jueves, 19 de noviembre de 2015

CULPABLE: CAPITULO 10








Pedro había conseguido sorprenderla. Ella lo miraba boquiabierta.


–¿Hay algo confuso en lo que acabo de decir? – preguntó él.
Sintió un pequeño cosquilleo en el estómago. Un poco de… Si hubiese sido otro hombre, habría pensado que era inseguridad, pero eso era imposible– . Lo que quiero decir es que voy a quedarme con el bebé, y contigo también, puesto que la idea de que mi hijo no tenga madre me parece inaceptable. Todavía me falta un millón de dólares. No me parece que quedarme contigo a cambio del dinero sea algo poco razonable.


–No puedes quedarte conmigo – dijo enfadada– . ¿Qué quieres decir? No puedes quedarte con una persona.


Él frunció el ceño.


–Desde luego que puedo. Tengo una villa en la costa de Amalfi, y pretendo llevarte allí.


–No hablas en serio.


–Muy en serio. Voy a llevarte allí.


–No puedo marcharme – dijo ella– . ¿Quién cuidará de mi gato?


–¿Tienes un gato?


Ella lo miró a los ojos.


–No, pero podría tenerlo.


–Entonces, si no tienes gato, no hay problema. Todo arreglado. Te vienes conmigo. Ahora.


–¿Y mi trabajo?


–¿Qué pasa con tu trabajo? – dijo él– . Eres camarera. Y, puesto que eres la madre de mi hijo, no tendrás que servir mesas nunca más.


–No lo comprendo. Hace un par de semanas me echaste de tu lado, prometiéndome que no volverías a contactar conmigo y que me darías dinero.


–Y parecía que tú querías que me implicara en la vida de tu hijo.


–No te necesito en su vida. Solo necesito apoyo económico.


–No estoy de acuerdo.


–Dijiste que no querías ser padre – dijo ella.


–Y sin embargo, parece que voy a serlo. No porque haya querido, pero, puesto que no hay más remedio, creo que la situación puede salvarse.


–Creo que ya la hemos salvado bastante bien.


–¿Por qué? ¿Porque tienes mi dinero? ¿Qué piensas hacer con el bebé? ¿Mandarlo con unos familiares? Mientras tú sigues recibiendo mi dinero.


–No. Tengo intención de criar a mi hijo, pero no necesito que tú lo hagas – dijo ella, con tono desafiante.


–Tengo tanto derecho como tú. Soy el padre.


–Te odio.


Él se rio.


–¿Se supone que debo sentirme molesto? No eres la primera mujer que me odia, y seguro que tampoco la última. Sin embargo, eres la primera que lleva a mi hijo en el vientre. Y me quedaré con los dos. Esto es innegociable.


–¿O qué pasará? – preguntó ella, con los brazos cruzados.


–Ir a la cárcel sigue siendo una opción – dijo él.


Ella pestañeó.


–No serías capaz de mandarme a prisión.


–Allí cuidan muy bien a las mujeres embarazadas – la miró fijamente, asegurándose de que ella comprendía que no era una falsa amenaza– . No me gustaría explicarle a mi hijo que su madre era una delincuente, pero haré lo que tenga que hacer.


–Eres un bastardo.


–Así es. Y a lo mejor quieres tener cuidado con cómo empleas ese término puesto que, técnicamente, nuestro hijo también es bastardo.


–¿Cómo te atreves?


–Es la realidad, cara mia. Si no te gusta, haz algo para cambiarla.


–¿Qué puedo hacer?


–Podrías casarte conmigo – repuso él.


Era la versión más extrema de su plan, pero tampoco le parecía terrible. No veía motivos para pensar que el matrimonio afectaría a su estilo de vida. O al de ella. Y al menos le brindaría una forma de vida confortable a su hijo. 


Era algo de lo que él había carecido durante su infancia, y no quería que su hijo sufriera lo mismo que él.


Desde que ella había ido a contarle que estaba embarazada, todas las noches tenía la misma pesadilla. La casa vacía, el niño preguntón. El niño que después se convertía en hijo suyo.


Y desde entonces, supo que era lo que tenía que hacer.


Él se había convertido en un hombre egoísta. No había conectado con ninguna persona desde la muerte de su madre. Las casas por las que había pasado no le habían ofrecido nada, ni consuelo ni amor. Y cuando comenzó a trabajar, decidió hacerlo de manera despiadada. La vida en la calle le había enseñado que tendría que cuidar de sí mismo porque nadie más lo haría.


La suerte que corrió su madre le había enseñado que debía convertirse en la persona más peligrosa de la calle, o se convertiría en víctima.


Pedro Alfonso se negaba a convertirse en víctima.


Y además, se sentía conectado con ese niño. El niño de su sueño. No podía decir que fuera una visión, porque no creía en ese tipo de cosas, pero tampoco podía ignorarlo.


Sus pesadillas habían provocado que fuera allí a confirmar que Paula estaba embarazada. Y nada más escuchar el latido del corazón del bebé, supo qué era lo que tenía que hacer. Formaría una familia y un entorno estable para su hijo.


Estaba decidido.


–¿Estás loco? – preguntó ella, dando un paso atrás.


–No.


–Lo dices con mucha seguridad, para ser alguien que está loco de verdad – dijo ella.


–No tienes que contestarme ahora, pero sí vendrás conmigo a la isla.


–¿Si no iré a la cárcel?


Él sonrió.


–A la cárcel. Una vez más, creo que la elección es sencilla.


–Tenía que haber salido corriendo.


–¿Antes o después de la estafa?


Ella empalideció.


–No quiero hablar más – dijo ella– . No tengo elección, ¿verdad?


Él se acercó a ella y notó que su cuerpo reaccionaba. Había algo en ella que llamaba su atención. Algo elemental. Algo que no podía descifrar.


–¿La hemos tenido alguna vez? – preguntó sin pensar.


Se preguntaba si había tenido elección en lo que a ella se refería. Y si, en lugar de ser la mujer que le había robado el dinero, la hubiera conocido en un bar, también se habría acostado con ella.


Si, al margen de las circunstancias, habría existido esa conexión entre ellos.


–Yo no – dijo ella.


–Elegiste cuando decidiste ayudar a tu padre a robarme el dinero. Y ahora soy yo quien hace las elecciones. Vendrás conmigo. Ahora. Ya sabes que no hago falsas amenazas.


–Entonces – dijo ella– , quizá deberías acompañarme a tu jet privado.


–Lo haré. No comentas ningún error, cara, ahora eres mía. Y hacia finales de semana decidiré exactamente qué voy a hacer contigo.





CULPABLE: CAPITULO 9





Paula se sentía horrible desde hacía dos semanas. Todo lo que comía le sentaba mal y no tenía casi energía. Además, había faltado tantos días al restaurante que su situación económica estaba complicándose.


Ese día tenía su primera cita con el doctor en una clínica que Pedro había escogido. Era extraño ir a una clínica que había elegido el hombre que intentaba mantenerse alejado de todo aquello.


Aunque suponía que la clínica la habría elegido su secretaria y eso le resultaba más fácil de asimilar. El lugar era de alto standing, mucho mejor que la clínica donde se había hecho la analítica al principio del embarazo. En lugar de sillas de plástico y suelo de baldosas, había moqueta y una sala de espera que parecía más el salón de una casa acogedora.


Era asombroso lo que se podía conseguir con un poco de dinero. O con mucho, en ese caso. Casi podía comprender por qué su padre estaba tan ansioso por juntarse con la élite y disfrutar de los frutos de su trabajo.


Por supuesto, Paula había descubierto que el riesgo no merecía la pena. Un poco tarde, sin embargo.


–¿Señorita Chaves? – una mujer asomó la cabeza por la puerta de la consulta.


Paula agarró su botella de agua y se puso en pie. Siguió a la mujer hasta una báscula para que la pesaran y después hasta una salita donde había un camisón blanco sobre una silla y una camilla.


–La doctora pasará a verla enseguida. Quítese la ropa y póngase el camisón – dijo la mujer.


Paula asintió. En teoría, todo lo relacionado con el bebé iba bien, pero siempre le quedaba alguna duda.


Se quitó la ropa, se puso el camisón y esperó sentada en la camilla.


Cuando llamaron a la puerta, contestó:
–Pase.


Entró una mujer sonriente vestida con una bata y Paula sonrió también. Después, entró un hombre trajeado, con el cabello negro peinado hacia atrás y con un brillo en sus ojos oscuros que ella no pudo identificar. Tampoco deseaba hacerlo. Igual que hubiera preferido no identificar al hombre.


Pedro estaba allí. Y ella se sentía como si le hubieran dado un puñetazo.


–Bueno, ahora que ha llegado el padre, supongo que estamos listos para comenzar – dijo la doctora.


–Vaya sorpresa – dijo Paula– . Pedro – le dijo– . No te esperaba.


–Supongo que no. Yo tampoco pensaba venir y, sin embargo, aquí estoy – no parecía muy contento al respecto.


Paula se estiró el camisón para tratar de cubrirse las piernas lo máximo posible.


–No comprendo cómo puedes haberte sorprendido a ti mismo.


Ella estaba sorprendida, pero hizo lo posible para que él no lo notara. Se había prometido que no le mostraría quién era en realidad. No lo merecía. Y él ya sabía bastante acerca de ella.


–Vivimos un momento extraño e interesante – dijo él, sentándose en una silla frente a la camilla.


La doctora miró a Pedro y después a ella:
Todo va bien – dijo Pedro, sin molestarse en mirar a Paula– . Solo es una pequeña discusión.


Paula resopló.


–Sí, una disputa entre amantes – Pedro y ella ni siquiera podían decir que eran amantes. Solo se habían acostado una vez. El amor no tenía lugar en todo aquello. Él la había utilizado. Humillado.


–¿A qué estamos esperando? – dijo Pedro, mirando a su alrededor.


La doctora pestañeó y buscó en la pantalla el informe de Paula.


–Bueno, Paula, vas bien de peso. Y todo es normal en el análisis de orina.


Paula se sonrojó al oír lo de la orina. Algo ridículo, puesto que Pedro la había visto desnuda.


–Me alegra saberlo – dijo.


–Y ahora vamos a intentar ver si oímos el latido de su corazón. Si no lo conseguimos es porque es muy pronto, así que no os preocupéis.


Pedro la miraba fijamente. Quizá por eso había ido, para ver si podía escuchar el latido y comprobar si ella estaba diciendo la verdad. La doctora se levantó y se puso unos guantes de goma.


–¿Puedes tumbarte, por favor?


Paula miró a Pedro.


–Por favor, colócate detrás de mis hombros.


–No has concebido al bebé tú sola – dijo él– . Ambos sabemos que te he visto antes.


La doctora pestañeó asombrada.


–Tendrás que disculparlo – dijo Paula– . Se crio con los lobos. Hicieron un pésimo trabajo.


Pedro se encogió de hombros y sonrió.


–El fundador de Roma también se crio con los lobos. Me considero en buena compañía.


–Estupendo, Rómulo, ponte detrás de mí.


Paula se sorprendió al ver que obedecía, pero quizá tenía prisa. Ella se tumbó y la doctora sacó una sábana para cubrirle las piernas.


Después le puso un poco de gel sobre el vientre y comenzó a hacerle la ecografía. De pronto, se percibió el sonido de un latido.


–Eso es – dijo con entusiasmo– . Eso es el latido del bebé.


Paula miró a Pedro y se arrepintió al instante. No debería importarle su manera de reaccionar, y de hecho pensaba que él no mostraría reacción alguna. Sin embargo, su rostro se volvió de piedra, como si fuera una estatua.


Era realmente atractivo, pero era mal momento para pensar en ello. El tono dorado de su piel, los rasgos angulosos de sus pómulos, su mentón. La curva sensual de su boca.


¿Tendría su hijo la misma expresión que él? ¿Y el cabello liso y oscuro como su padre? ¿O rizado y negro como ella?


Pedro frunció el ceño.


–No parece un latido – comentó.


–A mí sí me lo parece – dijo la doctora, sin dejarse intimidar por Pedro.


Había un brillo extraño en la mirada de Pedro que ella no fue capaz de identificar.


–Va muy deprisa – dijo él.


–Es normal – repuso la doctora– . Fuerte y sin motivos para preocuparse – miró a Paula.


–Está embarazada – afirmó Pedro.


La doctora arqueó las cejas.


–Sin duda.


–Ya veo – dijo él.


Durante un momento, nadie dijo nada más. Solo se oía el sonido del bebé y en la pantalla se veía el gráfico de los latidos.


–¿Tenéis alguna pregunta para mí? – dijo la doctora.


Paula negó con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra.


 Apenas podía pensar.


–Entonces, te veré dentro de cuatro semanas. No tienes por qué preocuparte por nada. Todo va según debería ir.


La doctora le retiró el gel del vientre con la sábana y añadió antes de marcharse:
–Ya te puedes vestir.


Paula y Pedro se quedaron a solas.


–¿Puedes marcharte, por favor?


–¿Por qué? – preguntó él.


–Tengo que vestirme.


Él coloco las manos detrás de la cabeza y se reclinó contra el respaldo de la silla.


–Estás siendo muy modesta. Ambos sabemos que posees un poco más de descaro.


–Bien. Si lo que quieres es un espectáculo, disfrútalo.


Se levantó y dejó caer la sábana al suelo. Se desabrochó el camisón y se lo quitó, consciente de que se quedaba desnuda ante él.


Estaba demasiado enfadada como para sentirse avergonzada. No le importaba que él la mirara. Tenía razón, él ya la había visto desnuda. Y la había tocado. Ese era el motivo por el que las cosas estaban de esa manera.


Cuando terminó de vestirse, se volvió hacia Pedro. Él la estaba mirando fijamente.


–Debería haber cobrado entrada – dijo ella.


–La chica ingenua me resultaba mucho más atractiva. ¿Quizá puedas retroceder?


–Ambos sabemos que ya no puedo comportarme como una ingenua. He perdido la inocencia en algún sitio.


Él esbozó una sonrisa.


–Así es. Aunque empiezo a pensar que la virginidad no tiene nada que ver con la inocencia.


–No voy a discutir contigo sobre eso.


–¿Estás admitiendo tu culpa?


–Por supuesto que no. Solo digo que mi inocencia no está relacionada con si me he acostado con un hombre o no.


–Es cierto que eras virgen, ¿no?


Ella alzó la barbilla y lo miró.


–¿Es importante?


Él la miró y, durante un instante, Paula tuvo la sensación de percibir una expresión de culpabilidad en su mirada.


–No especialmente. Si tuviera conciencia, supongo que me habría afectado una pizca. Afortunadamente para los dos, no la tengo. Aunque puede que influya en lo convencido que estoy acerca de si la criatura que llevas en el vientre es mía.


–Es tuya. No me he acostado con nadie más – hizo una pausa– . Así te cuesta más insultarme, ¿no?


–Puede que te resulte extraño – dijo él– , pero no he venido aquí para insultarte.


–Pues, desde luego, no has venido a traerme flores y a deshacerte en cumplidos. ¿A qué has venido?


–He cambiado de opinión.


–¿Qué quieres decir?


Pedro se puso en pie y comenzó a caminar de un lado a otro.


–He decidido que pasarte una pensión no es suficiente. Quiero a mi hijo – dijo, mirándola fijamente– . No solo a mi hijo, te quiero a ti.








CULPABLE: CAPITULO 8




La habitación estaba vacía. No quedaba nada que pudiera identificar a la persona que podía vivir en aquella pequeña casa de Roma. Ningún juguete que demostrara que un niño jugaba allí. Ni ollas ni sartenes en la cocina, nada que demostrara que una madre vivía allí. Una madre que cocinaba la cena cada noche, al margen de que las porciones fueran modestas.


Ni siquiera estaban las mantas que solían estar en una esquina del salón.


Y había unos desconocidos sonrientes, aunque no había motivo alguno para sonreír.


Sus juguetes no estaban.


Y su madre tampoco.


Daba igual cuántas veces hubiera preguntado él dónde estaba, nadie le contestó nunca. Solo le aseguraron que todo saldría bien, cuando él sabía que nada volvería a estar bien nunca más.


La habitación estaba vacía y no encontraba nada de lo que necesitaba.



****


Pedro despertó empapado en sudor y con el corazón acelerado. Por supuesto, su habitación no estaba vacía. 


Estaba durmiendo en una enorme cama con almohadas y mantas por todos sitios. En la esquina, estaba su vestidor y en la pared un televisor de pantalla plana. Todo estaba en su sitio.


Y lo más importante, él no era un niño pequeño. Era un hombre. Y no era indefenso.


Sin embargo, por algún motivo, a pesar de que a menudo tenía ese sueño, la inquietud no se le pasaba.


Salió de la cama y se acercó al mueble bar que estaba junto a la puerta. Necesitaba una copa, y después podría volver a acostarse.


Encendió la luz y sacó una botella de whisky. Se sirvió una copa con manos temblorosas y bebió un sorbo. Recordó el sueño que había tenido y, de pronto, la cara del niño había cambiado. Ya no era él, sino un niño que tenía una madre con expresión desafiante y cabello oscuro.


Pedro blasfemó y dejó la copa sobre el mueble bar. No había motivo para que tuviera que formar parte de la vida del niño que Paula llevaba en el vientre. La probabilidad de que estuviera embarazada era pequeña. Y de que él fuera el padre mucho menor. Era una estrategia para engañarlo. Era una estafadora, como su padre, y él lo sabía


Sí, también sabía que era virgen cuando se acostó con ella, pero igual era parte de su engaño. No estaba seguro.


Debía olvidar todo lo que había sucedido. Olvidar que ella había ido a verlo. Él podría enviarle dinero cada mes, ella y el bebé tendrían lo necesario y él podría continuar con su vida como siempre.


Sin embargo, no podía olvidar sus tristes ojos marrones. 


Miró la copa, levantó el vaso y lo lanzó contra la pared, observando cómo se rompía en mil pedazos. No le importaba.


Y tampoco debería importarle Paula Chaves y el bebé que quizá llevara en el vientre.


«¿Abandonarías a tu hijo? ¿En eso te has convertido?».


Era una voz del pasado. La de su madre. Una mujer que había dejado a su padre y su vida de lujo para tenerlo a él. 


Que poco antes había vendido sus joyas y su ropa. Una madre que había trabajado en una fábrica por las noches, caminando de regreso a casa de madrugada, sola.


Su madre lo había dado todo, hasta que perdió la vida tratando de cuidar de él.


Y él estaba dispuesto a dejar a su hijo con tan solo una cantidad de dinero mensual.


Trató de ignorar el sentimiento de culpa que hacía que le costara respirar. No creía en la culpa. Era inútil. No servía de nada. Era mejor actuar.


¿Qué podía hacer? ¿Quedarse con el bebé? ¿Convertir a Paula en su esposa? ¿Formar una familia con la mujer que le había estafado un millón de dólares?


¿La mujer que había puesto a prueba su capacidad de control?


Inaceptable.


No podía ser. No le debía nada. Ni siquiera la pensión de manutención para su hijo. Seguía casi convencido de que ella tenía su dinero escondido en algún sitio. Un millón de dólares metido en alguna cuenta para su uso personal.


En realidad, él estaba siendo generoso al ofrecerle dinero.


Sacó otro vaso del bar y se sirvió otro whisky. No volvería a pensar en eso. Le pediría a su secretaria que se ocupara de concertar las citas médicas de Paula para que recibiera la mejor atención posible. Otro gesto de generosidad.


Había tomado la decisión correcta. Y no volvería a cuestionarla.


Se bebió el resto del whisky y regresó a la cama.