lunes, 8 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO FINAL




Algo más de un año después…


—¿Has descubierto algo? —le preguntó Paula a Clara mientras mecía a la pequeña Margarita, su primera hija con Pedro.


—Puede —dijo la rubia con una sonrisa enigmática.


—¿Y bien? ¿Qué más? Di algo por favor.


—No sé si debo hacerlo —contestó la otra algo molesta—, nunca me has querido contar nada, y ahora resulta que me necesitas. Y nada menos que para ayudar al estirado de tu hermano.


—Vamos, Clara, las dos sabemos cuánto estás disfrutando con esto.


Paula miró a su amiga alzando las cejas, animándola a hablar. No le iba a insistir mucho, porque finalmente acabaría soltándolo todo, pero la incertidumbre acabaría matándola. Y estaba preocupada por Ricardo.


—He decidido que mejor te doy una sorpresa, y de paso otra a Hastings, a ver si de una vez termina por tratarme como corresponde.


—Tú solita te lo buscas —le recordó mientras observaba dormir a su pequeña.


—A él nunca le he hecho nada; al revés, cuando me pidió ayuda para encontrarte, se la di —puntualizó molesta.


—Tu marido no piensa lo mismo —señaló Paula mientras acostaba a la pequeña en su cunita.


—Pues Alfonso está muy contento de tenerme como amiga, pregúntale.


Mientras le recordaba a Paula que, si no hubiese sido por ella, ellos dos ahora no estarían juntos, un ruido procedente de la biblioteca llamó su atención. Paula salió de donde estaba, el saloncito de té de su madre, puesto que estaban pasando unos días en casa de su hermano Ricardo para que conociera a la pequeña, con la intención de ver lo que ocurría.


—¡Dónde está! —preguntó un enfadado Julian a la vez que se dirigía en su dirección—. ¡Dime ahora mismo dónde está mi mujer!


Paula le señaló la habitación donde se encontraba Clara, sorprendida y expectante. ¿Qué habría hecho ahora su amiga?


Penfried la apartó sin muchos miramientos y entró hecho un basilisco en la estancia donde se hallaba su esposa, quien al verlo abrió los ojos mientras se metía un panecillo en la boca, pero no dijo nada, siguió comiendo como si tal cosa, mirando a su marido, retándolo a que le dijese algo.


—¿Qué te había dicho de inmiscuirte en la vida de mis amigos? —le preguntó furioso; sin embargo, ella ni se inmutó, y Paula tuvo que taparse la boca para que Julian no la viera sonreír.


—Me han pedido ayuda.


—¡Ayuda! —exclamó apoyando las dos manos sobre la mesa donde la otra se encontraba—. ¿Quién diablos es tan estúpido para pedirte ayuda a ti?


—Ella —le dijo señalando con toda la tranquilidad del mundo a Paula, quien por poco se atraganta ante lo que Clara insinuaba.


—¿Es eso cierto? —le preguntó el hombre muy serio.



—Yo… noo… —no sabía qué decir—, ¿para quién te he pedido ayuda?


¿De qué estaba hablando Clara?


—Me dijiste que Ricardo estaba amargado y era infeliz, que te ayudara a descubrir el paradero de Marianne.


—¿Qué has hecho, Clara? —Si no la estrangulaba Julian, lo haría ella misma.


—Nada —se levantó indignada—, sólo le he dicho a tu hermano dónde puede meterse sus estrictos códigos morales, antes de revelarle el paradero de ella y de su hijo.


Una vez que Paula hubo asimilado dicha información, la miró y salió tras ella.


—Te voy a matar —exclamó hecha una furia mientras corría por la habitación detrás de su amiga.


—Sólo lo he ayudado a encontrar su camino —intentaba explicarle mientras se escondía tras la espalda de su marido, quien, por cierto, no hacía nada por ayudarla.


—A tu esposo también lo ayudé, y mira cómo salió todo.


Clara procuraba esquivar a una Paula que estaba muy enojada.


—¿Y tenías que darle la información de esa forma?


—A mí me dijo que estabas embarazada y que te casabas con otro en dos días —intervino Pedro sonriendo al ver la escena—. Thomas me ha dicho que estaba la tarde entretenida y he querido venir a ver si podía ayudar —le explicó a Penfried, que lo miraba cansado.


—No es lo mismo —le dijo Paula angustiada—. Mi pobre hermano…


Alfonso la tomó de la mano y la sentó en una silla, después se puso a su lado, de cuclillas, a la vez que le acariciaba la palma de la mano para tranquilizarla.


—Tu pobre hermano se merece que Clara lo atosigue un poco —dijo sonriente—. Piensa en cuánto tiempo tardé yo en ir en tu busca después de que viniera a verme.


—Muy poco —asintió más relajada.


—¿Lo ves? —apostilló Clara con arrogancia.


—Ahora mismo estoy enfadada contigo.


Ni siquiera la miró cuando le habló. No quería mirar a nadie.


 ¡Su pobre Ricardo!


—Mírame, Paula —le ordenó Pedro—, todo va a salir bien.


Y ella le creyó porque se lo decía su marido, el hombre que la amaba y al que ella amaba.


Y, si no era así, todavía podía matar a Clara.






INCONFESABLE: CAPITULO 26




—¿La has traído?


El hombre estaba verdaderamente furioso. Miró al otro con tal expresión de fiereza que, si éste hubiese negado haber realizado el encargo, estaba seguro de que podría haberlo matado.


—Por supuesto.


Julian se rascó la barbilla conteniendo la sonrisa, pero no hizo ningún gesto que pudiera indicarle a Ricardo que iba a darle lo que éste anhelaba. Estaba disfrutando con aquella situación; después de todo, no era su mujer la única que tenía un comportamiento atolondrado.


—Entonces…


El conde estaba que se subía por las paredes; iba a poner coto de una vez a aquella vergonzosa situación: si Alfonso quería casarse con su incontrolable hermana, allá él, pero lo haría esa misma tarde. Ya estaba harto de ir tras Paula como un viejo general, vigilando cada uno de sus pasos para que no acabara en la cama de su prometido a cada momento, pues ésta siempre conseguía escabullirse y él acababa sorprendiéndolos. No pensaba hacer el ridículo ni una sola vez más.


—¿De verdad es preciso todo esto?


Ricardo alzó las cejas mientras señalaba con la vista la planta superior de aquella casa.


—Supongo que sabes dónde nos encontramos —fue su escueta respuesta—; pues intenta frenar el escándalo ahora.


—Según Clara —confesó el otro con sorna—, estamos donde empezó todo.


Ricardo apretó los dientes.


—Y donde va a acabarse —farfulló—. Desde esta tarde Paula será responsabilidad de Alfonso, así me quito un peso de encima. Una vez casados —explotó—, que hagan lo que les venga en gana, pues será el marquesado el que estará en boca de todo Londres y no mi apellido.


—Bueno —tuvo que admitir Julian—, ahí sí que te doy la razón. Es mejor casarlos cuanto antes, esto está pasando ya de castaño oscuro.


—Pues eso.


—Aún no puedo creerme que estén en casa de Emilia a plena luz del día. —Miró a su amigo sonriendo interiormente—. ¿De verdad piensas casarlos aquí mismo?


La cara de estupefacción del hombre hizo que Hastings se calmara un poco mientras asentía con la cabeza.


—Créeme, Penfried —admitió el otro con congoja—, lo haré. Al parecer mi hermana es capaz de muchas cosas, cosas inimaginables para mí en una jovencita bien educada. Contra todo pronóstico, actúa de forma contraria a como yo pensaba.


Julian se acercó a su amigo y lo animó dándole una palmadita en la espalda mientras se sacaba unos documentos del bolsillo interior de su levita azul.


—Toma —le ofreció—, y démonos prisa, esto no me lo pierdo.


El otro tomó los documentos y los leyó despacio, como si no creyese que por fin iba a ponerle fin a su pequeña guerra familiar. Finalmente había conseguido aquella dichosa licencia especial: desconocía los hilos que Penfried había tenido que mover ni a quién sobornar, pero tampoco deseaba saberlo. El caso era que esa misma tarde iba a celebrarse una boda gracias a los dichosos papeles y Paula ya no sería responsabilidad suya, ni ella ni su reputación, lo serían de su marido. A Dios gracias, un problema menos.


—Vamos.


—Lo malo va a ser explicarle a mi mujer que he acudido sin ella a la boda de su amiga.


—No me digas.


Y los dos se dirigieron a la planta superior de la casa que regentaba Emilia.



***

—¿De verdad? —preguntó Paula entusiasmada cuando Pedro le dio la noticia.


—Por supuesto —asintió arrogante—. ¿Qué pensabas?


—La verdad es que nunca imaginé que podría llegar a conocerlo.


Ella lo miró intentando enfocar la imagen, ya que no llevaba puestos los anteojos.


Se mordió el labio, en un gesto que su prometido había llegado a adorar, y sonrió maliciosa. Pedro sintió cómo su masculinidad volvía a cobrar vida al verla en dicha actitud.


La muy malvada estaba sentada sobre él, completamente desnuda, sonrojada por la intensa mañana de sexo desenfrenado que habían disfrutado aprovechando que el hermano de ésta, y su amigo, habían salido de Londres la tarde anterior para atender unos asuntos en el campo. 


Afortunadamente para ellos, Ricardo no regresaría hasta entrada la noche y, como les había puesto vigilancia en sus respectivas residencias, le habían alquilado una habitación a Emilia en aquel prostíbulo de alto standing; allí no se les ocurriría buscarlos a nadie y podrían pasar unas deliciosas horas sin ser interrumpidos, lo que llevaban haciendo hacía ya bastante rato.


Paula inclinó la cabeza hacia un lado, y se irguió un poco ante el hombre, mostrándole los pequeños y sonrosados pechos, mientras se colocaba sobre él, quien estaba cubierto por una delicada sábana de satén azul. No apartó la delicada tela puesto que, al contacto con ella, sabiendo que Pedro estaba al otro lado, completamente desnudo, se sentía ardorosa, excitada. Él estaba cubierto hasta la cintura, despeinado y somnoliento después del ajetreo de la mañana, pero sus partes bajas habían despertado en el instante en que su diosa de fuego se colocó sobre él: una pierna a cada lado de sus muslos, encima de su masculinidad, que daba saltitos incontrolados al roce, a través de la tela, con la feminidad de ella. Había descubierto que Paula era toda una aventurera en el arte del amor, y daba gracias por ello, desde luego que sí, aunque en momentos como aquel, cuando la encontraba completamente insaciable, dudaba de que pudiera llegar a viejo con tanta actividad.


Paula podía notar cómo el miembro del hombre se endurecía por segundos, y eso la extasiaba. Se sentía poseída por una pasión que la acaloraba y la sometía a sus deseos de yacer con él una y otra vez. Nunca se cansaba de tenerlo dentro de su cuerpo, de la forma que fuera. En esos instantes necesitaba rozarse con el bulto que sobresalía debajo de la tela, por lo que empezó a mover sus caderas, de forma juguetona, a la vez que gemía de placer.


—¡Ay, madre! —exclamó en voz alta.


Pedro la miró consumido por el deseo pero dejándola actuar, aunque, claro, llegaría el momento en el que no podría aguantarse las ganas de volverla a poseer.


—Siento un profundo calor al sentirte debajo de mí —le confesó la mujer sofocada mientras seguía meciéndose, rozándose.


—Como sigas moviéndote así… —le dijo mientras la tomaba firmemente de las caderas para dejarla quieta sobre él. 


Sintió el calor que emanaba del centro de su cuerpo sobre su miembro erguido, cubierto por la fina tela.


Paula ya no pudo más. La sensación de ser consumida, de estallar en cualquier instante por aquel aluvión de estrellas que se apoderaba de ella cuando alcanzaba el clímax, le hizo inclinarse hacia la boca del hombre y devorarla violentamente mientras tiraba de la sábana hacia abajo. Se detuvo un instante a mirarlo como pudo al sentir el calor emanar de su hombría y, en un acto totalmente decidido, tomó la masculinidad del hombre y se la introdujo dentro del cuerpo, exhalando un suspiro de satisfacción al sentirse llena, completa.


—Ahora soy yo el que toma las riendas, querida.


Pedro la hundió todo lo que pudo sobre su cuerpo y, con las manos, la ayudó a moverse sobre él, entre jadeos y palabras susurradas al oído de la joven, que no hacían sino enardecerla aún más, hasta que, finalmente, sus movimientos fueron delicadamente rápidos, en busca de la ansiada culminación.


Cuando se relajaron, Paula siguió sobre él, con la cabeza apoyada en su hombro, totalmente exhausta, mientras Pedro le acariciaba el cuello en actitud totalmente cariñosa y entregada.


—No sabes cuánto desearía que ya estuviésemos casados.


—Créeme, puedo imaginarlo después de esto.


Él sonrió de forma pícara y Pau se sonrojó.


—Soy una mala mujer, ¿verdad? —le preguntó incorporándose un poco, esperando que él la reconfortase diciéndole que no, que era una mujer normal, con unos apetitos normales.


—Si no lo fueras, nunca —le dio un pequeño beso en la nariz—, nunca, me hubiese fijado en ti.


Ante ese comentario, Paula le dio un suave manotazo en el hombro con fingida indignación.


—No te lo discuto —admitió ella—, pero será nuestro secreto.


—Por supuesto, nunca me atrevería a comentar con nadie que mi mujer podría competir con las mejores mujeres de esta casa —le dijo horrorizado—. Totalmente inconfesable.


—¡No bromees con eso!


—No lo hago.


Pedro intentó mostrarse serio, pero no pudo.


—Además, todavía no soy tu mujer —lo amenazó cruzándose de brazos, molesta.


Unos golpes en la puerta atrajeron la atención de ambos, quienes dirigieron su mirada en dirección hacia la puerta del enorme y lujoso dormitorio, sin moverse de donde estaban, y completamente sorprendidos.


—¡Paula, sé que estás ahí!


La voz de Ricardo fue como un jarro de agua fría para ambos, que no supieron ni reaccionar. ¿Cómo demonios se había enterado Hastings de que estaban allí? Tendría suerte si salía vivo de ese lugar, pero de lo que estuvo seguro fue de una cosa: saldría casado.


—¿Decías? —le preguntó Pedro conteniendo la risa.


—¡Calla! —Paula le tapó la boca con ambas manos—. A lo mejor, si lo ignoramos, se marcha.


Él la miró con cara de incredulidad.


—¿Tu hermano? ¿Largarse?


Antes de que Ricardo los dejara en paz, el cielo se volvería rojo.


De nuevo golpearon la puerta con más insistencia.


—No voy a irme —dijo el aludido desde el otro lado como si los hubiese oído—, así que será mejor que salgáis presentables porque vais a casaros. —Silencio—. Aquí mismo. En unos minutos.


—¡Qué!—Paula por poco se cae de la cama de la impresión. 


No iba a casarse allí. Ricardo no podía estar hablando en serio. Seguramente sería una de sus ya conocidas amenazas. Saltó del regazo del hombre en un santiamén, quien, por cierto, no dejaba de sonreír, haciendo aspavientos de indignación.


—Parece que serás mi mujer hoy mismo.


—No pienso casarme en este lugar —repuso con voz estrangulada—, sería un escándalo. Ricardo no lo haría, él no sería capaz. Odia los escándalos.


—Pues parece que ha cambiado de parecer.


—¡Estoy esperando! —Volvió a intervenir el otro—. Y no tengo toda la tarde.


Pedro se dispuso a responderle, pero Paula le hizo una señal para que se callara.


—Es mejor así —intentó convencerla mientras se incorporaba y empezaba a vestirse—. Piensa que, en vez de casarnos, podría haber entrado con un arma y dispararme.


Ella negó con la cabeza con ganas de llorar.


—Yo quería una gran boda —susurró.


—¡Alfonso! —volvió a gritar Hastings—. Os doy diez minutos, si no entraré y os casaré a rastras, no me importará si estáis decentes o no.


—¡Vamos, vístete! —lo urgió ella asustada e indignada. Decidió que su hermano era muy capaz de cumplir su amenaza; percibió que Ricardo estaba fuera de sí, así que era mejor hacer lo que ordenaba, por si acaso—. ¿A qué estás esperando? —Le tiró una almohada a Pedro a la cabeza para que se apresurara y porque la enfurecía su sonrisa; aquella situación no era divertida.


Paula pensó que era mejor no contrariar a Ricardo; ya una vez le había dado una paliza a su prometido, no quería pensar en lo que haría si se negaban a obedecerlo.


—Espera —intentó convencer Julian al ofendido—. Dales unos minutos.


Ricardo protestó pero aceptó el consejo. «Piensa que no es buena idea que encuentres a tu hermana desnuda en la cama con ese traidor», se dijo para calmarse un poco. Intentó controlarse nuevamente. Ninguno de los dos le había dado respuesta a sus exigencias de que abrieran la puerta, por lo que había decidido echar ésta abajo de una fuerte patada.


—Ya han pasado esos minutos, no voy a esperar un segundo más.


—Tú mismo. —El otro hombre se apartó de la puerta dejándole espacio para que intentara derribarla y colarse en la habitación—. Toda tuya.


El conde respiró hondo, tomó impulso y empezó a alzar la pierna para empotrarla contra la puerta en el mismo instante en que ésta se abría dando paso a la parejita que andaba buscando.


Y se enfureció al ver la cara indignada de su hermana y la de satisfacción de su antiguo amigo.


—Estamos listos —le dijo un Alfonso sonriente.



Y Ricardo le dio un fuerte puñetazo en la mandíbula que a punto estuvo de derribarlo. Paula no dijo nada, ya que esperaba una reacción mucho más violenta por parte de su hermano, y porque en su fuero interno creía que Pedro se lo merecía por aceptar casarse con ella en dicho lugar sin intentar al menos hacer cambiar de idea a su futuro cuñado.


—¿Tú no dices nada? —le preguntó el agredido a Penfried, quien lo miraba con un mueca irónica.


—No —le contestó éste alzando las cejas—, sabes que te lo mereces.


—Ahora —los llamó el agresor—, la boda... —miró a su hermana—... ¡inmediatamente!


Y ella asintió bajando la vista avergonzada, como siempre le ocurría con su hermano cuando éste la miraba de forma acusadora, al mismo tiempo que le brindaba un fuerte pellizco a su prometido por romper a reír escandalosamente al verla hacer una mueca de disgusto.







INCONFESABLE: CAPITULO 25





Paula no dejaba de pasearse por su dormitorio. 


Necesitaba ver a Pedro, lo necesitaba verdaderamente. 


Estaba desesperada por pasar la noche con él. ¡Aaarrggg! 


Quería a ese hombre dentro de su cuerpo esa noche y ni su hermano ni todas sus amenazas lo iban a estropear. Se miró de nuevo en el espejo para observarse con ojo crítico. Si algo había aprendido de Clara, era a tomar las riendas de su destino cuando la situación lo aconsejaba. Como en ese momento. Desde su breve interludio amoroso con Alfonso en el despacho de Ricardo, estaba que se subía por las paredes. Su deseo estaba haciendo estragos en sus delicados nervios, por lo que había decidido ir al encuentro de su ahora ya prometido. ¿Cómo pensaba Ricardo que iba a esperar hasta estar casados para volver a estar en los brazos de su hombre? Ni hablar, lo quería, es más, lo necesitaba; su cuerpo insatisfecho le pedía a gritos que fuera a buscarlo, y eso es lo que pensaba hacer.


Pedro le había dicho antes de marcharse que pasaría la noche en su club, junto con Julian, celebrando que dentro de unas semanas sería un hombre felizmente casado, emborrachándose junto a su amigo, pasándolo en grande.


Ella también iba a pasarlo en grande esa noche.


¡Ay, madre! «Soy una mala mujer —se dijo sonriendo—, y me gusta serlo, qué diantres, me encanta.»



****


—Lord Alfonso —le dijo el camarero atrayendo su atención—, le espera un mensaje en el vestíbulo.


—¿Un mensaje? —preguntó extrañado mirando a Julian—. Pensé que no tendría más mensajes de ningún tipo durante algún tiempo.


—Espero que no sean malas noticias.


—Nunca se sabe —respondió mientras se tomaba el coñac de un trago y pedía que le sirvieran otra copa—. ¿No puede traerme el mensaje hasta aquí?


Pedro estaba contrariado. ¿Por qué debería molestarse en hacer caso a ningún mensaje, nota o requerimiento de alguien? Por fin sus asuntos habían quedado resueltos, y pronto, afortunadamente, se casaría con la mujer que amaba. Una mujer a la que no veía desde esa mañana, cuando la dejó en casa de Hastings. Desatendida.


—Según el mozo —repuso el adusto y educado hombre—, debe ser entregado personalmente, y en un lugar discreto, por eso me he tomado la libertad de acompañar al joven a una salita privada.


—Deberías ver de qué se trata —le aconsejó Julian intrigado, y a la vez preocupado porque volvieran a reaparecer los misteriosos accidentes contra Alfonso—, tal vez ha ocurrido algo en Moscú que precise de tu atención inmediata.


El apuesto hombre rubio no dijo nada, sino que simplemente se quedó mirando a su amigo, comprendiendo que éste tenía razón. Podría haber sucedido algo, nunca se sabía qué podía pasar en el país de su padre, y quizá debería no ignorar ese mensaje.


—Está bien —aceptó levantándose con cara de pocos amigos—, indíqueme el lugar,por favor.


Qué remedio, no podía hacer como si nada ocurriese, su 
vida era algo fuera de lo común debido a sus orígenes.


—Por aquí, lord Alfonso.


Y siguió al hombre con cara de pocos amigos.


Pedro observó al jovencito, con ojo crítico, mientras el camarero cerraba la puerta de la pequeña salita y los dejaba a solas. Iba vestido como un mozo de cuadras; sin embargo, estaba completamente aseado y, eso, lo puso en guardia. 


Por lo visto, pensó, a pesar de la hora tan tardía, el chico no había tenido faena ese día, puesto que ni olía a caballo ni daba la impresión de haber estado trabajando duramente en las cuadras de algún establo. ¿Volverían los atentados o las intrigas a su recién conseguida tranquilidad?


El muchacho no era muy alto y, aunque parecía que las ropas fueran de alguien mayor en estatura, podía percibirse su extrema delgadez. También llevaba el cabello oculto en una enorme gorra que le llegaba hasta los ojos: enorme, como el resto de su atuendo. Ojos que se hallaban mirando al suelo en actitud sumisa.


Pedro recorrió con su mirada la estancia. Necesitaba reconocer el terreno, por si se veía obligado a actuar precipitadamente. Se encontraba inquieto, y se olía que aquel sujeto podría intentar agredirle de alguna forma. 


Observó la gran ventana, debajo de la cual había un pequeño sofá en tonos oscuros, sobrios, masculinos. 


Próximo a éste, la chimenea, sobre la que colgaba el retrato del fundador de aquel exclusivo club de caballeros londinenses. Poco más: una licorera, dos sillones orejeros colocados discretamente uno frente a otro y una pequeña librería detrás de éstos. La sala era pequeña.


De repente un movimiento captó de nuevo su atención y pensó que su indeseada visita podría intentar sacar un arma y dispararle; no obstante, una delicada risa lo hizo entrecerrar los ojos. Aquel no era un chico, sino una chica. Y tuvo un presentimiento que lo hizo sonreír. No. Negó para convencerse de lo absurdo de su idea, aquello no podía ser. 


Ninguna mujer estaría tan loca como para actuar de forma tan descabellada. «¿Ninguna? ¿De verdad lo crees?»


Tosió para llamar la atención de su mensajera.


Al parecer a ésta parecía no importarle lo que él tuviera que decir y, sin quitarse la horrible e inmensa gorra, empezó a despojarse de la chaqueta con movimientos pausados, sugerentes, mientras seguía manteniendo la vista clavada en el suelo, obligándolo a seguir sus movimientos con la mirada, intrigado y… acalorado. Acto seguido ella comenzó a desabotonarse la espantosa camisa de color marrón oscuro, para dejarla abierta sobre los hoscos pantalones, permitiendo de ese modo que Pedro devorase con la mirada parte del delicado, marfileño y suave torso de la joven, así como el nexo de unión de aquellos pequeños y ansiados pechos. Ansiados y conocidos. Ella procedió a desabrocharse los pantalones, asintiendo encantada cuando se deslizaron por sus caderas hasta el suelo, hasta caer alrededor de sus delgadas y torneadas piernas, cubiertas por aquellas botas altas, masculinas. Él no se movió de donde estaba parado, aunque tuvo que soportar un infierno para no hacerlo; simplemente, la observó con total desapego, aunque en realidad lo que quería era abalanzarse sobre ella, como le venían exigiendo sus partes bajas desde que la reconociera.


Paula alzó su mirada hacia él y, en un gesto totalmente invitador, se quitó la gorra mientras agitaba su cabeza, provocando que una cascada pelirroja cayera sobre ella mientras lo miraba, sin sus anteojos, con aquella clara y transparente mirada preñada de deseo.


—Le traigo su mensaje, milord —susurró con la voz cargada de sensualidad, mientras le sonreía descarada y colocaba sus bien cuidadas manos a cada lado de la camisa abierta.
—Y ese mensaje es…


Alfonso sabía que su autodominio estaba a punto decirle adiós, pero a pesar de ello se mantuvo donde estaba.


—Su prometida insiste en que cumpla su palabra.


—Mi palabra —tragó saliva—; lo haría con gusto si la mensajera me dijese cuál es mi deber.


Paula inclinó la cabeza hacia un lado y se acarició el ombligo con dedos juguetones.


—La señorita hizo algo por usted esta mañana; sin embargo, ella no recibió su recompensa, y desea preguntarle cuándo cumplirá su palabra.


Sintió cómo su miembro iba endureciéndose por segundos, pero se mantuvo donde estaba.


—Puede decirle a mi prometida... —estaba sudando y Paula no se lo ponía fácil con aquellos meticulosos movimientos de su mano, la cual en ese momento se encontraba muy cerca de su pubis—... que acudiré a su encuentro en cuanto pueda, puesto que ella no puede venir a este lugar, vedado a las damas.


La muy ladina sonrió aún más.


—Por ese motivo, milord, me encuentro yo aquí, para que me haga portadora de su mensaje y pueda hacérselo llegar a mi señora.


Pedro no se contuvo más. Se giró un momento para echar el cerrojo a la puerta para, acto seguido, volverse y correr al encuentro de Paula, quien se había quitado la camisa y lo esperaba con los brazos abiertos.


—Sabes que pueden echarme del club si te descubren aquí, ¿verdad? —le preguntó antes de darle un tórrido beso mientras ella lo ayudaba a desnudarse de cintura para arriba.


—No van a descubrirme —le dijo confiada—, soy tu mozo de cuadras.


Pedro soltó una sonora carcajada a la vez que corría a sentarse en uno de los sillones con ella a horcajadas sobre él. No podía esperar para sentirla engullirlo. Ni siquiera se paró a quitarse los pantalones, sólo se los desabrochó y la colocó encima de él, sin detenerse, hundiéndose completamente en ella y exhalando un gruñido de satisfacción al notar cómo ésta lo rodeaba con las piernas desnudas, enroscándose en su cintura y moviéndose enloquecida, mientras lo besaba sin descanso. Llegaron a acompasar tanto el movimiento de sus caderas que parecían un solo ser, un alma que ha encontrado a su mitad perdida, pegados el uno junto al otro mientras él se hundía y ella lo recibía, una y otra vez: mirándose a los ojos, conscientes del movimiento, del roce del pecho femenino contra el torso masculino, del sudor recorrerles entre las piernas, del sabor de su saliva, de todo. Hasta que alcanzaron un nivel espiritual cuando llegaron a la plena satisfacción.


—Quisiera tenerte así —le dijo el hombre apretándola contra su cuerpo— todos los días, todas las noches: a todas horas.


Ella se mordió el labio y cerró los ojos.


—Tú me provocas sensaciones, sentimientos desconocidos para mí hasta que te conocí —le confesó—, haces que mi cuerpo se derrita cuando me miras, me incendias cuando me tocas, y me haces querer ser libre para amarte.


—Ya lo eres —le dijo dándole un sonoro beso en la nariz—, pero ahora será mejor que nos vistamos y adecentemos un poco; yo volveré a ser el marqués y tú, mi mozo de cuadras —la miró a los ojos— y, si Dios quiere, todo saldrá bien y tu hermano no se enterará de nada.


Ella adoptó una actitud de total contrición.


—Mi pobre hermano jamás hubiese creído lo mala que puedo llegar a ser.


—Vamos —Pedro le dio un cachetazo en el trasero y la ayudó a levantarse y a vestirse mientras él hacía lo propio—. No tienes idea de las ganas que tengo de que estemos casados para evitar estas situaciones.


—¿Y perdernos la emoción? —preguntó traviesa mientras se volvía a introducir su espesa cabellera de fuego dentro de la gorra y se la incrustaba hasta debajo de las cejas.


—Eres incorregible.


Pedro la empujó por el trasero en dirección a la puerta de la salita, pero antes de abrirla volvió a besarla.


Justo cuando ambos cruzaban ésta, adoptados ya sus papales de caballero y criado, pensaron que su aventura había llegado a su fin.


Un final aterrador.


—¡Alfonso!


El mismísimo conde de Hastings, hermano de la protagonista de la lujuriosa escena en la que participó activamente minutos antes en la pequeña estancia, se dirigía hacia él acompañado por Julian.


Pedro contuvo el aliento antes de dirigirse hacia él como si la persona que estaba a su lado no fuese la hermana de éste.


—Hastings —lo saludó deseando terminar con aquello cuanto antes y que Paula saliera indemne de aquella situación—, créeme que no tengo tiempo, ni ganas, para otra de tus poco amistosas conversaciones.


Tal vez, si se mostraba indignado, éste se marcharía sin reconocer a Paula.


—Sólo quiero hablar contigo de los términos de la boda —le explicó malhumorado—, tenemos que negociar la dote de mi hermana.


—¿Tiene que ser ahora? —le preguntó molesto.


—Cuanto antes, mejor.


Ricardo tampoco quería hablar con él, pero era necesario, deseaba asegurarse de que su hermana no perdía derechos sobre su cuantiosa dote.


—¿Qué te ocurre? —intervino Julian preocupado—. Pareces acalorado, y yo diría que hasta asustado. ¿De qué trataba el mensaje?


Aquello pareció atraer la atención del Ricardo, y Pedro miró a su amigo apretando los labios. Claro que estaba asustado, quería evitar que descubriesen a Paula.


—Nada importante —contestó aparentando normalidad—, ya puedes llevar mi respuesta.


Se dirigió a Paula, quien interpretaba a la perfección su papel de mozo, para que tuviera la excusa que necesitaba para marcharse de allí. Ella no tardó en reaccionar y, asintiendo con la cabeza, que mantenía convenientemente gacha, se fue de allí con el corazón en un puño.


Sin embargo, el hombre, inconscientemente, se había quedado observando cómo ésta se marchaba, embelesado, y aquello llamó la atención de su futuro cuñado, despertando su curiosidad, por lo que se entretuvo en mirar con más detenimiento a aquel extraño criado, hasta que lo reconoció gracias al mechón pelirrojo que se escapaba de aquella enorme gorra y a los tropiezos del muchacho al andar.


Ricardo apretó los dientes e intentó respirar pausadamente.


—Algún día acabaré matándote, Alfonso.


Dijo esto antes de marcharse de allí para no provocar un escándalo, dejando a un sorprendido Penfried tras él, y a un culpable Pedro tras de sí.