sábado, 11 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 34





Paula leyó una vez más la carta que acababa de terminar en el ordenador. Llevaba dos días con ella, cambiando un párrafo, eliminando otro. No quería hacerla muy larga, pero tampoco muy corta. No deseaba que su despedida sonara triste o sentimental, pero tampoco que la gente pensara que era de hielo. Sin embargo, ella sabía que la opinión pública la despellejaría sin dudarlo por renunciar a su puesto.


Había sido una decisión bastante debatida y rumiada. 


Carmen le había dicho que debía hacer lo más conveniente para ella. Debía ser egoísta por una vez en su vida y pensar solo en su bienestar. Le aconsejó que se tomara un año sabático y se fuera de vacaciones por Europa. Simon no entendía su decisión pero la aceptaba resignado. Le había dicho que se estaba precipitando, que solo necesitaba descansar una temporada y luego echaría de menos volver a la vida ajetreada de la Fiscalía. Dudó que eso fuera verdad, nunca le había gustado esa vida. Sentía pasión por defender causas justas elegidas por ella misma, la lucha por ganar un caso.


La opinión de su padre fue la que más le impactó. Pensó que su padre sería de la opinión de Simon y se sorprendió cuando, aquella tarde, en la terraza delantera de la casa, después de preguntarle qué opinaba de todo aquello, su padre le preguntó:
—¿Qué piensas tú?


—No lo sé. Por eso os pregunto a los demás.


—Pero es que los demás no estamos en tu piel, no sabemos qué haces en tu trabajo, si te gusta, si lo disfrutas. Solo tú puedes saber si deseas seguir o no.


—¿Qué hubiera dicho mamá? —preguntó a su padre que miraba al frente como si la fuente del saber estuviera en los árboles del jardín.


—Mamá te hubiera dicho que fueras feliz. ¿Eres feliz, Paula? —Entonces la miró mientras soltaba el humo de su cigarro entre los labios. Ella bajó la vista a su regazo y negó con la cabeza. En la frente de su padre apareció una enorme arruga de preocupación. Levantó la mano para acariciarle el pelo pero la bajó sin llegar a rozarle la cabeza. Estaba al límite de sus fuerzas—. ¿Qué necesitas para ser feliz, mi niña? —preguntó de nuevo con la voz ahogada por la emoción.


Paula se sorbió la nariz y miró a su padre. Luego se levantó, se sentó de lado en sus rodillas y se abrazó a él. Así estuvieron, por lo menos, una hora más. Las enormes manos de su padre le acariciaron la espalda como cuando era pequeña y se hacía daño en las rodillas. Entonces él la cogía en sus brazos, se sentaban en la mecedora de la terraza y ella lloraba y lloraba hasta que se quedaba dormida. Cuando despertaba y veía a su papá sonriendo, ella sonreía también y se acababan las preocupaciones. 


«¿Por qué no puede ser todo así de fácil?», se preguntó mientras el vaivén de la vieja mecedora la adormilaba como cuando era una niña.


Leyó de nuevo la carta, la adjuntó a un correo electrónico y la envió no sin antes respirar profundamente un par de veces. En el mismo instante en el que apretaba con el ratón el icono «Enviar», sintió una relajación y una liberación que no hubiera creído posible jamás.


Se recostó sobre el respaldo de la silla de oficina de su antiguo cuarto y observó el aviso que rezaba: «Su correo ha sido enviado satisfactoriamente». Por la mañana la llamarían de todas partes: de la Fiscalía, de la oficina del Gobernador, de la prensa e incluso, puede, que de la televisión, pero ya habría tiempo para pensar en eso. Apagó el ordenador portátil e intentó dejar la mente en blanco antes de irse a dormir. La única imagen que no logró borrar de su cabeza fue la de Pedro mirándola con deseo. Sonrió.


—Dejaremos ese tema para mañana —se dijo en voz alta dirigiéndose a la cama.


A la mañana siguiente, mientras desayunaba, su padre le puso la prensa delante de la cara. Ella lo miró complacida y echó un vistazo al titular de la portada: «La ayudante del Fiscal del Distrito deja su puesto repentinamente».


—Mmmm, no es tan espectacular como me esperaba, pero está bien. ¿Dice el artículo algo interesante? —preguntó acabando su tostada con manteca de cacahuete.


—¿No vas a leerlo?


—No, creo que lo que diga ya no me interesa. Los que tienen que saber por qué tomé mi decisión, ya lo saben. No creo que la prensa lo refleje justamente porque entonces no venderían periódicos. Tienen que buscar el lado sensacionalista y eso, conmigo, no lo van a lograr a no ser que se lo inventen.


—Bien, creo que mi niña ya se ha hecho mayor —dijo Hernan Chaves orgulloso. Ella le sonrió mientras metía la taza y el plato de su desayuno en el lavavajillas. Luego cogió a su padre del brazo y le pidió que la acompañara a dar un paseo por el barrio.


De regreso a casa, después de una hora y media de paseo matutino, Paula se fijó en lo mucho que habían cambiado algunas partes del barrio. Algunas casas habían sufrido reformas, los jardines estaban distribuidos de forma diferente, los columpios de los niños ya no eran de madera, sino de aluminio y la tierra de los parques había sido sustituida por una especie de colchoneta negra que producía una sensación de desequilibrio cuando la pisabas. Pero el barrio de Elmora Hills seguía teniendo ese encanto que rodeaba a la cuidad de Elizabeth: casas coloniales con jardines particulares, buzones a pie de calle, caminos recortados en las grandes extensiones de césped, árboles centenarios que aparecían salpicados por el paisaje urbano. 


Era un lugar precioso.


Pasaron por delante de una casa que le resultaba familiar. 


Como si la hubieran invocado, una mujer mayor, la dueña de la casa, supuso Pau, salió al jardín y saludó a su padre con gran afecto.


—Hernan, que alegría verte. —La mujer clavó sus ojos negros en ella y sonrió ampliamente—. Y esta guapa señorita, no puede ser Paula —negó afirmando segura de sus palabras.


Pau sonrió ante aquella amable señora de rasgos tan delicados. La piel de su rostro parecía porcelana. Las arrugas que le cubrían la cara le daban un aire de distinción y, al mismo tiempo, de mujer dulce y hogareña. Pau se sintió conectada a ella de inmediato.


—¿Te acuerdas de Alma Alfonso, cielo?


De repente recordó aquella casa. Ese niño tonto, de patas y brazos largos como un pulpo, con el pelo casi blanco y tan flaco que parecía un palillo. Ese niñato que la ignoraba cuando pasaba por su lado. Ese niño que con el tiempo se había convertido en aquel hombre fuerte y apuesto. Aquel hombre que le había robado el sentido y la voluntad.


—Por supuesto —dijo ella. —¿Cómo esta Pedro? —preguntó sin saber por qué había dicho tal cosa.


—Bueno, podría estar mejor si no se dedicara a lo que se dedica. —Se dirigió a Hernan—. Ya sabes que yo nunca he podido con eso de los comandos y las misiones. En la última lo hirieron de gravedad y ha estado en Washington, en el hospital militar, casi un mes y medio…


Paula soltó una exclamación que interrumpió los lamentos de Alma. Ambos la miraron y ella se sonrojó al instante.


—Pero, ¿está bien? —preguntó intentando que no se le notara la turbación en la voz.


—Sí, cariño, ya parece que va mejor, pero se libró por poco. Ay, estos hijos, solo nos dan disgustos —volvió a dirigirse expresamente a Hernan. Este asintió de acuerdo y lanzó una mirada a su hija que tenía la mirada perdida en algún punto del césped del jardín. —¿Y tú, cielo? ¿Has venido de vacaciones? —Hernan sacudió ligeramente a su hija cuando vio que ella no contestaba a la pregunta. Pau reaccionó parpadeando rápidamente y miró a ambos con las cejas levantadas. No había oído la pregunta de Alma.


—Sí, Paula ha venido de visita una temporada —contestó su padre dirigiéndole una mirada de reproche.


—Bien, bien, eso está bien. Si alguna tarde quieres venir a tomar un refresco, querida, estaré encantada de preparártelo y de conversar contigo.


—Sí, claro, será un placer, señora Alfonso.


—Llámame Alma, por favor. Lo de señora Alfonso me hace sentir muy mayor. —La mujer le sonrió amablemente y ella no pudo más que admirar el parecido de Pedro con su madre. Aquellos ojos negros la perseguían por la noche en sus sueños más íntimos.


Se despidieron y Alma le hizo prometer que iría a visitarla. 


Ella asintió y se marcharon por el camino sin decir nada hasta que llegaron a su casa.


Hernan observó a su hija detenidamente y se preguntó qué le pasaría por la cabeza a esa muchacha. En sus ojos se leía una turbación que no había pasado desapercibida ni a su vecina ni a él. ¿Qué tenía que ver en todo esto Pedro Alfonso?








LO QUE SOY: CAPITULO 33





—Simon, déjame en paz. Puedo hacerlo yo sola —se quejó Paula desesperada por las constantes atenciones de su hermano.


Le habían dado el alta después de tres días en el hospital. 


No tenía ningún daño importante salvando los cortes, los hematomas, las magulladuras y las inflamaciones de algunos puntos de su anatomía, pero por lo demás se sentía físicamente bien. Otra cosa era el interior de su cabeza.


No quería dormir. En cuanto cerraba los ojos sentía esa presión inconfundible en el cuello que la asfixiaba. Veía ojos que la miraban fieramente, un cañón de pistola que le disparaba, una silla que caía al suelo. Se despertaba empapada de sudor, con la respiración tan agitada que, en algunas ocasiones, hiperventilaba y se mareaba sin remedio. 


Ese insomnio provocado por su miedo a las pesadillas, le cambió el aspecto y el humor. Había perdido mucho peso, la piel de las mejillas se le pegaba a los huesos confiriéndole un aspecto de enferma terminal. Una sombra azulada le enmarcaba los ojos hundidos. Tenía los labios resecos y agrietados, la cara pálida, las manos le temblaban visiblemente. No tenía apetito apenas, y vivía en un estado asustadizo constante. Sin embargo se hacía la valiente cuando Carmen o su hermano le echaban en cara su aspecto y su situación.


Los tres días en el hospital había estado sedada, ya que, la primera noche, cuando aparecieron por vez primera las pesadillas, estuvo a punto de hacerse daño al arrancarse la vía del suero que le habían puesto en el brazo. El médico le había administrado sedantes para que descansara pero, una vez fuera del hospital, lo que debía hacer era ir a ver al psicólogo que le habían recomendado. 


No lo había hecho. 


Le había dicho a Simon que no le hacía falta, pero después de varios días en casa de su hermano, se demostró que no era cierto. Necesitaba ayuda profesional.


Se colocó las almohadas detrás de la espalda y se sentó derecha en la cama para leer el correo electrónico en la pantalla de su ordenador portátil nuevo. Simon intentaba acomodárselas mejor pero ella le daba manotazos para que la dejara en paz, sin éxito.


Después de unos minutos, levantó la cabeza y anunció que al día siguiente volvería a trabajar.


—¡Ni hablar! —exclamó Simon de inmediato—. No estás en condiciones de ir al trabajo, Pau. Y no voy a ceder en eso.


Ella lo miró fijamente intentando averiguar hasta qué punto su hermano era capaz de retenerla allí. Le habían comunicado, desde el despacho del Gobernador de Nueva York, que se tomara todo el tiempo necesario para su recuperación. Eso le hizo gracia. No tenía ninguna gana de volver a aquel despacho, pero debía asumir sus responsabilidades o abandonar del todo.


Miró a Simon y la vista se le empañó por las lágrimas. 


Habían tenido que aplazar la boda por su culpa, los había puesto en peligro a todos y se sentía culpable y abatida.


Simon vio sus lágrimas y chasqueó la lengua en señal de pesar.


—No llores, Pau—dijo cuando la abrazaba con toda la fuerza de su corazón.


—Lo siento, lo siento.


—No, pequeña. No es culpa tuya, lo sabes. Nada de esto es culpa tuya, Pau.


—Sí lo es —dijo con sollozos que desgarraban su alma.


Simon la separó bruscamente de él agarrándola por los hombros y la miró con decisión.


—No, Pau, no lo es ¿me oyes? Ya es hora de que salgas de aquí pero no para ir a trabajar. Necesitas alejarte de todo esto una temporada y sé de un lugar perfecto donde puedes quedarte todo el tiempo que quieras.


—Simon, no voy a ir con papá —dijo decidida secándose las lágrimas con el reverso de la mano.


Simon la abrazó de nuevo y le dijo:
—Ya lo creo que sí. Irás —sentenció.



* * * * *


—Esta vez has tenido mucha suerte de salir solo con un par de agujeros, Largo —dijo Mariano cuando vio el aspecto saludable que presentaba Pedro en aquella cama de hospital.


—Bueno, no creas. No siento las piernas prácticamente.


—Eso pasará pronto. En cuanto hagas un poco de ejercicio, correrás como una gacela a tu próxima misión —añadió Mateo sonriente, aunque en su mirada se adivinaba cierto aire de preocupación al conocer el verdadero estado de su amigo.


—No habrá próxima misión.


Mariano y Mateo se quedaron callados observándolo. No esperaban esa respuesta tan definitiva. Sin duda, Pedro no era de los que se rendían tan fácilmente. Si había tomado esa decisión por sí mismo o empujado por su alto mando era algo que conocerían en breve, pero aun así, de una forma o de otra, las palabras salieron de su boca con dolor.


—¿Es tu decisión o te han dado carpetazo?


—Ambas.


—No pareces muy contento, entonces —dijo Mateo.


—Estoy algo confundido todavía. —Y nervioso, pensaron sus amigos. No había dejado de pasarse la mano por el pelo en todo el tiempo que llevaban allí. Los dos amigos sabían que esa reacción tan común en su infancia, ahora solo aparecía por ese motivo.


—¿Cuándo saldrás de aquí? —preguntó Mariano intentando desviar el tema.


—No lo sé. Llevo tanto tiempo en esta prisión sin que nadie me diga nada que estoy harto. Por mí, me iría ya mismo, pero no puedo andar. —Hizo una mueca de fastidio—. Me han dicho que mañana empezaré la rehabilitación y que no será fácil.


—Bueno, con un poco de suerte te toca una de esas preparadoras con un par de peras como manda la naturaleza y un cuerpo de escándalo y seguro que te pone tieso en breve. —Los tres rieron ante aquel comentario sexista de Mateo, pero poco a poco Pedro fue perdiendo la sonrisa hasta dejar la mirada fija en un punto indeterminado en la sábana que le cubría las piernas.


—¿Has sabido algo de ella? —preguntó Mariano. Conociendo perfectamente como conocía a Pedro, sabía que su pensamiento había ido a parar a Paula Chaves.


—Nada. Lo que vi en la televisión. Solo eso.


—Llama a Simon, Pedro. Él te contará lo que quieras saber.


—No.


—¿Por qué? —insistió Mateo.


—¿Es que no lo entendéis? No puedo. —Cuando Mateo y Mariano pensaban que no diría nada más, él prosiguió con un nudo en la garganta—: No estuve ahí. Me fui a una misión que yo mismo solicité sabiendo que estaba en peligro. Estaba enfadado y quería distanciarme de ella pero también estaba preocupado, demasiado, y no llegué a tiempo para estar allí.


—No fue culpa tuya, tío. Hiciste lo que pudiste. Además, ella te acusó sin más. Tenías derecho a estar enfadado. No te culpes.


—¡No! ¡Maldita sea! ¡Sí me culpo! Yo tendría que haber estado con ella, tendría que haberla ayudado, tendría que haberla salvado… —dijo hasta que se derrumbó y rompió a llorar como un niño.


Los dos amigos se miraron sin saber qué hacer en esa situación. Nunca habían visto a Pedro llorar. En realidad, nunca se habían visto llorar, ni cuando eran pequeños, y aquella imagen los impresionó tanto que los dejó fuera de juego. Si fuera una mujer, no tendrían duda de qué hacer para consolarla, pero un hombre…


Marinano fue quien tomó las riendas de la situación. Se sentó a un lado de la cama y colocó su poderosa mano sobre la espalda de Pedro.


—Ella está bien, Largo. No le ha pasado nada, está bien.


—Ha vuelto a Elizabeth —dijo Mateo en un susurro, como al descuido.


Pedro y Mariano levantaron la cabeza asombrados.


—¿Cómo sabes eso? —preguntó estupefacto Pedro. Pasó ambas manos por sus ojos para borrar el rastro de lágrimas que tenía en la cara.


—Me encontré con Simon la semana pasada —dijo algo incómodo por haber ocultado esa información. Simon se lo había contado sabiendo que le haría llegar la información a Pedro, pero Mateo había entendido que era algo que no debía contar a nadie. Al final, la información había llegado, tarde, pero había llegado a su destinatario—. Ella no quería ir pero Simon la obligó. La llevó él mismo. Está en casa de su padre.


Después de una semana de rehabilitación y una fuerza de voluntad de hierro, Pedro comenzó a andar ayudado por un par de muletas. Se sentía como un viejo de noventa años.


 Sus movimientos eran lentos y su humor pésimo. El rehabilitador que se encargaba de sus ejercicios, Alexander Foster, un joven de veintinueve años bastante robusto y con aspecto cándido, tenía la paciencia de un santo y no arrojaba la toalla con él por nada, ni siquiera cuando Pedro lo amenazaba con darle de puñetazos. Cuando eso sucedía, Alexander se apartaba de él y le decía:
—Primero tendrás que cogerme, ¿no crees?


Pedro lo miraba con los ojos entornados y replicaba:
—El día que lo haga, suplicarás por tu vida.


Después, ambos se reían a carcajadas y continuaban con los ejercicios.


Quince días después de que empezara la rehabilitación, Alexander, fascinado por la pronta recuperación de su paciente, le dio el alta definitiva. Su movilidad era buena, del ochenta y cinco por ciento, estimó, aunque debería pasar bastante más tiempo para que la recuperara totalmente, si es que algún día lo lograba, pero ya no necesitaba acudir a rehabilitación. Con unos ejercicios diarios en casa, pronto estaría bien.


—Debes volver dentro de seis meses para que veamos cómo has evolucionado —prosiguió tras una pausa—: No dejes de hacer los ejercicios pero tampoco te excedas, es tan malo lo uno como lo otro, ¿de acuerdo? —Pedro asintió y se levantó de la silla para marcharse—. Solo una cosa más: debes estar tranquilo una temporada. Nada de emociones fuertes, ni de misiones, ni de escalar montañas. Descansa. Tu cuerpo necesita recomponerse.


—¿No ha sido suficiente este mes en el hospital? —preguntó con una mueca de disgusto.


—Hablo en serio, Pedro. Esto no es una de nuestras bromas. Has estado a esto… —señaló una de sus perfectas y cuidadas uñas—, de quedarte parapléjico. Si una de esas balas hubiera entrado medio milímetro más a la derecha, te habría condenado a una silla de ruedas para toda tu vida. —Pedro hizo un gesto de exasperación indicando que no era el caso—. Ya, ya lo sé, pero no debes olvidar que aún no estás recuperado, que tu cuerpo necesita descanso y una pequeña dosis de ejercicio controlado, y para eso ya tienes lo que te he dado. No te pases o pronto te tendremos aquí de nuevo.


—Eso ni lo sueñes.


—Eso espero, amigo.


Se dieron un fuerte apretón de manos y un abrazo. Después de quince días intensivos con ese hombre, se habían creado unos vínculos difíciles de romper. Parte de su rehabilitación residía en su fuerza mental y Alexander le había dicho que si había preocupación en su cabeza, no saldría bien. Así que desnudó su alma y le contó lo culpable que se sentía por no haber estado con Paula. La amaba, reconoció, y no sabía cómo recuperarla, ni si podría hacerlo.


Cuando ya salía por la puerta de la consulta médica, Alexander le dijo:
—¡Eh, Pedro! Si yo fuera tú, iría a por ella.


Él no dijo nada, ni siquiera se volvió cuando oyó sus palabras, solo asintió secamente y salió de allí.



LO QUE SOY: CAPITULO 32





Paula recuperó el conocimiento una vez más al notar unas gotas de agua que le salpicaban la cara. Linda estaba delante de ella, con una sonrisa torcida en los labios y una mirada violenta y amenazante que le puso el vello de la nuca de punta.


Cuando se apartó de delante y dejó a la vista lo que había detrás, Pau se sintió desfallecer de nuevo: una sábana colgaba en forma de horca desde un gancho en el techo. 


Justo debajo había una silla. Intentó tragar saliva pero tenía la boca tan seca que el esfuerzo le hizo más daño todavía. 


Los ojos se le llenaron de silenciosas lágrimas que rodaron libres por las mejillas doloridas e hinchadas por los golpes que ella le daba cuando se enfurecía. Estaba perdida, iba a morir, y esa percepción de su situación le causó tanto terror que empezó a temblar violentamente.


Linda se acercó por un lado y le acarició el pelo con algo metálico que le produjo otro escalofrío.


—Qué pena das ahora. Deberías suplicar por tu vida, puta —le espetó con asco poniéndole el cañón de una pistola en la mejilla y presionando con violencia hasta hacerle volver la cara. Luego dejó la pistola encima de la mesa del salón y con un tirón de pelo que la hizo gritar, levantó a Paula y la llevó hasta la silla debajo de la improvisada horca—. ¿Sabes? Hasta para esto me has jodido. El domingo es cuatro de julio y yo ya me había propuesto que vieras los fuegos artificiales desde las alturas. Me has hecho adelantar el plan, pero bueno, al final el resultado será el mismo ¡Anda! —le gritó dándole un fuerte empujón—. Ahora vas a ser buena, te vas a subir a la silla y te voy a poner ese bonito collar —le dijo amablemente, cambiando el tono de voz.


—¿Por qué no me pegas un tiro y acabas con esto de una vez? —preguntó furiosa, sacando algo más de valor de no sabía dónde.


La pregunta le valió un puñetazo en la barriga que la dejó sin aire y una mirada que le heló las entrañas.


—Te gustaría eso, ¿verdad? Pues a mí no. Quiero verte sufrir, perra, no encontraría satisfacción si acabara contigo tan fácilmente. ¿Crees que no podría haberlo hecho antes? Me subestimas, querida. ¡Sube a la silla! —exclamó dándole otro puñetazo, esta vez en el rostro.


Paula obedeció. Subió a la silla lentamente al tiempo que Linda acercaba otra silla para subir ella y quedar a su altura. 


Una vez arriba, Linda pasó la sábana alrededor del cuello de Pau que tenía las manos atadas a la espalda y se bajó de un salto. Apartó su silla y se quedó mirándola unos instantes, sonriendo con placer por ver casi cumplida su venganza.


Retrocedió unos pasos para tener mejor visión de aquella mujer a punto de morir. Pau mantenía los ojos cerrados con fuerza, incapaz de enfrentarse de nuevo a la mirada de aquella a quien había creído su amiga tantos años.


De pronto, una voz que no reconocía gritó a su espalda:
—¡Apártate de ahí y tírate al suelo, Linda!


Federico había conseguido llegar hasta la mesa donde había dejado la pistola y ahora la empuñaba con firmeza dirigida hacia la que había sido su novia.


—No lo harás, y lo sabes. No me dispararás, cielo —dijo ella con voz seductora—. Ella merece morir.


—No, Linda. ¡Tírate al suelo! ¡Ya!


Linda se acercó a la silla de Pau y miró seriamente a Federico. No tenía escapatoria y lo supo en el preciso momento en el que se vio reflejada en los ojos de su amante. Nunca había visto tanta decisión en su mirada y no dudó de su intención de matarla si no obedecía. Pero ella ya tenía sus planes y no los cambiaría por nada. Ni siquiera por su vida.


Miró a Pau con una sonrisa complacida y dio una patada a la silla que la sostenía. Inmediatamente la silla se desplazó y el cuerpo de Paula quedó colgado del techo, cortándole el aire.


Federico observó un solo segundo y en cuanto Linda dio su golpe de gracia a la silla, apretó el gatillo y disparó varios tiros, impactando en el hombro, el pecho y el cuello de esta. 


Luego, sin perder un minuto y sin ser consciente de que era la primera vez que disparaba a alguien, se lanzó hacia las piernas de Paula que no dejaban de sacudirse. Las agarró con fuerza y la levantó de manera que ella pudiera respirar. 


Luego, como pudo, cogió la silla que había caído al suelo y la colocó de nuevo bajo sus pies para apoyarla con seguridad.


En ese mismo momento, la puerta del apartamento se abrió precedida de un sonoro disparo. Una tropa de policías uniformados, junto a dos hombres vestidos de paisano, con chalecos antibalas y armados convenientemente, entró en tromba e invadieron la casa.


Federico estaba liberando a Paula de la sábana cuando dos policías le gritaron que se detuviera, apuntando con sus armas.


—Bajen las armas y echen una mano, señores. Soy el inspector Matters, y esta mujer es la ayudante del Fiscal del Distrito, Paula Chaves —dijo con voz tranquila, sin apartar la vista de su labor de bajar a Pau de la silla sin que se desmayase, lo cual estaba a punto de hacer.


Los dos policías acataron la orden y entre los tres pusieron a Paula en el sillón mientras subían los sanitarios de la ambulancia para llevarla al hospital.


Federico la observó detenidamente. Respiraba con dificultad, tenía el rostro desfigurado por los golpes, una fea brecha se abría en el nacimiento del pelo, un poco más arriba de su perfecta ceja. En el brazo izquierdo tenía un feo corte que aún sangraba. Las muñecas y los tobillos se encontraban en una situación similar a los suyos.


Los agentes observaron detenidamente el cuerpo de Linda que se encontraba tirado en medio del salón, en el mismo sitio donde cayera tras los disparos. Esperaban al forense.


Mientras, los sanitarios subieron con Simon a la cabeza. Los ojos del hombre se salían de las órbitas cuando vio a su hermana en el sillón, inconsciente y con el aspecto que presentaba. Gritó como un loco y Federico tuvo que tranquilizarlo para que no se enzarzara a puñetazos con uno de los agentes que reía por algún tipo de gracia entre compañeros.


El teniente Wayne y el capitán Morrison se acercaron a él y le pidieron sin mucha amabilidad que saliera de allí de inmediato o lo arrestarían. Simon respiró hondo para aplacar su furia y siguió a los sanitarios que ya se llevaban a su hermana.


—Capitán, mire esto —dijo alguien desde el pasillo.


Morrison se adelantó a Simon y llegó hasta la puerta que acababan de abrir. Era una estancia pequeña, sin ventanas, mal ventilada y oscura. Cuando encendieron la luz, miles de fotos de Paula Chaves saltaron a sus ojos. Las paredes eran un enorme collage con caras de ella por todas partes. 


Artículos de periódico, fotografías, imágenes de revistas, dibujos hechos a tinta, y en el centro de todo aquel caos de imágenes, un póster de dos niños abrazados sonrientes. 


Aquella mujer había estado obsesionada.



LO QUE SOY: CAPITULO 31





Dos patrullas y un coche de la policía llegaron a la puerta del edificio de apartamentos donde vivía Linda.


Lester Morrison, el capitán, agarró a Simon del brazo cuando este ya se dirigía a la portería con un equipo de hombres.


—No, Simon, ni lo sueñes. Tú no entras. He permitido que vengas porque es tu hermana pero estás fuera de esto, ¿me oyes?


Simon lo miró como si estuviera loco pero sabía que era lo mejor. No atendería a razones tratándose de su hermana, y la ira lo cegaría en el momento decisivo para detener a Linda. Ella había demostrado ser muy lista y no debían subestimarla.


Asintió al capitán y se soltó lentamente de la garra que lo sujetaba.


Los policías acordonaron la calle para que no pasara ningún vehículo. Una ambulancia llegó silenciosamente, preparada por si había heridos. Un montón de curiosos comenzaron a acumularse en las aceras, detrás de las balizas policiales. 


Todos se preguntaban qué sucedía. Un silencio  extrañamente anormal reinaba en la calle, como si nadie quisiera hablar o decir una palabra más alta que otra para no alertar el ambiente.



* * * * *


Federico se había desatado por completo las manos y había comenzado con los pies cuando oyó el grito de Paula. No debería haber esperado tanto, pero tenía que estar seguro de que ella tardaría en volver a su habitación. No se podía arriesgar, si no todo habría sido en vano. Pero ahora la urgencia en ese grito le dijo que, si no se daba prisa, ella acabaría con la ayudante del Fiscal, y eso no se lo perdonaría nunca. Ya había sido demasiado tonto por toda su vida, creyéndose enamorado de esa despiadada mujer que tenía planeado acabar con ellos desde un principio.


Quizás él solo fuera un efecto colateral en su plan, pero era su caso, ella era culpable, y lo dejaría resuelto aunque le costase su vida. Y, por encima de todo, debía salvar a Paula. Linda había tenido razón en algo todo este tiempo: se sentía fuertemente atraído por aquella mujer, no podía negarlo, aunque sabía que no tenía posibilidad alguna.


Al principio le había parecido una bruja fría e insensible, pero conforme avanzaba su trabajo con ella, había descubierto a una persona delicada, con principios, capaz de muchas cosas pero sobre todo, había descubierto a una mujer con sentimientos, pasional, que se conmovía, que lloraba, que amaba.


No tardó en comenzar a componer sus sueños en torno a ella, a pesar de sospechar que su corazón estaba ocupado.


Luego conoció a Linda. Una chica fresca y divertida que le hacía sonreír muy a menudo y que le llenó un poquito el hueco que Paula se había hecho en su corazón. La pasión salvaje de Linda y su inagotable lujuria, pronto llenaron del todo el vacío, pero no se sentía embelesado por ella, no era lo mismo.


Otro grito lo sacó de su ensimismamiento. Esta vez sonó en el pasillo. Linda llevaba a Paula al salón. «¿Por qué?» Deshizo el último nudo en su pie izquierdo y se levantó tambaleante. 


Estiró los músculos de las piernas y los brazos. Llevaba cuarenta y ocho horas atado a esa cama. Las muñecas y los tobillos estaban desollados, en carne viva. Un doloroso hormigueo comenzaba a subirle por la columna vertebral hacia la nuca. Le ardía la cara y le dolía la boca. Sabía que tenía un ojo morado e hinchado porque apenas veía por él.


Después de un minuto estirándose y haciendo un breve reconocimiento de su situación física, buscó por la habitación sus cosas. Recordaba haber llegado allí, al apartamento, y haber dejado su bolsa en la habitación. Luego fue al salón donde Linda estaba preparando la cena, pero no llegaron a cenar, sino que volvieron a la habitación en seguida. Ella tenía que haber cogido su bolsa en la que guardaba su pistola.


Abrió y cerró el armario sin el menor ruido, buscó debajo de la cama, en el cesto de ropa debajo de la ventana. Por último, se fijó en el arcón de madera a los pies de la cama y lo abrió. Allí estaba, con su ropa y sus utensilios de aseo, pero ni rastro de la pistola.


Oyó sillas que se arrastraban por el suelo y no esperó. La sorprendería e intentaría reducirla como fuera. No lo creía difícil pero sí sabía que ella se defendería y no debía olvidar que era la culpable de romper el cuello, al menos, a dos personas, por lo que no debía subestimar su fuerza física. Ni su locura.


Salió al pasillo cuando escuchó cómo Linda le propinaba un golpe a Pau. La mataría si no intervenía pronto.


Se acercó sigilosamente por el largo corredor. Pasó por delante de la habitación donde había mantenido retenida a Paula y un escalofrío lo recorrió cuando vio el rastro de sangre que había por el suelo.


Continuó lentamente hasta situarse en un recoveco que la pared hacía al llegar a la puerta del salón. Desde allí no podía ver mucho, pero sí veía la sábana colgada de un gancho en el techo y la silla dispuesta debajo de ella. «Va a colgarla», pensó sobresaltado. De inmediato su cabeza comenzó a buscar algo en el salón con que detenerla. No había tiempo que perder. Ya no.


Tenía razón. Las intenciones de Linda era hacer pasar a Pau por lo mismo por lo que pasó su hermano en aquella estrecha y maloliente celda de la cárcel. Reconocía que no era la misma situación pero a ella le servía pues daría por concluida su venganza después de tres años aguantando las tonterías de ella.



* * * * *


Tras la muerte de su hermano, Lindsay se hundió por completo. Era injusto que la única persona que tenía en el mundo se hubiera quitado la vida sin pensar que ella quedaba abandonada. Él le había dicho que no se involucrara, que nadie debía saber que tenía una hermana porque la culparían por complicidad y también iría a dar con sus huesos en una celda. Esa conversación la tuvieron un día antes de que lo detuvieran por asesinato. Lindsay tenía veintiséis años y era inocente como una mariposa recién salida de su crisálida, pero se mantuvo firme a la promesa que le hizo a su querido y adorado hermano y se alejó del problema.


Cuando supo que su hermano había muerto, no lo soportó y pasó muchas semanas sumida en una desesperación y una depresión que podría haber acabado con ella.


Pero después de eso, comenzó a enfocar toda su ira y todo su dolor hacia la persona causante de aquella fatal historia. 


La había visto en la tele expresando su pesar por la muerte de su hermano. La veía a diario salir de los tribunales con su aire de persona importante, su mirada prepotente y su sonrisa deslumbrante que encandilaba a los periodistas. 


Pronto estuvo observando sus pasos, su manera de trabajar, sus ocupaciones en el tiempo libre, y en cuanto estuvo preparada y repleta de información sobre ella, se acercó a conocerla de la manera más vil y rastrera.


Fue una tarde que Paula estaba cenando con un amigo. Ella sabía que trabajaban juntos y que no mantenían ninguna relación íntima, por lo tanto, dedujo que sería una cena de trabajo.


Entró en el restaurante y se sentó en una mesa bastante alejada de la de ellos pero desde donde veía qué hacían exactamente.


Divisó a un camarero con una bandeja llena de copas y bebidas que se tambaleaba ligeramente y aprovechó para seguirlo. Cuando pasaban al lado de la mesa de Paula, Lindsay dio un traspié y empujó al camarero. Este cayó hacia delante, todo lo largo que era, y rompió todo el contenido del pedido que transportaba, derramando bebidas y cristales por todas partes.


Pronto reinó la confusión en el restaurante y Lindsay aprovechó el momento para robar la cartera del bolso de Paula y salir hacia el cuarto de baño sin que nadie reparara en ella. Escondida dentro de uno de los retretes, ojeó toda la documentación y encontró la dirección de ella. Luego salió cuando aún estaban recogiendo el estropicio causado y se marchó.


Si quería llevar a cabo su plan de forma adecuada, debía contar con un elemento indispensable en él: dinero. Su hermano le había enseñado cómo chantajear a la gente por unas buenas cantidades de dólares y pensó que no resultaría difícil conseguir dinero de esa forma. Y así empezó a reunir a sus víctimas y a almacenar dinero mientras hacía de voluntaria en diferentes residencias de ancianos y conseguía cuentas de ahorro de las personas mayores que fallecían o estaban a punto de hacerlo. Se aseguraba de que no tuvieran familia directa que se pudiera percatar de la apropiación de la cuenta y obraba sus milagros económicos sin ninguna dificultad.


El día después de robarle la cartera a Paula, a mediodía, se presentó en su casa para devolvérsela, inventando una historia sobre el lugar donde la había encontrado. Paula registró el contenido y confirmó que faltaban sus tarjetas y el dinero que llevaba, pero agradeció que su documentación permaneciera allí. Pero, por encima de todo, agradeció que aquella chica desconocida le devolviera la cartera que Simon le había regalado hacia unos años, por su cumpleaños. Era un modelo de piel roja de Carolina Herrera, con el que ella se había encaprichado una tarde de compras con su cuñada pero le pareció demasiado caro. Sin embargo, Carmen se lo había contado a Simon y en la fiesta de su veintisiete cumpleaños se lo habían regalado. Ya habían pasado tres años desde entonces, pero Pau seguía muy apegada a ese detalle y agradeció a Linda —ya se presentó entonces con ese nombre— que se la hubiera devuelto.


A partir de ese momento se hicieron bastante amigas, pero no fue hasta que Pau metió a Linda a trabajar en la oficina del Fiscal que su amistad se fortaleció. Linda montó un drama cuando le dijo a su amiga que la habían echado del trabajo de recepcionista en un hotel de carretera por reducción de plantilla y Pau no se lo pensó dos veces y propuso a Linda como chica del correo. Luego ella fue ascendiendo por méritos propios hasta convertirse en ayudante de uno de los abogados que trabajaban en la Fiscalía. Mientras, iba trazando un plan que se iba alargando con el tiempo y ya duraba tres años.


Se había creado un perfil perfecto, había falsificado documentación, tarjetas, cuentas bancarias y había creado a una nueva persona. Se había deshecho de la inocente y despechada Lindsay Schencil, para convertirse, a los ojos de la ley, nunca mejor dicho, en Linda Trent.