sábado, 25 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 7





La casa que los Alfonso tenían en la playa estaba en una cala pequeña y solitaria al norte de Nueva Gales del Sur. El hermano de Pedro la había comprado varios años antes con la intención de convertirla en su hogar, pero aún no lo era y los cuatros hermanos la utilizaban como un santuario para descansar. Aunque preferiblemente no todos a la vez.


La granja de Elena y Damian estaba a veinte minutos de allí, aunque dado el tiempo que pasaron con Pedro esa semana en la playa parecían no tener casa.


Deberían estar de luna de miel, demonios. Una luna de miel que, según Elena, sería muy corta porque no había ningún sitio como tu propia casa.


Pedro esperaba que no quisieran acortarla por su culpa, pero encontraban cualquier excusa para ir a verlo. Elena en particular no dejaba de intentar cuidar de él, lo cual tenía gracia porque odiaba que hicieran lo mismo con ella.


Había estado allí por la mañana porque, aparentemente, Pedro necesitaba comida en la nevera, pero había dejado a su cuñado para vigilarlo.


Damian estaba en el muelle, examinando el paracaídas porque su intención era que se lanzasen en cuanto las costillas de Pedro hubieran curado.


Sin un reto físico en el horizonte Pedro se volvía malhumorado, según Damian, y eso había que arreglarlo.


Aparentemente, había muchas cosas que arreglar en su vida.


Pedro volvió a mirar el informe psicológico que tenía en las manos. Su informe psicológico. Una persona normal probablemente no le habría pedido a su hermano que robase el informe de la base de datos del Servicio Secreto, pero en opinión de Pedro para eso estaban los hermanos.


Habían pasado tres días desde que Paula Chaves lo llamó a su despacho para preguntarle qué necesitaba para terminar el trabajo. Tres días. Y estaba de baja durante dos semanas, pensando en su futuro, intentando vivir el presente y volviéndose loco por segundos.


—¿Quién escribe estas tonterías? —le preguntó a Damian.


—Psiquiatras —respondió su amigo y cuñado, mirando el paracaídas—. Deja de obsesionarte.


—No estoy obsesionado, es que no estoy de acuerdo con la evaluación.


—Tú no deberías tener esa evaluación.


—Aparentemente, tengo complejo de Edipo.


—Tu madre ha muerto, tío. ¿Cómo puedes estar enamorado de ella?


—Podría estar enamorado de un fantasma, de un recuerdo perfecto.


—¿Era perfecta?


Pedro volvió atrás en el tiempo. Recordaba el pelo rizado de su madre, sus ojos azul oscuro, que Elena y él habían heredado, su paciencia con los niños y su fiera defensa cuando otra persona intentaba disciplinarlos.


—Sí.


—¿Sabes que si sufres complejo de Edipo vas a tener que forjar un lazo con tu padre para superarlo?


—Vete por ahí.


—Ya veo que no estás preparado.


—Ella dijo que tengo un lazo emocional contigo.


—¿Quién ha dicho eso?


—Paula Chaves.


—Ah.


—¿Cómo que «ah»?


—¿Estás listo para tomar esa cerveza? Yo sí.


—¿Qué te parece?


—¿Quién?


Damian dejó de inspeccionar el paracaídas y se dirigió a la cocina. Sacó dos cervezas de la nevera, quitó los tapones de rosca y volvió al muelle, que Pedro había convertido en su salón particular.


—Es la primera jefa de sección en treinta años —dijo mientras le pasaba una cerveza—. Creo que tiene contactos, ambición y un cerebro hecho para desarmar a las personas y volver a recomponerlas para conseguir sus propósitos. Eso no es una crítica, por cierto, es una señal de respeto. Es mayor que tú, Pedro.


—¿Y qué?


—¿Edipo?


—No estoy buscando una figura materna, no me obligues a pegarte un tiro. A Elena no le haría gracia.


—Ni a mí tampoco.


—Le he pedido que cene conmigo.


—Seguro que a ella le sentó muy bien.


—Estuve a punto de besarla —Pedro se pasó una mano por los labios, pensando en ella—. Me habría gustado hacerlo.


—¿Quieres que te diga lo que pienso? —le preguntó Damian.


—Solo si no vas a decir que tengo problemas psicológicos, que soy un estúpido patológicamente incapaz de aceptar órdenes.


—Tal vez solo necesitas sexo.


—¿Crees que podría acostarme con ella?


—No, creo que deberías acostarte con otra mujer.


—¿Quién?


—Eso nunca ha sido un problema para ti. ¿Qué tal Bridie?


—Demasiado buena. Supongo que estará casada, con un niño en la cuna y otro en camino —Pedro vio a Damian mirándolo con cara de sorpresa y se encogió de hombros—. Eso es lo que ella quería.


—¿Simone?


—Demasiado blanda. ¿Y si la rompo?


—¿El hermano de Simone?


Pedro esbozó una sonrisa.


—El informe psicológico dice que soy heterosexual.


—Ah, ahora sí crees lo que dice el informe —bromeó Damian, tomando un trago de cerveza—. Has dicho que quieres a alguien que no se rompa y tal vez…


—Quiero una mujer que no se rompa y he encontrado una. Guapa, inteligente y poderosa. Y, si no me equivoco, interesada.


—Ya, claro. ¿Nada que ver con que tengas una información que ella está buscando?


—Sí, es verdad. Pero tiene una conversación interesante.


En ese momento sonó el móvil de Pedro.


—¿Algún problema? —le preguntó Damian mientras leía el mensaje.


—Con un poco de suerte, sí. La señora Chaves llegará aquí el lunes por la mañana. Por qué razón, no lo dice.


—Mmmm.


—Probablemente tendrá algo que ver con el último topo de Antonov, al que aún no he logrado descubrir. Probablemente nada que ver con el sexo, pero…


Pedro estaba decidido a aprovechar cualquier oportunidad.


—No lo hagas, amigo —dijo Damian.


—¿Por qué no?


—Piensa en las complicaciones.


—Ella consigue lo que quiere, yo también. No hay complicaciones.


—¿Y con el tiempo? ¿Cómo afectaría a tu carrera tener una relación con ella? ¿Cómo afectaría a la suya?


—No sé si a mí me queda carrera, si quieres que te sea sincero. No sé si quiero tenerla.


—¿Y ella?


—Supongo que lo descubriré el lunes.


Damian lo miró, sin disimular su preocupación.


—¿Alguna vez piensas en lo que tus decisiones pueden costarle a la gente que te rodea?


—Todo el tiempo —respondió él—. Sé que he metido la pata muchas veces. Elena resultó herida bajo mis órdenes y nunca podrá tener hijos. Fue culpa mía.


—No, yo no lo creo y Elena tampoco. Estábamos en el peor sitio en el momento equivocado. Esas cosas pasan y, además, seguimos vivos.


—¿Entonces estás hablando de hasta dónde llegué para controlar a Antonov y el hecho de que él y otras dos personas estén muertas? No era mi intención.


Damian se quedó callado un momento.


—¿Qué pasó? —preguntó por fin.


Pedro dejó escapar un suspiro.


—Tenía suficiente información como para cargarme toda la organización, pero necesitaba un nombre más para estar satisfecho. Entonces recibí la invitación de vuestra boda y decidí que ya era suficiente y podía marcharme en cuanto tuviese oportunidad. Dos días después, un viejo enemigo de Antonov apareció con suficiente C-4 como para hundir un buque de guerra y yo dejé que lo hiciera mientras me llevaba al niño y la niñera.


—¿Y el problema es…?


—Quería venganza y la conseguí, pero no sé si quería que fuera de ese modo. Antonov no era tan malo. Era cosas diferentes para diferentes personas. Tenía un hijo al que adoraba, una hermana con la que había renunciado a tener contacto para protegerla. Esos hombres muertos tenían familia en Bielorrusia, les enviaban dinero, se preocupaban por ellos.


—Tú no los mataste, Pedro.


—¿Entonces por qué tengo la sensación de que mis manos están manchadas de sangre?


—No lo sé, complejo de Dios. Tú no eres responsable por todas las cosas malas que ocurren en el mundo.


—Pero sí soy responsable de mis actos y debería haber pensando en las consecuencias. ¿No es eso lo que tú intentas decirme sobre mi interés por Paula Chaves?


—Lo único que digo es que hables con ella antes de embarcarte en una campaña de seducción. Las mujeres son fáciles para ti, Dios sabrá por qué.


—Dinero, atractivo, estatus de renegado… genio en resumen.


—Como he dicho, Dios sabrá por qué. Y no creo que sea buena idea hundir a la primera jefa de sector que ha habido en treinta años.


—Ella es demasiado lista para eso.


—¿Cómo lo sabes? ¿También vas a leer su informe psicológico?


—¿Crees que habrá uno sobre ella?


Pedro esbozó una sonrisa. Era bueno hablar libremente con alguien que lo conocía bien y con quien no tenía que cortarse.


—Da igual. Aunque lo hubiese, voy a pedirle a Sergio que no se le ocurra buscarlo.


—No lo harías.


—Claro que sí.


—¿Hacer qué? —preguntó Elena, que acababa de aparecer en el muelle—. Porque sonaba vagamente amenazador.


—Tu hermano quiere leer el informe psicológico de Paula Chaves. Entre otras cosas.


—Me parece lo más justo —murmuró Pedro—. Ella ha leído el mío.


—¿Sigues enfadado por ese estúpido informe? —exclamó Elena.


Él esbozó una sonrisa. La desastrosa misión en la que estuvo a punto de morir no había ablandado a Elena; sencillamente la había hecho más directa y sorprendente afectuosa, pensó mientras su hermana le echaba los brazos al cuello.


—¿Dónde está? —murmuró—. Dámelo ahora mismo, voy a echarlo en la barbacoa. Por cierto, he pasado por la pescadería y he comprado gambones. Y, como os quiero, voy a hacerlos para cenar. Vosotros podéis sacar las bolsas del coche, hacer la ensalada, servir el vino y hacer comentarios halagadores mientras cocino.


Era bueno estar de vuelta en casa, pensó Pedro.


Tal vez eso sería suficiente.






EL ESPIA: CAPITULO 6







Pedro no salió de la sala de interrogatorios hasta el martes a mediodía y estaba deseando no volver a ver la diminuta habitación con sus paredes de espejo.


La orden de Paula Chaves llegó dos minutos más tarde. 


Cinco minutos después estaba en la puerta de su despacho, mirando el acuario encastrado en la pared mientras una regordeta y guapa secretaria le abría la puerta.


Le gustó que no lo hiciese esperar. Le gustó que siguiera sentada detrás de su escritorio porque eso reforzaba sus respectivas posiciones en el Servicio. No eran iguales allí y él no esperaba que lo fuesen.


Se quedó frente al escritorio, con los pies ligeramente separados, las manos a la espalda, esperando mientras ella lo miraba en silencio. Los hematomas en su cara combinaban el morado con el amarillo y se preguntó, irónico, si lo vería más guapo que el día anterior.


Ella le parecía más atractiva cada vez que la miraba. Aquel día llevaba un traje de color gris y una camiseta blanca sobre otra de color gris claro. Parecía cómoda con su ropa, su piel y todo lo que la rodeaba. El poder le sentaba bien.


Pedro… él siempre se había sentido atraído por el poder.


Ella le dio tres segundos antes de levantar la mirada del ordenador e ir al grano.


—Señor Alfonso, su interrogatorio es una broma. Todo el mundo lo sabe y no todos están contentos. ¿En quién está dispuesto a confiar?


En nadie.


—Quiero hablar con mi jefe directo. Se lo he dicho a Corbin y… ¿cuántas veces tengo que decirlo?


—Lo siento —Paula lo miró, con gesto entristecido—. Serrin ha muerto. Murió hace dos meses.


Pedro mantuvo los hombros levantados y el rostro impasible. 


Aquel golpe no lo hundiría. Solo estaba… cansado. Cansado de los juegos, cansado de hacerlo todo solo y cometer errores que costaban la vida de la gente.


—¿Fue por mi culpa? ¿Yo lo dejé al descubierto?


—La suya no era la única operación que dirigía Serrin, Alfonso. No, no fue culpa suya.


Una mancha menos en su alma. Suponiendo que estuviese diciendo la verdad.


Ella inclinó a un lado la cabeza, con una sonrisa curiosamente compasiva.


—Las cosas serían más fáciles si confiase en mí.


—No se me da bien confiar en la gente.


—Lo sé, he leído su informe. Hay muy poca gente en su vida y casi ningún confidente. Su madre murió al dar a luz a su hermano Sergio y es muy protector con sus hermanas, aunque no tanto con su padre y Sergio, a quienes culpa… solo un poco, por la muerte de su madre. El único lazo emocional que se le conoce en sus treinta años de vida es Damian Sinclair. Lo aceptó en su familia a los cinco años.


Ella seguía sin llevar alianza ni anillos en esos dedos bien cuidados.


—El problema —siguió Paula Chaves— es que mucha gente cree que no ha contado todo lo que sabe sobre Antonov. 
Mucha gente quiere ayudarlo a terminar lo que había empezado, así que me gustaría saber a qué está esperando. ¿Qué necesita?


Pedro suspiró. Le habría guastado responder, encontrar absolución, pero dudaba que ella pudiera dársela.


—Tengo que ir a Bielorrusia —dijo, en cambio. ¿Se lo permitiría? Bielorrusia estaba en su jurisdicción, era la parte del mundo que controlaba—. Solo unos días. Corbin no quiere enviarme allí y no sé por qué.


Ella rio y seguía pareciéndole el sonido más agradable que había escuchado nunca.


—Alfonso, ¿ha visto su último informe psicológico?


No lo había visto y seguramente no lo vería nunca.


—¿Qué dice?


—Qué tiene delirios de autonomía y un profundo deseo de morir. Corbin no va a enviarlo a Bielorrusia… de hecho, le cuesta trabajo dejarle ir solo al baño.


—Yo no tengo tendencias suicidas.


—Dígame qué quiere hacer en Bielorrusia y enviaré a alguien. Discretamente. Usted podría dirigir la operación desde aquí.


—Yo no trabajo así.


—¿No? Pues tal vez debería.


Paula se levantó para dirigirse a la puerta, pero Pedro no quería que la entrevista terminase y aún no se había librado de la actitud bravucona después de dos años haciendo de matón de Antonov.


De modo que alargó una mano para impedir que abriese la puerta y la miró a los ojos. De cerca vio que había unos puntitos de color chocolate en el ámbar. Podía oler a limón fresco en su pelo y cuando sintió su aliento en los labios supo que estaba demasiado cerca. Un centímetro más y estaría besándola. Y quería hacerlo. Demonios… quería enterrarse en aquella mujer y tomarse su tiempo antes de salir para buscar oxígeno. Y daba igual que fuese su jefa o que ese comportamiento fuese inaceptable. Tal vez había olvidado cuál era el comportamiento normal. Conocer a una mujer que le gustase, pedirle una cita. Tal vez debería empezar por ahí.


—Cena conmigo.


—¿Ese es el siguiente paso?


—¿Por qué no? Puedes jugar conmigo, ser mi mentora, disciplinarme. Soy joven, impulsivo, enamoradizo.


—Yo no.


—Tal vez por eso me gustas —Pedro dio un paso atrás, buscando señales de interés.


Buscaba algún ligero rubor en las mejillas, notar que contenía el aliento, pero no encontró nada. Solo una mirada cautelosa.


—Apártese, agente Alfonso.


—¿Qué tal si comemos juntos? Prometo portarme bien.


—No —Paula puso un dedo en sus doloridas costillas, no para hacerle daño sino como un gesto de advertencia—. Se está pasando de la raya.


—¿Me haría daño? —Pedro se inclinó hacia ella—. No lo creo.


—Prefiero no tener que hacerlo, pero eso no significa que no fuese capaz, señor Alfonso…


—Llámame Pedro. Llámame por mi nombre —nadie lo había llamado por su nombre en tanto tiempo, al menos dos años. Había sido Jimmy, Jimmy Bead—. Llámame por ni nombre como antes. Me gusta.


—¿El apellido no es suficiente?


—Me gusta más el nombre de pila.


—¿Por qué?


—Me siento más yo.


Pedro


—Eso es.


Pedro dio un paso atrás, dándole el espacio que le pedía, pero cuando apartó la mano sintió que le faltaba algo. Tenía la impresión de que su informe psicológico no había cubierto todos sus problemas en ese momento.


O tal vez sí.


—¿Si te digo que mi próxima pregunta es por tu propio bien me creerás? —le preguntó ella.


Pedro se pasó una mano por el pelo. Últimamente repetía mucho ese gesto y no era algo que hubiese hecho antes, ni como Pedro ni como JB, Jimmy Bead.


—¿Cuál es la pregunta?


—¿Sabes a quién estás buscando? El último topo de Antonov… ¿sabes quién era?


—Yo… no. Creo que era un director del Servicio, pero no sé quién. Si hubiera podido pegarle un tiro en la cabeza lo habría hecho.


—Eso lo creo.


—Consigue que vaya a Bielorrusia —insistió él.


—No, aún no. Tienes que descansar, así que pida la baja. Nadie va a enviarte a Bielorrusia en esas condiciones. Duerme un poco, deja que tu cuerpo cure y luego volveremos a hablar. Ah, y Pedro


—Ese soy yo —dijo él.


—Bienvenido a casa.






EL ESPIA: CAPITULO 5





El despacho de Paula era igual que los despachos de otros directores del Servicio de Inteligencia. Grande, con un pequeño apartamento para cuando no podía ir a casa a dormir porque había mucho trabajo o por si necesitaba un par de horas de sueño después de un turno de treinta y seis horas.


Pedro ya no era estrictamente su responsabilidad. En realidad, podría haberlo dejado con Corbin, pero ella, como todos los demás en el edificio, tenía un gran interés por cualquier información que pudiese divulgar.


Aunque Pedro Alfonso no parecía inclinado a divulgar nada, al menos a Corbin.


Paula miró el informe del interrogatorio de Pedro por última vez antes de echarse hacia atrás en el sillón, girando la cabeza para controlar la tensión en el cuello. Solo era martes por la mañana, pero sentía como si llevase allí una eternidad.


Suspirando, pulsó el botón del intercomunicador.


—Sam, dile al agente Alfonso que venga a mi despacho en cuanto salga del interrogatorio.


Muchos no se tragaban la versión de cuento de hadas que estaba contando Pedro y desde esa mañana se le había encargado la tarea de conseguir su confianza y sacarle la verdad.


Si era capaz de hacerlo.







EL ESPIA: CAPITULO 4





Pedro despertó en una cama que no se movía con el ritmo de las olas. No era su cama, de eso estaba seguro. Su cama durante los últimos dos años había sido una litera pegada al cuarto de motores en el lujoso yate de Antonov, una fortaleza flotante a la que nadie podía acercarse sin ser detectado y capaz de hundir a cualquiera que lo intentase.


Su cama no era blanda como aquella y su camarote no tenía una cómoda con cajones bajo una ventana. ¿Eso era un plato lleno de fresas? Le parecía recordar que había hablado de ello el día anterior. ¿Por qué?


Miró hacia abajo y descubrió unas sábanas de color lima y un edredón de color verde hoja. Parecía una suite muy femenina, pero estaba casi seguro de que no era un hotel.


Pedro hizo un gesto de dolor cuando intentó moverse. Había habido un médico allí por la noche y le había dicho que no tenía dos costillas rotas sino cuatro. Le había dado unas pastillas y después… después no recordaba nada.


Ah, sí, estaba en la granja de Elena.


Y le vendría bien otra pastilla.


Oyó que se abría la puerta y unos pasos que se detuvieron a los pies de la cama.


«Guapa» fue su primer pensamiento. «Simpática» fue el siguiente.


Era la mujer de la noche anterior. Recordaba su boca y sus orejas, pero no recordaba que sus ojos fueran de un color tan claro, casi ámbar.


—¿Estás despierto?


También recordaba su voz. Y su cuerpo aprobaba esa voz.


—Mmmm…


No era cualquier mujer sino la jefa de sección y él estaba metido en un buen lío.


Llevaba una camisa blanca, un pantalón gris y un fino collar de plata al cuello que parecía como si pudiera romperse al menor tirón. Era mayor que él y, sin embargo, se sentía atraído por ella como no se había sentido atraído por una mujer en mucho tiempo.


—Nos conocimos anoche —empezó a decir, con una voz cargada de sueño.


—Así es.


No llevaba alianza, ningún anillo en esos dedos largos y finos, bien cuidados.


—No sé si recuerdo quién eres. Estoy un poco confuso.


Tal vez estaba tomándole el pelo. Tal vez quería ver si en sus ojos aparecía un brillo de irritación por tener que volver a presentarse ya que ser jefa de sección era algo que no debería haber olvidado.


Pero no veía un brillo de irritación. En lugar de eso sonrió y alrededor de sus ojos aparecieron unas arruguitas encantadoras.


—Oh, pobrecito. Sabía que anoche estabas desconcertado, pero no sabía que lo estuvieras tanto. Soy la organizadora de la boda de tu hermana.


—Ya veo.


No, en realidad no lo veía.


—¿No recuerdas que me suplicaste que te llevase al hotel más próximo? —lo preguntaba con una expresión tan inocente. Qué buena era—. Porque eso hice. Te llevé a un hotel, pero de repente el conserje recordó que no tenía habitaciones. Yo me mostré un poco escéptica, pero él parecía muy seguro. Debió pensar que vomitarías en la habitación o morirías en la cama… o las dos cosas. Y, aparentemente, eso sería malo para el negocio. Además, no llevabas ninguna identificación y eso no le gustó nada.


Pedro sonrió. No sabía dónde iba con esa historia, pero tenía intención de seguirle el juego. O tal vez solo le gustaba escuchar el sonido de su voz.


—¿Qué pasó después?


—Me ofrecí a llevarte a un hospital —ella apoyó las manos en la cama—. Pero tú te negaste. Y dijiste que tenía la boca más sexy que habías visto nunca.


—¿Ah, sí? —podría haberlo pensado, pero estaba seguro de no haberlo dicho en voz alta.


—En ese momento yo estaba echándote una bronca así que me sorprendió.


Pedro miró esos labios carnosos que parecían a punto de esbozar una sonrisa.


—No debería haberte sorprendido.


—Y entonces… —siguió ella, haciendo una larga pausa—. Entonces dijiste que si te conseguía una cama para pasar la noche tú me darías un orgasmo que no olvidaría nunca.


—Yo… ¿qué?


—Lo sé, una oferta que nadie podría rechazar, ¿no? Yo tengo esta boca, tú tienes esa cara… te has roto un par de costillas, pero podríamos haber hecho algo, así que te traje
aquí y te ofrecí un café, pero dijiste que si no era turco no lo querías. Fue entonces cuando empecé a pensar que no podíamos ser almas gemelas.


¿Que no podrían ser…?


Pedro estaba casi despierto y totalmente desconcertado. Y, sí, tal vez le había ofrecido pasar un buen rato porque entraba dentro de las posibilidades. Y lo del café también, pero aun así…


—Y entonces me dijiste que las ondas de mi pelo te recordaban las olas del mar, a la luz de la luna ni más ni menos. Y pensé que sí podríamos ser almas gemelas después de todo.


—Yo no dije eso. Jamás diría eso —protestó Pedro—. Además, tú no tienes ondas en el pelo. 


—Te di un vaso de leche y tres pastillas para el dolor y te mostraste muy agradecido. Bueno, lanzaste un gruñido de agradecimiento, un gruñido profundo y masculino, muy sexy. Yo aún tenía una vaga esperanza de conseguir ese orgasmo fabuloso, pero noventa segundos después te quedaste dormido.


Se le daba mejor que a él jugar a ese juego. Claro que él estaba herido.


—Puedes parar ya, jefa. Sé quién eres.


—Pues claro que sí —dijo ella, mirándolo a los ojos—. Y usted tiene que dejar de tratarme como si fuera tonta, señor Alfonso. Tiene que dejar de mirar mi boca y prestar atención a lo que estoy a punto de decir.


Pedro se sentó en la cama, haciendo un gesto de dolor cuando intentó bajar las piernas. Al menos llevaba el pantalón puesto. Y recordaba unas vendas, pero tal vez se las habían quitado y no al revés. En cualquier caso, no había vendas por ningún lado… ni su ropa. Posiblemente porque estaba sucia.


Pedro miró la maleta en una esquina.


—Estoy escuchando.


—Debe saber que no existe ninguna prueba de que estuviera trabajando para nosotros durante el tiempo que estuvo con Antonov. Nadie va a reclamarlo como suyo, está usted solo.


Eso despertó su atención. Pedro apartó la mirada de la maleta para volver a concentrarse en la jefa de sección.


—¿Entonces va a dejarme a merced de los chacales?


Esas cosas pasaban cuando uno volvía cubierto de suciedad y no de gloria.


—Lo siento —murmuró ella,pero no lo negó.


—Quiero hablar con mi jefe directo.


—Ahora mismo lo más parecido a un jefe directo que tiene soy yo.


—No se ofenda, pero no la conozco.


—No me ofendo y espero que haya alguien con quien esté dispuesto a hablar. Estaré en la cocina, señor Alfonso. Vístase, por favor. Mis hombres están dispuestos a marcharse y usted vendrá con nosotros.


—¿Ah, sí?


—Puede hacerlo por voluntad propia o no —Paula sonrió—. Nos da igual.


—Oiga, eso no aparecía en el folleto de reclutamiento.


Ella soltó una carcajada muy agradable.


—Tal vez debería leer la letra pequeña —le dijo antes de salir de la habitación.


Si había pensado escapar de la granja sin que nadie se diera cuenta estaba muy equivocado. Lo esperaba un gran desayuno cuando salió del dormitorio. Su hermano
Sergio servía panecillos y su hermana Adriana, estaba repartiendo huevos revueltos. La jefa también estaba allí, sentada en un taburete, tomando café y leyendo algo en su ordenador, como si fuera parte de la familia… como si estuviera perfectamente cómoda allí.


Pedro se acercó a la cafetera, suspirando. Era brillante, nueva, y no sabía cómo manejarla.


—¿Esto hace un expreso doble?


—Solo si se lo pides amablemente —respondió Ruby, la embarazada esposa de Sergio, abriendo la tapa.


El aroma a café recién molido asaltó sus fosas nasales, llevándolo inmediatamente a un pequeño café en Estambul.


—Estoy empezando a entender por qué Sergio se casó contigo.


—¿Quieres decir que no lo habías entendido inmediatamente?


—Pues… —¿por qué de repente su mundo estaba lleno de mujeres airadas?, se preguntó—. Un café turco sería estupendo, pero puedo hacerlo yo solito.


—No, no puedes —Ruby esbozó una sonrisa—. Anda, siéntate.


—Esto…siento mucho no haber podido estar en vuestra boda.


—Si te portas bien podrás ser el padrino del niño.


Seguramente estaba bromeando. Con un poco de suerte estaría bromeando, pero sería mejor cambiar de tema.


—¿Alguien ha visto a la feliz pareja esta mañana?


—Siguen en la cama.


Pedro hizo una mueca. Otra imagen que no quería en su cabeza.


—¿No te parece bien? —le preguntó Adriana.


—Me parece fenomenal, pero no quiero pensar en ello.


—Muy sano —murmuró su cuñada.


—¿Si lloro me dejarás en paz?


—No sabía que los agentes especiales fuesen capaces de llorar.


—Este agente sí.


Pedro intentó sacar un plato del armario, pero su cuñada lo sentó frente a la mesa.


—Deja de moverte, pesado.


—¿Cómo te encuentras? —preguntó Adriana.


—Bien —respondió Pedro. Como si le hubiera pasado por encima un rinoceronte—. Divinamente.


Su hermana se levantó entonces para abrazarlo y él cerró los ojos, apoyando la barbilla en su cabeza. Le gustaba tanto estar de vuelta en casa… ellos no sabían cuánto los había echado de menos. ¿Y todo para qué?


Había logrado cargarse la organización de Antonov. ¿Y qué? 


Otro traficante de armas ocuparía su sitio. Había dejado al descubierto a unos cuantos topos en altos puestos, pero sería tonto si pensara que había logrado cargarse a todos. Él sabía que no era así.


Cuando abrió los ojos, Paula Chaves estaba mirándolo con cara de sorpresa. Sabía que estaba mostrando debilidad por su familia, pero le daba igual.


—¿A mí también me toca un abrazo?


La voz llegaba desde la puerta. Pedro abrió los ojos y miró a Elena, que tenía muy buen aspecto con el vestido de flores. 


Y parecía feliz.


—Si quieres.


—Claro que quiero.


Elena se dirigió hacia él con cierta vacilación en el paso, de ninguna forma iba a llamarlo cojera, y Pedro las abrazó a las dos.


—Tengo que hacer algo para borrar esa expresión de tu rostro —dijo Elena.


—¿Qué expresión?


—Lejana —respondió ella—. Tienes que volver con nosotros,Pedro.


—Estoy de vuelta.


Elena lo miró a los ojos durante lo que le pareció una eternidad antes de sacudir la cabeza mirando a Paula Chaves.


—¿Cuándo tiene que irse?


—Hace cinco minutos.


Adriana lo miró con ojos serios.


—¿Estás metido en un lío muy gordo?


—No me importa.


—¿Vas a seguir trabajando para ellos?


—No lo sé.


A Adriana le daba igual estar manteniendo esa conversación delante de Paula Chaves. Y a él también.


—¿Quieres hacerlo?


Pedro no respondió. No lo sabía.


Sergio puso un bocadillo de huevos y beicon en su mano. 


Sabía que no necesitaba un plato, estaba acostumbrado a comer a la carrera.


—Nos vamos cuando usted diga, jefa.


—Aún no he terminado mi café —dijo Paula.


«Y tú no te has tomado el tuyo», decían sus ojos. «Te estoy dando un respiro, así que acéptalo y cállate».


Pedro permaneció callado.


Siguió comiendo el bocadillo y cuando el café apareció en su mano lo agradeció. Pasó un minuto… dos. Lo habían dejado en paz. No hicieron más preguntas.


Pero entonces dos hombres con traje oscuro aparecieron en la puerta y Paula Chaves cerró su ordenador y bajó del taburete.


—Agente Alfonso—dijo uno de ellos, con un tono inesperadamente respetuoso—. Es hora de irse.