jueves, 17 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 15




El lunes siguiente, Paula había conseguido convencerse de que Pedro sólo había demostrado el natural interés de todo profesor por una alumna inteligente e informada; pero, a pesar de ello, se estremeció cuando entró en el comedor.


Supo de inmediato que Pedro estaba allí, en alguna parte. 


Pero se dijo que se comportaría con tranquilidad aunque fuera así. De modo que se dirigió al autoservicio y echó un vistazo a su alrededor.


Pedro estaba a unos metros, a punto de servirse una pizza. Y justo entonces, se volvió y la miró como si hubiera notado su presencia.


Había algo raro en su mirada. Tal vez curiosidad, o tal vez sospecha. En todo caso, Paula sólo supo que el mundo parecía haberse detenido. 


Cuando Pedro apartó la mirada, Paula respiró profundamente y avanzó en la cola. A pesar de todo lo que se había dicho, una simple mirada había bastado para que se estremeciera.


No entendía por qué la había mirado de aquel modo. Era como si la hubiera apuntado con un rifle, observándola por la mirilla, y no hubiera disparado. Además, y por alguna razón, hacía que se sintiera muy frustrada.


Echó un vistazo al comedor y vio a Eliana, que sonrió desde la mesa que compartían. Desde el día que había rechazado la invitación de Wendy, la amistad entre las dos se había profundizado.


Eliana le recordaba mucho a la chica que había sido a su edad. Sus obsesiones y sus preocupaciones eran casi idénticas. Hasta tenía unos padres problemáticos, que se pasaban la vida discutiendo y que sólo servían para reducir su autoestima. Pero Eliana era más tímida y tranquila de lo que Paula había sido. Ella nunca había sido una alumna modélica, y ni siquiera contaba con el aprecio de los profesores.


Bien al contrario, siempre había sido una chica rebelde. Pero su temperamento se había tranquilizado un poco cuando empezó a trabajar. De hecho, durante seis años se había comportado con absoluta seriedad, evitando cualquier conflicto.


Sin embargo, hacer el papel de Sabrina le permitía la posibilidad de actuar con libertad, de opinar abiertamente sin preocuparse de nada. Y era una sensación maravillosa. Se sentía viva, algo que necesitaba con desesperación después de haber pasado un año y medio viviendo de los recuerdos, de sensaciones intensas como el contacto del cuerpo de un hombre, como el calor de una piel desnuda, como unos músculos duros y unas manos delicadas. Lamentablemente, el curso de sus pensamientos la llevó de nuevo al hombre que se había convertido en su obsesión. Se imaginó haciendo el amor con Pedro y se ruborizó, avergonzada.


De repente se sentía muy incómoda, y tenía calor. Intentó justificar el calor pensando que en la cafetería siempre hacía cuatro o cinco grados más que en el resto del edificio, y se sirvió la comida como si no hubiera pasado nada.


Cuando fue a pagar, el cajero la miró y preguntó:
—¿No te cansas de comer pavo?


—¿Es que lo has notado?


—Claro. Siempre pides lo mismo, y sentía curiosidad.


En aquel momento, uno de los chicos que estaba detrás, en la cola, intervino para protestar:
—Déjate de charlas. No quiere hablar contigo.


Paula miró al joven con cara de pocos amigos y se volvió hacia el cajero, de nuevo, para pagar.


—¿Cómo te llamas? Yo soy Sabrina Davis.


—Rogelio —respondió el chico, con timidez, mientras recogía el dinero.


—Está esperando que le des el cambio, idiota —espetó el joven de la cola.


—Oh, lo siento —dijo Rogelio.


Paula sonrió con calidez. Pero el chico estaba tan nervioso que dejó caer el cambio al suelo.


—¡Vaya cretino! —exclamó otro chico.


—Déjame en paz —dijo Rogelio.


—No le hagas caso. En cuanto a lo que me preguntabas —dijo Paula—, no me canso nunca del pavo. Pero me gustaría que vendierais manzanas frescas, o naranjas. ¿No sabes con quién podría hablar para pedirlo?


—Supongo que podría hablar con el señor Crowley. Es el que nos trae la comida.


—¿Podrías hacerlo? Te estaría muy agradecida. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí? Parece un trabajo interesante...


—Desde hace un par de años.


—Eh, ¿se puede saber qué estáis haciendo? —preguntó el chico de atrás, irritado.


—Charlando —respondió Paula, molesta—. Algo que, al parecer, tú no sabes hacer. Y por cierto, antes te has equivocado. Me apetece hablar con Rogelio.


—Y los demás queremos pagar para comer —dijo el chico.


—¿Quieres comer? Pues pídele perdón a Rogelio.


—De eso nada.


Paula sonrió con frialdad antes de mirar al cajero otra vez.


—Dime, Rogelio, ¿qué clases tienes este año en el curso? Te lo pregunto porque...


—¡Eh, maldita bruja, no puedes tratarnos así! ¡Muévete de una vez!


El chico de atrás la empujó, y Paula se volvió y alzó los puños, dispuesta a defenderse.


—¿Qué piensas hacer, atacarme con técnicas marciales? —preguntó, riendo.


—Déjala de una vez, Gaston —dijo otro chico—. Te estás comportando de forma grosera.


Segundos más tarde, Sabrina escuchó una voz ronca que la sorprendió.


—¿Ocurre algo, Rogelio?


—No, señor Alfonso, no pasa nada.


Paula miró al profesor y pensó que había crecido durante el fin de semana. Hasta sus hombros parecían más anchos. 


Llevaba una camisa blanca y estaba más impresionante que nunca. Además, olía a la misma loción de afeitar. Pero esta vez no le recordó a su abuelo.


—¿Estás esperando el cambio, Sabrina? —preguntó Pedro.


Sabrina estaba tan anonadada que no respondió.


—¿Sabrina?


—¿Sí?


—Estás entorpeciendo el paso. ¿Esperas el cambio?


—No, ya me lo ha dado. Sólo espero una disculpa.


Pedro la miró con ojos entrecerrados.


—¿Y eso?


—Sí, pero no creo que merezca la pena entrar en detalles —respondió Sabrina, volviéndose hacia el chico de atrás—. Con un «lo siento, Rogelio», bastaría.


—¿Rogelio? —preguntó Pedro, sorprendido.


—En efecto. Pero no quiero aburrirte contándote la historia. Sólo espero una disculpa, como acabo de decir.


Segundos después, el chico de la cola miró al cajero y se disculpó, aunque a regañadientes.


Paula asintió y se despidió de Rogelio.


—Adiós, Rogelio, nos veremos mañana.


—Hasta luego, Sabrina —dijo Rogelio, sonriendo.


—Te veré en clase, Pedro —dijo Paula.


Acto seguido, Paula se alejó de la cola. Estaba bastante nerviosa, y sólo esperaba que Pedro no lo hubiera notado. 


No quería que descubriera que se sentía atraída por él.


Paula se dirigió a la mesa como si aquel lugar la protegiera de Pedro. Dejó la bandeja y saludó a sus compañeros. En aquella mesa no eran alumnos; eran, sencillamente, amigos.


Se sentó y sonrió. A su lado estaban Beto, el ligón; Fred, el genio de los ordenadores; Janice, la altísima y tímida chica con la que coincidía en clase de gimnasia; y Derek, un chico que tenía la costumbre de meterse en los asuntos de los demás.


—¿Ocurre algo? —preguntó alguien, a su derecha—. ¿Has tenido algún problema con el señor Alfonso?


Era Eliana.


—No, sólo quiso interesarse por un pequeño problema del cajero.


—¿Podéis pasarme ese plátano? —preguntó Beto.


—No se lo deis —dijo Fred—. Si se lo dais, querrá comerse toda vuestra comida.


—Eso me recuerda que a mi primo Randy lo arrestaron por escándalo público —intervino Derek, de repente.


Todos lo miraron con asombro. Paula sonrió y siguió comiendo.


—Mi tía Doris dice que no podrá volver al supermercado porque se moriría de vergüenza —continuó Derek—. Al parecer, Randy se bajó la cremallera de los pantalones.


—¿Qué has dicho? —preguntó Paula.


—Lo que has oído. Y lo hizo junto a una mujer que estaba comprando fruta. Pero supongo que no habría pasado nada si Randy no le hubiera dicho que lo probara a él en lugar de probar el melón que estaba a punto de comprar.


Todos rieron, pero Beto se apresuró a decir:
—No comprendo que seas capaz de decir algo así.


—¿Por qué?


—¿Crees que a tu tía y a tu primo les gustará que nos cuentes algo que obviamente los avergüenza? Tendrías que pensar las cosas antes de abrir esa bocaza.


Derek se ruborizó, porque poco tiempo antes habían estado charlando sobre el derecho de la gente a la intimidad.


—No te preocupes, Derek —dijo Janice—. Yo pienso demasiado antes de hablar, así que normalmente no digo nada.


—Sí, la timidez también es un problema para Beto —dijo Fred—. Cada vez que intenta decir algo...


Fred no terminó la frase, porque Beto le pegó un codazo.


—Caramba, Adler —dijo Beto, mientras se tocaba el codo derecho—. Pensaba que lo único duro en tu cuerpo era tu cabeza.


En aquel instante, Eliana se dirigió a Paula.


—¿Sabrina? He traído las cosas conmigo. Lo digo por si quieres que vayamos a correr cuando terminen las clases.


—Magnífico —dijo Sabrina—. No me vendrá mal un poco de compañía.


—Pero te recuerdo que es posible que no soporte tu ritmo.


—Descuida, no intentaré ganar ninguna carrera.


—De acuerdo, pero si hay alguien en la cancha volveré al instituto.


—No creo que haya nadie hasta que empiecen las prácticas en primavera.


Paula esperaba tener razón, porque el ejercicio era muy útil para mantener la autoestima, y quería que Eliana se beneficiara de él.


—Venga, así podremos cotillear un poco. No te veo muy a menudo en el instituto.


—¡Eh, Adler! —dijo Beto de repente, con tono de urgencia—. Despierta. Alfonso viene hacia aquí.


Paula miró a su alrededor, asustada. No podía creer que Pedro se acercara a ella. Pero no lo pudo ver por ninguna parte, y en seguida comprendió que Beto se refería a Carolina, no al profesor. En cualquier caso, la hermana de Pedro parecía bastante triste.


—Hola, Carolina —la saludó Paula—. ¿Qué tal estás?


—Bueno, he suspendido el examen de álgebra esta mañana, el señor Williams me ha echado por comer chicle, mi hermano no permite que me siente a comer con quien yo quiera y en general mi vida es un desastre. Pero a parte de eso, todo va divinamente.


—¿Él cretino de tu hermano no permite que te sientes con Bruce?


—El único cretino es Bruce —murmuró Fred.


Carolina miró a Fred con desagrado, pero no dijo nada al respecto.


—El viernes dijiste que podía sentarme contigo cuando quisiera. ¿Hablabas en serio?


Paula lo había dicho en serio, pero no quería molestar a Fred, ni a los otros chicos que estaban en la mesa.


—Por supuesto que sí. Pero, ¿por qué quieres sentarte conmigo?


—A mi hermano le molesta que me siente con Bruce. Pero le molestará aún más que me siente contigo —explicó, con ojos brillantes.


Paula notó la tensión de sus compañeros, pero a pesar de todo hizo un esfuerzo y sonrió.


—Bueno, en tal caso toma una silla y siéntate. Aún tengo diez minutos para poder corromperte.




BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 14





Pedro miraba la pantalla de su ordenador, con las manos sobre el teclado. Normalmente pasaba las tardes de los sábados trabajando en casa, con sus guiones. Empezaba a trabajar después de comer y no dejaba de hacerlo hasta bien entrada la madrugada, de modo que el domingo se levantaba tarde. Era maravilloso, y sólo lamentaba no poder hacerlo el resto de la semana. Pero aquel día no se podía concentrar.


Dos mujeres pelirrojas llenaban sus pensamientos.


Conocía a la primera de ellas desde hacía años. Siempre le había gustado, y la respetaba. Donna Kaiser era una mujer inteligente y atractiva, y una excelente administradora del instituto. Una persona de la que cualquiera se podía sentir orgulloso.


Pensó, con cierta amargura, que no se parecía nada a Susana. La última mujer con la que había mantenido una relación lo había obligado a elegir entre ella y su hermana y su madre. Pedro no había tenido más remedio que decantarse por su familia; al fin y al cabo, dependían de él.


Desde entonces había estado solo, aunque últimamente había sentido la necesidad de volver a salir con una mujer, aunque sólo fuera de vez en cuando.


Pedro no quería mantener ninguna relación seria hasta que Carolina terminara los estudios y recobrara su libertad. Pero Donna Kaiser deseaba algo más que una relación superficial, y Pedro lo sabía.


A pesar de ello, y a pesar de lo que había sentido en la clase de literatura de Sabrina, había decidido pedirle el día anterior que salieran a cenar. Lamentablemente, durante la cena había notado que el interés de Donna era excesivo para él; no quería que se hiciera falsas ilusiones. Pero, por alguna razón, se había despedido de ella con un beso e incluso le había pedido que volvieran a salir la semana siguiente. Al parecer, tenía un problema.


Y el problema se llamaba Sabrina.


Aquella joven era todo un problema. Un problema para su carrera, para su sentido de la justicia e incluso para su honradez. Durante las agradables horas que había pasado con Donna, no había pensado en ella en ningún momento. 


De modo que había decidido utilizar a Donna como una especie de antídoto. No era muy caballeresco, pero no se le ocurría otra cosa. Además, Donna sabía cuidar de sí misma. 


Era una mujer adulta, a diferencia de Sabrina.


Pedro decidió concentrarse en el trabajo y leyó lo que había escrito:




De noche. En el exterior de la mansión del senador Maxwell.
Vestido con prendas oscuras, y con la cara pintada de negro, Mike arroja una cuerda con un garfio que se engancha en la barandilla del segundo piso. Después, sube por la cuerda, alcanza la balconada y saca una ganzúa para abrir la puerta.
Visión general de la cámara, de modo que aparezca toda la mansión mientras Mike se introduce en la casa y desaparece de vista.
Interior del dormitorio, por la noche.
Todo está oscuro. Mike avanza con sumo cuidado hacia la cama en la que duerme Ann Maxwell, iluminada por un rayo de luna. Una mujer de treinta y pocos años, rubia, con un modesto camisón blanco de algodón. De una belleza angelical.
Zoom de la cámara en el rostro de Mike, cuya expresión tensa se suaviza mientras contempla su sueño.
Imagen general. Mike avanza y tapa la boca de Ann con una mano enguantada. Ann abre los ojos, se sobresalta y mira, aterrorizada, a Mike.
Mike se inclina sobre ella para decirle, al oído: No grites, me envía Jerry. No voy a hacerte daño. Si lo has entendido, asiente con la cabeza.
La mujer asiente y Mike aparta la mano. Ann, en tono de urgencia: Hay un guardia de vigilancia en el exterior de la casa. Puede que no lo hayas visto, pero estará aquí muy pronto. Viene a la habitación cada dos horas, para comprobarlo todo.
Mike, con una sonrisa: Esta noche no vendrá. Digamos que se ha quedado dormido, y que tendrá un pequeño problema cuando tenga que explicárselo a tu padre.




Lamentablemente, Pedro no sabía cómo continuar. En principio, tenía intención de que Ann Maxwell fuera la impotente víctima de un padre corrupto, que dependería totalmente de Mike Ransom para salvar la vida. Pero el personaje de Ann daba para más, como si quisiera tener un papel más activo en la trama del guión, así que Pedro estaba considerando la posibilidad de darle más carácter.


Al pensar en ello, recordó a la joven pelirroja que había defendido a Eliana ante Wendy y sus amigas. Supuso que, de haberse encontrado en el papel de Ann, Sabrina se habría empeñado en ayudar a Mike, a pesar del peligro.


Pero los pensamientos de Pedro se interrumpieron de inmediato. Estaba haciéndolo otra vez. Sin darse cuenta, permitía que aquella joven se introdujera en ellos, y la atracción que lo dominaba comenzaba a convertirse en una obsesión.


Tenía que hacer algo. Hasta entonces se había limitado a intentar evitarla; pero, por primera vez, pensó que tal vez sería mejor que intentara averiguar más cosas sobre ella.


Hablaba y se comportaba con una madurez muy rara entre los alumnos, una madurez que debía de haber adquirido en alguna parte.


Se dijo que el lunes echaría un vistazo a su ficha para descubrir más cosas de su vida y comenzar el proceso de desmitificación de Sabrina Davis. Tenía la esperanza de que la fascinación que sentía por ella desapareciera entonces.


La perspectiva bastó para que se sintiera mucho mejor, y comenzó a escribir de nuevo, hasta que al cabo de un rato oyó voces en la cocina. Intentó recobrar la concentración, pero sus temores se confirmaron; una vez más, Valeria y Carolina se estaban peleando.


—¿Pedro?


La voz de su madre lo irritó. Por una vez deseó que Valeria lo dejara al margen de sus conflictos con Carolina, de modo que no respondió; esperaba que la disputa se resolviera sin su intervención.


No obstante, minutos más tarde se abrió la puerta de su despacho. Y Valeria Alfonso entró como una exhalación.


—¡Ya no lo soporto más! Me rindo. No le importan los sentimientos de los demás.


—¿Qué ocurre ahora, madre? —preguntó, con cansancio.


—Si no te importa lo que le ocurra a Carolina, me da igual. Te dejaré a solas y llamaré a la policía. Puede que ellos se encarguen de tu hermana.


Pedro se volvió y miró a su madre. Parecía realmente preocupada.


—¿De qué estás hablando?


Valeria se metió la mano en un bolsillo y sacó unas pastillas.


—De esto. Las encontré en la habitación de Carolina. Pedro, tu hermana es drogadicta. ¿Qué piensas hacer al respecto?


Pedro se levantó de su butaca, se acercó y las examinó. Eran anfetaminas.


—¿Dónde está Carolina? —preguntó Pedro.


—En la cocina, si es que no se ha marchado para ver a ese chico. A veces la espera en la esquina. Carolina cree que no lo sé, pero Phyllis Lowrey los vio por la ventana de su cocina y me lo dijo.


—¿Está saliendo con un chico? ¿Desde cuando?


—Desde las vacaciones de Navidad. Phyllis dijo que parecía demasiado mayor para ser un alumno del instituto. Al parecer es alto, de pelo negro, con aspecto deportivo y un coche de color rojo.


Pedro lo identificó de inmediato. Era Bruce Logan.


—Es obvio que Phyllis Lowrey no tiene nada mejor que hacer que espiar a la gente —murmuró Pedro—. De todas formas, ¿por qué no me lo habías contado?


Su madre adoptó una actitud defensiva.


—Porque siempre estás encerrado aquí, trabajando hasta altas horas de la madrugada, y no quería molestarte. Phyllis dijo que no los había vuelto a ver desde diciembre, así que olvidé el asunto. Además, sabes de sobra que Carolina no me hace caso. Y yo me limito a hacer todo lo que puedo.


Pedro no quiso discutir con su madre, de modo que se dirigió a la cocina. Valeria lo siguió a escasa distancia.


Pedro había dado clase a Bruce el año anterior, y sabía que sólo era otro niño mimado. Tenía mucho dinero y se rumoreaba que lo gastaba con bastante generosidad, pero no tenía el menor sentido de la responsabilidad. El profesor supuso que estaría saliendo con Carolina para vengarse de él; primero se había dedicado a comer con su hermana delante de sus narices, y ahora le daba anfetaminas, algo que Pedro no estaba dispuesto a permitir. Sin embargo, sabía que le esperaba una buena discusión con Carolina.


Su hermana estaba sentada a la mesa, con expresión de infinito aburrimiento. Tenía el pelo revuelto y llevaba una camiseta negra, demasiado grande para ella. Valeria siempre la regañaba porque no compartía su gusto estético; Pedro tampoco lo compartía, pero lo respetaba.


Decidió evitar los preámbulos y le enseñó las pastillas.


—¿De dónde las has sacado?


—Las he encontrado debajo de la almohada. Las habrá dejado un duende —se burló.


—Vamos, Carolina, hablo en serio.


Carolina apretó los labios y apartó la mirada, sin decir nada.


—Ya te lo he dicho, Pedro —intervino su madre—. No le importamos los demás. Es una suerte que su padre no esté con nosotros. Se sentiría terriblemente avergonzado.


Pedro notó la emoción en los ojos de su hermana y dijo:
—Eso no es cierto, madre.


—Déjalo, Pedro —dijo Carolina—. No cambiará nunca de opinión con respecto a mí. No merece la pena intentarlo.


—Lo único que sé es que tu hermano nunca escondía drogas en su habitación —espetó Valeria—. Aunque él era una estrella del baloncesto y no habría hecho nada tan estúpido, nada que pusiera en peligro su salud. Nada de esto habría pasado si te hubieras metido en el equipo de voleibol del instituto.


Carolina se levantó.


—No pienso seguir escuchándote. En lo que a ti respecta, nunca hago nada lo suficientemente bien, nunca seré suficientemente inteligente ni suficientemente responsable. Desde tu punto de vista, nunca conseguiré ser tan buena como Pedro, haga lo que haga.


Carolina miró a su madre y rogó, en silencio, que le dijera a Carolina que la quería. Pero no lo hizo.


—Tengo la impresión de que no lo intentas —espetó Valeria.


Carolina apartó la mirada, con una sonrisa amarga.


—Me voy.


—Carolina, espera... —dijo Pedro.


Pero Carolina no esperó. Segundos más tarde, entró en su dormitorio y cerró la puerta de golpe.


Pedro se sentía muy frustrado. No había conseguido averiguar la procedencia de las pastillas, ni había podido hablar con ella, y desde luego no había tenido ocasión de averiguar si Bruce Logan tenía algo que ver. Pero después de lo que había ocurrido, no tenía corazón para presionar a su hermana.


Miró a su madre a los ojos, pero Valeria no mantuvo la mirada. Se volvió y siguió cocinando. Siempre había utilizado la cocina para escapar de las cosas.


—No sé por qué me miras así —declaró la mujer—. He sido dura con ella, es cierto, pero sólo porque quiero que desarrolle todo su potencial. En fin... esta noche cenaremos pollo asado y ensalada. Ah, por cierto, hay cartas para ti sobre la panera.


Pedro tampoco tenía corazón para culpar a su madre. Sabía que había amado a Bruno Alfonso con todo su corazón. De hecho, tardó todo un año en recuperarse de su muerte, y sólo gracias a la medicación contra la depresión. Además, notó que le temblaban las manos, así que decidió dejar sus preocupaciones para otro momento.


Pensó en lo que sentiría cuando fuera libre, cuando no tuviera que cargar con la responsabilidad de la familia, y se animó un poco. Caminó hacia la pila, se lavó las manos y tomó el correo.


Y entonces lo vio. Entre la propaganda, un par de revistas y diversas cartas, se encontraba una que llamó su atención de inmediato. Era de la agencia Greenbloom.


Su corazón empezó a latir más deprisa. Pensó que lo había conseguido.


Intentó abrir la carta, pero estaba tan nervioso que no lo conseguía. Cuando por fin lo logró, la leyó con avidez. Y cuando terminó de leerla, volvió a leerla de nuevo, con incredulidad. Decían que les había gustado mucho el guión, que tenía un gran potencial, que querían hablar con él para discutir sobre el proyecto y que se pusiera en contacto con ellos cuanto antes.


No podía creerlo. Acababa de pensar en lo que sentiría cuando fuera libre, y ahora lo sabía.


Era la sensación más maravillosa del mundo.