martes, 17 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 5




Cuando el timbre anunció la llegada de un paciente más, Pedro tuvo que contener un profundo suspiro. No porque le importara tratar a sus pacientes, en absoluto. 


Disfrutaba haciéndolo, incluso cuando alguno suponía un reto a sus conocimientos. No le importaba dedicar todo su tiempo a la clínica. Lo que odiaba era el papeleo. Todo lo relacionado con el papeleo le resultaba tedioso, aunque admitía que era necesario.


Por eso contaba con dos recepcionistas, una por la mañana y otra por la tarde, que se ocupaban de registrar todos los datos y actualizar los informes.


Sin embargo, a veces, cuando una o la otra se ausentaba durante más de diez minutos, se ocupaba de la recepción él mismo.


Eso estaba haciendo en ese momento, dado que Erika había salido a una tienda local para comprar la cena y llevarla de vuelta a la clínica. Alzó la vista del teclado para ver quién acababa de entrar.


—Has vuelto —dijo Pedro con sorpresa, al ver a Paula. En cuanto entró, su sexualidad natural e inconsciente inundó la atmósfera de la sala de espera. En un instante, se rindió a su hechizo—. ¿Le ocurre algo a Jonathan? —fue lo primero que se le pasó por la cabeza.


Entonces se fijó en que ella llevaba una caja de cartón, color rosa. Se preguntó si sería otro animal para que lo examinara. 


No había agujeros en el cartón para que entrara el aire; así que no podía ser un ratoncito blanco, o similar, que se hubiera encontrado en la calle.




*****


—¿Me has traído otro paciente? —preguntó con cierta inquietud.


—¿Qué? —se dio cuenta de que él miraba la caja que tenía en la mano y comprendió, algo tarde, lo que debía de estar pensando—. Ah, no, esto no tienes que examinarlo —dijo—. Al menos no en el sentido que estás pensando.


Él no tenía ni idea de lo que podía significar eso. Pero empezaba a captar el aroma que salía de la caja. Sus papilas gustativas se pusieron en alerta.


—¿Qué es eso? —preguntó, saliendo de detrás del mostrador de recepción y acercándose. Le pareció detectar un punto de canela, entre otras cosas—. Huele divinamente.


—Gracias —Paula esbozó una amplia sonrisa.


—¿Eres tú? —la miró sorprendido y confuso. Se preguntó si era algún nuevo perfume, diseñado para despertar el apetito de un hombre, en su variedad no carnal. Su boca empezaba a salivar.


—Solo hasta cierto punto —contestó Paula, risueña. Al ver que Pedro parecía aún más confundido, se apenó de él y le ofreció la caja rectangular—. Son para ti, y para el resto de la plantilla —añadió, por si acaso suponía que intentaba flirtear con él; sin duda era algo que le ocurría a menudo.


Los hombres tan guapos como Pedro Alfonso nunca pasaban desapercibidos. Gracias al espeso pelo rubio pajizo, la altura y esbeltez de su cuerpo y los magnéticos ojos azules que parecían escrutar el interior de su alma, el veterinario habría llamado la atención incluso entre una multitud.


—Es mi manera de dar las gracias —añadió.


—¿Las has comprado para nosotros? —preguntó Pedro, aceptando la caja.


—No. Las he hecho. Soy chef de repostería —explicó, para que no pensara que había elegido la primera receta que había visto en Internet. Sin saber por qué, quería hacerle saber que, a su manera, también era una buena profesional—. Trabajo para una empresa de catering —añadió, aunque tal vez fuera más información de la que el hombre quería oír—. Como no me dejaste pagar, quería hacer algo a cambio. Es repostería natural, no contiene aditivos artificiales, y tampoco gluten o nueces —añadió, por si era alérgico a alguno de esos ingredientes, como lo había sido su mejor amiga de infancia.


—Pues huelen de maravilla —abrió la caja y el aroma pareció envolverlo—. Si no supiera que estoy vivo, pensaría que he muerto y he subido al cielo.


—Según dicen, saben mejor que huelen —apuntó ella con timidez.


—A ver si es verdad —Pedro sacó una pasta y la mordió lentamente, como si temiera alterar su delicada composición. 


Sus ojos se agrandaron e iluminaron de placer—. El cielo queda confirmado —dijo, antes de dar un segundo bocado.


No tardó en seguirle un tercero.




DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 4




Paula estaba segura de no haber oído bien al hombre. 


Aunque no le hubiera puesto ninguna inyección a Jonathan, ni tomado muestras para hacer análisis, el veterinario había pasado al menos veinte minutos hablando con ella sobre el perro y le había echado un vistazo. A su modo de ver, eso era una consulta.


Paula estaba más que dispuesta a hacer favores a la gente, pero nunca le había gustado recibirlos, porque la ponía en la situación de deber algo a alguien. Agradecía al veterinario que se hubiera interesado por el perrito que tenía temporalmente a su cargo y la alegraba que se hubiera ofrecido a instruirla sobre cómo convivir pacíficamente con él, pero no iba a aceptar que lo hiciera de forma gratuita. No habría estado bien.


Paula tomó aire, sacó el talonario del bolso y se preparó para enfrentarse de nuevo al perrito. Miró a Jonathan y se esforzó por imponer a su voz un tono autoritario.


—Ahora vamos a salir de aquí, Jonathan. Intenta no tirar de mí esta vez, ¿de acuerdo?


Si el cachorro entendió lo que le pedía, optó por hacer caso omiso, porque en cuanto abrió la puerta salió como una exhalación. Como ella tenía la cuerda enrollada en la muñeca, se detuvo, a la fuerza, de forma abrupta y casi cómica, dos segundos después.


El perrito, a juicio de Paula, la miró con reprobación. Se sintió obligada a justificarse.


—Te he pedido que no corrieras —dijo, mientras iba hacia la salida.


Al ver cómo la miraba Erika, la recepcionista, se ruborizó.


—Seguramente pensarás que estoy loca, por hablarle al perro.


—Al contrario, la mayoría de los dueños de una mascota pensarían que estás loca si no lo hicieras. Nos entienden —explicó la chica, señalando a Jonathan con la cabeza—. Pero a veces prefieren no escuchar. En eso, son como niños —añadió—. Sin embargo, es probable que, a largo plazo, las mascotas resulten ser más leales.


—No me planteo ningún «largo plazo». Solo estoy cuidando de él hasta que su propietario lo reclame —le explicó Paula a la recepcionista. Puso el talonario sobre el mostrador, lo abrió y sacó el bolígrafo—. ¿Por cuánto hago el cheque? —sonrió con timidez.


Entretanto, Jonathan tiraba de la cuerda, desesperado por alejarse de la clínica y, posiblemente, también de Paula.


Erika, tras consultar el documento que había sido remitido a su ordenador un momento antes, alzó la cabeza y miró a Paula.


—Nada —contestó.


—Por la consulta —insistió Paula. El veterinario no podía haber dicho en serio que no iba a cobrarle.


—Nada —repitió Erika.


—Pero el doctor Alfonso ha visto al perro —protestó Paula.


—Pues no va a cobrar por verlo —dijo Erika, tras consultar de nuevo la pantalla—. Sin embargo, veo que ha escrito algo aquí —la recepcionista leyó la columna de «instrucciones especiales».


Paula sentía que su brazo se alargaba por momentos. En su opinión, el perro tenía demasiada fuerza para ser tan pequeño. Tiró de él.


—¿El qué? —preguntó.


—Un momento.


Erika abrió un cajón lateral y revolvió en él. Tardó un minuto en encontrar lo que buscaba.


—El doctor Alfonso quiere que le dé esto.


«Esto» resultó ser no una cosa, sino dos. Un collar trenzado, azul brillante, del tamaño adecuado para un cachorro, y una correa a juego.


Erika colocó ambas cosas en el mostrador.


—Un collar y una correa —dijo, cuando la mujer que acompañaba a Jonathan se limitó a mirar los artículos—. El doctor Alfonso tiene «algo» en contra de las cuerdas. Teme que los animales puedan llegar a estrangularse con ellas.


Dada la propensión del perrito a lanzarse en cualquier dirección, tenía sentido contar con un collar y una correa que no dañaran su cuello.Paula no podía oponerse.


—De acuerdo, ¿cuánto debo por el collar y la correa? —preguntó.


—Nada —contestó Erika. La respuesta se repetía.


—Tienen que costar algo —insistió Paula, a quien tanta amabilidad empezaba a parecerle ridícula.


Toda su vida había tenido que pagar, a veces muy caro, por cuanto había necesitado o utilizado. Aceptar algo, ya fuera un servicio prestado o un artículo, sin pagar su precio no le parecía correcto. Además ofendía a su sentido de la independencia.


—Muy poco —le dijo Erika. Al ver que la mujer la miraba con escepticismo, se explicó—: El doctor Alfonso compra cajas enteras, como regalo para los clientes. Considéralo un gesto de buena voluntad —le aconsejó.


Paula lo veía como un gesto de caridad que la ponía en deuda, aunque para el veterinario fuera un gesto sin importancia. Decidió intentarlo por última vez.


—¿Estás segura de que no puedo pagar, hacer una contribución a vuestro fondo para animales abandonados, o algo así?


—Estoy segura —contestó Erika. Señaló la pantalla de su ordenador para dejarlo claro—. Lo dice aquí: «sin cargo». Presionó dos teclas y la impresora que había a un lado escupió una copia impresa del documento. Entregó la hoja a la cuidadora del perrito—. ¿Lo ves? —preguntó Erika con una sonrisa.


Paula aceptó la hoja. Dado que no le permitían pagar ni la consulta ni los dos objetos que tenía en la mano, hizo lo único que podía hacer, dar las gracias.


—De nada —contestó Erika. Salió de detrás del mostrador y se acercó al labrador, que seguía tirando de la cuerda con todas sus fuerzas.


—¿Por qué no le pongo el collar mientras tú lo sujetas? —sugirió Erika—. Así no podrá escapar.


—Eres como un ángel caído del cielo —Paula suspiró con alivio. Había estado preguntándose cómo sustituir la cuerda por el collar y la correa que acababa de recibir sin que el perrito corriera como un loco hacia la libertad.


—No, solo soy la recepcionista de una clínica veterinaria con bastante experiencia en estos temas —corrigió Erika con modestia.


Tardó menos de un minuto en poner el collar al perro y enganchar la correa. Solo entonces, soltó la cuerda. Un momento después, colgaba, lacia e inútil, de la mano de Paula.


Paula la dejó en el mostrador.


—Bueno, ya estáis listos para salir —dijo Erika, poniéndose en pie. En cuanto acabó de hablar, Jonathan se lanzó hacia la puerta como un poseso—. Creo que Jonathan está de acuerdo —rio Erika—. Espera, te sujetaré la puerta —ofreció.


En cuanto la puerta dejó de ser un obstáculo, el perro se lanzó hacia la libertad del mundo exterior. Paula estuvo a punto de perder el equilibrio.


—¡Adiós! —gritó por encima del hombro, trotando tras el perro y esforzándose para no acabar en el suelo. Jonathan parecía no ser consciente de que intentaba sujetarlo.


—Les doy dos semanas. Un mes como mucho —murmuró Erika para sí. Movió la cabeza, cerró la puerta y volvió tras el mostrador.



****


En cuanto ella y su energético y peludo acompañante volvieron al local de catering de Teresa, sus colegas de trabajo los rodearon. Todos le lanzaban preguntas sobre la visita de Jonathan a la nueva clínica veterinaria. El perro era el centro de atención y parecía disfrutar ladrando y lamiendo las manos que se extendían para acariciarlo.


Para su sorpresa, Paula descubrió que era la única de la plantilla que nunca había tenido una mascota; si obviaba los dos días, hacía veinte años, que cuidó de un pez de colores.


En consecuencia, aunque Jonathan tenía prohibida la entrada a la cocina, por cuestiones tanto prácticas como sanitarias, se le permitió correr libremente por el resto del local. Todo el mundo, Teresa incluida, lo acariciaba, jugaba con él y le daba comida. En pocos minutos se había convertido en la mascota de la empresa.


Como no tenían programado ningún catering hasta la tarde siguiente, el ambiente en el local no era tan tenso y ajetreado como otras veces. Alfredo y su equipo estaban en la fase de planificación y preparación del menú del día siguiente. Samuel Collins, el encargado de las bebidas, había salido a comprar los vinos y licores que se servirían en la celebración. Paula estaba en la fase semifinal de preparación, diseñando los postres que crearía para la ocasión.


Teresa, que supervisaba los progresos del personal, vio que Paula, además de planificar, había horneado una bandeja de pastas, ligeras como el aire y rellenas de crema.


—¿Has decidido hacer una prueba? —preguntó Teresa, acercándose a la joven.


—En cierto modo —contestó Paula. Después, dado que Teresa, más que jefa, era como una madre para ella, hizo una pausa y le contó lo que tenía en mente—. ¿Recuerdas que me recomendaste un veterinario para Jonathan?


La expresión de Teresa se mantuvo inescrutable, aunque su mente se aceleró. Temía que hubiera surgido algún problema u obstáculo que pudiera interponerse con el plan de Maria.


—¿Sí?


—No me dejó pagarle por la consulta —dijo Paula, con el ceño fruncido.


—¿En serio? —Teresa hizo lo posible por sonar sorprendida e incrédula, en vez de triunfal y esperanzada, que era como se sentía en realidad.


—En serio —repitió Paula—. No me gusta deberle nada a nadie —añadió.


—Cielo, a veces hay que aceptar lo que la gente nos regala —empezó Teresa. Paula la interrumpió.


—Lo sé. Por eso estoy haciendo esto —señaló la bandeja que acababa de sacar del horno—. He pensado que, ya que dispensó gratis sus conocimientos veterinarios, debería devolverle el favor y llevarle una muestra de mi especialidad como regalo.


A esas alturas, Teresa sonreía de oreja a oreja. No pudo evitar pensar que Maria había acertado una vez más.


—Me parece una idea muy razonable —corroboró. Echó un vistazo a su reloj. Eran casi las cuatro de la tarde. Maria había mencionado que Pedro cerraba la clínica a las seis. No quería que Paula se perdiera la ocasión de volver a verlo—. Como hoy no tenemos ningún catering, ¿por qué no aprovechas para volver a la clínica y llevarle las pastas al veterinario mientras aún estén calientes? —sugirió.


Paula esbozó una sonrisa de agradecimiento, eso era justo lo que deseaba hacer. Pero antes tenía que ocuparse de un detalle más que insignificante. Miró a su alrededor.


—¿Dónde está Jonathan?


—Mariana lo mantiene ocupado —aseguró Teresa, refiriéndose a una de las camareras de la plantilla. La rubia jovencita también se ocupaba de la barra de bar cuando Samuel estaba liado con otras cosas—. ¿Por qué? —sonrió—. ¿Estás preocupada por él?


—No quiero dejarlo aquí solo mientras voy a la clínica —no quería ni empezar a explicar la cantidad de desperfectos que el perrito podía ocasionar en un periodo de tiempo muy corto.


—No esta solo —la contradijo Teresa—. Hay alrededor de ocho pares de ojos puestos en él en todo momento. Si acaso, podría sentirse demasiado vigilado. Vete, llévale al veterinario tus pastas de agradecimiento. Me da la impresión de que es muy posible que se las haya ganado —especuló.


—Si no te importa —Paula la miró titubeante.


—Si me importara, no estaría empujándote hacia la puerta —apuntó Teresa—. ¡Vete ya! —ordenó.


Paula salió antes de que acabara de hablar.





DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 3





Lo primero que sorprendió a Pedro cuando entró en la Sala 3 fue que la mujer estuviera de pie, no sentada. Era obvio que se sentía incómoda. El perrito que había con ella parecía ser quien dominaba la situación. Sonrió mientras evaluaba lo que veía.


—El perro no es tuyo, ¿verdad?


—¿Cómo lo sabes? —preguntó Paula, atónita.


Solo le había dado su nombre a la recepcionista, una joven morena, llamada Erika, que había asentido y le había dicho que «la señora Manetti ha llamado para avisar sobre su visita». Después, uno de los ayudantes del veterinario la había conducido, junto con Jonathan, a la sala de consulta.


—¿Te lo ha dicho Teresa? —preguntó Paula.


—¿Teresa? —repitió Pedro, confuso.


Paula decidió que su hipótesis era errónea.


—Es igual. ¿Cómo sabes que no es mío? —se preguntaba si los dueños de animales tenían un aspecto especial. Algún rasgo inherente del que carecía el resto de los mortales.


—Lleva una cuerda al cuello —apuntó Pedro, señalando con la cabeza al inquieto perrito, que parecía ansioso por correr de un rincón a otro.


Paula pensó que seguramente consideraba eso un rasgo de crueldad hacia los animales.


—La necesidad es la madre de la ciencia —dijo—. Hice un lazo y até la cuerda porque no tenía otra forma de asegurarme de que me siguiera.


El aura de vulnerabilidad de la joven de pelo largo y castaño lo atrajo. Pedro la estudió, pensativo y serio, para evitar que creyera que le hacía gracia y se estaba riendo de ella.


—No tenías una correa —concluyó él.


—No —confirmó Paula. Después, porque pensó que seguramente necesitaba más información para evaluar la salud del perrito, explicó la situación al guapo veterinario—. Lo encontré en mi puerta; de hecho, tropecé con él.


—Y supongo que no sabes de quién es.


—No. Si lo supiera, se lo habría devuelto a su dueño —dijo Paula—. Pero no lo había visto hasta esta mañana.


—Entonces, ¿cómo sabes que el perro se llama Jonathan? —que él viera, el animal no llevaba ninguna chapa de identificación.


—No lo sé —ella se encogió de hombros.


Pedro la estudió con curiosidad. Algo no cuadraba.


—Cuando llegaste, le dijiste a mi recepcionista que el perro se llamaba Jonathan.


—Es como yo lo llamo —explicó ella rápidamente—. No quería decir «perrito» o «eh, tú», así que le puse un nombre —la joven encogió los hombros con cierta impotencia—. Parece que le gusta. Al menos me mira cuando lo llamo así.


Pedro, decidió corregir esa interpretación, inofensiva pero errónea.


—Eso ocurre cuando se utiliza la entonación apropiada —le dijo—. Te contaré un secreto —bajó el tono de voz como si fuera a hacerle una confesión—. Si dijeras «Nevera» con el mismo tono, respondería exactamente igual.


Para demostrárselo, Pedro rodeó la camilla hasta situarse detrás del perrito. Una vez allí, llamó «Nevera» al perro. 


Jonathan volvió la cabeza y dio unos pasos para ver mejor a quién lo llamaba.


—¿Lo ves?


Ella asintió, pero en opinión de Pedro parecía más abrumada que convencida. Él había nacido amando a los animales y su mundo siempre había estado lleno de criaturas, grandes y pequeñas. Tenía una afinidad natural por ellas, heredada de su madre.


Opinaba que todo el mundo debería tener una mascota, porque los animales mejoraban la calidad de vida de sus dueños, y viceversa.


—Veamos, ¿cuánto tiempo hace que estáis juntos Jonathan y tú? —suponía que no hacía mucho, dado que el perrito y ella no parecían haber encontrado el ritmo adecuado aún.


Paula miró su reloj antes de responder.


—Dentro de diez minutos hará tres horas, más o menos —dijo.


—Tres horas —repitió él.


—Más o menos —añadió ella con voz queda.


Pedro hizo una pausa. Mientras estudiaba a la diminuta y atractiva joven que tenía ante sí, las esquinas de sus ojos se arrugaron por la sonrisa que afloró a su rostro.


—Nunca has tenido un perro, ¿verdad? —era una pregunta retórica. Tendría que haberlo adivinado en cuanto la había visto, no parecía nada cómoda.


—¿Se nota? —ella no supo si sentirse sorprendida o avergonzada por la pregunta.


—Das la impresión de tener miedo de Jonathan.


—No lo tengo —protestó ella con demasiado énfasis. Al comprobar que el veterinario seguía mirándola en silencio, se relajó un poco—. Bueno, no mucho —un segundo después, siguió—: Es muy rico y todo eso, pero tiene esos dientes…


—La mayoría de los perros los tienen —Pedro contuvo una risa—. Al menos, los sanos —se corrigió, pensando en un perro vagabundo al que había tratado en la perrera municipal unos días antes.


Paula sabía que no se estaba expresando bien. A veces le resultaba difícil comunicarse. Su destreza residía en la repostería que creaba, no en expresar sus pensamientos ante gente desconocida.


—Pero Jonathan lo muerde todo —dijo, tras animarse a intentarlo de nuevo.


—Eso tiene su razón. Está echando los dientes —explicó Pedro—. Cuando era niño, uno de mis primos hacía lo mismo —le confió—. Mordía todo y a todos hasta que terminaron de salirle los dientes de leche.


Como si quisiera darle la razón, el perrito intentó clavar los dientecillos en la mano del veterinario. En vez de quejarse, Pedro se rio y le acarició la cabeza con afecto. 


Antes de que Jonathan pudiera intentarlo por segunda vez, sacó un mordedor de goma con sonido del bolsillo de la bata. Jonathan miró el objeto: un pulpo verde lima con patas largas y rizadas.


El ambiente se llenó de ruidos agudos y chillones cuando el perrito concentró toda su energía en morder su nuevo juguete.


Durante un segundo, Pedro creyó captar un atisbo de envida en los ojos de la joven. Un leve rubor había teñido sus mejillas.


—Seguramente piensas que soy tonta —dijo Paula.


Lo último que él quería era que pensara que la estaba juzgando, bien o mal. No podía negar que se sentía atraído por ella.


—Lo que pienso es que tal vez necesites un poco de ayuda y guía en este tema —la corrigió.


«Oh, Dios, sí», estuvo a punto de exclamar Paula, pero consiguió controlarse a tiempo.


—¿Tienes algún libro que pueda leer? —preguntó con tono esperanzado.


—Si quieres leer alguno, puedo recomendarte varios —Pedro inclinó la cabeza, tenía algo más personal e inmediato en mente—. Pero siempre me ha parecido mejor la ayuda visual.


—¿Algo como un DVD? —inquirió Paula, sin saber bien a qué se podía referir.


—Algo más directo —sonrió él.


Durante un instante, Paula se perdió en la sonrisa del veterinario. Sintió algo raro, tal vez una mariposa, revolotear en su estómago. Parpadeó, convencida de que lo había entendido mal.


El hombre era una sinfonía de encanto, desde el pelo rubio oscuro, pasando por el atractivo rostro con hoyuelos hasta los anchos hombros. Ella estaba acostumbrada a ser casi invisible ante personas tan dinámicas como él. Cuanto más vibraban, más se desvaía ella, como si se encogiera ante la efervescencia de los demás.


Teniendo eso en cuenta, parecía poco plausible que Pedro hubiera dicho lo que había creído entender. 


Decidió aclarar las cosas.


—¿Estás ofreciéndote a ayudarme con el perro?


Para su sorpresa, en vez de parecer molesto o desechar la pregunta por completo, él se rio.


—Si necesitas preguntarlo, debo haberlo hecho muy mal, pero sí, me estoy ofreciendo como voluntario —de repente, se le ocurrió algo importante—. A no ser, claro, que tu marido o novio, o ser querido, se oponga a que te guíe por los vericuetos de la propiedad de un perrito.


Paula tenía su imagen de persona sin pareja tan asumida que suponía que todo el mundo la veía así. Que el veterinario considerara otra posibilidad la desconcertó un poco.


—No hay marido, novio ni ninguna otra persona que pueda oponerse —dijo. Su aclaración fue recompensada con otra destellante sonrisa.


—Ah, entonces, a no ser que tengas alguna objeción, puedo acompañarte al parque canino este fin de semana, para darte algunas pistas.


Ella ni siquiera había sabido que existieran los parques caninos, y menos en Bradford, pero optó por no expresar su desconocimiento.


—En cualquier caso —añadió el veterinario—. Hay algo que debo corregir ahora mismo.


—¿Qué estoy haciendo mal? —Paula se preparó para escuchar sus críticas.


—No tú, yo —enmendó él, afable—. Acabo de referirme a la propiedad de un perrito.


—Si, lo sé, te he oído —dijo ella, sin entender adónde quería llegar con ese comentario.


—En realidad, es incorrecto —dijo él—. Eso indicaría que eres propietaria del perrito, cuando en realidad…


—¿El perrito es propietario de mí? —adivinó ella. No le costaba imaginarse al cachorro tomando las riendas de la situación, pero Pedro negó con la cabeza.


—Sois dueños el uno del otro, y a veces, incluso esos límites se emborronan un poco —admitió él—. Si lo haces bien, la mascota se convierte en parte de tu familia y tú en la familia de ella.


Durante un momento, Paula se olvidó de resistirse a experimentar los sentimientos a los que se refería el veterinario. Y también se permitió creer que podía ser parte de algo mayor que sí misma, dado que eso prometía paliar la soledad que sentía cuando no estaba en el trabajo.


Cuando regresaba a su casa y a su existencia solitaria.


Rápidamente, se obligó a echar el cerrojo y dar marcha atrás, retrayéndose al mundo espartano en el que había vivido desde la muerte de su madre.


—Eso suena parecido a algo que leí una vez en un libro infantil —dijo con voz cortés.


—Es muy probable —concedió Pedro—. Los niños ven el mundo de forma mucho más honesta que nosotros. No suelen tener que inventar excusas ni buscar maneras de expresar lo que sienten, simplemente, sienten —enfatizó la última palabra con admiración. Después volvió al tema que los ocupaba—. Como tu relación con Jonathan se limita a unas horas, supongo que no tienes información sobre su corta vida.


—Ni la más mínima —confesó ella.


Pedro, sin comentarios, centró su atención en el paciente de cuatro patas.


—Bueno, voy a calcular su edad…


—¿Cómo puedes hacer eso? —preguntó ella, sintiendo curiosidad por el procedimiento.


—Por sus dientes —aclaró Pedro—. Los mismos dientes que te han mordido —esbozó una sonrisa indulgente que a ella le pareció de lo más sexy—. Le han salido los dientes de leche. Parece un labrador de pura raza, así que puedo aplicar el patrón general de tamaño y crecimiento. Teniendo en cuenta los dientes y el tamaño de sus patas en relación con el resto del cuerpo, diría que no tiene más de cinco o seis semanas. También, por sus patas, puedo predecir que va a ser un perro muy grande —concluyó el veterinario.


Ella miró al perrito. Jonathan parecía estar esforzándose por atraer la atención del veterinario. Indiscutiblemente, el cachorro era encantador, siempre y cuando no la estuviera mordiendo.


—Bueno, supongo que eso no es algo que yo vaya a ver —murmuró, más para sí misma que para el hombre que examinaba al animal.


—¿Te importa que te pregunte por qué no? —Pedro la contempló con curiosidad.


—No.


—¿No? —repitió él, sin saber cómo interpretar la respuesta.


—Quería decir que no me importa que me lo preguntes —Paula se recriminó mentalmente. Sin duda, ese día su cerebro trabajaba a cámara lenta.


—¿Y la respuesta a mi pregunta es…? —la animó él, al ver que no ofrecía más información.


—Oh.


Un intenso rubor acompañó al monosílabo. Paula no sabía por qué estaba comportándose como la típica tonta del pueblo. Era como si hubieran sumergido su cerebro en sirope y este, embotado, fuera incapaz de recuperar su velocidad normal.


—Porque en cuanto salga de aquí con Jonathan, voy a preparar carteles y pegarlos por el vecindario —le aclaró al veterinario. Dibujaba bastante bien, y pensaba dibujar al perrito en el póster—. Alguien tiene que estar buscándolo por ahí.


—Si no piensas quedártelo, ¿por qué lo has traído para que lo examinara?


—No quería arriesgarme a que tuviera algún problema —contestó ella, pensando que al veterinario tendría que haberle parecido obvio—. Aunque no vaya a quedármelo, no tengo por qué tratarlo con negligencia.


—¿Así que eres una buena samaritana?


Ella rechazó lo que podría haber interpretado como un cumplido. Desde su punto de vista, no estaba haciendo nada especial, solo lo que haría cualquiera en su lugar, siempre que tuviera un atisbo de conciencia.


—Sí, algo así.


—Pues creo que Jonathan tuvo suerte al elegir tu puerta como campamento —se agachó para ponerse a la altura del perro—. ¿Verdad, chico? —preguntó con afecto, acariciándole la cabeza.


De nuevo, el perro reaccionó con entusiasmo, restregando la cabeza contra la mano del hombre y apretándose contra su cuerpo.


Paula tuvo la impresión de que el labrador pretendía fundirse con el veterinario.


—Bueno —dijo Pedro después de examinar brevemente al cachorro—, como parece bastante sano, ¿por qué no esperamos hasta la semana que viene antes de continuar con el examen? Luego, si nadie responde a tus anuncios, puedes traer a Jonathan otra vez y empezaré a vacunarlo.


—¿Vacunarlo? —cuestionó Paula.


Por su tono de voz,Pedro comprendió que la bien formada joven ni siquiera había pensado en eso. Era comprensible, teniendo en cuenta que nunca había tenido un perro.


—Los perros, igual que los niños, necesitan ser inmunizados —le aclaró.


—Ya —murmuró ella. Recordaba haber oído algo así en algún momento de su vida.


Pedro sonrió al oír su acuerdo tácito.


—Si no recibes una llamada de un dueño frenético antes del fin de semana, ¿te parecería bien una cita en el parque el domingo, alrededor de las once? —sugirió.


—Una cita —repitió ella.


Al ver cómo se habían ensanchado sus ojos, Pedro comprendió que no tendría que haber utilizado la palabra «cita». Había sido un descuido por su parte. Así que optó por quitar importancia a lo que podría convertirse en una situación comprometedora para ambos.


—Sí, pero tengo la sensación de que a Jonathan podría no gustarle ese término. Así que, por sencillez, y posiblemente por salvar la reputación de Jonathan —guiñó un ojo a Paula, que volvió a sentir una mariposa en el estómago—, ¿qué te parece si lo llamamos sesión de adiestramiento?


«Sesión de adiestramiento».


Esa frase conjuró en la mente de Paula una imagen que implicaba mucho trabajo.


—¿Harías eso? —preguntó, incrédula.


—¿Llamarlo sesión de adiestramiento? Claro.


—No, es decir, ¿por qué ibas ofrecerte a enseñarme a adiestrar al perro? —Paula pensó que tenía que aprender a expresase mejor.


—Porque, por experiencia personal, sé que vivir con un perro no adiestrado puede ser un infierno, para el perro y para la persona. Adiestramiento es sinónimo de supervivencia mutua —explicó él.


—Pero ¿no estás ocupado? —preguntó ella sintiéndose culpable por irrumpir en los planes de fin de semana del veterinario. Aunque estaba agradecida, la preocupaba estarle pareciendo necesitada o claramente inepta.


Pedro pensó en las cajas sin abrir que había por toda la casa, desde hacía ya tres meses, esperando a que las vaciara y acabara de instalarse. Había vuelto a la casa familiar, que no había vendido tras la muerte de su madre, porque, en su situación, le había parecido lo más natural. 


Ayudar a la mujer a entender al perrito hiperactivo era una buena excusa para retrasar un poco más el vaciado de las irritantes cajas.


—No más que cualquier persona normal —dijo.


—Si el perro sigue conmigo para el fin de semana, no podría pagarte la sesión de adiestramiento. Al menos, no de golpe. Pero podríamos acordar el pago a plazos —sugirió ella, que no quería parecer desagradecida.


—No recuerdo haber pedido ningún pago.


—Entonces, ¿por qué ibas a esforzarte tanto para ayudarme? —preguntó ella, desconcertada.


—Considéralo como un primer paso para ganarme una medalla al mérito.


Ella abrió la boca para decirle que no necesitaba su caridad, pero justo entonces una de sus ayudantes llamó a la puerta.


—Doctor, los pacientes se acumulan —dijo.


—Voy ahora mismo —replicó él. Se volvió hacia Paula—. Te veré en el parque canino el domingo a las once. Si tienes alguna pregunta antes de entonces, no dudes en llamarme. Estoy localizable aquí durante el día y en el móvil fuera del horario de trabajo.


—¿Aceptas consultas fuera de horario? —se sorprendió Paula.


—Los animales, igual que los niños, no se limitan a enfermar de ocho a seis —dijo él, abriendo la puerta.


—Espera, ¿cuánto te debo por la consulta de hoy? —preguntó ella, olvidando que la encargada de eso debía de ser la recepcionista.


—No cobro por hablar —respondió él, saliendo. Un perro ladraba con impaciencia en el vestíbulo.


Desapareció antes de que ella pudiera recordarle que, aunque brevemente, había examinado a Jonathan.