semana y en los casos de emergencia. Por supuesto, si la emergencia era grave, llevábamos a los niños al hospital.


—Pero usted pasaba mucho tiempo conmigo. Al menos eso es lo que yo recuerdo.


—¿Sabes? Creo que yo me sentía identificada contigo, Paula. Mi madre falleció cuando yo sólo tenía nueve años. No me enviaron a un orfanato, pero me fui a vivir con unos tíos que no me querían realmente. Y yo me comportaba como tú. Fingía ser valiente, me guardaba el dolor para mí misma y todo ese miedo y esa ansiedad afloraban también en pesadillas.


Hablaron durante un rato más, pero aunque la médica no parecía tener ninguna prisa, Paula no quiso robarle más tiempo. Colgándose el bolso del cuello, se levantó.


—Muchas gracias por haberme atendido.


—Espero que al menos te haya servido de ayuda.


—Desde luego que sí, pero sigo confundida con un montón de cosas —miró su reloj—. Será mejor que me vaya. Tengo una amiga ingresada en el hospital de Columbus y quiero visitarla esta noche.


—¿Vas a ir allí ahora?


—Sí.


—Conduce con cuidado —le recomendó la doctora Harrington, acompañándola hasta la puerta—. Me alegro de que hayas venido. Vuelve cuando quieras.


Se estrecharon la mano y Paula salió del despacho para caminar por el largo pasillo… Sin haber conseguido ninguna respuesta definitiva.



ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 57




Recorrió la casa revisando puertas y ventanas, y comprobando que Kiara seguía durmiendo, aterrada por un millón de espeluznantes posibilidades. Sus ojos ya se habían habituado a la oscuridad y por la ventana podía distinguir el perfil de los árboles. Pero no había señal alguna ni de Pedro ni de Mackie.


Durante la siguiente media hora miró el reloj de la cocina por lo menos cien veces. Hasta que finalmente oyó un ruido de pasos en el porche trasero. Pedro. Tenía que ser Pedro. ¿Pero y si no era él? De repente sintió la pistola como un peso muerto en la mano y sus músculos se tensaron, preparada para apretar el gatillo.


Pedro, ¿eres tú?


—Sí, soy yo, Paula. Puedes bajar el arma. No pasa nada. Abre la puerta.


Dejó la pistola sobre la mesa y corrió hacia la puerta. Le temblaban los dedos cuando descorrió el cerrojo. Nada más dejar entrar a Mackie, se lanzó a los brazos de Pedro.


—¡Oh, menos mal que no ha ocurrido nada…!


—Sí que ha ocurrido.


—¿Qué quieres decir?


—Alguien ha estado en el granero. Y se ha llevado la hoz.


—¿Dónde está ahora?


—Fuera de aquí. Salí corriendo detrás de Mackie y vi las luces de un vehículo alejándose por la antigua pista forestal.


—Mackie debió de haberlo asustado.


—Sin duda. Creo que incluso llegó a morderle. Había sangre en el suelo del cobertizo. Si no hubiera tenido herida la pata, probablemente lo habría inmovilizado en el suelo a la espera de que yo llegara.


—¿Crees que pretendía atacarnos con la hoz?


—Dudo que viniera aquí desarmado.


—Pero no disparó a Mackie.


—Un disparo nos habría alertado antes que sus ladridos. Seguramente intentó atacar a Mackie con la hoz.


—¿Qué hacemos ahora? No puedo seguir durmiendo.


—Debes seguir durmiendo. Yo me quedaré vigilando.


—Pero, Pedro, no puedes quedarte levantado noche y día.


—Dormiré en una silla de la cocina con Mackie al lado. Si se produce algún movimiento al lado, me avisará. ¿Verdad, viejo amigo?


Mackie agitó alegremente el rabo, como sellando su trato.


—¿Por qué no llamamos al sheriff local?


—¿Para que haga qué? ¿Para que busque por la zona a un tipo que hace ya tiempo que se habrá largado, y que ni siquiera sabemos cómo es?


—Esto tiene que terminar, Pedro. No podemos seguir así. No podemos.


—Estoy de acuerdo contigo.



***


—Creo que llamaré otra vez al hospital —dijo Paula, mientras se hallaban atascados en el tráfico de Atlanta.


—No vamos a llegar tarde a la cita.


—No, me refería al hospital de Columbus para saber cómo está Ana.


—Bien. Porque me temo que no vamos a irnos a ninguna parte, al menos en los próximos minutos.


—Llevas un buen rato lidiando con el tráfico.


—Y con una niña en el asiento trasero.


—¿Qué diferencia puede significar eso?


—Que tengo que moderar mi lenguaje a la hora de quejarme.


Estaban de broma, pero todo era fingido. 


Estaban tensos, inquietos. Aquella mañana, el cobertizo y la casa se habían llenado de agentes del FBI, tomando huellas y muestras de sangre y de ADN. Pedro seguía insistiendo en que aquel asunto estaba evolucionando muy rápido y que terminaría muy pronto.


El FBI estaba investigando también los archivos del orfanato. Según sus registros, un bebé con una minusvalía había sido adoptado por una pareja de Macón, Georgia. Sólo que la tal familia adoptiva nunca había existido. Pedro temía seriamente que aquel bebé fuera uno de los cadáveres que habían sido enterrados en los muros del sótano. En cuanto a Paula, ni siquiera quería pensar en aquella posibilidad.


Se volvió para echar un vistazo a Kiara. Estaba dormida, abrazada a su osito. El tráfico empezó a moverse de nuevo y Paula marcó de memoria el número del hospital, esperando poder contactar con alguien que pudiera ponerla al corriente de la evolución de Ana.


—Unidad de cuidados intensivos. ¿En qué puedo ayudarla?


—Me llamo Paula Chaves y llamaba para preguntar por Ana Jackson.


—¡Oh, señora Chaves! Me alegro de que haya llamado. Estaba a punto de telefonearle.


—¿Ha pasado algo malo? —inquirió, alarmada.


—No, al contrario, son buenas noticias. Ha salido del coma. Todavía no habla, pero responde con movimientos de cabeza a las preguntas del médico. Parece que lo comprende todo perfectamente. Estamos encantados. También ha preguntado por usted.


—¿De veras? ¿Le dijo que la había llamado cada día?


—Claro. Ha recibido muchas llamadas de amigos, pero usted es la única por quien ha preguntado. Sería estupendo que pudiera pasarse a verla después, porque ahora está descansando. No podrá quedarse mucho tiempo, pero seguro que le sentaría bien ver una cara familiar.


—Lo intentaré. ¿Hasta qué hora de la tarde admiten visitas?


—La última es a las ocho, pero si llega más tarde, pregunte por Juana. La dejaré entrar aunque sólo sea por unos minutos. Creo que su presencia le sentará mejor que cualquier medicina.


—Gracias. Y gracias sobretodo por la buena noticia.


—De nada.


Y se despidió.


—Pareces muy contenta… —le comentó Pedro cuando cortó la comunicación.


—Ana ha salido del coma.


—Fantástico. Y con un poco de suerte podrá facilitarnos una descripción de su agresor.


—Yo, ni siquiera había pensado en eso. ¿Qué te parece si nos pasamos a verla después de nuestra entrevista con la doctora Harrington?


—Estupendo. Si tú estás dispuesta…


—Lo estoy. Pero antes pararemos para comer algo. Así Kiara podrá estirar las piernas y jugar un poco.


Volvieron a ponerse en movimiento y Paula distinguió el hospital justo delante.


—Al final vamos a llegar a tiempo —pronunció Pedro.


—Bien. ¿Sabes? Tal vez sea la impresión resultante de una noticia tan buena como la recuperación de Ana, pero creo que es un buen presagio y que la entrevista con la doctora Harrington va a salir muy bien.


—Ojalá pudiera estar yo presente.


—Lo sé, pero prefiero que te quedes fuera con Kiara. Y no te preocupes. Lo soportaré —pronunció, cruzando supersticiosamente los dedos.


A veces a los buenos presagios había que ayudarlos…




ANTES DEL AMANECER: CAPITULO 56




Paula permaneció largo rato despierta después de haber hecho el amor, tumbada en el hueco que Pedro había dejado en la cama. Imaginando que aún estaba allí y que ella seguía acurrucada en sus brazos.


Se había tomado su tiempo, habían hecho el amor con pasión meticulosa, pero ambos habían convenido en que sería demasiado turbador para Kiara, si llegaba a levantarse para algo y los sorprendía juntos en la cama. Se llevó una mano al sexo, imaginándose que Pedro la estaba acariciando de nuevo. Cada contacto, cada caricia, era como descubrir un tesoro. Descubrir lo que lo hacía arder de anticipación, lo que lo hacía gemir, contener el aliento…


Y ella también estaba descubriendo cosas sobre sí misma. Que le encantaba que Pedro le sembrara el vientre de besos, sentir la caricia de su aliento en la piel, las cosquillas que le hacía en los pezones con el pelo… Estar viviendo aquel infierno y a la vez haberse enamorado de alguien en tan poco tiempo se le antojaba imposible. Y sin embargo, resultaba algo tan fácil como respirar. Era como si su pasión se alimentase del peligro.


No sabía lo que pasaría entre ellos cuando todo hubiese terminado, cuando Pedro ya no sintiera el aliciente del peligro y el desafío de proteger a Kiara, pero por el momento ni siquiera quería pensar en la perspectiva de vivir sin él…


Cerró los ojos, y lentamente, sin que pudiera evitarlo, volvió a experimentar el terror que la había asaltado aquel día, cuando vio aquellos zapatos marrones asomando por debajo de la puerta del cubículo del cuarto de baño. Tembló y se subió las sábanas hasta la barbilla, presa de un extraño delirio. Los zapatos se convirtieron en grandes ratas grises que retrocedían cegadas por la luz de una linterna. Se detuvo, vacilando, pegándose a las paredes del sótano. 


Pero tenía que ser valiente. Era la mayor. Ella los había metido en aquel lío. No podía permitir que vieran lo asustada que estaba.


—No me gusta bajar aquí. Esto es horroroso.


—No es horroroso. Es excitante.


—Vamos a meternos en problemas.


—¿Qué ha sido ese ruido?


—Ratas. Están por todas partes.


—Tienen más miedo de nosotras que nosotras de ellas.


—Seguro que no tanto como yo.


—Juguemos a un juego. Al «Me gustaría…».


Alguien soltó una risita. Y luego todo el mundo se puso a reír, sin parar. Pero las ratas seguían llegando.


—El ruido está detrás de nosotros. Viene del otro lado de la pared.


Esa vez ya no reía nadie.


—Tomémonos de las manos. Tomémonos de las manos y quedémonos en silencio.


—No dejéis que los fantasmas rompan el círculo. Los fantasmas no pueden romper un círculo de amigas.


Paula se despertó sobresaltada, sentándose en la cama y moviendo los pies para ahuyentar a las ratas. Sólo que ya no había ratas. Era una pesadilla. Y Mackie estaba ladrando.


Levantándose de un salto, corrió hacia la habitación de Pedro. Ya estaba levantado y poniéndose los vaqueros, iluminado por la luz de la luna que entraba por la ventana.


—¿Crees que hay alguien ahí fuera?


—Eso espero.


Se volvió y recogió las dos pistolas que estaban sobre la mesilla.


—Está cargada. Si algún desconocido entra por esa puerta, dispárale.


Paula tomó el arma y experimentó una nueva punzada de terror, como un denso humo llenándole los pulmones.


—¿Adónde vas?


—Fuera. Cierra bien la puerta cuando salga y apaga las luces.


—No puedes salir ahí afuera tú solo…


Pedro la miró como si estuviera hablando un lenguaje que no entendía.


—Tengo a Mackie.


Se marchó. Y Paula se quedó sola con un arma cuyo contacto ni siquiera podía soportar, su hija durmiendo en la habitación del fondo del pasillo y una extraña presencia rondando el patio trasero.