domingo, 27 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 17





CUANDO Paula los vio, los dos dormían con la boca abierta. 


Sintió una punzada en el corazón y se acercó a tomar Ana, pero el médico se despertó en cuanto tocó a la niña y le sujetó la muñeca.


—Sshh... No pasa nada —susurró ella—. Se ha quedado dormido. Sólo quiero meterla en la cama.


Pasó un segundo antes de que él soltara a la niña con un suspiro. Se llevó una mano a la boca.


—Lo siento.


—No se preocupe. Es bueno saber que nadie podría habérsela quitado. La cena está en la mesa, si es que consigue llegar hasta la cocina.


Volvió a bajar unos minutos más tarde y lo encontró devorando la cena como si no hubiera comido en una semana.


—¿Está buena? —preguntó desde la puerta, con las manos en los bolsillos de atrás del pantalón.


—Sí —suspiró él—. Voy a echar esto de menos cuando te vayas.


—Lo que me recuerda... —ella se acercó a la mesa—. Creo que he encontrado una casa.


Pedro frunció el ceño.


—¿De verdad? ¿Dónde?


—En Emerson. Cerca de la escuela. Pero no estará disponible hasta enero, ya que la están arreglando. Lo cual está bien, porque no creo que pueda pagar un depósito antes de entonces —se ruborizó—. Suponiendo que pueda quedarme aquí tanto tiempo, claro.


—¿Cuántas veces tengo que decirte que los niños y tú podéis quedaros aquí todo el tiempo que necesitéis? —preguntó él con voz rígida—. Y no quiero oír nada más del tema —cortó un trozo de chuleta de cerdo y se la metió en la boca—. ¿Cuándo podemos ir a ver esa casa?


Paula lo miró sorprendida.


—¿Para qué?


Pedro tomó un trago de agua.


—¿Cuántas casas has alquilado en tu vida?


—Ninguna, pero sí unos cuantos apartamentos y...


—No es lo mismo —repuso él, más concentrado en la comida que en ella—. Algunas casas viejas son muy poco seguras. No podría dormir sabiendo que los niños y tú estáis en un lugar que no he inspeccionado yo.


Paula lo miró de hito en hito hasta que él levantó la vista.


—¿Qué?


—Puede que esto lo sorprenda, doctor Alfonso, pero no tiene que cuidar del mundo entero.


—No es mi intención —sonrió él—. Pero sí me siento responsable de mis pacientes, así que acéptalo.


La joven sabía que era una tontería, pero las palabras de él la decepcionaron. Y no porque quisiera que pensara en ella de otro modo, porque no era así...


Empezó a guardar los platos que había dejado antes escurriendo.


—Pero yo no te pago mucho —dijo él a sus espaldas—. ¿Cómo te vas a arreglar con el alquiler?


Paula tragó salvia.


—Para entonces ya podré llevar a Ana a la guardería y buscar un trabajo de jornada completa.


—¿Y te apetece dejarla todo el día en la guardería?


Paula terminó de colocar los platos en el armario.


—No creo que tenga mucha elección, pero encontraré trabajo sin problemas. Hernan Atkins ha dicho que puedo ir a su tienda de pesca.


El médico dejó de masticar.


—¿Te has vuelto loca?


—¿Qué tiene de malo? ¿Tiene algo en contra de la pesca?


—No, pero de Hernan sí.


—Pues parece muy simpático.


—Seguro que sí —murmuró Pedro entre dientes—. Puedes seguir trabajando para mí y supongo que podría subirte el sueldo.


—Gracias, pero seguiría siendo media jornada y no sería bastante. A menos que pueda complementarlo con otro trabajo —señaló el plato vacío—. ¿Quiere repetir?


—¿Qué? Ah, no, gracias. ¿Qué haces?


—Retirar el plato. ¿Lo molesta?


—Lo que me molesta es que me sirvas.


Paula se detuvo en seco.


—¿Eso es lo que cree que hago?


—¿No es lo que haces?


—No —llevó el plato y el vaso al fregadero—. Ser la persona que mejor puede hacer lo que hay que hacer no es lo mismo que servir a alguien —lo miró por encima del hombro—. Así que la próxima vez que yo esté sentada y usted de pie, puede hacer algo por mí.


Pedro soltó una risita.


—¿Puedo hacerte una pregunta personal?


—¡Vaya! —exclamó ella—. Está muy dicharachero para alguien que se encontraba casi comatoso hace media hora.


—Es un truco de los médicos. Diez minutos adormilados y podemos seguir cuatro horas más.


Pero cuando Paula aclaraba el plato, vio que él se tocaba la parte de atrás del cuello. Se secó las manos.


—Déjeme que le dé un masaje.


—No, no, no hace falta...


—¡Oh, por el amor de Dios! ¿Por qué le cuesta tanto dejar que hagan algo por usted para variar?


Pedro quizá no sabía mucho de mujeres, pero sí sabía que estaba demasiado cansado para discutir con aquella, y eso pese a que la idea de que lo tocara le resultaba tan tentadora como terrorífica.


—¿Entiendes algo de masajes? —preguntó.


Pero ella estaba ya detrás de él y manipulaba el nudo que tenía en la base del cuello con pulgares sorprendentemente fuertes.


—Baje la cabeza.


Pedro reprimió un gemido. No había duda de que era buena.


—¿Le hago daño?


—No, no, estoy bien.


No estaba bien, sino a punto de perder el juicio, pero se dijo que era porque hacía mucho tiempo que no lo tocaba una mujer. Y a continuación se dijo que era un mentiroso.


¿Cómo podían ser tan fuertes aquellas manos pequeñas?
¿Y cómo podía haber olvidado él lo maravilloso que era aquello?


La joven le dio un golpecito en el hombro.


—Eh, se supone que esto es para relajarlo. Y parece que está más tenso a cada minuto que pasa.


—Hay un motivo para eso —musitó él con suavidad.


Las manos de ella se inmovilizaron. Y pronto no quedó otra cosa que el vacío donde antes estaba su contacto.


—¡Oh, Dios! Lo siento mucho.


Pedro se volvió en la silla.


—No tanto como yo.


Ella retrocedió con las mejillas tan rojas que parecía tener fiebre.


—Lo siento —repitió.


Empezó a volverse, pero él la sujetó por la mano.


—No te vayas.


—Pero yo no pretendía nada con...


—Ya lo sé. No pasa nada.


—¿No?


—¡Ah! —le soltó la mano y la miró medio sonriendo—. ¿Pensabas que ya no siento nada porque vivo solo?


Ella enrojeció todavía más.


—Yo no pensaba nada —repuso—. Tenía que haberlo pensado, claro. He estado casada y Javier nunca necesitaba mucho para... —cruzó los brazos y cerró los ojos—. Debe de pensar que soy la mujer más estúpida en la faz de la Tierra.


Pedro sintió una ternura repentina. Y algo más.


—No —la miró—. Puedes sentarte. Ha pasado el peligro.


Paula se sentó con rigidez lo más lejos que pudo de él y aferrando con las manos la silla a ambos lados de sus piernas.


Pedro la miró.


—Serías una buena enfermera —comentó—. Te gusta cuidar de la gente.


Paula frunció el ceño.


—Graciela, mi madre adoptiva, también quería que me hiciera enfermera —levantó la barbilla—. Pero en este momento tengo que cuidar de mi familia. Quizá más adelante.


—Eso me recuerda... —dijo el médico—. Quería preguntarte una cosa.


—¿Sí?


—Tengo la sensación de que te llevabas bien con tus padres adoptivos.


—La mayor parte del tiempo, sí —repuso ella con nerviosismo.


—¿Y qué ocurrió?


—Perdimos el contacto —se encogió de hombros—. Cosas que pasan.


—¿Pero viven todavía?


—Que yo sepa... ¡Oh! Usted quiere saber por qué no los llamé cuando murió Javier.


—Sí.


—Porque... porque quemé ese puente al casarme.


—¿Pensabas que no te ayudarían?


—No es eso, es más bien que no tenía derecho a pedirles ayuda. Y ahora, si no le importa... —se levantó—. Ana querrá comer de nuevo dentro de poco, así que tengo que acostarme.


Pedro se levantó también.


—Podemos ir mañana a ver la casa de Emerson, si quieres.


—No creo que...


—A veces una persona piensa demasiado — dijo él. Cruzó los brazos y sonrió—. Si puedes ser amiga de mi hermano, me gustaría pensar que también puedes serlo de mí. Y los amigos se ayudan entre sí.


Paula tardó un segundo en contestar.


—Recuerde que eso lo ha dicho usted, no yo.


Y se marchó.









NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 16






—¡Eh, Alfonso! ¡Despierta!


Pedro, que estaba en la puerta del hospital, se volvió al oír la voz de Nelson Burell y sonrió. Nelson, un hombre moreno de huesos largos, era uno de los médicos que llevaba un tiempo intentando convencerlo de que crearan un centro médico conjunto en la zona.


—Hola —le estrechó la mano. No tenía nada contra él ni contra Trudy Masón, el otro médico de la conspiración, pero no estaba de acuerdo con su modo de pensar. Y sabía que, si pasaban más de medio minuto juntos, Nelson volvería a sacar el tema.


El otro pareció leerle el pensamiento.


—Puedes respirar tranquilo —dijo—. No te voy a hablar del centro médico.


—¿No?


Nelson soltó una carcajada.


—No. Seguimos queriendo que te unas a nosotros, pero hemos decidido no darte más la lata.


—Tú sabes que me parece buena idea. Para vosotros, no para mí.


—No hace falta que justifiques tus motivos. Yo pensaba igual antes de casarme. ¿Cómo iba a dar mis pacientes el tipo de cuidado personal que merecen y esperan? Pero debo decir que la idea funciona y que es maravilloso tener una noche libre de vez en cuando —soltó una risita—. Puede que hasta tenga tiempo de hacer ese bebé que Ellie y yo deseamos. Y resulta agradable sentirse parte de la raza humana.


—¿Y quién dice que yo no lo sea?


Nelson se encogió de hombros.


—Tú no sé, pero yo estaba harto de sentirme solo. Muy atareado, sí, pero solo.


—Me alegro por ti —repuso Pedro—. Pero a mí me gusta seguir así.


—De acuerdo, de acuerdo. Pero si cambias de idea, nos avisas, ¿vale?


Pedro asintió con la cabeza y salió del hospital.


Le gustaba su vida tal y como estaba y lo molestaban las cosas que podían apartarlo de la ruta que se había marcado en los últimos años. Él era feliz y sus pacientes también. 


¿Por qué entonces, cambiar algo que no necesitaba cambios?


Como Paula y su pelo. A él le gustaba como estaba antes. 


Ahora era demasiado corto y apenas se movía. Aunque tenía que admitir que sus ojos se veían mejor ahora.


Pero él no necesitaba ver mejor sus ojos. Y menos cuando lo miraban con aire compasivo. ¿Qué narices había en él que impulsaba a las mujeres a querer salvarlo? ¿Acaso Paula no tenía ya bastante con enderezar su vida?


Puso el coche en marcha. Cuando volviera, serían casi las seis, hora de cenar. La noche anterior habían comido jamón asado, aunque él apenas había tenido tiempo de cenar antes de que apareciera Darryl Andrews con su hijo, quien se había caído del monopatín y se había roto la muñeca.


Pensó en el equipo que Nelson había dicho que podían comprar para el centro médico gracias a algunos habitantes ricos de la zona y frunció el ceño. No sería como un hospital, claro, aunque en algunos aspectos, el centro mejoraría los servicios que él podía ofrecer solo.


Se frotó la nuca. Pensaba demasiado y empezaba a sentir hambre. Pisó el acelerador en dirección a la cena, pero antes de que llegara al pueblo, sonó su móvil.


—Tengo dos mamas a punto de parir al mismo tiempo —dijo Ines—. ¿Cuál prefieres?


Cuando Pedro llegó al fin a casa sobre las nueve y media de la noche, oyó a Paula que hablaba con Ana en la sala de estar. Se acercó y vio a la joven sentada de espaldas en un sillón con la niña en los brazos.


—¿Quién es mi tesorito? —decía—. ¿Quién es el cielito de mamá?


Pedro sonrió. Paula se volvió de pronto y se cambió al sofá.


—Hola —dijo con suavidad—. Parece agotado.


Él se pasó una mano por el pelo.


—El trabajo.


—¿Qué ha sido? —Pedro la había llamado antes para decirle por qué iba a llegar tarde.


—Un niño —sonrió él—. Cuatro kilos y medio —hizo una pausa—. Siento haberme perdido la cena.


—Hay un plato en el frigorífico. Sólo tiene que meterlo un par de minutos en el microondas.


—Gracias —se sentó en el sillón al lado del sofá con la vista clavada en la niña.


Paula se levantó y le puso a Ana en el regazo.


—Voy a calentarle la cena.


—No, no hace falta...


Pero ella había salido ya y Pedro se reacomodó en el sillón para sujetar mejor a la niña.


—Y bien, princesa —dijo—, ¿has aprendido algo nuevo hoy?


La niña movió los labios... y los abrió en una sonrisa torcida. 


Los ojos de Pedro se llenaron de lágrimas. Se dijo que era porque una sonrisa infantil siempre es un milagro, porque estaba tan cansado que no podía pensar con claridad, porque una mujer loca y generosa le preparaba la cena en la cocina.


Porque...


Sintió un dolor en su corazón tan agudo como el de cinco años atrás. Apretó a la niña contra su pecho, debajo de su barbilla, y cerró los ojos contra los recuerdos que no podía evitar.



NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 15





-OTRA vez aquí? ¡Demonios, mujer! No comprendo por qué no puedes dejarme en paz.


Paula, que estaba acostumbrada a que Nicolas la recibiera así siempre que iba a verlo, ni siquiera parpadeó.


—Porque usted es mi único pariente vivo y me preocupo por usted —sonrió a Charlie, el compañero de habitación de Nicolas, un negro mayor que tenía la pierna escayolada—. ¿Cómo se encuentra hoy?


—Muy bien, señorita Paula —miró la lata de galletas que sostenía la joven—. ¿Qué lleva ahí?


—Como es casi Halloween, he pensado que les gustaría probar unas galletas de calabaza — abrió la lata y Charlie tomó una enseguida. Nicolas seguía murmurando a sus espaldas.


—Muy buena —declaró Charlie—. Tiene canela, ¿verdad? Y nuez moscada.


—Sí —sonrió la joven.


Charlie tomó otro mordisco y señaló a Nicolas.


—El señor Cabeza Dura no sabe lo que se pierde. Son aún mejor que la de limón que trajo la semana pasada.


—¡Oh, por el amor de Dios! —Nicolas estiró la mano y dio un leve golpecito a Paula en el brazo—. Dame una de esas malditas galletas antes de que me volváis loco entre los dos.


La joven se volvió y mantuvo la lata fuera del alcance del viejo.


—A mí no me haga favores, tío Nicolas. Me da igual que las coma o no.


—He dicho que me des una.


Paula le tendió la lata y él se apresuró a tomar una galleta. 


La miró mientras la masticaba.


—Hay algo distinto en ti, ¿qué es?


—Me he cortado el pelo. ¿Le gusta?


Nicolas se encogió de hombros.


—No está mal. Dame otra galleta. ¿El jersey también es nuevo?


Paula enarcó las cejas. Aquello parecía una conversación normal. Por supuesto, en la tele había anuncios, pero aun así, era lo más lejos que habían llegado hasta el momento. 


Se sentó en el borde de la única silla que quedaba libre.


—Ayer cobré mi primer sueldo —dijo con una sonrisa.


Nicolas soltó un gruñido.


—Y lo primero que hiciste fue gastarlo en ropa.


—Es sólo un jersey y estaba barato. Pienso ahorrar por lo menos la mitad de mi sueldo para poder alquilar una casa.


Nicolas tomó una tercera galleta y achicó los ojos.


—Eres una chica terca, ¿eh?


—Sí, señor.


Consiguió prolongar la conversación unos veinte minutos más, pero cuando se levantó para marcharse, después de dejar la lata de galletas donde los dos hombres pudieran alcanzarla, Nicolas preció casi... triste.


—¿Ya te vas?


Paula procuró no demostrar sorpresa. Era la primera vez que al viejo parecía importarle si iba o venía.


—Tengo mucho que hacer antes de ir a buscar a los niños. Volveré dentro de un par de días.


El viejo cruzó las manos en el regazo.


—Por mí no te molestes.


Cuando llegó a Haven, Paula se alegró de poder aparcar justo delante del supermercado. Tenía que turnarse entre Ruby, Luralene e Ines, ya que las tres querían quedarse con Ana cuando Paula iba a ver a Nicolas. Y ese día la había dejado con Ruby.


Tomó un carrito, aunque todavía le resultaba difícil creer que podía comprar todo lo que quisiera. Pedro le daba dinero para comida todas las semanas, aunque ella procuraba aprovechar las ofertas, ya que no era una persona inclinada a gastar más de la cuenta.


—Hola. Paula, ¿verdad?


Miró a su alrededor, con una bolsa de pepinos en la mano, y estuvo a punto de dar un salto al ver ante sí a un hombre grande y alto al que le parecía conocer vagamente.


—Perdone, no...


—Hernan Atkins. Fui el otro día a ver al doctor Alfonso.


—Ah, sí —sonrió—. ¿Y está usted bien?


—Sí, señora. Está usted muy guapa hoy, señorita Paula.
¡Santo Cielo!


Por algún motivo, parecía haber muchos hombres solteros en aquel pueblo. Y también muchas mujeres, aunque, por desgracia, la edad media de las mujeres era muy superior a la de los hombres, razón por la cual, suponía Paula, ellos podían encontrar apetecible incluso una viuda con tres hijos. 


Hernan Atkins, que era un hombre amable, aunque no precisamente de los que podían suscitar pasiones salvajes en una chica, era el tercero que le decía algo esa semana. Y aunque tales atenciones resultaban halagadoras hasta cierto punto, también eran cansadas.


—Ah, gracias, Hernan...


—¡Hola, Paula!


Mario Alfonso se acercó con una cesta en la mano y le tendió la mano libre.


—Hernan.


—Mario —dijo el hombre alto—. ¿Qué haces aquí?


—Lo que todo el mundo. Comprar.


—¿No se ocupa Ethel de eso?


—Ha ido a pasar la semana en Kansas City con su hija. Me ha dejado solo.


Los dos hombres se miraron de hito en hito y Paula deseó que se marcharan los dos para poder seguir con lo suyo.


—Bien —pasó el carrito entre ellos—. Ha sido un placer verlos.


Hernan captó la indirecta y se despidió. Mario no.


—Tienes que ir con cuidado con ese tipo — dijo—. Intenta ligar con todo lo que lleve falda.


—Hoy llevo pantalones.


—Ya lo he visto. Bonito jersey. Y el pelo también me gusta.


Paula paró el carrito y miró el rostro sonriente de Mario. Él sí era un hombre que podía provocar pasiones en una chica, pero no en ella.


—Y tú no estarás intentando ligar conmigo, ¿verdad?


—¿Yo? ¡Cielos, no! —sonrió él.


Paula movió la cabeza y depositó un recipiente de cuatro litros de leche en el carrito. Se había encontrado con el hermano de Pedro dos veces en las dos últimas semanas y siempre se mostraba igual, sonriente y amable como un cachorro grande. Excesivamente entusiasta, pero inofensivo en el fondo.


—¿Cómo están los niños? —preguntó.


—Muy bien —Paula sacó ostensiblemente su lista de la compra y se dirigió al pasillo del arroz y las alubias. Tenía que comprar también algunas cosas para Mildred Rafferty, a la que iba a ver todos los martes con los niños—. ¿Deseas algo, Mario?


—Vamos, Paula, yo diría que quieres que me vaya.


—Y acertarías —ella echó una bolsa de alubias en el carrito—. Tu hermano me advirtió contra ti.


—¿Ah, sí?


—Sí. Y por lo que me dijo, Hernan Atkins es un aficionado comparado contigo.


La sonrisa de Mario se hizo más amplia.


—Eh, no pienso discutir eso, pero yo estaba pensando que podías traer a los niños al rancho el sábado. ¿Crees que les gustaría?


—A ellos seguramente sí. A mí no.


—Oh, vamos. Hace dos semanas nació un potrillo. Y seguro que a los niños les gustaría elegir algunas calabazas de nuestro huerto.


—Seguro. ¿Y qué intentas lograr tú?


Mario se echó a reír.


—Mis intenciones son muy honorables — dijo con gentileza—. Lo juro.


No sabía por qué, pero Paula lo creía.


—¿Seguro que no te molestarán los niños? —preguntó.


—Me encantan los niños —le aseguró él—. Y ahora tengo un poni que pueden montar, si tú quieres.


La joven tomó una lata de maíz y fingió estudiar la etiqueta. 


Pero en vez de ingredientes y valores nutritivos, sólo veía la mueca molesta de Pedro. Sonrió a Mario.


—De acuerdo. ¿A qué hora?


—Yo iré a buscaros —dijo él. Le pasó un brazo por los hombros y la atrajo un instante hacia sí—. Y quiero que sepas que siento no haberte visto yo antes.


Se alejó por el pasillo con la cesta golpeándole el muslo.


Cuando Paula terminó de hacer la compra, fue a buscar a los niños, recogió a Ana en casa de Ruby y acostó a los tres para que durmieran un rato antes de ir a casa de Mildred. A continuación entró en la consulta para trabajar un par de horas.


Pedro, sentado a su mesa, leía una revista con el ceño fruncido. Llevaba todavía la bata blanca y el pelo de punta denotaba que había pasado varias veces los dedos por él. 


Como siempre, en la radio que tenía ante sí sonaba música clásica. Paula lo observó en silencio. Algunos de los hombres del pueblo eran muy amables, pero ninguno conseguía que le latiera el pulso así. El doctor, sin embargo...


Se había cortado el pelo una semana atrás y él no había dicho nada todavía. Levantó la vista y la miró sorprendido.


—¡Oh! —miró su reloj—. Es más tarde de lo que pensaba.


—Puedo volver luego.


—No, no —se levantó y se puso la revista debajo del brazo—. Puedes cambiar de emisora si quieres.


—No, no, está bien así. ¿Qué es lo que suena?


—La sexta sinfonía de Tchaikovsky. ¿Te gusta?


—He oído cosas peores.


Pedro soltó una risita. Colgó la bata en la parte de atrás de la puerta.


—¿Cómo te ha ido con Nicolas? —preguntó.


—Mejor —ella se acercó a la mesa—. Creo que en veinte o treinta años más habrá dejado de gruñirme —tomó una ficha—. Tiene usted una letra horrible. ¿Qué pone aquí?


El médico se acercó.


—Quitar puntos. No hay factura —dijo. La miró—. Y tú has decidido cambiar a ese viejo.


—No puedo evitarlo —repuso ella.


—¿Ésa es la ficha de Luke Hawkins? —preguntó él.


—¿Qué? Ah, sí.


—Ese dinero es crédito, no factura. Aún no he terminado de pagarle el tejado que le puso a la casa hace dos años.


Paula tomó nota y dejó la ficha a un lado para archivarla más tarde.


—Me he encontrado con Mario en el supermercado —dijo.


—¿Sí?


—Sí. Se cree un regalo de Dios, ¿verdad?


Pedro miró con atención la ficha que tenía en la mano.


—Ten cuidado con él —dijo—. Su encanto puede ser letal.


—Y bajo ese encanto, hay un hombre muy bueno —dijo ella sin mirarlo—. Y usted lo sabría si pasara más tiempo con él.


—Olvídalo. Si mi madre no pudo conseguir unirnos, dudo que tú puedas.


Paula tomó un montón de formularios de seguros.


—¿Por qué no?


Pedro suspiró.


—Mira, no nos odiamos ni nada parecido. Es sólo que hay una gran diferencia de edad. Hector y yo estábamos más unidos de niños pero luego llegó el instituto y descubrimos los deportes —hizo una mueca—. Y las chicas.


Paula inclinó a un lado la cabeza.


—¿A usted no le gustaban las chicas?


—Oh, sí me gustaban. Pero yo a ellas no.


—Eso me cuesta creerlo.


Pedro se encogió de hombros.


—Si vieras una foto mía con dieciséis años, lo creerías.


Paula guardó silencio un momento.


—Ya no tiene dieciséis años —dijo con suavidad.


Hubo otro silencio.


—No —repuso él al fin. Se frotó las manos—. ¿Alguna otra pregunta antes de que me marche?


—De momento no.


—Bien. Hasta luego, pues.


Cuando se quedó sola, Paula respiró hondo varias veces. Y pensó que era una suerte que tuviera intención de marcharse pronto o aquel hombre acabaría volviéndola loca.