miércoles, 30 de diciembre de 2015

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 12




Habían pasado ya muchas horas y la lluvia no había dado tregua. Pedro echó otro nostálgico vistazo a la oscuridad de la noche y dejó caer la cortina. Apretó la taza de chocolate que ella le había preparado, agradeciendo su calidez. Y no es que en la casa hiciese frío, más bien todo lo contrario. 


Pero el esquivo albornoz que Paula le había prestado para tender su empapada ropa frente a la chimenea, le hacía sentirse algo desprotegido. Se giró hacia ella, que permanecía sentada en el sofá mirando al fuego, y sus ojos volaron hasta el enorme abeto, que le hizo darse cuenta de algo.


—Faltan pocos días para Navidad. Por favor, dime que podremos irnos antes.


Ella se encogió de hombros.


—¿Pero es que esperabas quedarte aquí tú sola? —preguntó incrédulo.


—No. Vine porque el fontanero me advirtió que encendiera los radiadores durante algunos días. —Paula suspiró y dio otro sorbo a su chocolate antes de continuar—. Luego empezó a llover y supe que ya no podría marcharme. Pero no me importa pasar aquí las navidades, aquí es donde las he pasado siempre.


Paula lo observó atravesar la estancia y sentarse a su lado. 


Se veía encantadoramente ridículo vestido con su albornoz rosa, cuyas costuras parecían a punto de estallar en sus hombros, abriéndose en la parte delantera y revelando un torso fuerte cubierto de fino vello negro. Paula sintió ascender la temperatura de la habitación y el rubor extenderse por sus mejillas. Bajó la cabeza y puso toda su atención en un grumo que flotaba en su chocolate.


Pedro contempló su perfil: el reflejo del fuego en su pelo dorado, la nariz respingona sobre la boca de labios generosos. Se fijó en su sonrojada mejilla y se dio cuenta de que se había turbado. «¿En serio existía todavía alguien capaz de ruborizarse ante la visión de un hombre con poca ropa?» Aquel pensamiento le hizo sonreír. «¿Pero de dónde diablos había salido aquella mujer?»


—Entiendo que este es el hotel al que mi padre se refería en el testamento —dijo él apartando los ojos de ella para mirar a su alrededor.


Ella asintió.


—Pues aún queda bastante trabajo por hacer.


—¿Ah, sí? No me digas.


Paula intentó reunir todo su sarcasmo al responder. Cómo se atrevía él a opinar del estado de su casa, si había ido hasta allí para que renunciara a su parte de la herencia, lo que significaba no saber cuándo volvería a reunir dinero para costear otro arreglo.


Él pareció captar la ironía porque su voz se suavizó.


—Es una gran casa y, por lo poco que pude ver cuando venía, está en un paraje único. —Sorbió un poco de chocolate antes de continuar en un tono más profesional—. Aunque habría que arreglar el problema de comunicación. Necesitarás una buena conexión a Internet para las reservas, una Web atractiva y, sobre todo, que los huéspedes no se queden atrapados y sin cobertura cada dos por tres.


—Sé perfectamente lo que tengo que hacer, y lo que no necesito es que me den sermones de cómo hacerlo —contestó irritada.


Paula sabía que tenía razón, pero le desagradaba que él estuviese allí dándole lecciones de cómo debía llevar su hotel; bueno, lo que esperaba que algún día fuese su hotel. 


A veces se impacientaba tanto por verlo terminado que creía que nunca iba a llegar el momento de que su vieja casa familiar volviese a recibir invitados.


Pedro sonrió y asintió con condescendencia.


—Ese es precisamente uno de los primeros pasos para que una empresa fracase; creer que todo está controlado y que no se necesita ayuda.


—¿Y cuánto me va a costar su ayuda, señor asesor?


—En este caso, y sin que sirva de precedente, será completamente gratuita.


Paula le lanzó una mirada fugaz.


—Creo que no cobrar por los servicios prestados es otro factor importante de fracaso empresarial.


La pulla hizo que él se riera. Al escuchar su risa ronca Paula sintió una cálida sensación. Rápidamente apartó los ojos de su boca y volvió toda su atención a la taza.


—¿Podría echar un vistazo a tu Plan de Empresa? ¿Lo tienes aquí?


Paula asintió mientras le escrutaba con la mirada, valorando hasta qué punto hablaba en serio. Sin embargo, fuera como fuese, supo que debía aprovechar aquella oportunidad. No todos los días un afamado consejero que trabajaba para las mayores empresas del mundo se presentaba en su puerta dispuesto a echar un vistazo a su modesto proyecto, por el que además parecía genuinamente interesado.


Asimismo, sintió que debía aprovechar la desventaja de él en aquella situación pues, lejos del frío despacho con muebles de diseño que seguro tenía, y de su carísimo traje, ahora se hallaba atrapado en su salón con un ridículo albornoz rosa. Decidida a no renunciar a la ocasión, Paula depositó su taza en la pequeña mesita de madera que había al lado del sofá y se levantó para ir a por el dossier.


La idea de que él fuera a leer su trabajo no debía turbarla. 


Después de todo, había dedicado mucho tiempo y esfuerzo a la elaboración de aquel informe. Había hecho un trabajo meticuloso para que la documentación no solo precisase todos los datos empresariales y financieros del hotel, sino que también revelara el fuerte nivel de implicación personal que ella tenía en la idea. Estaba muy orgullosa de la labor que había hecho y, para su sorpresa, se descubrió a sí misma deseando mostrársela y conocer su opinión.







PERFECTA PARA MI: CAPITULO 11




Paula aspiró con fuerza al recordar las insinuaciones que él había hecho el día de la lectura del testamento. Dispuesta a no olvidarse de que aquel era el hijo de Samuel, decidió que iba a concederle una tregua y no enfadarse, al menos por el momento.


—Puede llamarme Paula—concedió, antes de suspirar con impaciencia—. Y su padre era mi amigo; el mejor que tenía, de hecho.


—¿Mi padre?


Ella asintió.


—¿El mismo al que echaron de dos residencias?


Ella volvió a asentir. Esta vez con una sonrisa nostálgica al recordar el mal genio de Samuel, y lo mucho que le iba a echar de menos.


—Señor Alfonso, su padre era un hombre extraordinariamente bueno, a quien le aterraba la idea de que los demás se enterasen. Era sensible, y consciente de que esto lo volvía vulnerable. Conocía el dolor y tenía pánico al sufrimiento. Sus arrebatos mordaces lo mantenían a salvo.


Otra vez, en menos de cinco minutos, aquella mujer acababa de dejarlo sin palabras. Pedro abrió la boca para responder y, al no encontrar réplica, la volvió a cerrar. ¿Había sido aquel su padre? Jamás lo había visto llorar; ni siquiera cuando su madre los abandonó. Había culpado a su padre, pero jamás se preguntó si sufría ¿Lo habría pasado tan mal como para alejar a todo el mundo de su lado, incluso a él?


Aquel descubrimiento lo sorprendió. Entonces se cuestionó su propia barrera del dolor, ¿tenía tanto miedo al sufrimiento como su padre? «No —respondió su subconsciente—, tú tienes un montón de amigos. Solo tienes que mirar tu agenda para darte cuenta de que no eres un antisocial.»


Pedro se dio cuenta de que el silencio se había hecho violento y la inquisitiva mirada gris lo instó a hablar. 


Meditando en lo que ella acababa de decir, se había olvidado de que le tocaba intervenir. No obstante, aunque él hubiese sacado el tema, no tenía intención de seguir hablando de su padre.


—Llámame Pedro —indicó, aún sabiendo que aquello no venía demasiado a cuento.


Paula asintió y sonrió, agradecida del pequeño avance hacia la cordialidad entre ellos.


Pedro se sintió levemente desconcertado porque, si lo que ella acababa de decirle acerca de su padre le parecía ciertamente peligroso, su sonrisa podía desarmar las defensas más poderosas. Así que, sintiéndose en «campo abierto», Pedro decidió volver a las «trincheras». Para ello, romper el contacto visual le pareció de vital importancia


—Bueno —dijo, volviéndose hacia el maletín—, el motivo de mi visita ha concluido. He de irme.


Absurdamente decepcionada, Paula le lanzó un último vistazo antes de concentrarse en la elaboración de su almuerzo.


—Pues que tengas suerte.


Él pareció no percatarse de que aquel deseo tenía que ver con el hecho de sacar el coche.


—Gracias, lo mismo te digo —contestó—. El abogado tiene mi número de teléfono. Así que si alguna vez necesitas algo...


Al oír el ofrecimiento, Paula levantó la vista de la zanahoria que había empezado a lavar. Pero él ya había salido, con la intención de irse por donde había venido.


Ella puso más agua en la olla, sabiendo que la sopa de verduras tendría que ser para dos.



****


—¿Y por qué diablos no hay cobertura?


Pedro llevaba más de dos infructuosas horas tratando de poner el coche en marcha. Como ella le había advertido, los neumáticos no dejaban de derrapar. Había intentado llamar a la grúa, pero su teléfono no funcionaba. Terriblemente frustrado, se había dado por vencido y entrado otra vez a la casa.


Paula, que acababa de secar la taza en la que se había tomado una reconfortante y humeante sopa, levantó la cabeza del fregadero y lo vio entrar iracundo en la cocina.


—Se estropea cuando hay tormenta —respondió con tranquilidad—. A veces regresa rápido, pero otras tarda días en restablecerse.


—Fantástico —gruñó él con ironía—. Mañana tengo que tomar un avión a Suiza, ¿quieres decirme cómo demonios voy a hacerlo?


Paula había oído el rugir del motor intentando salir durante más de una hora. Luego lo había escuchado entrar en la casa maldiciendo, y llevaba como media hora despotricando contra su compañía de telefonía en el vestíbulo. Ahora, al parecer, iba a ser ella la que se convirtiera en el centro de su indignación. Sorprendentemente, aquello no llegó a molestarla; pues acababa de descubrirle un parecido con su padre: los dos tenían un genio terrible.


Pedro comprobó que ella sonreía y eso provocó que se intensificase su irritación.


—¿Estás disfrutando, eh? Sí, claro, tenías razón —reconoció, acercándose con los brazos extendidos—. ¿Era eso lo que querías oír, no? Pues ahora, si me haces el favor, dime cómo salgo de aquí.


Paula se secó las manos en un trapo de cocina antes de contestar con tranquilidad.


—Bueno, hay dos formas —expuso, pasando por alto su mirada de indignación—. La primera es que te vayas andando hasta el pueblo; son unos doce kilómetros y cuando llueve tanto suelen producirse desprendimientos. Eso la descarta como la más recomendable.


—¿Y la otra?


Ella sonrió por su impaciencia. Salió de la cocina dispuesta a mostrarle la otra, con él pegado a sus talones.


Pedro observó a la mujer, y luego a la gran pala que colgaba de su mano.


—¿Estás de broma?


—No, aunque esta opción tampoco puedo garantizártela —contestó ella, sonriendo maliciosamente cuando la imagen de él, cavando en el barro con su traje de dos mil euros, se dibujó en su mente.


Él se cruzó de brazos con aire incrédulo.


—¿Quieres decirme que estoy atrapado aquí hasta que deje de llover?


Paula se apoyó en la pala y asintió.










PERFECTA PARA MI: CAPITULO 10




Los limpiaparabrisas funcionaban a toda velocidad y apenas le permitieron ver a la figura aproximándose a través del aguacero. Pisó el freno y notó cómo el coche se deslizaba hasta quedar a unos centímetros de las piernas de la chica. 


Pedro exhaló todo el aire y se dejó caer sobre el volante, agradeciendo a Dios haberse detenido a tiempo. Al instante, el alivio fue sustituido por la furia, que lo hizo sacarse el cinturón de seguridad y salir disparado del coche, sin preocuparse en absoluto por la lluvia.


—¡¿Se ha vuelto loca?! —increpó.


Paula, que todavía respiraba agitada por el susto, le lanzó su mirada menos amistosa.


—¿Es que no me ha visto hacerle señas para que no se acercara?


—Es obvio que no —respondió él—. ¿Suelen recibir así a la gente por aquí, o es que tiene algún problema con las visitas? —añadió con sarcasmo.


—Con las visitas no, solo con usted —farfulló ella.


Paula contó hasta tres y se dijo que no merecía la pena discutir. Dispuesta a dejar de mojarse por aquel idiota, giró sobre los talones y se encaminó al porche.


Él agarró un maletín del asiento trasero y la siguió. Sus pies se encharcaron al primer paso, lo que confirmó que unos zapatos caros no eran apropiados en aquellos parajes.


Ya resguardada bajo el pórtico de entrada, Paula se volvió. 


Él la siguió de cerca y se sacudió el abrigo cuando estuvo a su lado. Aunque el gesto fue inútil, pues lo más seguro es que ya se hubiese empapado hasta los huesos.


—¿Qué pasa, suele corretear por ahí cuando llueve a cántaros, o qué? —volvió a preguntar él, mientras se secaba la frente con el dorso de la mano.


—O qué —respondió calmada, cruzándose de brazos.


Normalmente le era difícil ser maleducada, pero la prepotencia y la capacidad para avasallar que tenía aquel hombre la sacaban de quicio.


—Espero que ahí lleve el pijama —continuó, señalando con un movimiento de cabeza al maletín—. Porque va a tener que quedarse a pasar la noche. Mire por dónde, voy a inaugurar el hotel antes de lo previsto. Tendrá que disculpar la falta de muebles —terminó sarcástica—, pero no contábamos con recibir huéspedes tan pronto.


Él pestañeó perplejo.


—Veo que mueve los labios, pero no tengo ni idea de lo que dice.


Paula se cruzó de brazos y alzó el mentón.


—Pues digo que su coche no podrá salir de ahí hasta que el barro se seque. Por eso salí a hacerle señas, para que no abandonase la carretera.


Él miró hacia el lecho fangoso que rodeaba los neumáticos y comprendió, aunque estaba seguro que la chica exageraba. 


Como experto conductor, no tendría problema para salir de allí en cuanto hubiese hablado con ella.


—No se preocupe por eso. En cuanto firme los documentos de renuncia —anunció, levantando y palmeando el susodicho maletín—, me iré tan rápido que ni siquiera habrá notado mi presencia.


—Eso lo dudo —masculló, pasando por alto la posible insinuación de su respuesta.


Paula hizo una mueca y se dio la vuelta para entrar en la casa. No dejaba de sorprenderla el parecido físico de aquel hombre con su padre, y los sentimientos tan contrapuestos que ambos le causaban. Mientras Samuel le inspiraba una mezcla entrañable de ternura y protección, su hijo despertaba en ella una especie de rechazo. Algo parecido a una molesta alergia primaveral. Y no era exactamente que no le resultara agradable a la vista. Incluso, y en cualquier otra circunstancia, Paula admitiría que era guapo.


Pedro la siguió al interior del edificio. Se trataba de una casa antigua de estilo colonial y, por lo que pudo constatar al entrar, era que estaba en plena restauración. Todo estaba en semipenumbra, iluminado de forma tenue por la luz de algunas lámparas de pared. Olía a barniz. Por el brillo que mostraba el suelo, Pedro supo que había sido pulido recientemente. El suntuoso pasamano de madera maciza, que por lo intricado de su forma parecía obra de un artesano, ascendía caracoleando hasta la primera planta. 


Salvo por un raído sofá frente a la gran chimenea francesa del centro del vestíbulo, no había, como ella le había informado, ningún mueble a la vista. Por eso le sorprendió que al fondo del salón, frente al ventanal que se abría al exterior, un abeto repleto de parpadeantes luces y adornos navideños ocupase el espacio.


Paula entró en la cocina seguida por su inesperado invitado. 


Se sacó el chubasquero y la gorra de lluvia y los arrojó sobre una silla. Se llevó las manos a la cintura en actitud impaciente.


—A ver, ¿qué es eso que tengo que firmar?


No es que las mujeres que frecuentaba no usasen a menudo jersey de cuello vuelto y vaqueros ajustados, pero Pedro debía reconocer que a ella le quedaban especialmente bien. No era muy alta y a lo mejor tenía algunas curvas de más, pero podía llegar a resultar hasta interesante. Comprendía que un hombre como su padre pudiese perder la cabeza por ella; solo y mayor, que una chica así se fijase en uno era prácticamente irresistible. No sabía si era la forma en corazón de su cara, los ojos grises, o la forma en que estos brillaban cuando su dueña hablaba, pero lo cierto es que todo el conjunto resultaba atrayente.



Paula se dio cuenta de que la estudiaba y eso la hizo sentirse incómoda. Cruzó los brazos defensivamente sobre el pecho y lo miró impaciente.


—¿Y bien?


Él volvió enseguida a la realidad.


—Dijo que firmaría la renuncia —indicó, sacando varios documentos del portafolio y depositándolos sobre el mostrador de mármol—. Aquí la tiene.


Paula tomó el bolígrafo que él le tendía. Pasó a su lado y sin ni siquiera echar una ojeada, estampó su firma en las marcas que había en el documento.


Pedro guardó el bolígrafo que ella le devolvió en el bolsillo de su chaqueta, y la observó con desconfianza. Aquello había sido demasiado fácil, ¿por qué no había objetado o puesto alguna condición? Percibió entonces un extraño desasosiego, algo así como culpa. Resultaba que ya no le daba del todo igual no cumplir con el último deseo de su distante padre.


—No puedo creer que no quiera nada.


—Quiero los libros —intervino con ligereza, hasta que una idea acudió a su cabeza—, a no ser que…


Él achicó los ojos con suspicacia antes de animarla a seguir.


—¿Que…?


—Que tengan un significado especial para usted.


La respuesta terminó por confundirlo por completo. Acababa de renunciar a casi un millón de euros a cambio de unos libros viejos, los que también estaba dispuesta a cederle si tenían valor sentimental para él. Absolutamente desarmado, solo pudo pensar en que no podía existir alguien tan generoso. Ahora lo tenía claro; aquella mujer ocultaba algo, o peor aún: estaba completamente chalada.


—Señorita Chaves —dijo cauteloso—, exactamente, ¿qué clase de relación la unía a mi padre?