lunes, 28 de septiembre de 2015

DIMELO: CAPITULO 6




Desde esta mañana no puedo dejar de pensar en ella; esta rubia de ojos azules y cuerpo de muñeca Barbie me ha revolucionado la sangre y su insistencia en ignorarme hace que me empecine aún mucho más. Mi incapacidad de dejar de darle vueltas al asunto me tiene de mal humor; ella ha conseguido perforar mi armadura protectora y empiezo a creer que me siento obnubilado por esta mujer, cosa que me fastidia. La tengo sentada a mi lado; si aspiro con fuerza, puedo impregnarme de su perfume. Lo hago, no me resisto, y es tal como lo recordaba: dulce, con aroma a coco y cerezas, prominente, con toques cítricos, muy sensual, con un fondo de ámbar y almizcle. Cómo olvidarlo, si la he tenido tan cerca por la mañana que su olor se ha quedado en mí durante varias horas.


Paula habla con André, y eso me da la posibilidad de mirarla; parece que se llevan muy bien, lo que me lleva a conjeturar que tal vez a él le interesa como mujer, pero de inmediato rechazo ese pensamiento, ya que llevo toda la noche sintiéndome como un sujetavelas con André y Estela, y en más de una ocasión he advertido nítidamente cómo él le ha tirado la caña a ella. Me convenzo de que es muy improbable que me haya equivocado.


Todos terminamos nuestras bebidas, así que llamo al camarero, que no tarda en acercarse; el servicio en este lugar es muy eficiente.


—¿Tomaréis lo mismo? —pregunto, pero sólo la miro a ella, que únicamente atina a asentir con la cabeza; los demás también me contestan afirmativamente—. Otra ronda, por favor —le pido al empleado.


—Marcos, ¿cómo anda? —pregunta de pronto André, y su interrogación hace que ella deje de mirarme.


—Bien, está de viaje.


—Aaah, eso explica por qué estabas aquí sola.


—Sí, claro.


—¿Cuándo habrá boda?


Estela se ahoga cuando sorbe su bebida, pero pronto se le pasa.


—No está en nuestros planes por ahora. Estamos bien así.


Vaya cubo de agua helada: tiene pareja. «¿Quién es el idiota que se va de viaje y la deja aquí sola?»


—Sabes, Pocha, André ha sido el que más retratos ha vendido en la muestra —dice de pronto la diseñadora, cambiando de tema.


—¿Pocha? —pregunta André, extrañado, y siento ternura al ver cómo a ella se le encienden las mejillas.


—Me llama así desde que éramos pequeñas; antes me torturaba que me llamara de esa forma, pero ahora lo tomo como algo cariñoso.


—Tú me torturabas llamándome Stela Artois, Hueles a Borracho.


Todos nos carcajeamos.


—A mí me llamaban Jirafa porque siempre he sido muy alto; y ya de más mayor, en la universidad, me llamaban Wikipedia —señala André.


—¿Eras bueno en los estudios? —Estela se muestra interesada por saber más.


—¡El mejor! —le aseguro yo—. Nunca he conocido a nadie tan inteligente como André. Y lo que más rabia nos daba era que todos nos matábamos estudiando, mientras que él, que nunca lo hacía, siempre conseguía las mejores calificaciones.


—Ellos se conocieron en Cambridge —le explica Estela a Paula, a lo que ella hace un leve asentimiento de cabeza; sigue empecinada en ignorarme.


—Ni queráis saber cómo llamábamos a este sátrapa.


—No, por favor, no lo digas.


—Quiero saberlo, cuéntalo, André, por favor —lo arenga Estela.


—Lo apodábamos Katrina, haciendo alusión al devastador huracán de Estados Unidos; es que Pedro arrasaba con todas las mujeres a su paso.


—No era tan así... —argumento vagamente.


—No seas modesto, siempre has tenido un harén a tu alrededor.


—¡Ja! Engreído y mujeriego —acota Paula, y entonces trato de contener la expresión de mi rostro mientras le doy un trago a mi bebida, que ya ha llegado; no es por lo que dice, sino por el tono despectivo que utiliza.


—Tengo muy claras las ideas; si eso te hace pensar que soy engreído... De hecho, tal vez lo sea, pero sobre todo soy un hombre de convicciones. Deberías saber diferenciar ambos conceptos, son muy distintos. En cuanto a lo de mujeriego... No me parece un defecto; me gustan las féminas y lo reconozco, son mi gran debilidad, pero también es cierto que soy muy atento con mis mujeres — remarco pensando en el idiota que tiene por pareja—: la que pueda tenerme, siempre estará bien atendida y muy satisfecha y, sobre todo, jamás se sentirá sola.


Estela, por supuesto, entiende la indirecta y deja escapar una sonrisa. De inmediato, Paula la mira y su amiga intenta disimular y contenerse. La rubia sorbe de su copa y dice sin mirarme:
—La presunción es un regalo de los dioses a los hombres insignificantes.


—Hay muchos que creen saberlo todo, pero en realidad no saben nada de sí mismos.


Esta vez gira su cuerpo para encararme.


—Eres un grosero, Pedro. No entiendo cómo te han puesto ese mote, pues no imagino qué mujer podría haberte hecho caso. Aunque presumo el tipo: seguro que ligera de cascos.


No creía haber sido un grosero, no estaba de acuerdo, pero al parecer ella estaba acostumbrada a recibir sólo halagos.


—¿Yo soy el grosero? ¿Quieres que te recuerde todos los adjetivos que me vienes atribuyendo desde esta mañana?
»Mira, Paula, que seas la directora de Saint Clair me tiene sin cuidado, no por eso voy a cerrar la boca y dejar que digas lo que te venga en gana. Quizá, esta mañana cuando nos conocimos, sí fui algo grosero. ¿Quieres que lo admita?: lo admito. Pero tu imprudencia me había sacado de mis casillas y había hecho que aflorara lo peor de mí; si no hubiésemos frenado a tiempo, podríamos habernos lastimado ambos; por suerte sólo ha sido un arañazo en la puerta.


—Tendrás tu compensación económica, jamás dejo sin pagar una de mis deudas.


—¿Sabes lo que puedes hacer con tu dinero?... Ya está bien —digo mientras levanto ambas manos—. Que necesite un empleo no te da derecho a tratarme como escoria y a refregarme tu dinero y tu poderío. ¿Es que acaso, cuando fuiste al colegio, te saltaste la lección de buenos modales?
Gracias por la invitación a la muestra, André. Ya nos veremos, te llamaré, amigo. —Carraspeo tras el corto discurso; me hallo sorprendido por mi brutal honestidad. 


Normalmente no caigo en esos exabruptos, pero esta mujer logra sacarme de quicio.


Noto que está ardiendo de rabia, pero no continúa la estúpida discusión; el silencio se hace profundo y es protagonista del momento. Sin pensarlo, saco mi cartera, busco dinero suficiente y lo dejo sobre la mesa golpeando la superficie con la palma abierta.


—Pedro, por favor —me ruega Estela cuando me inclino para despedirme.


—Ha sido un placer conocerte, Estela, pero veo que a tu amiga no le caigo bien, y no quiero seguir incomodándola.


—Venga, hombre, ha sido sólo un juego de palabras, ¿verdad, Paula?


Ella no contesta, aunque tampoco esperaba que lo hiciera, así que cojo mi chaqueta y me voy, dejándolos a todos con la boca abierta.


Bajo la escalera salteando escalones, engulléndolos con mis pasos; enseguida me encuentro en la calle, caminando hacia el bulevar Saint-Germain.


«Maldita mujer, se cree la octava maravilla y tiene el ego por las nubes por ser la puta dueña del circo.»


Sólo me faltaba esto, me ha desquiciado y me ha hecho perder los estribos, rompiendo todos los códigos de autocontrol que siempre me impongo.


Continúo andando, casi llevándome por delante a todo el que me cruzo, porque mi humor está verdaderamente alterado. Lo cierto es que no estoy acostumbrado a que me traten como a un paria; por consiguiente, a esa muñeca tonta no se lo voy a permitir, por muy hermosa que sea... Ya me ha hartado con sus desplantes, sus ironías y sus aires de grandeza aburguesada. Me he movido en los mejores círculos de negocios del mundo y sé perfectamente cómo tratar a la gente; a ella, por lo visto, se le han subido los humos a la cabeza y se cree la mismísima reina de Saba.


Me dedico a la tarea de conseguir un taxi, tarea nada fácil al ser viernes, y mucho menos con tantos turistas en la ciudad. 


Camino un par de manzanas mientras saboreo la brisa nocturna; necesito con urgencia que mi mente se despeje. 


Finalmente, cuando voy a cruzar una intersección, se detiene delante de mí un taxi del que bajan dos pasajeros y, como queda libre, lo cojo. Le facilito la dirección al taxista y bajo un poco la ventanilla para que el aire me refresque la cara.


En pocos minutos llego a mi diminuto apartamento. Nada más entrar, subo directo al altillo, que funciona como dormitorio, y me dejo caer en la amplia y confortable cama; tras practicar unos ejercicios de respiración para relajarme, un adormecimiento me invade de inmediato. Asaltado por la somnolencia, me pongo en pie para quitarme la ropa, dejo mi teléfono sobre la mesilla de noche y veo que tengo un mensaje de André, pero no quiero volver a enredarme en ese rollo, así que no lo leo. Abro la cama y me meto en ella; luego apago la luz y me obligo a dormir; lo necesito, ha sido un día muy intenso, que ha empezado mal y ha terminado peor.


—Bueno, el lunes me espera volver a recorrer las calles de París en busca de trabajo, porque presumo que ya no tengo ninguno.






DIMELO: CAPITULO 5




Necesitaba una tregua o mis nervios habrían terminado por estallar. Entro en mi despacho y me desplomo en el sillón; estiro las piernas, dejando que mis brazos caigan a ambos lados de mi cuerpo, mientras pretendo abstraerme de todo, pero los pensamientos se originan de manera incesante.


«¿Qué ha sido eso? Jamás me había pasado una cosa así. En mis años de carrera, nunca nadie me ha hecho sentir insegura de esa forma. ¿Cómo he podido permitir que un irreverente e inexperto me ponga en esa situación? Lo mío es imperdonable.»


Me dedico a revisar los estados financieros que me han enviado, con el fin de dejar de darle vueltas; sin embargo, por momentos el juego dantesco que me he permitido iniciar con Alfonso regresa a mis pensamientos y me deja desprotegida.


Finalmente lo consigo y paso un buen rato abstraída en mis tareas. Miro la hora; ya es pasado el mediodía. Aunque no tengo por qué, me doy cuenta de que aún continúo con el estómago hecho un nudo de indignación; obviamente no tengo hambre, pero sé que no debo saltarme la comida y al almuerzo no quiero asistir.


«Luego tal vez vaya y haga una fugaz aparición para saludarlos a todos y agradecerles la convocatoria.»


Tras decidir eso, saco la comida que Antoniette ha preparado para mí y me dispongo a ingerir el alimento en la soledad de mi despacho; son unas brochetas de verdura, pollo y manzana, que como con desgana, pero me obligo a hacerlo. Cuando concluyo mi magro almuerzo, me dispongo a seguir con los temas de la empresa, que, a decir verdad, nunca son pocos: mi agenda siempre es un caos de
imprevistos por resolver, y eso que hoy mi secretaria la ha programado teniendo en cuenta que ningún asunto debía interferir con el casting.


«El casting.»


De pronto me doy cuenta de que me encuentro nuevamente pensando en ese momento y en Pedro Alfonso. Un escalofrío me hace sobresaltar y me paso los dedos por detrás de la oreja, como queriendo borrar la sensación de su aliento en mi piel.


«En cuanto tenga sus datos, le enviaré un mensajero con un cheque por el arreglo de su coche; no quiero tener nada pendiente con ese hombre.»


Decidida, levanto el interfono y llamo a mi secretaria, pero no contesta. Echo un vistazo otra vez a la hora y entonces me doy cuenta de que mi asistente aún debe de estar comiendo.


Conforme a la situación, decido recomponer mi imagen y salgo hacia el salón donde se lleva a cabo el almuerzo que se ha organizado para los concurrentes al casting.


Entro y doy una ojeada general al lugar; varios directivos de la marca están allí y rápidamente busco entre ellos a Estela. 


La veo en un aparte charlando animadamente con André y su ayudante; murmuro para mis adentros por la carabina que representa Bret junto a ellos, y me acerco.


—Vaya, la reina madre se ha presentado finalmente —bromea Bettencourt al verme.


—Debía atender algunos contratiempos que requerían mi presencia. Como la elección que me interesaba ha sido rápida del resto os podíais encargar vosotros. De todos modos, sólo he venido a saludar, porque aún tengo cosas urgentes por hacer. —Decido emitir una excusa con total naturalidad, a la vez que doy otro vistazo a la concurrencia. Lo busco inconscientemente, pero no lo veo por ninguna parte; no obstante—. ¿Has tomado imágenes del backstage?


—Todo capturado. Te aseguro que la campaña será un éxito, y debes reconocerme el mérito de haber encontrado a tu chico Sensualité —se jacta André, y no puedo evitar hablar de Alfonso.


—Esperemos que su inexperiencia no juegue en nuestra contra —valoro con suspicacia.


—Creo que hoy ha demostrado que no se amedrenta por ser un inexperto.


—Veremos —contesto a mi amiga, restando importancia a su comentario; no tengo ganas de colgarle medallas a Alfonso.


—Luego editaré el vídeo y te lo pasaré, así los del departamento de imagen lo podrán subir a la página de Saint Clair.


—Gracias, André. Si nos disculpas...


Me alejo unos pasos de él y le hago señas a Estela, que me sigue de inmediato.


»¿Todo en orden?


—Si te refieres a... si fue apresurada la selección de Pedro, te digo que no. —Me empalaga que Estela lo llame por su nombre—. Te aseguro que no apareció otro mejor. ¡¡Madre mía, cómo está la maquinaria de guerra de Alfonso!!


—No es oro todo lo que reluce.


—Bueno, me pareció un poco pedante, pero está macizo, no puedes negarlo, y para ser un novato es muy desenvuelto; además, me encanta la pareja que hacéis, es incuestionable que esas fotos han quedado de lujo.


—¡Es insoportable! Pero ya lo pondré en su sitio —intento quitarle valor a las cotas de su físico, porque conversar con Estela de ese tema es casi como subirse en marcha a un tren de alta velocidad.


—Y tú, ¿cómo estás?... por lo de Marcos, digo.


—Mejor de lo que pensaba que estaría, pero empieza a fastidiarme esto..., quizá porque no estoy con el mejor humor, así que saludo y me voy. ¿El engreído no se ha quedado? —decido preguntar como de pasada.


—No, ¿por qué te interesa saberlo?


—Porque hubiera sido bueno grabarlo en el backstage. —Encuentro una respuesta práctica, no quiero pensar en el porqué verdadero.


—Realmente, no sé cómo te lo has hecho para sobrellevar las tomas; conociéndote, no me lo explico. En determinado momento, cuando intervine, mi intención era librarte de él y que no terminaras malhumorada el resto del día; mientras lo escuchaba y miraba tu gesto, estaba calculando lo que luego tendríamos que aguantar nosotros. Porque, mi vida, cuando estás cabreada, es para partirte algo en la cabeza.


—Ese idiota... ¡Si yo te contase!


—¿El qué?


—Ahora no, quiero salir de aquí, Estela. Ven a casa esta noche y cenamos juntas; prometo explicártelo todo.


—Me tienes en ascuas desde que llegaste esta mañana.


—¿Quién tiene la tarjeta de memoria con las fotografías del casting? Quiero empezar con la selección hoy mismo.


—No te preocupes, ya se lo he pedido a Louisa, ella se encargará de llevártela. En cuanto termine la hora del almuerzo, la tendrás en tu despacho.


—Perfecto.


Charlamos un rato más con André, y luego saludo brevemente a la concurrencia, agradezco el interés con el que se han acercado a la convocatoria, me hago algunas fotos informales con los modelos, converso un rato más para no ser descortés y después me marcho del lugar.



****


El resto de la tarde lo paso trabajando en mi despacho. 


Cuando me quiero dar cuenta, es casi entrada la noche y ni me he enterado, el tiempo se me ha pasado volando. Emito un hondo suspiro y me pongo en pie. Me duele un poco la espalda de estar tantas horas sentada, así que decido estirar la musculatura y me acerco hasta uno de los ventanales que van del techo al suelo; agobiada, admiro la vista nocturna de La Défense. Mientras miro hacia la lejanía, me pongo a pensar y me percato de que así me he pasado todo el día, piensa que te piensa. Deduzco que he retrasado mi marcha para no palpar la soledad que me espera en mi casa. 


Comprendo que trabajar me ayuda a alejar los recuerdos
que ya empiezan a formar parte de mi pasado... Marcos y yo hemos roto y, con el correr de las horas, las palabras que me ha dejado escritas se van haciendo cada vez más reales. 


Finalmente apago el ordenador, después las luces y recojo mis pertenencias dispuesta a marcharme. Benoît, el portero del edificio, no se asombra al verme salir a esa hora; por lo general, acostumbro a quedarme hasta después de que todos se hayan ido. En ese momento, tengo en consideración todo lo recapacitado y pienso nuevamente en Marcos, en sus quejas; concluyo que tal vez un poco de razón sí tiene, pero yo tengo una meta y, si él no puede subirse a mi tren, creo que la decisión que ha tomado resulta la más acertada. Después de todo, cuando me conoció mis planes estaban ya en marcha y mis sueños también; nunca le dije que las cosas serían de otra forma, nunca le prometí una vida como la que él me reclamaba.


Conduzco hasta mi apartamento. La ciudad está atestada de gente, debido a que julio y agosto son los meses en que más turistas recibe París, y no me extraña: amo París durante todo el año, pero en verano, mucho más; por eso entiendo la fascinación que la gente tiene por esta ciudad tan mítica, bella y repleta de historia. Y con la llegada del buen tiempo, las calles florecen con las meriendas al aire libre en las terrazas de los cafés, en los céspedes de los jardines y en las orillas del Sena.


Llego a mi casa; no me equivoqué, me parece más grande que de costumbre. Estelle finalmente ha salido con André; él la invitó, durante el almuerzo, a una muestra de fotografía y, al oír la proposición, no pude evitar alentarla a que fuera, así que la liberé de nuestra cita previa.


Es viernes por la noche y yo me encuentro sola y sin plan. 


Estoy en el inmenso salón de mi apartamento, y ni siquiera tengo un perro o un gato que me haga compañía; no tengo a nadie a quien darle amor. Miro a mi alrededor, y la opulencia y el lujo de los muebles y las paredes me agobian; pienso en salir, pero al instante considero que no es buena idea: donde sea que vaya, no hallaré la paz que necesito; a veces, ése es el precio de la fama: no poder salir a ningún lado sin que la gente me mire como si fuera un bicho raro. Aunque la verdad es que estoy bastante acostumbrada a eso, es la vida que he elegido, sólo que hoy mi corazón herido no quiere lidiar con nada extra. Me aliento a ponerme cómoda y luego busco en la nevera lo que Antoniette me ha dejado preparado para comer durante el fin de semana; el sábado y el domingo son sus días libres, porque se supone que yo los paso con Marcos. Y ahí está Marcos otra vez, invadiendo mis pensamientos. Sacudo la cabeza, no puedo seguir por ese camino. No obstante, eso me lleva a preguntarme lo que en verdad siento por él. Hago un rápido repaso mental de nuestra relación, evalúo nuestros sentimientos y, aunque estoy enojada y me duele la soledad, increíblemente no me duele su partida... ¿Acaso es eso normal? Se supone que estoy enamorada de él, entonces... ¿por qué no estoy llorando como una loca por haberlo perdido?


El pitido del microondas hace que regrese a la realidad. 


Saco la tortilla de calabacines y me siento a la isleta de la cocina, donde lo he dispuesto todo para cenar. Leo y releo la nota de Marcos, y no puedo creer que, después de dos años, se haya despedido de mí de manera tan infantil y cobarde: ni una llamada, ni un mensaje, sólo una carta, fría e impersonal. La doblo en cuatro y la dejo a un lado; eso es lo que debo hacer: dejarlo todo a un lado.


Revuelvo con el tenedor la comida, y sólo consigo tragar unos pocos bocados. No tengo apetito.


Finalmente me levanto del taburete y meto los trastos en el fregadero. Camino desganada hacia el baño y me lavo los dientes. Luego cojo mi ordenador portátil: he decidido dar el día por terminado metiéndome en la cama. Antes de hacerlo, busco en mi portatarjetas SD y saco la tarjeta de memoria que contiene las imágenes del casting; la introduzco en mi Mac y me pongo a ver a los seleccionados.


Quiero abocarme a la tarea de decidir los que estarán en la pasarela este año. Cuando abro el archivo, hay dos carpetas visibles en la pantalla: una se denomina «Pedro Alfonso» y, la otra, «Preseleccionados». Sin poder resistirme, abro la de Alfonso y comienzo a pasar una a una las fotografías hasta llegar a las que nos hicimos juntos. El corazón comienza a palpitarme con fuerza, lo noto latir con urgencia en mi carótida y no puedo explicarme por qué me siento así. Varias veces durante el día me he sorprendido repasando, una y otra vez, desde el momento en que lo he visto por primera vez en la puerta de mi casa hasta el instante en el que le anuncié que era el elegido. Pedro me pone nerviosa, no encuentro otra explicación. Continúo mirando las imágenes y me gusta cómo nos vemos juntos.


«Estoy segura de que, con sus fotos, la campaña será todo un éxito; las mujeres morirán por él y será una buena difusión de la marca.»


Suspiro ante mis apreciaciones. Sé que son ciertas, pero un sentimiento contradictorio que no puedo explicar se instala de pronto en mí. De la nada, comienzo a imaginarme a todas las mujeres babeando por él, y a él todo engreído, con ese aire de sobrado que tiene, y siento que mi enfado hacia Alfonso se acrecienta. Cierro el ordenador de un manotazo para que su imagen desaparezca de mi vista. Muy disgustada, vuelvo a levantarme de la cama y salgo de mi habitación. Durante unos minutos, me quedo junto a la puerta, apoyada contra la pared y sosteniéndome la cabeza. 


Decido subir por la escalera de caracol que me lleva a la terraza, y salgo para impregnarme del aroma a verano y del aire de la noche de París. Mi casa es un apartamento de tres plantas, situado en el complejo privado de Plaza Foch, sobre la anchísima avenida Foch, por lo que no tengo una vista directa hacia la calle, pero el bullicio de la circulación alocada se alcanza a oír desde allí.


Llego a la conclusión de que he tenido un día atípico y que por eso no logro reconocerme a mí misma; no soy precisamente una persona indecisa, pero así me he sentido todo el día. De pronto tengo un pensamiento, y con la misma rapidez que lo tengo procuro deshacerme de él; no obstante,
en ese momento resuelvo dejarme llevar por el primer instinto que tengo y me apremio a no cuestionarme nada hoy.


—Vamos, Paula, vive la vida y que nada te detenga. Las cosas pasan porque tienen que pasar. Bajo hasta mi dormitorio y busco en el vestidor algo que ponerme. Me iré a tomar una copa. Así que, con rapidez, me visto sencilla: unos pantalones vaqueros, una camiseta de tiras de color negro con un ribete de cuadrillé, sandalias negras de tacón y, de abrigo, una cazadora de cuero; creo que ese look me sienta bien. No me maquillo, la idea es no llamar demasiado la atención. Un poco de perfume, cojo mi bolso y, sin pensarlo dos veces, porque si lo hago me voy a arrepentir, me obligo a salir de casa. Abro el garaje para poder sacar mi coche, y me monto en este. Al llegar a la entrada principal del barrio privado, oprimo el mando a distancia para que el portón automático se accione.


Cuando tengo paso, salgo en dirección al barrio Saint-Germain-des-Prés. Tomo la avenida Champs Élysées, cruzo el puente de la Concorde y luego continúo por el bulevar Saint-Germain. Encuentro justo un hueco y estaciono; estoy cerca de mi destino, así que camino hasta la calle de lʼAncienne Comédie, donde se encuentra el tradicional Pub Saint Germain.


El lugar está atestado de parisinos y turistas, como siempre; en realidad, casi todo París es así.


En la planta baja y en las mesas de fuera no queda ni un mísero sitio libre; subo a la primera planta y un camarero me indica que ascienda un piso más, que ahí encontraré sitio.


El recinto está a media luz y tintado en tonalidades rojizas y decoración zen; decido acomodarme en una mesa para dos personas y me doy ánimos para entusiasmarme aunque esté sola.


Muy pronto vienen a tomar nota; quiero pasarlo bien, así que me decanto por pedir un Alabama Slammer. Mientras espero mi copa, que no se demora demasiado, advierto que un grupo de jóvenes me ha reconocido, así que comienzan a hacerse señas unos a otros sin disimular. El más desinhibido de todos, en el momento en que están a punto de irse, se anima y se acerca hasta mi mesa.


—Disculpa, no deseamos molestarte, pero... ¿podrías sacarte una foto con nosotros?


—Desde luego. —Obviamente no tengo ganas de hacerlo, pero le pongo toda mi energía al momento.


Me levanto, meto los dedos en mi pelo con la intención de acomodarlo y me sitúo en medio de los seis jóvenes, que le piden al camarero que nos fotografíe; finalmente terminan siendo dos. Muy educadamente, me agradecen el gesto y yo me dispongo a regresar a mi sitio. Cuando intento dar un paso, oigo que me llaman y creo que estoy alucinando porque me parece oír la voz de Estela. Miro hacia el fondo del salón, lugar desde donde me ha parecido que provenía la voz, y ahí la descubro haciéndome señas para que la vea; me quedo a cuadros cuando advierto con quién está: André y Pedro Alfonso la acompañan. De pie como una tonta en medio del salón, levanto una mano y realizo un tímido saludo; mi amiga y André continúan con las señas para que me acerque a ellos, así que, sin más remedio y maldiciendo mi suerte, cojo mi copa y mi bolso y camino hacia el sitio donde ellos se encuentran.


—Si no fuera por tus admiradores, no te hubiéramos visto. Jamás hubiera creído que te encontraría aquí.


—Yo mucho menos —le contesto a Estela mientras la saludo. Luego saludo a André y, por último, a Alfonso, que se ha puesto de pie como todo un caballero.


—¿Cómo le va, Alfonso?


—Llámalo Pedro, no estamos en el trabajo —me reprende mi amiga, y casi la fulmino con la mirada—. Pedro nos ha contado cómo os habéis conocido; ya sabemos que no ha sido en el casting. — Estela se muere de risa—. Pedro aún no puede comprender cómo, después de todo, ha conseguido el trabajo.


Lo miro, clavando mis pupilas azules en las suyas.


—No le creía tan indiscreto.


—Eso no es una indiscreción —me retruca Estela, y parece que se ha convertido en su defensora personal.


—Bueno, considerando que la imprudencia fue tuya, quizá no querías que nadie se enterara, así que pido disculpas por desvelar tu descuido.


«¿Quién le ha dado permiso para tutearme? Es un insolente.» Tras ese razonamiento, ignoro su comentario y me dirijo a André, que nos mira a todos mientras bebe de su Lynchburg Lemonade.


—¿Qué tal la muestra, André?


—Todo ha salido muy bien, gracias por preguntar.






DIMELO: CAPITULO 4




—Lo estás haciendo muy bien, aunque te aconsejaría que moderases tu locuacidad.


André me habla pero yo lo oigo a medias, pues estoy sumido en mi lucha interna, batallando contra mi esencia; soy consciente de que, en otro momento, lo hubiera plantado todo y me hubiera ido a la mierda; y a decir verdad, eso es lo que me inquieta: ni siquiera sé por qué sigo aquí, aguantando a esta rubia insípida que se cree el ombligo del mundo.


«Por necesidad, ¿por qué otra cosa iba a ser? Porque necesitas este empleo hasta que consigas uno en lo que tú sabes hacer», me contesto al tiempo que paso una mano por mi cabello.


Con disimulo, desvío la vista hacia esa mujer y, a pesar del fastidio que me causa su postura, no puedo dejar de contemplar lo armonioso que es su cuerpo.


«He de reconocer que tiene buenas piernas, largas, muy largas. Soy un hombre que sabe admirar la belleza femenina, y esta mujer tiene mucha, tal vez de sobra; aunque no me cae bien, no voy a dejar de aceptar que tiene lo suyo. Pero a mí nunca me han gustado las rubias. ¡Bah, sencillamente, no es mi tipo!»


Se ha puesto en pie, y observo que su trasero no está nada mal, y eso que el negro no le hace del todo justicia a sus curvas.


«¿Qué estás pensando? Tendrías que ponerte la ropa e irte; nadie en su sano juicio aguanta que a uno lo humillen como ella te está humillando.»


—Pedro, ¿me estás oyendo?


—Sí, sí, claro. Que actúe relajado, y que mis manos la cojan con naturalidad, porque se notará si es un agarre ficticio.


—Tampoco vayas a meterle mano. Estate tranquilo. —Me hace una seña con la mano como amortiguando el momento—. Ya me entiendes. Yo os iré indicando cómo quiero que poséis, así que por eso no te preocupes. Y no olvides marcar tu musculatura con cada movimiento, para que se defina bien.


—Perfecto.


—¿Está listo, señor Alfonso? Porque, como habrá visto antes de entrar, no es el único que espera para hacer la prueba —pregunta de manera punzante la rubia estreñida, y en ese momento encuentro un motivo para quedarme: ha llegado mi turno de incomodarla.


—Muy listo; cuando quiera, comenzamos.


—Muéstrate sensual. Tú sabes cómo hacerlo, imagina a la última chica que te tiraste y seguramente todo fluirá. Pero controla tus emociones: recuerda que estás en ropa interior.


Agito la cabeza y sonrío, mientras asiento a lo que me dice André casi entre dientes.


Seguidamente, me arrodillo sobre la cama. Ella se ha vuelto a sentar; la miro fijamente a los ojos y me desvía la mirada, simulando que se arregla el cabello.


—Acuéstate boca arriba —me indica mi amigo, y lo hago de inmediato. Antes de que André añada algo más, me dirijo a la rubia en un tono en el que sólo ella puede oírme por la proximidad.


—¿Podría moverse y venir para hacer las fotos? Le aseguro que su tiempo no es más valioso que el mío.


Me mira sin estar segura de que lo que ha oído es real, y hasta una mueca de pasmo se posa en su rostro; a pesar de que lo intenta, no puede disimular su desconcierto.


—¿Quiere que se lo repita?


—Es usted un insolente, ¿quién se cree que es? ¿Acaso no ha visto que fuera hay una extensa fila de modelos que lo pueden suplir en un santiamén?


—Si no le sirvo, me voy. —Empiezo a ponerme de pie, y entonces ella me interrumpe.


—Déjese de payasadas, que todos nos miran.


—Ah... Es de las que les importa el qué dirán. —Hablo en tono de guasa.


Se arrodilla en la cama entre mis piernas, en posición de gateo, y apoya una de sus manos en mi pecho y la otra al lado de mi torso; nos sostenemos la mirada como dos colosos. Yo estoy recostado, con una pierna flexionada, así que levanto una mano y la apoyo sobre su cadera. Uno de los ayudantes de André se acerca con un aparato, que luego me entero de que se llama fotómetro y que sirve para medir la luz; yo continúo sin quitarle la vista de encima a la rubia, y entonces empiezo a notar cómo ella comienza a parpadear más rápido.


«Eso es, un poco más —me aliento a mantener la mirada—; vamos, sostenla, que está a punto de flaquear y evitar la tuya.»


Pero, en ese mismo instante, André nos ordena:
—No os mováis.


Suena el obturador, y entonces ella quiere apartarse, pero yo aferro mi mano en su cadera y no se lo permito. Me siento ligeramente; quiero demostrarle que en una cama, sea cual fuere la situación, el control siempre lo llevo yo; muevo con presteza la mano que tengo libre y la cojo por la nuca; nuestros rostros quedan a escasos centímetros el uno del otro y, entonces, André vuelve a disparar su cámara. Ella ladea la cabeza y mira mi mano, que tengo en su cadera y con la que hago más presión sobre su carne; André vuelve a capturar el momento.Paula, al ver que no puede llevar el control de la situación, quiere reincorporarse; entonces la suelto de la nuca, pero la cojo por una muñeca: me mira entreabriendo los labios y mi amigo dispara nuevamente su cámara. La libero antes de que ella lo intente otra vez.


—Cambiad de posición —nos pide André—. Ahora recuéstate tú, Paula, de lado mirando hacia la cámara, yo daré la vuelta. —André gira alrededor de la cama, supongo que buscando el mejor perfil de ella—. Tú, Pedro, por detrás de Paula.


Dejo que se acomode y luego lo hago yo; apoyo un codo en el colchón y me sostengo la cabeza con la mano. Con la que me queda libre, aparto el cabello de su oído y casi apoyo mi nariz en su piel; mi aliento tiene que haberla trastocado, porque siento cómo se agita ligeramente. Mi profesional amigo no desperdicia ni un solo instante para disparar su cámara.


Sé que se siente incómoda; por más profesional que quiera mostrarse, lo presiento. Bajo la otra mano y la apoyo en su muslo; ella arquea la espalda, buscando una posición más sensual, y creo realmente que nos vemos demasiado sensuales.


El ruido del obturador de la cámara es incesante, André no desaprovecha ni un fotograma; a continuación, muevo la mano y le practico una sutil caricia en el brazo con el revés de los dedos; en ese instante percibo claramente cómo se estremece.


—Ahora sentaos enfrentados —nos dice mi amigo el fotógrafo. Ella se sienta como un resorte y traga saliva.


—Mi vestido es muy ajustado, André, no creo que podamos hacer esa fotografía —intenta excusarse.


—Venid hacia el final de la cama. Paula, extiende la pierna derecha, y la izquierda déjala que caiga hacia el suelo; tú, Pedro, pon tu pierna por debajo de la que ella tiene flexionada.


—Un momento —interviene Paula, y se remanga el vestido hasta los muslos para poder doblar también la otra pierna—, creo que así está mejor.


—Mucho mejor, Paula —asevera mi amigo.


Claro que está mucho mejor, pero no hubiese quedado muy profesional que yo lo hubiese dicho; esta visión me desconcentra.


Bret vuelve a acercarse para tomar la luz con el fotómetro, como cada vez que hemos cambiado de posición.


—Mirad ambos hacia aquí —nos indica André, mientras cambia el objetivo de la cámara y enfoca con ella. Toma varias imágenes y luego añade—: Ahora jugad con vuestras miradas.


Nos miramos con persistencia y, atreviéndome un poco más, pruebo a cogerla por la nuca con una mano y, con el pulgar, le acaricio la sien, como en actitud de querer besarla; tras ese fotograma, ella pone una mano en mi pecho y yo la suelto para cogerla por el muslo. Paula echa la cabeza hacia atrás, y yo casi pego mi boca entreabierta sobre su cuello. Es un momento muy álgido de la secuencia de fotos, que André captura; el obturador de la cámara se oye ininterrumpidamente, y él nos alienta a que, sin abandonar del todo la posición, hagamos pequeños movimientos.


—Suficiente —corta ella de pronto, y creo que su respiración está agitada; aunque quiere disimular, no lo ha conseguido del todo—. Señor Alfonso, puede vestirse. —Me señala mientras acomoda su vestido, y comienza a andar en dirección a sus colegas para poder ver las tomas en el ordenador.


Caminando pausadamente, voy a vestirme, tal como me ha indicado. Cuando salgo, observo que todos continúan mirando la secuencia de fotos que André ha capturado; él se ha unido a ellos y veo cómo marca cosas en la pantalla. Me quedo a una distancia prudencial para permitirles hablar; están en torno al ordenador y conversan de manera incesante. Intento dilucidar lo que dicen, pero no consigo oír nada porque hablan muy bajo; por esa razón, decido centrarme en sus expresiones corporales, es un truco de los muchos que tengo de tantas horas de negociaciones. Noto que todos están con el cuerpo relajado y, de pronto, asienten con la cabeza, lo que me parece una buena señal.


Paula Chaves, repentinamente, se afirma en la mesa, mira hacia atrás y fija su vista en mí.


Yo permanezco de pie, con las piernas ligeramente abiertas y los brazos cruzados, mientras espero paciente. Se da la vuelta, adoptando una postura muy soberbia, y me dice con un tono que no evidencia ninguna emoción:


—Felicidades, es nuestro chico Sensualité; lo llamaremos para firmar el contrato. Si lo desea, puede quedarse al almuerzo que tendrá lugar dentro de un rato.


Vuelve a girarse, ignorándome nuevamente, y se dirige a sus colegas.


—Entréguenle al señor Alfonso su book de fotos y encárguense del resto del casting; yo me retiro. Del único que se despide es de André; con él cruza unas pocas palabras y luego sale del lugar de forma impetuosa y meneando el trasero.