sábado, 31 de octubre de 2015

MI FANTASIA: CAPITULO 20




-Es precioso, Soledad -dijo Paula, mirando al bebé recién nacido que tenía en sus brazos-. ¿Cómo se va a llamar?


-Teo.


-El nombre le va bien -dijo, dejando al pequeño dormido en la cuna-. Duerme un rato.Pareces cansada.


-Tú también. Puedes quedarte en la habitación de invitados. ¿Qué tal tu trabajo?


-Se acabó.


Igual que su relación con Pedro, y eso le llenó los ojos de lágrimas no derramadas, justo cuando creía que ya no le quedaban más.


Soledad la miró, alarmada.


-Oh, no, hermanita. No te habrán despedido, ¿verdad?


Paula se pellizcó el puente de la nariz para intentar contener las lágrimas.


-Se puede decir que sí.


-¿Qué vas a hacer ahora?


-No tengo ni idea.


De momento Paula sólo podía pensar en una ducha de agua caliente y una cama, aunque dudaba que pudiera conciliar el sueño.


—Lo pensaré mañana.


—Siempre te ha gustado posponer las cosas, querida hija.


El sonido de la educada voz de su madre a su espalda la hizo volverse hacia la puerta.


Allí estaba Lynette Albright con una pequeña maleta de viaje en la mano, tan elegante como siempre con un traje de chaqueta de lino blanco y los cabellos rubios y lisos
perfectamente recogidos en un moño sobre la nuca.


-Hola, madre -dijo Paula.


-¿Hola? ¿Eso es todo lo que tienes que decirme después de desaparecer sin decir una palabra?


Una discusión con su madre era lo último que Paula necesitaba aquella noche.


-Estoy cansada, madre. Ahora mismo lo único que quiero es dormir.


-Paula se queda en la habitación de invitados, madre -dijo Soledad desde la cama-. Puedes volver a casa con papá.


-No pienso hacer tal cosa -dijo Lynette, mirando a su hija menor-. Puede que necesite su ayuda con el pequeño por la noche.


Paula sabría que no podía posponer más la conversación que tenía pendiente con su madre.


-¿Por qué no vamos a tomarnos una manzanilla y dejamos descansar a Soledad? - sugirió a su progenitora.


Las dos mujeres se despidieron de Soledad y fueron a la cocina, donde Paula preparó dos tazas de manzanilla en silencio.


-Hablame de ese trabajo, Paula.


No era precisamente el tema del que Paula deseaba hablar.


-He estado restaurando una mansión histórica, pero he terminado.


Lynette arqueó una ceja, sorprendida.


-Ha sido muy rápido. Supongo que no había mucho que hacer.


Quedaba muchísimo por hacer y a Paula le dolía profundamente no poder terminar.


Pero lo que más le dolía era no volver a ver a Pedro.


-Básicamente puse el proyecto en marcha y ahora se ocupará otra persona.


Quizá otra mujer. Alguien a quien Pedro pudiera seducir. 


Alguien a quien pudiera robarle el corazón.


-¿Qué vas a hacer ahora? -preguntó Lynette.


Paula se encogió de hombros.


-Creo que utilizaré mi licenciatura en diseño e interiorismo. También puedo montar una empresa especializada en restauraciones históricas.


-Jan Myers tiene una bonita tienda en el centro. Estoy segura de que le encantará tenerte. ¿Quieres que la llame?


-Jan es decoradora, madre. Lo que yo hago es un poco más amplio -respondió Paula con más dureza de lo que hubiera deseado, pero al ver la expresión dolida de su madre, añadió-: Pero te lo agradezco. Y si no te importa, necesito un lugar para vivir hasta que encuentre un apartamento.


La expresión de su madre se alegró visiblemente.


—Nos encantará tenerte en casa otra vez. Tu habitación sigue como siempre.


-Gracias.


Lynette se quedó mirando un momento a la taza de manzanilla y después miró de nuevo a su hija.


-Supongo que debo pedirte disculpas por mi actitud después de tu divorcio. Lo siento, pero tenía muchas esperanzas con Ricardo.


-Fue más una fusión empresarial que un matrimonio, madre. No éramos felices.


-Lo sé. Igual que sé que, a pesar de toda mi oposición a que Soledad se casara con Diego, enseguida me di cuenta de lo mucho que se quieren. Y eso, querida mía, vale mucho más que todo el oro de Georgia.


Por fin su madre se había dado cuenta de que la valía de un hombre no estaba directamente relacionada con su cuenta bancaria.


-Es hora de dormir -dijo su madre, apurando la manzanilla-, pero me temo que tendremos que compartir la cama.


-Puedo dormir en el sofá -dijo Paula poniéndose en pie.


-No hace falta -dijo Lynette-. Aún recuerdo las noches que te despertabas con pesadillas en mitad de la noche y te metías en nuestra cama.


Paula sonrió al recordar todas las noches que su madre la durmió cantándole suaves canciones de nana.


-Ahora soy un poco más mayor.


-Sí, pero tu padre no estará en la cama con nosotras, gracias a Dios. El pobre ronca más fuerte que una locomotora.


Paula se echó a reír. Las dos mujeres continuaron recordando los maravillosos días de su infancia, hasta que se metieron en la cama y los pensamientos de Paula volvieron a Pedro.



Paula...


El sonido de su nombre en una voz profunda y desolada incorporó a Paula de la cama y la hizo buscar frenéticamente por toda la habitación. Por un momento quedó desorientada hasta que se dio cuenta de que no estaba en la plantación, sino en casa de Soledad, y que era su madre y no Pedro quien ocupaba la cama con ella. Sin embargo,
hubiera jurado que lo había oído.


Entonces lo volvió a oír.


Dios, te necesito...


Incluso a cientos de kilómetros, Pedro había logrado entrar en su mente. Y ella no sólo podía oír sus palabras, sino también sentir su angustia tan intensamente como si fuera
propia.


Incapaz de ignorar su dolor y la realidad de que estaban hechos el uno para el otro, Paula se levantó de la cama sin hacer ruido y se puso un par de vaqueros y una camiseta. 


Estaba atándose las zapatillas cuando se dio cuenta de que su madre estaba sentada en la cama, mirándola.


-Son las cuatro de la madrugada, Paula. ¿Dónde vas?


-Vuelvo a Luisiana.


-¿Para qué?


-Para ocuparme de algo que necesita mi atención. En realidad, un hombre: Pedro -le dijo-. Tengo un asunto pendiente con él que podría estar directamente relacionado con mi felicidad. Dile a Soledad que seguí su consejo y dejé de ser cauta. Y que la quiero y que vendré a verla muy pronto. Ella lo entenderá.


Lynette pareció entender más de lo que su hija esperaba.


-¿Es un buen hombre?


-Sí, lo es, pero todavía no lo sabe.


Lynette dejó escapar un gemido.


-No me lo digas. No tiene un centavo a su nombre.


Paula se volvió desde la puerta con la bolsa colgada al hombro y le sonrió.


-Tiene muchos centavos, madre. Pero más importante que eso tiene mi amor, y como has dicho antes, eso vale más que todo el oro de Georgia.







MI FANTASIA: CAPITULO 19






-Esta vez sí que has metido la pata, señor Alfonso-dijo Eloisa desde la puerta.


Todavía sentado en la cama de hospital de la habitación de Celeste, Pedro levantó los ojos.


-No debiste dejarla entrar aquí.


—No me diste otra alternativa -dijo ella, entrando en la habitación y sentándose a su lado-. Tenía que saber la verdad. Tenía que saber que no eres un monstruo. Te quiere, Pedro, y deberías aceptar su amor. Y aceptar que tú también la quieres.


Pedro no quería que Paula le amara, ni tampoco amarla, pero así era.


-Si supieras la verdad sobre ella, te alegrarías de que se haya ido.


-Si te refieres a sus capacidades telepáticas, me lo dijo antes de irse.


-Pero es ridículo -dijo Pedro, volviéndose a mirarla-. Eres una mujer inteligente y sabes tan bien como yo que leer los pensamientos ajenos es imposible.


Eloisa cruzó las manos en el regazo.


-Ya no estoy tan segura. Pero lo que sí sé es que en cuanto la vi supe que era diferente. Que estaba aquí por algo, sino nunca la hubiera contratado por su falta de experiencia -
calló un momento antes de continuar-. Los dos cometimos errores con Celeste al no darnos cuenta de cómo se estaba deteriorando, pero nuestras intenciones eran buenas.
Igual que las de Paula. Ella te ha obligado a sentir algo más que remordimientos, y te ha hecho ver que todavía eres un hombre, no un caparazón vacío. Es parte de ti. Ahora quiero saber qué piensas hacer al respecto.


-Nada -dijo él, recordando sus últimas palabras-. Le he dicho que se fuera y no volviera.


-Si le pides que vuelva, volverá.


Dios, cómo lo deseaba. Más de lo que jamás había pensado.


-No sé cómo ponerme en contacto con ella.


-Por el amor de Dios, Pedro. Puedes encontrar a quien quieras -Eloisa quedó pensativa un momento-. O si puede leer los pensamientos como asegura, sabrá lo que sientes sin necesidad de que digas nada. Porque no puedes dejar de pensar en ella, y no dejarás de atormentarte hasta que por fin le digas que has cometido un error. Un error que no
puedes permitirte, porque si lo haces, estarás condenado a una vida de soledad. Y Celeste no querría verte así.


Eloisa se levantó y dejó que Pedro recapacitara sobre sus palabras y sobre sus sentimientos, tan fuertes e intensos que parecían sofocarlo.


Los remordimientos por su actuación en la muerte de su hermana habían sido reemplazados por un sentimiento más amargo: los remordimientos de haber dejado marchar a Paula. Y si ella decía la verdad y podía leer los pensamientos, pronto sabría que había estado en ellos en todo momento.







MI FANTASIA: CAPITULO 18






A Paula casi se le cayó todo lo que tenía en la mano cuando se volvió a mirar a Pedroque estaba de pie en la puerta abierta y la miraba furioso.


-Estaba mirando esto -dijo ella, alzando lo que tenía la mano.


—¿Qué esperas encontrar?


-Respuestas. Ahora sé que Celeste no murió en el accidente, sino que quedó en una silla de ruedas. Pero no sé que ocurrió después, y necesito saberlo. ¿Tuviste algo que ver con su muerte?


Pedro permaneció en silencio, y otra sucesión de imágenes mentales llegaron a cerebro de Paula: Celeste en la cama con los ojos cerrados, Pedro sujetándola, con las manos en
su garganta, buscando el pulso. Y después de eso, el sonido desgarrador del gemido de Pedro quebrando el aire.


-¿Se suicidó? -preguntó Paula.


Pedro se acercó a la ventana y le dio la espalda.


-Ya tuve que soportar el interrogatorio del forense, Paula. No necesito otro de ti.


-Sólo quiero saber qué pasó.


-Mi indiferencia fue la causa de su muerte, es todo lo que necesitas saber.


-Pedro, tienes que hablar de ello. Te está destruyendo.


Él permaneció en silencio unos minutos, hasta que por fin dijo:
-Está bien, te daré los detalles -se volvió hacia ella con todo el dolor y el remordimiento reflejado en la cara-. Celeste quedó tetrapléjica, paralizada de la mitad del torso para abajo. Podía usar parcialmente la mano derecha y podía respirar sola, al menos al principio -empezó a pasear por el cuarto mientras hablaba-. El día antes de su muerte, insistí en mudarnos más cerca de un hospital donde pudiera tener unos cuidados más intensivos porque no mejoraba. De hecho, estaba empeorando. Pero ella no quería ir, y yo decidí contra sus deseos.


-¿Y después?


Pedro le dio de nuevo la espalda, como si no pudiera contar el resto mirándola a la cara.


-Eloisa se ocupaba de ella durante el día, y por las noches yo le leía hasta que se dormía. Solía quedarme para asegurarme de que estaba bien. Pero aquella noche... -bajó la cabeza-, estaba agotado y me quedé dormido. Cuando desperté, no respiraba. Intenté reanimarla, pero era demasiado tarde.


Paula dejó los papeles en la cama y fue hasta él.


-¿Cuánto tiempo la cuidaste?


-Dos años.


Aunque él seguía de espaldas a ella, Paula hizo el viaje mental con él.


-Por las tardes la llevaba a dar un paseo por los jardines para que le diera el aire. Le gustaba dibujar, y aunque le costaba, todavía podía hacerlo. Pero no era suficiente. No
hice suficiente para animarla a seguir luchando.


Paula no estaba de acuerdo. Ahora entendía por qué Pedro no podía dormir, por qué su dolor era tan intenso y por qué tenía tantos remordimientos.


-No mucha gente habría hecho lo que hiciste tú, Pedro. Y creías estar haciendo lo mejor. Estabas haciendo lo mejor.


Él giró en redondo, fue a la cama y tiró los dibujos al suelo.


-Si no me hubiera dormido, habría podido llamar a una ambulancia y ella seguiría con vida.


Paula se plantó delante de él y le tomó la cara entre las manos.


-O quizá sólo hubiera retrasado lo inevitable. Si estaba empeorando, nadie puede saber cuánto tiempo habría durado.


Pedro suspiró.


-Se merecía más tiempo.


-Se merecía tener un poco de paz. ¿Cuándo dejarás de culparte?


-No puedo.


Paula le rodeó la cintura con los brazos.


-Sí, claro que puedes. Tienes que hacerlo. Y sé que Celeste no querría que siguieras viviendo así. Nadie te dice que lo olvides, pero ella te pidió perdón. ¿La has perdonado?


Pedro cerró brevemente los ojos, y cuando los abrió, Paula vio las lágrimas que tan desesperadamente intentaba contener.


-La he perdonado.


-Ahora tienes que perdonarte a ti mismo.


-Lo que hice fue imperdonable. Le fallé dos veces.


Paula apoyó la cabeza en el pecho masculino.


-Celeste te perdona, Pedro. Y yo también.


Él le tomó la cara con las manos y la obligó a mirarlo.


-Ven conmigo, Paula. Vamonos lejos de aquí. Sólo tengo que hacer una llamada y podemos estar en cualquier lugar del mundo en cuestión de horas.


Sería fácil aceptar y olvidar a su familia para estar con él, pero había hecho una promesa a su hermana y no podía irse.


-No puedo. Ahora no.


Él dio un paso atrás.


-Me tienes miedo. No estás segura de que te haya contado la verdad.


-Sé que me has contado la verdad. Tengo que ir unos días a casa para estar con mi hermana Soledad. Está a punto de dar a luz.


-Ve con tu familia -dijo él con repentina frialdad-. Ellos te necesitan más que yo.


Paula no estaba segura de eso.


-No estaré fuera más de un par de días, Pedro. Te lo prometo.


-Nada de promesas -dijo él-. Quédate en Georgia, Paula, y no vuelvas conmigo. Sólo te causaré sufrimiento.


Un profundo dolor surgió de su corazón a la vez que los ojos se le llenaban de lágrimas.


-No lo dices en serio.


Pedro le dio la espalda y volvió junto a la ventana.


-Muy en serio.


-¿Quieres que deje todo lo que hemos compartido? —preguntó ella.


-Sólo hemos compartido nuestros cuerpos y nuestro tiempo, nada más.


Paula tenía los ojos cubiertos de lágrimas, pero se negó a dejarlas caer.


-Puede que eso fuera para ti, pero para mí fue mucho más. Muchísimo más.


Y la vez que el mundo que Pedro le habia enseñado se desplomaba a su alrededor, Paula se dirigió hacia la puerta.


Sin embargo, antes de alejarse para siempre, quiso decir algo más.


-Después de pensarlo mucho, creo que ya sé por qué cuando me fui de mi casa y conduje hasta Luisiana no paré en Baton Rouge sino que continué hasta St. Edwards y
me quedé allí vanos días, sin decidirme a continuar.


Él se volvió y la miró sin expresión.


-¿Para salvarme de mí mismo? -preguntó con sarcasmo.


-No, para amarte.








MI FANTASIA: CAPITULO 17





A la mañana siguiente, después de pasar la noche sola y sin poder dormir, Paula decidió volver a la habitación de los niños. Durante un rato, sujetó la cuna; estaba tan vacía cómo ella se sentía. Su instinto le decían que se fuera, que dejara a Pedro y abandonara la plantación para siempre, pero algo la obligaba a seguir allí. Una fuerza desconocida, o el destino. O quizá fuera la esperanza de que Pedro llegara a corresponder el amor que sentía por él algún día.


-¿Pensando en el futuro, Paula?


Paula se volvió y lo vio apoyado en el pomo de la puerta, con la camisa blanca y los pantalones negros de siempre, como si acabara de salir de una reunión de negocios.


-Estaba pensando que esta habitación sería un buen cuarto de estar. Podría ser más moderno que el resto de la casa, con todas las comodidades tecnológicas.


Él continuó observándola en silencio hasta que dijo:
-Perdona.


Paula no lo esperaba.


-Perdonado -dijo.


Pedro se frotó la nuca y se quedó mirando el suelo, una actitud impropia de él.


-Esta noche quiero invitarte a cenar. Una cena de verdad que tú no tienes que preparar.


¿Una cita? Seguramente era mucho pedir, pero de todos modos preguntó:
-¿Vamos a cenar fuera?


-No, nos la traerán aquí.


Paula suspiró, decepcionada.


-No te vendría mal salir de casa de vez en cuando.


El hundió las manos en los bolsillos.


-Tengo mis razones para no querer salir hoy.


Paula sospechaba que debía estar relacionado con sus planes para la sobremesa, pero antes de volver a acostarse con él quería respuestas.


-¿A qué hora? -dijo, caminando hacia él, aunque manteniéndose a distancia.


-A las siete.


-Bien. Entonces hasta luego.


Cuando pasó a su lado para salir, él le tomó la mano y la rodeó con los brazos. Paula esperaba un beso, pero sólo la abrazó con fuerza durante un largo momento, con las palmas apretadas en su espalda y las mejillas pegadas. 


Cuando él la besó en la frente, Paula preguntó:
-¿Por qué has hecho eso?


-Por ser tú -dijo él con una calidez en la mirada que Paula no había visto hasta entonces, como si la fortaleza emocional se hubiera desvanecido, al menos de momento-
. Tu respeto significa mucho, Paula. Más de lo que te imaginas.


Pero ella no necesitaba imaginárselo. Su intuición le decía que él sentía algo por ella, y que podía llegar a amarla en el futuro. Aunque no antes de superar el dolor de su trágico
pasado.


Y cuando él la soltó y se alejó, Paula entendió que se estaban acercando rápidamente al punto de no retorno. Si no lograba que él se sincerara con ella aquella noche, ella tendría que decidir entre seguir luchando o aceptar la derrota. Aceptar que no era la mujer destinada a estar con él el resto de su vida.


Con un vestido de satén negro que había comprado aquel mismo día y el pelo recogido en un moño, Paula bajó la escalinata central de la casa y se dirigió al comedor. Allí se
detuvo en seco al ver a un desconocido alto y desgarbado enfundado en un esmoquin negro en la puerta.


-Buenas noches, señorita -dijo el hombre canoso con inesperada amabilidad-. Soy Renaldo, su camarero. Por aquí.


Perpleja, Paula se colgó del brazo que él ofrecía y permitió que la llevara hasta el comedor. Cuando entró, encontró a Pedro de pie junto a la mesa con un esmoquin de seda negro y una camisa blanca. Enseguida vio que los cubiertos estaban colocados uno junto a otro, no en los extremos opuestos de la mesa. El camarero le apartó la silla para
que se sentara y después le coloco una servilleta de papel rosa en el regazo.


Cuando el hombre desapareció en la cocina y Pedro se sentó a su lado, Paula preguntó:
-¿De dónde ha salido?


-De Atlanta. Viene con el chef de Chez Gastón. Pensé que echarías de menos tu ciudad.


-Conozco bien el restaurante, pero no puedo creer que hayan venido hasta aquí en coche un viernes por la tarde.


-Han venido en avión privado.


Increíble.


-Ha debido de costar mucho dinero. No me hubiera importado tomar una de las cenas que nos dejó Eloisa.


-¿Tienes algo en contra de una cena exquisita?


No, pero Paula tenía una especie de aversión al dinero, y estaba empezando a ver que la fortuna de Pedro estaba muy por encima de lo que había imaginado. Algo que había
conocido de siempre, y que era un aspecto de su pasado que trataba de evitar.


-Perdona, no quería ser desagradecida. Estoy segura de que estará deliciosa.


Pedro le estaba mirando con descaro a los senos que se adivinaban bajo el escote.


-Más delicioso será lo que tengo planeado después -dijo él, apoyándole la palma de la mano en la rodilla.


«¿Nunca reservó un comedor privado en un restaurante y te acarició por debajo de la mesa hasta hacerte desearlo allí mismo?».


Paula recordó sus palabras y sintió una oleada de calor por todo el cuerpo. A ese paso, no iba a poder mantener su decisión de evitar una mayor intimidad entre ellos hasta que
lograra obtener algunas respuestas.


Pero a medida que Renaldo iba sirviendo los platos, la mano de Pedro se deslizaba unos centímetros más arriba por el muslo y a ella se le aceleraba el pulso. Para cuando llegó el segundo plato, estaba segura de que no sería capaz de tragar otro bocado a pesar de que su acompañante no había hecho nada más cuestionable que acariciarle el interior
de la pierna con el pulgar.


Pedro, por su parte, comió toda la cena, incluidos los crepés de fresas que ella rechazó.


Aunque Paula sí aceptó una segunda copa de vino.


Cuando el camarero termino de retirar el último plato y se perdió en la cocina, Pedro se inclinó hacia ella y susurró:
-No se da cuenta de nada. Si te...


Paula le sujetó la mano antes de que ésta alcanzara su objetivo.


-Pero no es ciego, y si haces lo que me temo, te aseguro que se dará cuenta.


Pedro le tomó la mano y se la llevó a los labios.


-Sólo quería saber si llevas algo debajo del vestido.


-Sí.


Unos centímetros de encaje negro.


En ese momento entró el camarero con un hombre que se presentó como Chef Stephan Aucoin, un corpulento caballero con aspecto de comerse casi toda la comida que
preparaba.


Pedro se puso en pie.


-Caballeros, como siempre, han hecho un excelente trabajo.


El chef hizo una ligera inclinación hacia delante.


-Ha sido un placer, señor Alfonso -miró a Paula-. Señorita Chaves, apenas ha tocado la comida. ¿No ha sido de su agrado?


-No come mucho cuando está caliente -dijo Pedro.


-Las temperaturas son muy altas -se apresuró a añadir ella.


Si hubiera alcanzado la pierna de Pedro, le habría dado una patada.


-Entonces tendremos que volver cuando hayan bajado -observó Renaldo sin inmutarse.


Ellos no sabían que seguramente para entonces ella ya no estaría allí, pensó Paula.


Pedro echó una ojeada al reloj y rodeó la mesa.


-El coche les espera para llevarlos al aeropuerto —sacó un sobre del bolsillo interior de la chaqueta y lo entregó al chef-. Les acompañaré.


Cuando Pedro salió con los dos hombres del comedor, Paula se dejó caer en la silla y se abanicó la cara, incapaz de creer que había llegado al final de la velada sin desmayarse. Unos momentos después, Pedro regresó con las manos en los bolsillos y la miró con ojos seductores.


-¿No come mucho cuando está caliente? ¡No puedo creer que hayas podido decir eso!


Él tuvo el valor de sonreír.


-Estás caliente, ¿verdad?


Lo estaba, sí, y él lo sabía perfectamente.


-Ahora me estoy enfriando.


Pedro fue hacia ella y la rodeó con los brazos. Después le levantó el vestido por detrás y le acarició las nalgas.


-No sabes las ganas que tengo de quitártelas.


Paula se zafó de sus brazos y dio un paso atrás.


-Primero tenemos que hablar.


-¿De qué?


-De nuestros secretos. Los tuyos y los míos.


-Todo el mundo tiene derecho a tener secretos, Paula. No necesito tus revelaciones.


Cruzando los brazos, Paula caminó hasta el lado opuesto del comedor, poniendo la mesa entre ellos para mayor seguridad.


-Pues te voy a hacer una, y me vas a escuchar.


Pedro apartó una silla y se dejó caer en ella.


-Adelante y confiesa si eso te hace sentir mejor, pero no esperes lo mismo de mí -dijo él con fingida indiferencia.


Pero ella lo esperaba, sobre todo cuando le dijera lo que debía haberle dicho antes.


Paula respiró profundamente y permaneció de pie, con las manos apoyadas en el respaldo de una silla.


-Cuando era niña, aprendí que tenía la extraña capacidad de leer los pensamientos de otras personas. También aprendí que saber lo que la gente pensaba de ti no siempre era
bueno y me enseñé a bloquearlo.


Hizo una pausa esperando alguna reacción, pero Pedro continuó mirándola con escepticismo.


-Cuando mi marido empezó a volver tarde a casa con la excusa del trabajo, decidí utilizar el «don» por primera vez en años. Imagina mi sorpresa cuando descubrí que cuando estaba en la cama conmigo tenía fantasías con una amiga común. Se lo dije, y reconoció tener un lío con ella. Fin de la historia y fin del matrimonio.


Pedro se movió ligeramente a la silla.


-Ya te lo he dicho, no creo en esas cosas. 


En otras palabras, no la creía, pero lo haría. 


-En cuanto pisé esta casa, empecé a ver tus pensamientos. Yo no los busqué, pero eran demasiado fuertes para bloquearlos.


Pedro aparto la silla de la mesa y se levantó.


-¡Esto es ridículo! -exclamó.


-¿Tú crees? -Paula apretó el respaldo de la silla con fuerza-. Cuando salí a la terraza la primera noche que hicimos el amor, sabía que era una fantasía tuya porque la vi unas
noches antes.


-¿A dónde quieres ir a parar? -preguntó él.


-También he visto otras imágenes -dijo ella, rodeando la mesa y yendo hacia él, quedando a sólo un metro de distancia-. De una mujer llamada Celeste. De hecho tú
fuiste quien me dijo su nombre sin saberlo.


Pedro empujó una silla que cayó al suelo.


-No tengo que escuchar esto.


-Sí, porque sé que le pasó algo, y sea lo que sea, te está corroyendo por dentro como si fuera ácido.


Sin decir nada, Pedro salió del comedor hacia el vestíbulo a grandes zancadas, pero Paula salió tras él.


-Para y escúchame -dijo antes de que él llegara al primer escalón.


Él se volvió a mirarla con ira y amargura a la vez.


-¿Por qué tengo que escucharte?


-Porque te he entregado toda mi confianza desde el principio. Porque te he contado algo que nadie más conoce. Y ahora te pido que tú confíes en mí y me hables de ella.


-Si de verdad tienes telepatía, ya debes saberlo todo.


-No lo sé todo -dijo ella, dando otro paso hacia él-, porque tú bloqueas esas imágenes. Y quizá porque yo he hecho un esfuerzo inconsciente para no verlas, por temor a que
hayas hecho algo terrible.


-En eso tendrías razón.


Paula se acercó al pie de la escalera, resuelta a insistir hasta obtener las respuestas.


—Entonces me lo debes. Quiero saber quién era Celeste, qué le pasó, y qué tenía para que la amaras tanto que cuando murió decidiste enterrarte en vida.


Pedro se desplomó en el segundo escalón y apoyó la cabeza en las manos. Cuando la miró, había tanto dolor en sus ojos que Paula sintió como si le clavaran una daga en el corazón.


Entonces la mente de Pedro se abrió como las compuertas de una presa y envió una sucesión de imágenes a la mente de Paula. Una joven morena de ojos azules escalando,
después buscando una mano a la que sujetarse e incapaz de hacerlo. Y cayendo, su cuerpo girando en el aire y golpeándose contra la pared rocosa antes de quedar colgando inmóvil de una soga.


Paula se sentó junto a él en la escalera.


-Cayó -dijo.


-No era una montañera experta. No tenía que haberme acompañado, pero me lo suplicó y yo no tuve valor para decirle que no. Nunca lo tuve.


-La amabas mucho.


-Todo lo que se puede amar a una hermana.


-¿Era tu hermana? -repitió Paula, anonadada.


Pedro se pasó una mano por la frente.


-Sí. Nació cuando yo tenía doce años, y era hija de mi madre y el cerdo de mi padrastro. Celeste fue lo único bueno que salió de ese matrimonio -dejó escapar una cáustica risa-.
Paradójicamente, Renato tenía el control de la herencia y me lo dejó todo a mí. También me nombró administrador de la parte de Celeste. Ni que decir tiene que a mi madre y a su
marido no les hizo ninguna gracia, ni tampoco que Celeste siguiera en contacto conmigo cuando me fui a vivir con Renato a los dieciséis años. Ahora me culpan del accidente, y por mucho que deteste reconocerlo, tienen razón.


-Tú no tienes la culpa -Paula le pasó un brazo por los hombros-. Tú mismo dijiste que fue un accidente.


Pedro se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y se pasó las manos por la cara.


-No quiero hablar más de eso.


Paula se dio cuenta de que todavía faltaban algunas piezas del rompecabezas, pero al ver a Pedro tan destrozado decidió que de momento era suficiente.


-Lo siento mucho,Pedro, pero no siento que me lo hayas contado. Quería quitarte parte de esa carga.


-¿Por qué, Paula? -los ojos azules la miraron confusos.


-Porque te aprecio -dijo, aunque hubiera debido decir «Te quiero»-. Porque cuando estamos juntos soy más feliz de lo que he sido nunca, y cuando estamos separados tengo la sensación de que me falta una parte de mí. Ya sé que me dijiste que un día te irías, pero no puedo evitar lo que siento.


Él se volvió hacia ella y le enmarcó la cara con las manos.


-No merezco tu compasión ni pasar otro minuto contigo, pero no puedo estar sin ti.


Y la besó con urgencia y desesperación a la vez que le levantaba el vestido y le quitaba las bragas. Paula no protestó; ella lo deseaba tanto como él. Cuando Pedro se bajó la cremallera y le separó las piernas, no le dijo que estarían más cómodos en la cama porque en ese momento él no buscaba comodidad. Tampoco buscaba lo no convencional; necesitaba la unión y el consuelo y ella estaba más que dispuesta a proporcionárselo.


Apoyó la rodilla en la escalera y la penetró, y cuando enterró la cara en la curva de la garganta femenina, Paula miró a los querubines que flotaban sobre sus cabezas entre las nubes. 


Una escena que iba muy bien con el paraíso al que Pedro la estaba llevando.


Paula cerró los ojos y dejó que Pedro la llevara al lugar donde no existía dolor, sólo placer. Como siempre, su cuerpo respondió a sus caricias y su mente se abrió para
compartir la satisfacción física además del tormento emocional.


Después de un rato, el cuerpo masculino se tensó y, tras un largo estremecimiento, Pedro susurró: -No me dejes, Paula.


Ella pensó que se refería sólo a aquella noche, aunque no quería dejarlo nunca.



*****


No podía mover los brazos ni las piernas. No podía hablar ni gritar. No podía apartar los dedos que le rodeaban la garganta. En cuestión de minutos moriría en manos de un atacante desconocido. Pero cuando vio el destello del medallón de oro, se dio cuenta de que no era un desconocido.


Paula se incorporó en la cama de golpe, buscando aire y temblando incontrolablemente. Miró el lugar vacío que había dejado Pedro en la cama y empezó a plantearse todas las posibilidades. ¿Había entregado su amor a un asesino?


Pedro le dijo que era el administrador del dinero de Celeste. 


¿Habría sido capaz de fingir un accidente para quedarse con toda la herencia? Paula se negaba a creer que se había
equivocado tan rotundamente con él, pero las inquietantes imágenes se repetían una y otra vez en su mente mientras se vestía a toda prisa con la misma ropa de la noche anterior. Sin embargo, no tuvo tiempo de huir. Pedro salió del cuarto de baño llevando sólo una toalla a la cintura y una sonrisa en los labios.


-¿Dónde vas? -dijo, apoyando un hombro en la pared y cruzando los brazos.


-A vestirme antes de que llegue Elpisa -se excusó ella, yendo hacia la puerta.


-Ya ha venido.


Eso en parte la alivió, pero cuando Pedro fue hacia ella, Paula dio otro paso atrás.


-¿Qué pasa, Paula?


-Nada. No quiero que Eloisa me vea aquí.


Pedro rió bajito.


-Tendrá que acostumbrarse. Espero que en adelante duermas en mi cama.


La noche anterior Paula hubiera dado cualquier cosa por oírle decir eso. Pero ahora no sabía qué pensar.


-Hasta luego -dijo.


Si es que no se veía obligada a salir corriendo mientras estuviera a tiempo.


Y sin mirarlo corrió al cuarto de baño y cerró la puerta con cerrojo. Cuando volvió a su habitación a vestirse, vio la luz intermitente del buzón de voz en su teléfono. Sus padres
habían estado tratando de ponerse en contacto con ella hacía una hora. Se sentó en la cama y marcó el número de su padre.


-Hola, papá. Soy Paula. ¿Para qué me has llamado?


-Hola, hija. Tu hermana ha empezado con las contracciones y me ha dicho que te llame.


Quizá fuera lo más oportuno, pensó Paula. Era la excusa perfecta para dejar la plantación, aunque era consciente de que no tendría paz hasta que conociera toda la verdad sobre Pedro.


-¿Cuándo nacerá el niño?


-Según tu madre, que por cierto todavía no te habla, la comadrona ha dicho que puede tardar unas horas. Incluso mañana.


-¿Sigue decidida a dar a luz en casa?


-Sí, aunque no entiendo por qué, teniendo los hospitales y los analgésicos que hay en la actualidad. ¿Tú sigues en Luisiana?


Era evidente que Soledad les había puesto al día sobre su paradero. Mejor, pensó Paula.


Eso le ahorraba muchas explicaciones.


-Sí, sigo aquí -al menos de momento-. Dile a Soledad que buena suerte y que estaré allí en cuanto pueda.


En cuanto encontrara algunas de las respuestas que tenían pendientes. La decisión de quedarse en Georgia definitivamente o regresar a Luisiana para estar con Pedro
dependía de lo que descubriera. Y el mejor sitio para empezar era la mujer que acababa de volver a la plantación.


-Bienvenida, Eloisa.


-Hola, Paula -dijo Eloisa desde la mesa de la cocina-. Empezaba a pensar que se había ido, teniendo en cuenta que son casi las doce y aún no la había visto.


-No, pero tengo que irme un par de días. Mi hermana está a punto de dar a luz y quiero estar con ella. Pero antes necesito su ayuda.


Eloisa la miró por encima de las gafas y dejó el montón de cartas que estaba ordenando.


-Tiene que ver con Pedro. Necesito saber qué le pasó a Celeste.


-Ya le dije que no puedo hablar de eso —dijo la mujer, volviendo a los sobres-. Le di mi palabra a Pedro.


Paula le tocó el brazo para llamar su atención.


-Sé que se cayó mientras escalaba y que murió. Me lo contó Pedro, pero me preocupa lo que no me está contando. Necesito saber si es responsable de su muerte. O si fue un
accidente de verdad.


-¿Por qué le interesa tanto?


—Porque le aprecio -confesó—. Si ha hecho algo horrible, tengo que saberlo. 


Eloisa la estudió en silencio.


-Se ha enamorado de él, ¿verdad?


Lo mejor sería negarlo, pero Paula estaba segura de que no sería capaz de hacerlo.


-Quiero creer que fue un accidente, pero sé que hubo algo más.


-Fue un accidente -confirmó Eloisa-, pero eso es sólo parte de lo que ocurrió.


Sin decir nada más, Eloisa sacó una llave de un cajón y la deslizó por la mesa hacia ella.


-Es la llave del dormitorio frente al de Pedro. Mire en el segundo cajón de la mesita de noche. Allí encontrará las respuestas.


-Gracias -dijo Paula antes de salir corriendo y subir a la primera planta. Cuando vio la puerta de Pedro entreabierta, pensó que estaba en su despacho. Y rezó para que así
fuera.


Con manos temblorosas logró por fin abrir la puerta de la misteriosa habitación, esperando un lugar cargado de recuerdos de Celeste. Sin embargo, no encontró nada más
que una estrecha cama de hospital colocada bajo la ventana, la mesita que Eloisa mencionó a su lado y, contra la pared al pie de la cama, una silla de ruedas plegada.


Ver la habitación sólo sirvió para despertar más interrogantes, no para darle respuestas.


Paula imagino que Celeste no murió en el accidente, sino que sufrió algún tipo de parálisis. Se acercó a la mesita y abrió el cajón donde encontró una pila de gruesas hojas
de papel. Bocetos, eran bocetos y dibujos de mariposas y árboles, de pájaros alados echando a volar, e incluso el de una niña de rizos morenos corriendo por lo que parecía
el césped de la plantación, con la casa al fondo completamente pintada de amarillo. Pero el dibujo más triste era el de una joven de perfil, sentada en una silla de ruedas con la cara entre las manos: el trágico retrato de Celeste después del accidente. Y debajo una nota que decía:
Querido Pedro:
Odio haberme convertido en una carga para ti y para Eloisa, pero odio todavía más tener que dejaros. Por favor, no me obligues a hacerlo. No soy tan fuerte.
Perdóname.
Celeste


Más interrogantes. ¿Qué quiso obligarle a hacer Pedro? ¿Y por qué ella le pedía perdón? ¿Intentó convencerla de que la única salida era la muerte y ella se negó? ¿Había decidido quitarle la vida, para librarla de la terrible vida que llevaba y a sí mismo de la carga que suponía cuidarla?


Paula necesitaba más pistas, y abrió el primer cajón de la mesita sin soltar los dibujos.


Allí encontró todo tipo de medicamentos, entre ellos jeringuillas y viales, pero hubo una cosa que le llamó la atención. Una fotografía de Celeste y Pedro vestidos con ropa de invierno rodeados de montañas nevadas, con las cabezas pegadas y sonriendo enérgicamente. Una cosa no se podía negar, los dos se habían querido mucho. Sin
embargo, algo sucedió...


-¿Qué demonios estás haciendo aquí, Paula?