jueves, 15 de septiembre de 2016

EL ANONIMATO: CAPITULO 26




A la mañana siguiente, cuando regresó al rancho Blackhawk, Pedro estaba cansado, enfadado y con resaca. Casi se sintió aliviado al ver que Paula no estaba en la casa para verlo en aquel estado tan lamentable.


Cuando se hubo duchado, afeitado y tomado un poco de café, empezó a preocuparse por su paradero. Durante la hora de sobriedad que había tenido antes de que las cervezas que se tomó en el Heartbreak empezaran a hacerle efecto, había empezado a admitir que estaba siendo poco razonable con Joaquin Davis. Nadie mejor que él sabía que ningún hombre debería ser juzgado en función de primeras impresiones o sobre un pasado sobre el que no tenía control alguno. Justo antes de emborracharse como una cuba y de alquilar una habitación para pasar la noche en la ciudad, había jurado que lo admitiría ante Paula. Tenía la intención de mantener esa promesa… si lograba encontrarla.


No estaba en el establo y, cuando fue a la casa principal, Karen lo miró muy fríamente y le dijo que no tenía ni idea de adonde se había ido Paula.


—¿Te apetece una taza de café? Parece que te vendría bien.


—Claro —dijo él.


Entonces, se sentó de mala gana y observó con cautela a Karen.


—Eres la segunda persona que esta mañana me dice que ha pasado mala noche —comentó Karen, mientras le entregaba el café.


—¿Sí?


—Paula parecía no haber pegado ojo. Y no me gusta ver disgustadas a mis amigas.


—Lo siento.


—No es a mí a quien tienes que decir eso.


—Por eso precisamente estoy buscándola.


—Bien. Entonces no tengo que partirte la cara ni nada por el estilo.


—He notado que no has dicho que me la partiera Esteban.


—Claro que no. Yo me encargo de mis asuntos… y de mis amigas. Si no me hubiera satisfecho tu respuesta, me habría dado el gusto de verte sufrir.


—Lo tendré en cuenta…


—Eso espero. Ahora, vete de aquí y resuelve este asunto antes de que se te escape de las manos.


—Sí, Karen.


Lentamente, Pedro volvió hacia el establo.


Dado que el coche de Paula seguía aparcado frente a su casa, tenía que estar todavía por allí. Entonces, una maldición; en boca de un hombre le hizo ir corriendo; al corral que había detrás del establo.


Al llegar allí, lo que vio le cortó la respiración.


Esteban estaba medio subido a la valla, con el rostro pálido como la muerte mientras Paula le pedía que se alejara. 


Había ensillado a Medianoche, pero el enorme caballo no parecía muy feliz al respecto. No hacía más que encabritarse y sus cascos rasgaban el aire con un mortal potencial para el desastre.


—¡Paula, sal de ahí! —le ordenó Pedro.


Ella ni siquiera le dedicó una mirada.


Toda su atención estaba centrada en Medianoche. Tenía una mano en las riendas del caballo y le susurraba constantemente. Sin embargo, el desquiciado caballo no atendía a razones.


Pedro creía que el corazón iba a salírsele del pecho. Nunca en toda su vida se había sentido tan asustado. Si Paula salía del corral de una sola pieza, iba a matarla él mismo.


—No tiene miedo alguno —murmuró Esteban, asombrado.


—Es una maldita lunática —replicó Pedro.


—Yo también creía eso al principio, pero mira. Medianoche está empezando a escucharla. Se está tranquilizando.


Pedro no lo veía porque casi no podía mirar lo que ocurría dentro del corral.


—Le doy cinco segundos —musitó—. Entonces, voy a entrar ahí para sacarla.


—No harás nada de eso —le ordenó—, al menos si esperas seguir trabajando para mí.


—En ese caso, dimito —dijo Pedro, subiéndose a la valla.


Estaba a punto de entrar en el corral cuando Esteban lo agarró por el hombro.


—Mira…


Medianoche estaba completamente tranquilo. Había permitido a Paula que se acercara lo suficiente como para engancharle un brazo en el cuello. Cuando le dio un terrón de azúcar, el animal lo tomó tan delicadamente como si no hubiera estado a punto de matarla segundos antes. A pesar de todo, Pedro no volvió a respirar hasta que Paula le quitó la silla, le dio un golpecito en el lomo y lo mandó a pastar.


—Bien hecho —dijo Esteban.


Paula recibió las alabanzas con una tensa sonrisa.


—La situación estuvo algo complicada durante un momento 
—replicó, mirando a Pedro.


—¿Complicada? —contestó él—. Me tenías aterrado.


—Para decirte la verdad, yo también lo estaba.


De repente, las rodillas se le doblaron. Pedro saltó al suelo y la tomó en brazos antes de que tocara el suelo.


—Supongo que ya se ha pasado la adrenalina —murmuró.


—Supongo que sí… —susurró él, sobreponiéndose al deseo de besarla.


—Déjame en el suelo. Estoy furiosa contigo —replicó.


Entonces, empezó a golpearlo en el pecho con todas sus fuerzas.


—Bueno —dijo Esteban—, no creo que yo tenga que escuchar esta parte. Creo que me marcho.


—Está bien, querida —dijo Pedro, mientras trataba de tranquilizarla—. Comparemos nuestras situaciones. Tú estás furiosa conmigo, y con toda razón, lo mismo que yo contigo, igualmente con justificación. Dejémoslo en tablas, ¿de acuerdo?


—Ni lo sueñes, cobarde arrogante.


—¿Cobarde? Si un hombre me hubiera acusado de cobarde, estaría tumbado en el polvo con un buen puñetazo en la mandíbula.


—Cuando se tiene un desacuerdo, uno no tiene por qué marcharse. Los adultos maduros que se preocupan los unos de los otros hablan las cosas.


—Tienes razón…


—¿Lo admites? —preguntó ella, asombrada.


—Sí.




—Estupendo.


—Dado que estamos de acuerdo. Tranquilicémonos y charlemos de lo ocurrido.


Paula le hundió los dedos en el cabello y bajó la boca hasta que casi estuvo rozándola de él.


—Creo que no… —murmuró.


Aquel beso solucionó la discusión por el momento, pero Pedro no dudaba ni por un segundo de que garantizara que todo siguiera igual en el futuro. La imagen de Paula a punto de ser pateada por un caballo se iba a quedar grabada en su memoria durante mucho tiempo. No tenía intención de darle al caballo una segunda oportunidad para completar el trabajo.


EL ANONIMATO: CAPITULO 25



Algo le ocurría a Paula. Llevaba lanzándole extrañas miradas durante toda la cena. Pedro no podía comprender lo que le ocurría. Cuando le preguntaba, ella se limitaba a murmurar algo sobre que había tenido un día estupendo y se negaba a decir nada más.


En cuanto terminó la cena y todo estuvo recogido, anunció de repente:
—Creo que voy a ir un rato al establo. ¿Quieres venir conmigo, Pedro?


—Me he pasado todo el día encima de un caballo. ¿Por qué me iba a apetecer verlos un rato más?


—Confía en mí. Te aseguro que merecerá la pena —susurró ella, guiñándole sugerentemente el ojo.


—Bueno, creo que esa es una invitación que un hombre no puede rechazar —dijo él, sintiendo que sus dudas se desvanecían en un instante.


Todavía hacía calor y no parecía que fuera a refrescar más durante la noche. A Pedro le hubiera bastado con sentarse en el balancín del porche con Paula encima del regazo. En vez de eso, iban pisando polvo hacia el establo. Sin embargo, tal vez aquella visita merecería la pena, tal y como ella había prometido.


Dentro del establo hacía fresco. Paula se detuvo primero frente al pesebre de Medianoche, le ofreció un terrón de azúcar y contó a Pedro sus progresos. Antes de que avanzaran hasta el de Señorita Molly, Paula se detuvo en seco.


—Espera un momento. Tengo que ir por una cosa.


Pedro se imaginó que podría ser una manta, tal vez un par de cervezas frías o un puñado de dulces fresas. Cuando Paula regresó con una camisa de franela, frunció el ceño, lleno de desilusión.


—¿Qué es lo que tienes ahí?


—Ya lo verás —respondió ella, con una misteriosa sonrisa.


Se dirigió directamente al pesebre de Señorita Molly. Para su asombro, la yegua levantó inmediatamente la cabeza.


—¿Qué diablos? —exclamó él—. ¿Qué es lo que le has hecho?


—Espera un momento.


Entonces, Paula se arrodilló y abrió la camisa. Una gatita, de pocas semanas de vida, abrió los ojos y maulló sonoramente. Señorita Molly relinchó a modo de respuesta.
Pedro contempló boquiabierto cómo la yegua bajaba la cabeza y lamía a la gatita suavemente, aunque solo consiguiera un bufido como respuesta. Eso no pareció arredrar al equino, que siguió lamiéndola una y otra vez. La gatita se resignó por fin y soportó pacientemente un par de lametazos más, mientras se enroscaba entre los tobillos de Paula.


—No lo entiendo…


—Supongo que había un gato en el otro establo —dijo Paula.


—Efectivamente. Un enorme gato negro. Se encargaba de cazar los ratones del establo.


—Y, aparentemente, hacía compañía a Señorita Molly.


—Tienes razón. Nunca le presté mucha atención a ese hecho, pero cuando ella estaba en el establo, el gato siempre estaba con ella. Eres un genio —añadió, encantado con el cambio.


—Ojalá tuviera yo todo el mérito, pero fue Catalina la que me trajo la gatita para que la viera. Señorita Molly reaccionó en el momento en que oyó el primer maullido, por lo que supe que esta era la respuesta.


—Sin embargo, tú fuiste la que dijiste desde el principio que la yegua sentía nostalgia. Yo pensé que estabas loca.


—Me gustan los hombres que saben reconocer sus errores —susurró ella, acariciándole suavemente la mejilla.


—Yo he cometido muchos errores, y lo reconozco.


—¿Vas a admitir también el hecho de que tuviste prejuicios contra Joaquin?


—¿Por qué iba yo a admitir nada de eso? ¿Acaso esperabas que, si estaba de buen humor, se me olvidaría lo que hizo?


—No esperaba que lo olvidaras, pero pensé que comprenderías que había llegado la hora de ser justo.


—¿Justo? ¿Fue justo que abandonara a una mujer a la que había dejado embarazada? Me imagino que a Carla no le pareció justo.


—Joaquin no sabía lo del embarazo. Su padre y la madre de Carla se encargaron de ocultarlo. Y Carla era solo una niña. Tenía miedo y salió huyendo.


—Estoy seguro de que Joaquin sabía que podría haber alguna posibilidad, a menos que fuera tan estúpido como para no saber de dónde vienen los niños.


Pedro


—¿Por qué estás insistiendo tanto en este tema, especialmente esta noche, cuando tenemos otras cosas que podríamos estar celebrando, como la recuperación de Señorita Molly?


—Para mí es muy importante que te lleves bien con mis amigos.


—De acuerdo. Lo comprendo y puedo comportarme civilizadamente cuando las circunstancias lo requieran, pero eso es lo único que te puedo prometer en lo que se refiere a Joaquin Davis.


—Joaquin no es el hombre que te abandonó hace todos estos años…


—Maldita sea, ya lo sé. No importa —añadió, mientras se daba la vuelta y se disponía a marcharse.


Pedro, ¿adónde vas?


—No lo sé. A algún lugar que no sea este —replicó, sin detener el paso.


A algún lugar en el que una mujer que estaba empezando a amar no estuviera insistiéndole constantemente para que se olvidara de la amargura que le había causado su pasado.


Paula observó cómo se marchaba Pedro y suspiró. Tenía que conseguir que cambiara de opinión, no solo sobre Joaquin, sino sobre todos los demonios que se habían apoderado de él. Si no era así, su amor no podría tener ninguna oportunidad una vez que él supiera la verdad.


Tras recoger a la gatita, le acarició la piel suavemente.


—¿Qué voy a hacer con él? —les preguntó a la gatita y a Señorita Molly.


Ninguna de las dos le ofreció una respuesta, al menos una que ella pudiera interpretar.


Cuando se alejaba para llevar a Caray al despacho, Señorita Molly relinchó a modo de protesta. Paula la miró muy contenta.


—No te preocupes, te la traeré mañana por la mañana —prometió—. Si te la dejo por la noche, me temo que la matarás a lametazos. Ahora, cómete tu pienso.


Por primera vez, la yegua hizo lo que Paula le había pedido y empezó a comer.


Sin embargo, su éxito con Señorita Molly no le servía de consuelo. Se sentó en el porche para esperar el regreso de Pedro. Cuando llegó la medianoche sin que él volviera, se fue a la casa principal y se metió en la cama.


Después de unas horas de inquietud tratando de dormirse, se despertó antes de que amaneciera y bajó a la cocina. 


Cuando Karen entró, ya tenía preparado el café.


—¡Qué agradable volver a verte en la mesa de mi cocina para variar! —exclamó Karen—. Mejor aún, hay café. En cuanto me tome una taza, te preguntaré lo que estás haciendo aquí, así que prepárate.


Paula se preparó para el interrogatorio. Sabía que no iba a ser fácil.


Cuando Karen se tomó el café, miró a Paula atentamente.


—Tienes un aspecto terrible —dijo por fin.


—Muchas gracias.


—¿Es que no has dormido?


—No.


—Supongo que te has acostumbrado a dormir en la cama de Pedro. Entonces, ¿por qué has vuelto aquí? ¿Os habéis peleado?


—Creo que se podría decir eso. Yo estaba presionándolo sobre algo que creía importante, se enfadó y se marchó.


—No creo que sea exactamente lo de dar y tomar.


—No exactamente.


—¿Quieres decirme de qué se trataba?


—No me importaría, pero es un asunto personal de Pedro. Cree que hablo de nuestra relación demasiado con mis amigas.


—¿Y con quién si no es con nosotras la ibas a hablar?


—Creo que a lo que se refiere es que no debería divulgar detalles íntimos. Para él es algo privado. Y yo, irónicamente, lo entiendo.


—Porque te has pasado la mayor parte de los últimos diez años en la portada de una revista.


—Exactamente.


—¿Lo sabe él?


—A menos que me lo esté ocultando, no. No creo que tenga ni idea de a lo que yo me dedicaba antes de regresar aquí.


—Y ahora tienes miedo de que ese secreto vaya a tener malas consecuencias para ti.


—Efectivamente.


—Tal vez yo te aconsejara mal al respecto.


—No, fue un buen consejo. Es solo que había otras cosas que ninguna de las dos sabíamos. Cosas que podrían hacer que a Pedro le resultara difícil aceptarme una vez que conozca la verdad.


—Entonces, cuéntaselo todo y afronta el peligro. Pon todas las cartas encima de la mesa antes de que lo descubra de otro modo. Francamente, me sorprende que alguien no se lo haya dicho todavía.


—A mí también, pero, ¿crees que este es el mejor momento para contarle la verdad, cuando está enfadado conmigo?


—Tal vez nunca encuentres un buen momento. Pedro te quiere, a ti, a la de verdad, ¿lo entiendes? Y tú estás segura, ¿verdad?


—No es que tenga muchas razones para confiar en mi buen juicio, pero sí. A menos que sea el mayor mentiroso de todos los tiempos y haya sabido quién soy desde el principio, 
Pedro no quiere nada de mí aparte de mí misma. Ni siquiera parece creer que tengo dinero. Por cierto, lo del dinero es otro tema. Cree que tiene razones muy válidas para pensar que todos los ricos con personas frívolas e irresponsables. Cuando Jake le contó la historia de Carla y Joaquin, pareció que se reforzaba lo que él cree.


—Dios mío, ¿por eso os fuisteis los dos corriendo el otro día? Pensé que, de repente, habíais decidido que necesitabais estar solos.


—Bueno, esa era otra razón, pero en realidad fue la historia de Jake lo que nos hizo marcharnos.


—¿Le explicaste por qué Joaquin no se casó con Carla antes de que naciera Jake?


—No con muchos detalles. En realidad, no quiere oír nada.


—Entonces, se la contaré yo —prometió Karen—. No puede ir por ahí echándole la culpa a Joaquin de lo que ocurrió, especialmente si puede causar problemas entre él y nuestros amigos. No pienso dejar que vuelvas a Winding River para estar con una persona que se niega a socializar con todos nosotros. Además, si lo que le molesta es lo del dinero, ¿por qué no odia a Esteban?


—No estoy del todo segura, pero cree que Esteban es un tipo honrado y a ti te adora. Creo que simplemente ha elegido pasar por alto el tamaño de vuestra cuenta bancaria.


—Entonces, lo mejor es que aprenda a pasar por alto todo lo que se refiera al dinero. No es importante, al menos no debería serlo y, por supuesto, no debería ser lo que se interponga entre dos personas y su felicidad.


—Bien dicho —dijo Paula.


Lo único que le quedaba por hacer era conseguir que Pedro pensara del mismo modo.






EL ANONIMATO: CAPITULO 24





La barbacoa en casa de Joaquin había sido una mala idea. 


Paula era muy consciente de ello. Le había recordado a Pedro todo lo que le producía amargura. Aunque las circunstancias eran completamente diferentes, no había logrado evitar que Pedro siguiera pensando que los ricos y poderosos se aprovechan de los demás. Aquello no hacía más que recordarle que Pedro no iba a tomarse bien las noticias de su propia situación económica. Aunque se veía claramente lo que sentía por ella, Paula no dudaba ni por un segundo que todo aquello podría cambiar cuando descubriera que lo había estado engañando todo aquel tiempo.


—¡Qué complicada es la vida! —murmuró, mientras cepillaba a Medianoche.


El caballo relinchó como si estuviera de acuerdo.


En aquella última semana, el animal era cada vez más dócil. 


Soportaba mejor el contacto físico y a Paula le daba la sensación de que, con una semana más, podría ponerle una silla. Esteban y Pedro estaban encantados con el progreso del semental y esperaban ansiosos el día en que se convirtiera en el magnífico caballo que todos sabían que era.


Señorita Molly era una historia completamente diferente. 


Nada de lo que Paula había probado había conseguido mejorar la actitud de la yegua. Estaba perdiendo peso y el pelaje era cada vez menos lustroso.


En cuanto acabó con Medianoche, lo sacó a pastar y luego fue por Señorita Molly. Sacó a la yegua al corral justo en el momento en el que Emma llegaba al patio. Catalina saltó del coche con algo entre los brazos.


Paula saltó la valla y se acercó a saludarlas.


—¡Tía Paula! ¿Sabes qué? —exclamó la niña, muy emocionada—. ¿Te acuerdas de que te dije que mi gata había tenido gatitos? Este es uno de ellos —añadió, entregándole una pequeña bola de pelo—. ¿A que es bonita?


La gatita, que era blanca y negra, tenía unos enormes ojos verdes. Miraba a Paula con solemnidad. Entonces, bostezó y lanzó un agudo maullido.


Para asombro de Paula, la yegua empezó a relinchar. 


Cuando la joven se dio la vuelta, descubrió que Señorita Molly tenía la cabeza erguida. Cuando la gatita volvió a maullar, el animal se acercó un poco más hasta donde ellas estaban. Terminó prácticamente por asomar la cabeza por el hombro de Paula para mirar.


—Vaya, vaya, vaya —dijo ella, con una sonrisa. Entonces, le acercó un poco a la gatita, que ronroneaba como un pequeño motor—. ¿Es esto lo que le faltaba a tu vida, Señorita Molly? ¿Había un gato en los otros establos?


Como para confirmarlo, Señorita Molly lamió a la gatita, que se irguió y le lanzó un bufido. Efectivamente, no parecía que fuera a ser una relación fácil, pero Paula estaba dispuesta a intentarlo por el bien de la yegua.


—¿Tienes planes para esta gatita? —le preguntó a Catalina.


—No, claro que no —respondió Emma—. Si la quieres, es tuya.


—¿Estás segura de que no te importa, Catalina? —insistió Paula.


—Supongo que no. Mamá me dijo que me tenía que deshacer de uno. ¿Por qué la quieres?


—Creo que Señorita Molly necesita un amigo.


—¿Qué una yegua quiere ser amiga de un gato? —dijo Catalina, asombrada—. ¿Y no le hará daño?


—Yo me encargaré de que no sea así —le prometió Paula—. Hasta que sea mayor y esté acostumbrada a Señorita Molly, la tendré en el despacho a excepción de cuando yo pueda vigilarlas. Bueno, ¿qué te parece? ¿Trato hecho?


—Di que sí —le dijo Emma a su hija.


—Vale, vale —respondió Catalina —, pero, ¿puedo venir a verla?


—Cuando quieras. ¿Le has puesto nombre ya?


—No. Mamá me dijo que sería más difícil darla si tenía nombre.


—Tu mamá es una mujer muy lista. ¿Qué te parece que la llame Caray?


—Bueno, es un nombre un poco raro —respondió la pequeña.


Por el contrario, Emma se echó a reír.


—Yo sé por qué —dijo, mirando a su hija—. Había una canción muy popular de los años cincuenta que decía: «Caray, señorita Molly…»


—Entonces, juntas formarían el nombre de la canción —concluyó Catalina—. ¡Es muy chulo!


—Claro que es muy chulo —afirmó Paula.


Casi no podía esperar para compartir las buenas noticias con Pedro.