jueves, 21 de julio de 2016

LA MIRADA DEL DESEO: CAPITULO 9




Pedro se quedó de piedra cuando Paula se quitó una horquilla y dejó que su pelirroja melena cayera suelta por los hombros. Sus mechones eran como un anillo de fuego que enmarcal la palidez de su rostro y la profundidad de sus ojos. 


Dios, qué hermosa era... Y qué valiente. Ella tiró la horquilla al suelo y se quedó esperando, con la espalda arqueada contra el frigorífico, en un descarado gesto de ofrecimiento. 


Con un pie apartó el vestido, desviando la atención de Pedro hacia las uñas pintadas de rojo.


Él la recorrió con la mirada. En bañador era extraordinaria. 


Desnuda era impresionante. Piernas esbeltas. Cintura estrecha. Pechos voluptuoso. Hombros suaves. Labios carnosos. Ojos color índigo que lo llamaban con impaciencia... Pero antes de complacer la necesidad que ardía en aquellos ojos, Pedro tenía que mostrarse igual que ella lo hacía ante él. Se quitó los pantalones y los calzoncillos, revelando la erección, enhiesta y dura, que expresaba más que mil palabras.


Ella se mordió el labio inferior. —Tienes que haber nadado mucho Paula.


—¿Eso es un cumplido? —preguntó ella con una sonrisa, pasándose una mano por el vientre liso.


Él se rio y le tocó los músculos del hombro. —No, pero ya sabes... La natación no moldea unos pechos como estos. Son los genes.


—Te gustan los pechos, ¿eh? 


Pedro había empezado a descender con el dedo, pero se detuvo al oírla. La miró con las cejas arqueadas, pero no parecía avergonzado.


—Los pechos es lo que se ve en las salas de striptease. Es de lo único que un hombre sabe hablar con otro cuando le cuenta su última conquista —ella mantuvo la boca cerrada—. ¿Eso es lo que quieres, Paula? Porque yo no. Nada de compromisos ni promesas, pero cuando te lleve al orgasmo con solo pasarte la lengua por los pezones. .. —le pasó el dedo por la aureola rosada, y fue bajando hasta la única parte de su cuerpo que aún seguía cubierta—, será porque estamos haciendo el amor. 


Ella soltó un jadeo.


—Muéstramelo.


Él tendría que haber empezado con un beso y con lentas caricias... pero la impaciencia que ardía en los ojos de Paula lo incitó a meterse un pezón en la boca, mientras le amoldaba el otro pecho con la mano. Succionó con fuerza, lamiendo y mordisqueando hasta hacerla estremecer. Ella lo sujetó por el pelo y lo guio hacia el otro pecho.



Pero no tenía por qué guiarlo. Pedro tenía intención de darle todo lo que pudiera tomar... y más.


Le apartó las manos, sin pensar en cuánto ansiaba su contacto.Ya habría tiempo para eso. En esos momentos, quería demostrarle que podía llevarla al orgasmo usando tan solo las manos y la boca.


La agarró por las muñecas e hizo que sujetara el abridor de la nevera con la mano izquierda.


—¿Qué hago con la otra mano? —preguntó Paula, y bajó la mirada hasta su erección


Si ella lo tocaba, se olvidaría al instante de llevarla al orgasmo. No tenía otra asidera a su alcance, de modo que agarró el vaso que ella había derramado. Todavía estaba medio lleno de agua helada.


—¿Crees que podrás sostener esto sin derramar una sola gota?


—Tengo una idea mejor—dijo ella sujetando el vaso—. Puesto que no vamos a bañarnos en mi piscina...


Volcó el vaso, derramando el agua sobre el hombro y tirando los cubitos de hielo al suelo. Pedro saltó instintivamente hacia atrás, pero se quedó con la boea seca al ver cómo las braguitas se transparentaban al empaparse.


—Eres una mujer peligrosa.


Ella se limitó a responder con un gemido cuando él le sorbió la humedad de los hombros. La piel tenía un sabor salado, dulce, frío... pero no lo suficiente frío.


Pedro se agachó y recogió del suelo un cubito de hielo. Lo presionó contra un pezón, ahogando el gemido de protesta con un prolongado beso. Ella tembló e intentó desasirse, pero sin demasiada fuerza, como si se debatiera entre el dolor y el placer.


—Es muy frío... —murmuró con labios temblorosos.


—¿Cómo de frío? —le pasó el cubito por el cuello.


—Helado.


-¿Y?


—Quema un poco...


Él apartó el cubito y le pasó la lengua por el pezón helado.


Paula le dijo lo excitante que era aquella sensación, lo húmeda que estaba, lo mucho que lo deseaba... Y entre aquella neblina de placer, Pedro se dio cuenta de que nunca le había hecho el amor a una mujer tan elocuente. Sus suaves susurros y roncas confesiones dificultaban el plan de hacerle el amor siguiendo un meticuloso procedimiento. 


Quería tocarla en todos los sitios a la vez; una hazaña imposible incluso para él. Pero sabía que podía simular la sensación. Se arrodilló y le bajó las braguitas hasta descubrir su vello rojizo. Se lo cubrió de besos, y levantó la mirada para ver cómo ella intentaba guardar el equilibrio. Tenía los ojos cerrados, la boca entreabierta y los pezones duros y enrojecidos.


Con los pulgares le apartó los labios de su sexo. Ella se estremeció con más fuerza, y gritó su nombre cuando se sintió invadida por la lengua.


Y él siguió lamiéndola, deleitándose con su sabor, sabiendo que muy pronto tendría que parar. Cuando sintió que ella no podía más, la levantó en sus brazos y la llevó arriba. Ella se acurrucó contra su pecho como una gatita satisfecha. 


Mientras subía los escalones de dos en dos, Pedro se preguntó cómo era posible que se sintiera tan satisfecho si aún seguía tan duro como una piedra.


Paula mantuvo los ojos cerrados mientras Pedro la secaba con una toalla del baño y la tumbaba en la cama. No necesita mirar, pues ya sabía cómo era su dormitorio. Era mucho más placentero concentrarse en los sonidos y en las sensaciones que la rodeaban y la colmaban. Los latidos del corazón, la respiración pausada, los ecos del orgasmo...


Oyó que se abría y cerraba un cajón. Un envoltorio que se rasgaba y el despliegue del látex.


Pedro Alfonso era un hombre preparado, y Paula pensó que no podría haber escogido a un amante mejor. Nunca se había sentido más afortunada.


—¿Estás despierta? —oyó que le preguntaba inclinándose sobre ella.


Abrió los ojos. La habitación estaba a oscuras, salvo por la luz de la luna llena. Muy apropiado.


Podía echarle la culpa a los astros por su inusual comportamiento. Pero pretería culpar a Pedro por ser un hombre tan sexy.


—Estoy despierta —respondió con un murmullo—. Saciada, pero despierta.


—Espero que no estés del todo saciada. La noche es joven.


Paula soltó una carcajada y le agarró la mano.


—No puedo estar del todo saciada hasta que te sienta dentro de mí —tiró de él hacia la cama. Sabía que, por mucho que lo deseara, la noche no duraría para siempre,y quería devolverle el favor.


Él se situó para penetrarla, pero se echó hacia atrás al sentir la resistencia natural de su sexo.


—No quiero hacerte daño—le dijo.


Ella se sentó a horcajadas sobre él. Quería sentirlo en su interior con una desesperación salvaje. Estaba húmeda por el agua, por su lengua y por su propia necesidad. No se le había ocurrido que su cuerpo iba a resistirse.


—No puedes hacerme daño. Ha pasado mucho tiempo.


La tensión se alivió, mientras él ajustaba lenta y cuidadosamente los dos cuerpos.


—Para ambos —dijo el.


Ella se írguió, sorprendida por la confesión... y por la corriente de electricidad que la traspasó al sentir cómo el miembro erecto se deslizaba en su interior.


Se movió sinuosamente, comprobando la teoría según la cual aquella era la posición más erótica que había experimentado.


—¿Nunca habías estado encima? —le preguntó él, casi afirmándolo, entre jadeos..


Ella lo agarró por la cintura y él le sujetó las caderas con la mirada fija en sus ojos.


—No lo recuerdo —le respondió. 


Con Pedro, todo su pasado se borraba y solo importaba el presente. Lo único que quería era aprender de él y de ella misma. Disfrutar de la libertad de hacer el amor sin estar enamorada.


Podía ser egoísta si quería; podía tomar lo que necesitaba para alcanzar de nuevo el orgasmo, aunque Pedro se lo daba antes de que pudiera tomarlo. La sujetaba por las caderas y empuja rítmicamente dentro de ella, propagando por su interior las llamas de un incontenible placer.


Explosiones de color estallaban tras sus párpados; torbellinos rojos, naranjas, violetas... Era como estar envuelta en terciopelo.


Pero la más suave sensación provenía de las manos de Pedro. Sobre sus caderas, su vientre, sus pechos... Era tan sensible al sedoso tacto, que el torrente de placer amenazaba con desbordarse de nuevo. Demasiado pronto. 


Negó con la cabeza, intentando sofocar los fuegos artificiales, pero cuando él deslizó la mano entre ellos y le tocó el punto culminante, todas sus barreras cayeron.


Gritó y se retorció, pero Pedro tomó posesión de su boca y tiró de ella hacia abajo, justo cuando él mismo se descargaba en la explosión orgásmica. Aturdida, Paula se rindió por completo y permitió que la tumbara y la meciera, con sus cuerpos todavía pegados en la consumación de la gloria.


«¿Así es el sexo con un desconocido?», se preguntó Paula, aunque Pedro ya no era un desconocido. ¿Lo fue alguna vez?


Era una pregunta inquietante, mezclada con el destino, a la que no quería enfrentarse esa noche.


—Eres un amante increíble, Pedro Alfonso — le dijo mientras lo besaba en la nariz.


—Y tú eres la mujer más desinhibida que he conocido nunca, Paula.


—Seguro que has conocido a muchas mujeres —se dio la vuelta y presionó la espalda contra su pecho y el trasero contra su miembro flácido.


—No me acuerdo —dijo él seriamente, aspirando la fragancia de sus cabellos.


Paula permitió que una sensación de poder la dominara. 


Pedro aún la deseaba. A pesar de haberla poseído, se abrazaba a ella como si tuviera la intención de que se quedara toda la noche a su lado.


Recordó la vida amorosa con Leonel. Siempre había mantenido la idea de que si su ex marido y ella no hubieran compartido la fidelidad, tal vez hubieran compartido una relación física aceptable.


Pero Pedro le había borrado esa idea. Había sido ella quien le había dado todo a Leonel.A cambio de nada.


Con Pedro, en cambio, lo había tomado todo, pero tenía el presentimiento de que no podría haber sido de otra manera. Cerró los ojos y escuchó los sonidos de la noche. El zumbido del aire acondicionado, los crujidos de los muebles, la respiración tranquila de Pedro. ¿Estaría dormido?


—¿Pedro?


—¿Mmm?


—Tengo que irme.


—¿Por qué?


—Es tarde y estás cansado.


—No es tan tarde y ya descansaré en otro momento —la apretó aún más—. No hagas que te obligue a quedarte por la fuerza. Sabes que ganaría.


Ella se rio ante la soñolienta amenaza, y cerró los ojos, rodeada por su calor. Dio un bostezo y se dio cuenta de por qué Leonel nunca había permanecido en la cama después de hacer el amor. La intimidad no había sido lo suyo.


Pero Paula ya no lamentaba su pérdida, ni creía que Pedro sospechara lo que había compartido con ella además del puro sexo. Mejor así, porque tarde o temprano aquella fantasía tendría que acabar.


Alrededor de las cuatro de la mañana Paula bajó las escaleras, recogió el vestido de la cocina y salió de la casa. 


Habían hecho el amor una vez más, y había perdido la noción del tiempo. Pedro le había hecho cosas nuevas, y también ella, quedándose extasiada al oírlo gruñir como un animal cuando llegó al orgasmo.


Era franco y sincero, pero no tenía ni idea de lo mentirosa que era ella. Menuda situación... En la cama, entre sus brazos, podía ser la verdadera Paula Chaves, pero por la mañana tendría que volver a su papel.Y no importaba que él le permitiera mentir sobre los pequeños detalles. Sabía que al final tendría que revelarle sus secretos.


Pero, de momento, tenía que ocuparse de su labor de vigilancia. Tenía una importante reunión a la que acudir y unas decisiones que tomar sobre su futuro. Un futuro en el que no tenía cabida ningún hombre, ni siquiera uno tan carísmático y maravilloso como Pedro Alfonso.


Exhausta y rendida, subió las escaleras, se quitó el vestido, se puso la camiseta del FBI y se metió en fa cama. Entonces vio que no había apagado el monitor, que mostraba la salita de Stanley. La imagen apenas era visible en la oscuridad de la madrugada.


Se levantó con un gruñido y tecleó el código de salida. Antes de aceptar la orden, el programa efectuó una rápida pasada por las habitaciones de la casa, y mostró una ventana rectangular pidiendo la verificación definitiva para suspender la vigilancia.


Entonces Paula vio que Stanley Davison seguía despierto.
¿A las cuatro de la mañana?


Recordó lo que Patricio le había dicho sobre el enojo de Stanley tras la sesión de terapia. Las luces del dormitorio estaban apagadas, pero lo vio vagando de un lado para otro con las manos en la nuca.


Paula se sentó, canceló la orden de salida y expandió la imagen del dormitorio. Subió el volumen hasta que pudo oírlo murmurar, pero no era posible entenderlo ni leer sus labios.


Se preguntó si él sabría que estaba siendo vigilado. No, si así fuera se habría marchado de la casa. Lo vio dar unas cuantas vueltas, antes de notar que no estaba cojeando.


De hecho, pisaba con fuerza, como un hombre saludable y vigoroso... uno que no hubiera recibido una indemnización millonaria por lesiones incurables en la espalda.


Paula sacó los informes médicos y las transcripciones del juicio, segura de que había olvidado algo. Leyó el testimonio del médico de Stan, quien aseguraba que los daños podrían sanarse con la terapia adecuada, pero que no había ninguna garantía. Sin embargo, el médico, miembro de la American Medical Association, parecía estar convencido. Grabó la imagen en vídeo, pero sabía que un paseo a medianoche no era una prueba suficiente. Necesitaba más. Estaba cansada y le dolían los ojos, pero Stanley seguía caminando. Era insoportable verlo ir de un lado para otro, no como observara Pedro...


¿Se habría dado cuenta ya de que ella se había marchado? ¿Tendría aún esa dulce sonrisa en sus labios, que casi le había hecho besarlo antes de levantarse?


Maldijo su debilidad y tecleó el código secreto de «Mírame».


El dormitorio de Pedro estaba vacío.


¿Habría salido a buscarla?


Hizo una rápida búsqueda, pero la casa parecía vacía. Volvió al dormitorio, donde notó la ondulación de una cortina transparente.


La casa de Pedro tenía un balcón sobre los laterales y la parte de atrás. Fue una de las pocas cosas en las que se fijó Paula antes de centrarse en el cuerpo del vecino.


Pero no tenía ninguna cámara en el balcón, de modo que agarró los prismáticos y decidió echar un vistazo al modo tradicional.


Se puso una bata, pues el maldito aire acondicionado se había vuelto loco y un frío polar inundaba la casa, y bajó las escaleras sin encender ninguna luz. Desde la rendija de la persiana, enfocó el balcón.


Lo encontró de inmediato, instalando un telescopio. Paula miró el reloj del vestíbulo. ¡Las cuatro y cuarto! No sabía nada de astronomía, pero supuso que aquella hora sería tan buena como cualquier otra para ver las estrellas si no se podía dormir.


Pero en menos de una hora empezaría a amanecer, y hasta una novata como ella sabía que ninguna estrella sería entonces visible. Tal vez fuera su pasatiempo cuando necesitaba pensar. O cuando estaba enfadado y necesitaba calmarse. O cuando estaba excitado y su amante se había ido sin despedirse... Pero entonces vio que Pedro no enfocaba el telescopio hacia el cielo. Maldito...


Estaba observando a Stanley. No había duda de que le ocultaba algo. Una verdad muy similar a la que ella le ocultaba a él.


Se quedó observándolo varios minutos, hasta que recordó que Pedro no podía ver nada que ella no captase con su equipo de alta tecnología, y se marchó. 


Seguramente, Pedro no siquiera habría captado el lapsus de Stanley al caminar.


Agarró el teléfono y volvió a subir, se quitó la bata y apagó los monitores, a excepción del que mostraba el dormitorio de Stanley. Entonces marcó el número de Elisa.


—¿Di... diga?


—¿Eli? Soy Paula.


—¿Qué pasa?


—Más de lo que quieras oír a las cuatro y media de la mañana. ¿Puedes recogerme de camino a la oficina?


—¿Puedo llegar tarde?


Paula se rio y se sujetó el auricular entre el hombro y la oreja, mientras accedía al programa de datos y tecleaba el nombre de Pedro Alfonso.


—Treinta minutos como mucho.Y llama a Cynthia. No quiero que tengas problemas con el jefe.


—Pero si tú eres su jefe—dijo Elisa bostezando.


—Déjale un mensaje y nos vemos a las ocho y media —maldijo en voz baja cuando el programa de búsqueda no encontró a ningún Pedro Alfonso.


—¿Qué haces levantada a estas horas? —le preguntó Elisa.


—Trabajar.


—Ya lo oigo. ¿Qué estás escribiendo? ¿Doscientos palabras por minuto?


A Paula no le importaba la velocidad, sino la precisión. 


Programó el ordenador para que buscara las variantes del nombre de Pedro y tecleó su descripción. Pelo negro, ojos verdes, un metro noventa de estatura. Introdujo también el número de matrícula de la camioneta Ford. No había tenido intención de memorizarlo, pero era una costumbre difícil de romper.


—¿Has conseguido algo del caso? —Elisa volvió a bostezar.


—He conseguido algo, sí, pero no del caso. ¿Sabes qué? 
Dile a Cynthía que mañana no estarás hasta las nueve y media y que hasta entonces estarás conmigo. Y siento haberte despertado. Te debo una.


—Oh, desde luego. Te lo haré pagar con creces, hermana.


Después de colgar, Paula se quedó pensativa, Sabía que Pedro no trabajaba para la agencia de seguros, que había cerrado el caso tras pagar la indemnización.Tal vez estuviera trabajando para una agencia rival.


Pero Stanley era sospechoso de otros muchos engaños que habían enfadado a un buen número de personas.Tal vez Pedro fuera un mafíoso. O un periodista. O un policía.


La pantalla del ordenador se iluminó con los resultados de la búsqueda.


Paula se preguntó por qué estaría más intrigada que enfadada.Tal vez porque Pedro no le había hecho ninguna promesa. Solo le había mentido al decirle que era explorador de los Yankees. Le había mentido a Stan al hablarle sobre su madre, pero a ella no le había nada sobre sus padres.


Todo lo que le había dicho y enseñado era demasiado personal para ser incluido en una base de datos. Su preferencia por el color rojo. Su gusto por el vodka. El ángulo perfecto que podía conseguir dentro de ella para hacerla llegar al orgasmo sin apenas moverse...


Fuera quien fuera, era un buen tipo, y seguro que Pedro Alfonso era su verdadero nombre. Paula se estremeció de emoción. No podía resistirse a un misterio semejante, como tampoco podía resistirse a él.


Mientras se metía en la cama y ponía el despertador, pensó que solo había un modo de averiguar la verdad.


Preguntársela.


Sonrió y se acurrucó bajo las sábanas, imaginando varias formas interesantes de formular la pregunta.




LA MIRADA DEL DESEO: CAPITULO 8




Cenaron marisco y patatas fritas en un destartalado local de Old Tampa Bay.


El suelo estaba lleno de cascaras de cacahuete y las mesas necesitaban una capa de barniz, pero la cerveza era fría, los postres exquisitos y la compañía fascinante. Pedro no recordaba cuándo fue la última vez que se había divertido tanto discutiendo la receta de una buena salsa o de un pastel de limón.


A Paula Chaves le encantaba la comida. Entendía tanto de cerveza como cualquier buena irlandesa, y tenía unos ojos increíblemente expresivos, cuyo color oscilaba, dependiendo del tono de la conversación, entre un misterioso azul brillante y un índigo oscuro y seductor.


Cuando Pedro pagó la cuenta y la llevó de vuelta a casa, se moría de impaciencia por saber qué más podía aprender de aquella mujer, que le había confesado sin reservas que se había mantenido virgen hasta el matrimonio, solo para que su marido desperdiciara ese regalo.


Pedro no era tan estúpido. Cuando los dos se separaran, él se despediría con mucho más estilo. Después de todo, era un maestro de las despedidas y, salvo una mala experiencia, no se había ganado el desprecio de ninguna de las mujeres a las que había dejado.


Por supuesto, siempre había tenido cuidado de elegir a mujeres fuertes e independientes que pudieran aceptar su marcha... y que no supieran su nombre real.


Pero ¿y Paula? Lo hacía sentirse vivo, simple, feliz de respirar el aire rociado de aquella fragancia a limón.


Y también lo distraía como nadie.


No fue hasta que aparcó junto a su puerta, con la intención de quedarse un buen rato, cuando vio dos cosas en el espejo retrovisor, que cualquier policía habría notado nada más torcer la esquina.


Las luces de Stanley estaban encendidas, señal de que había vuelto a casa antes de lo previsto. Y el coche de Jake Tanner estaba aparcado al otro lado de ia calle.


—Oh, alguien ha venido a visitarte —dijo Paula cuando se fijó en el coche—. ¿Esperabas visita?


Pedro apagó el motor y abrió la puerta con una risita. Sabía que Jake quería hablar con él, pero no había atendido al busca ni se había llevado el teléfono móvil a la cena.


—No, no espero a nadie. Entra y ve encendiendo la televisión. Enseguida vuelvo.


Paula esperó a que Pedro rodeara el coche y le abriera la puerta. El perfume afrodisíaco de frutas pareció chisporrotear en su piel cuando la acarició la cálida brisa nocturna.


—¿Quién es? —le preguntó, señalando con la cabeza el coche de Jake.


—Un viejo amigo que siempre parece tener un problema en el peor momento posible. No estaré fuera ni diez minutos. 


Ella se encogió de hombros.


—Si tienes que irte, será mejor que lo dejemos para otra vez.


—De eso nada, Paula. Confía en mí. Estaré de vuelta en diez minutos.


—Diez minutos... —ella se humedeció el labio, como hacia siempre que reflexionaba sobre una situación—.A ías once.
Se dio la vuelta, haciendo que la vaporosa falda se le elevara.


Pedro se quedó con la boca abierta al ver por un fugaz momento las braguitas rosas, antes de salir disparado hacia su casa y entrar por el garaje. Sabía dónde estaba Jake. 


Apostado en la ventana que daba a la casa de Stanley, espiando con los prismáticos a través de la persiana.


—¿Ahora te dedicas al allanamiento de morada? —le preguntó en tono burlón—. ¿Un respetable ciudadano volviéndose un criminal?


—¿Dónde demonios estabas? ¿Has desconectado el busca?


—No, lo tenía en modo silencioso —respondio Pedro—. No era un 911, así que pensé que no era nada importante.


—¿Un 911? ¿Desde cuándo hacemos eso?


—Desde que tengo una vida privada y una cita por primera vez en mucho tiempo —miró su reloj— .Y tengo exactamente nueve minutos para oír lo que tengas que decirme antes de volver a esa cita.


Jake puso una mueca y masculló alguna protesta. Aquella misma mañana había animado a Pedro a que se buscara una mujer. No quería contradecirse en esos momentos, pero tampoco iba a dejar de quejarse.


—Esta tarde estuve siguiendo a Stanley, tal y como me suplicaste que hiciera —explicó en tono enojado—. Fue al Blue Star y estuvo un largo rato almorzando con una morena muy guapa, con un traje de bíbliotecaria, que llegó montada en una Harley.


Los dos intercambiaron miradas de impresión. Aquel Stan era todo un hombre.


—Todo parecía ir de perlas —continuó Jake—, hasta que se fue a su sesión de fisioterapia. Pasara lo que pasara entonces, no fue nada bueno. Stan llegó al aparcamiento maldiciendo, estuvo golpeando el volante varios minutos y a punto estuvo de saltarse un stop de camino a casa.


Pedro se rio por lo bajo, disimulando su sorpresa. Nunca le había visto a Stan una muestra de debilidad emocional ni un arrebato de furia.



—¿No lo detuviste para ponerle una multa?


—No iba a jugarme el puesto solo para multarle con cuarenta dólares por conducción temeraria.Al jefe le encantaría que el abogado de Stanley presentara una demanda por acoso. El caso es que algo lo enfadó. Y mucho.Tienes que descubrir de qué se trata.


—Vamos, Jake, aún no soy su mejor amigo. ¿No crees que sospecharía algo si me presento en su casa a las nueve de la noche sin ninguna razón?


—Invéntate alguna. ¿No se te puede haber acabado la leche o algo así?


Pedro volvió a mirar el reloj. Quedaban siete minutos.


—¿Qué lleva haciendo desde que estás aquí?


—Ver la televisión.


—¿Ha hecho alguna llamada?


—No.


—¿Ha usado el ordenador?


—No.


—¿Y le han dado más arrebatos de ira?


Jake negó con la cabeza.


—Bueno, entonces no debe de haber sido tan traumático, si está viendo la tele y bebiendo un batido de proteínas.


Jake lo miró irritado, dejó los prismáticos y agarró la cerveza que había robado de la cocina.


Las suposiciones de Pedro eran cieñas. Llevaba observando a Stan durante dos semanas, y conocía su rutina a la perfección. Pero si hubiera estado en casa a tiempo, tal vez hubiera podido descubrir algo más. Sin embargo, ya era tarde para eso.


Sobre todo cuando solo faltaban cinco minutos para que se cumpliera el plazo que Paula le había concedido.


Jake se dejó caer en el sofá y apuró la cerveza.


—Asuntos Internos ha decidido que puedes reincorporarte al servicio. Méndez dice que puedes dejar este caso y que te asignarán cualquier otro.


—Dile que se lo agradezco, pero que seguiré con esto. Me estoy acercando.


—No lo suficiente, socio. Este asunto está poniendo muy nervioso a todo el departamento. Una vigilancia extraoficial de un hombre que le ha costado a la policía dos millones de dólares... y ninguna prueba de que sea un fraude.


Pedro tragó saliva. Era cierto que el plan había sido arriesgado desde el principio. Pero no podía abandonar. 


Odiaba perder; odiaba equivocarse. El instinto le decía que tenía razón sobre Stanley Davison, y quería demostrarlo.


Y odiaba también no tener otra semana para conocer más a Paula Chaves. Sus películas, sus braguitas y cualquier otra cosa que coleccionara.


Después del caso de Stanley, la siguiente misión de Pedro sería infiltrarse en una organización clandestina que llevaba el negocio de la droga en Ybor City. Una vez que empezara, cualquier relación con Paula sería imposible. 


¿Cuándo podría volver a verla?


«De vez en cuando* no era una respuesta suficiente.


En aquella misión de vigilancia podía seguir fantaseando. 


Pero en cuanto volviera a la vida real de Pedro Alfonso, policía de incógnito, tendría que hacer lo que mejor se le daba: despedirse.


—Escucha, convence a Méndez para que me dé una semana más, dos como mucho. Sea cual sea la causa del eníado de Stan no va a desaparecer solo porque esta noche se haya calmado.Averiguaré lo que ocurre,pero no estanoche.Tengo... 


En aquel momento sonó el timbre de la puerta. Jake se levantó de un salto, pero Pedro lo hizo sentarse de nuevo y le quitó la lata de cerveza vacía.


—Qué novato eres a veces —le dijo, y fue hacia la puerta—.Todavía me quedan tres minutos —dijo al abrir.


Paula se humedeció los labios y le enseñó dos películas.


—Mi reloj debe de adelantarse —su tono inocente apenas podía disimular la ansiedad de sus ojos—.Ya sé que tu amigo sigue aquí, pero... Jake se levantó y se dirigió hacia la puerta. —No, yo ya me iba —se secó la mano en los vaqueros y, apartando a Pedro, se la tendió a Paula—. Jake Tanner —dijo, con su característico tono seductor.


Pedro vio que Paula se quedaba boquiabierta.,. ¿de interés?, pero le estrechaba la mano a Jake.Y también vio cómo su amigo se la sostenía por más tiempo del necesario. 


Carraspeó y se tragó una maldición. Las tácticas de Jake eran culpa suya, pues él mismo se las había enseñado.


—Encantada de conocerlo, señor Tanner — dijo ella, y miró a Pedro—. No hace falta que se vaya.Tan solo íbamos a ver una película.


—No, de verdad tengo que irme —Jake soltó una risita y miró a Pedro con expresión maliciosa—. Es un asunto de vida o muerte, me temo. 


«Desde luego», pensó Pedro.


En cuanto Jake cruzó la puerta, Pedro decidió olvidar que había estado allí. Pero Paula miraba con ojos muy abiertos cómo su amigo se dirigía hacia el coche.


—Cielos, no me gustaría encontrarme con él en un ascensor. ¡Es enorme! —pasó junto a Pedro y se acercó al televisor, rasgando el envoltorio de las cintas que había llevado.


—Sí, mide casi dos metros... Jugaba al fútbol en la universidad. ¿Por qué? ¿Tienes alguna obsesión de la que deba enterarme?


Pedro no se dio cuenta de que había alzado la voz y que tenía las manos en la cintura, como si fuera un joven engreído.


—Bueno, si hay alguien que deba saber algo sobre mis obsesiones ese eres tú, ¿no? Después de nuestro baño de hoy... 


Hablaba en tono suave y meloso, y cuando se volvió para meter la cinta en el vídeo, a Pedro le pareció ver que le temblaban las manos. Presionó el botón de avance rápido para pasar los anuncios y los títulos de créditos, y lo soltó cuando en la pantalla apareció un hombre. Pedro reconoció a David Duchovny, el protagonista de la serie televisiva Expediente X.


Paula bajó la luz de la lámpara, sumiendo la habitación en una relativa oscuridad. Los muebles de la sala de estar adquirieron un aspecto exótico y lujoso, sobre todo cuando Paula se sentó en el sofá, se quitó las sandalias y apoyó los pies, con las uñas pintadas de rojo, en la esquina de la mesa. —Espero que no te importe que haya trasladado sin avistarte —le dijo palmeando el cojín que tenía al lado—. Se ha estropeado el aire acondicionado y hace un calor infernal. He pensado que estaríamos más cómodos aquí.


Esbozó una sonrisa, contenta de poder decir ia verdad sobre algo. El aire acondicionado llevaba un rato sin funcionar bien.A excepción del estudio y del dormitorio, donde las películas, el equipo y la cama se mantenían frescos, en el resto de la casa la temperatura se había hecho insoportable.


Era la oportunidad perfecta para ir a casa de Pedro y evitar enseñarle su dormitorio.


Además, así había podido conocer a la inesperada visita de Pedro. Dejó las cámaras centradas en Stanley, que estaba viendo la televisión, agarró la película y se marchó.


Pedro no tenía piscina en el Jardín, pero Paula tenía otras muchas fantasías. No solo tenía ya la experiencia de besarlo sino, además, las últimas horas de conversación, en las que se había reído con él y le había confesado cosas que jamás pensó que revelaría. Pero a Pedro no pareció impresionarlo nada de lo que oyó, ni siquiera la crueldad de su marido al engañarla con otra. Sin duda, Pedro Alfonso era un hombre capaz de controlar sus movimientos y sus emociones. Pero, aun sin decirle nada, la expresión de sus ojos el
apretón que le dio en la mano demostraron lo que pensaba del comportamiento de Leonel. Y por eso estaba ella allí.


Pedro se sentó a su lado, tan cerca que su pierna rozó la suya, y se pusieron a ver la película. Una mujer que se bañaba desnuda, esperando la llegada del amante de sus sueños. Paula miró de reojo a Pedro, y se preguntó por qué estaría viendo una película cuando tenía a su lado al amante de sus sueños.


—¿Te importa si voy por algo de beber? —le preguntó ella, cuando por fin apareció el amante en la pantalla.


—Voy yo. ¿Dónde está el mando? Se puso a buscar entre los cojines, pero ella se levantó.


—Quédate viéndola.Vuelvo enseguida. 


La luz de luna iluminaba de un sensual color azul cobalto los muebles blancos de la cocina. Paula miró por encima del hombro para asegurarse de que no la había seguido, y se llenó un vaso de agua. Tomó un largo trago y volvió a la salita.


Pedro estaba con la vista fija en la pantalla, inclinado hacia delante con los hombros tensos. Ella se preguntó qué estaría pensando de aquella película. El argumento no era nada original, pero con Pedro de espectador, se acercaba demasiado a la realidad.


En primer lugar, la mujer se encontraba a su amante de pura casualidad. Luego, lo seguía y observaba cómo hacia el amor con otras mujeres. Más tarde intentaba seducirlo, pero él la rechazaba, revelando que para las otras mujeres no era una persona real, sino solo un amante de ensueño. Las demás mujeres solo lo querían por el sexo. ¿Igual que ella lo había deseado a él? Se acabó el agua y volvió a llenarse de nuevo el vaso. No le extrañaba nada sentirse de repente tan acalorada. Sabía que ya no deseaba a Pedro tan solo por el sexo. En solo una noche le había tocado la fibra. Era divertido, paciente, ingenioso... Disfrutaba con las mismas cosas que ella: novelas de suspense, marisco, cerveza fría, conversaciones sinceras y tópicos arriesgados. La fascinaba y la intrigaba y ella no podía evitar desear lo que sabía que no podía tener: tiempo ilimitado para compartir y conocerlo. 


Para convertirlo en un amigo y en un amante. Pero con un trabajo que exigía su atención las veinticuatro horas, sabía que solo contaba con aquella noche.


Pedro se acercó por detrás, tan silenciosamente que Paula dio un salto cuando la tocó en el hombro, derramando el agua sobre el vestido. Dejó el vaso en la encimera y se volvió con los brazos levantados.


—¡Lo siento! —exclamó él, y agarró un trapo para secarla, pero ella negó con la cabeza.


—Esto es lo que me pasa por andar a oscuras. Él se quedó dudando.


—Antes de ayudarte tengo que saber una cosa.


Paula le quitó el trapo y se lo restregó por el pecho, completamente empapado. No llevaba sujetador, de modo que sus pezones se marcaron a través del tejido cuando vio la mirada de deseo de Pedro.


—No, no hay ningún mensaje oculto en esa película, salvo por la parte en que se baña desnuda. Intentaba hacer un chiste. Estuvimos hablando de bañarnos desnudos, ¿recuerdas?


—¿Ya lo hemos descartado?


Su sentido del humor alivió la tensión, pero a Paula aún le temblaban las manos.


—Yo ya me estoy bañando, ¿no lo ves? ¡Estoy empapada! Cielos, qué torpe soy a veces.


Siguió golpeándose el vestido con el trapo, en un vano intento por secarlo. Pedro la miraba en silencio, con unos ojos cargados de intenso deseo.


—¿Qué pasa? —lo increpó ella.Tenía la piel de gallina y el corazón desbocado. ¿Por qué la miraba de aquel modo?


—No sé quién eres —respondió él—. Ni sé lo que te gusta, aparte de comer y beber.


Ella se dio cuenta de que el mensaje de la película le había llegado al corazón, mucho más de lo que había planeado.


—Tal vez eso sea bueno, Pedro.Tendrás que admitir que hay algo increíblemente erótico en lo desconocido.


No protestó cuando él le quitó el trapo, se lo enrolló en la mano y empezó a frotarle la piel y el vestido. Dio un paso adelante y ella retrocedió inconscientemente, hasta que chocó de espaldas contra el frigorífico.


De la salita llegaba el sonido de la película. Un murmullo de voces y la música de fondo. El zumbido de la nevera y el canto de los grillos apenas podían oírse por encima de la pesada respiración de ambos...


—No encuentro erótico lo desconocido, a menos que haya una oportunidad para descubrirlo —le pasó el trapo por los hombros, apartó una tira del vestido y bajó por el brazo.


Ella tragó saliva, embriagada por el olor de su perfume y su calurosa respiración, la humedad del vestido y la presión del trapo contra la piel.


Él se lo pasó por el cuello y bajó por la parte delantera del vestido, entre sus pechos, sobre las costillas, el ombligo... 


¿Más abajo? «Por favor».


Entonces empezó a secarle el otro brazo.


—Propongo que hagamos un trato —dijo él.


—¿Qué clase de trato?


Le tomó la mano derecha y le secó los dedos con un suave masaje.


—Un trato de satisfacción mutua. Dime lo que quieres Paula.


—¿Y tú me lo darás? ¿Así de simple?


—Sí puedo, sí.


—¿Por qué?


Él le clavó la mirada mientras volvía a secarle el cuello.


—Porque te deseo más de lo que he deseado algo o a alguien desde hace mucho tiempo. 


-Puede que solo estés excitado por la película. 


Pedro esbozó una sonrisa y bajó el trapo hasta un pezón. La sensación fue áspera y suave al mismo tiempo.


Breve pero intensa, y muy efectiva para encender las llamas que ella había intentando reprimir desde que lo vio la noche antes.


—Puede que la película me haya dado algunas ideas —dijo, acercándose lentamente y susurrándole al oído—.Y puede que fuera esa tu intención.


—Ya te lo he dicho. No tengo ninguna intención.


Él se humedeció los labios y le masajeó el otro pezón con prolongadas caricias, tan intensas que ella intentó retroceder más, apretándose contra el frigorífico.


—No mientas, Paula. No mientas sobre esto, sobre lo que quieres de mí. Miente acerca de tu trabajo y de tu pasado si tienes que hacerlo, pero no sobre esto.


¡Oh, Dios! ¿De qué se habría enterado?


No importaba, porque ya había decidido que podía ser completamente sincera con sus deseos.


—¿A qué te refieres con «esto»? —le preguntó.


—A una breve pero apasionada aventura — respondió él—. Un romance con una mujer que, hasta esta noche, era una desconocida. Pero a cada momento aprendo más de ti. Como ahora. Tus pechos son muy sensibles, ¿verdad?


Le apartó la tira del otro hombro, y Paula se quedó inmóvil, con la respiración contenida. El único movimiento de su cuerpo era el flujo de humedad que palpitaba entre sus muslos.


Entonces, con un rápido tirón, él le bajó el vestido hasta la cintura y más abajo, dejándola completamente desnuda, a excepción de las braguitas rosas que apenas le cubrían nada.


Aquello era increíble.


Salvaje y prohibido.


—Sí —respondió ella con un hijo de voz.


Él tiró el trapo y se quitó el polo. Los músculos resplandecieron a la luz de la luna y su piel bronceada irradiaba llamas de pasión.


Pero ella ya había contemplado antes esa perfección física, y se había deleitado en ella.


Lo había visto desnudo en los monitores.


Lo que no sabía, y lo que no podía aprender con solo mirar, era qué clase de amante iba a ser él. Pero el instinto le dijo que iba a descubrirlo muy pronto.