lunes, 16 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 20

 


—¿Que qué? —Pedro agarró a Paula por los hombros—. ¿Que le pega? ¿Me estás diciendo que la señora Benedict pega a mi hija?


—Me haces daño, Pedro.


La soltó de inmediato y comenzó a pasear arriba y abajo por la habitación.


—Tranquilízate, Pedro, Melly está…


—¿Que me tranquilice? ¿Cómo me dices eso cuando…?


—Melisa está salvo y eso es lo único que importa. Habla con la señora Benedict mañana. Perder los estribos ahora no te servirá de nada.


Paula tenía razón. Tomó aire. ¡Pero se iba a enterar la señora Benedict cuando la pillara!


—Lo importante es averiguar qué es lo mejor para Melisa.


—¡A esa casa no va a volver! —Pedro volvió a tomar aire—. ¿Por eso ha venido aquí por la tarde? ¿Y la has acompañado cada día a casa de la señora Benedict? ¿Y has tratado de convencerla de que me lo dijera?


Paula se quedó callada hasta que terminó de hablar.


—Sí a todo.


—Gracias.


—No hay de qué.


—¿Sabes por qué Mel no quería decírmelo?


—Yo… —vaciló Pau—. ¿Me prometes que vas a dejar de gritar?


—Lo intentaré —masculló él.


—Parece que, como trabajas tanto, a tu madre le preocupa tu bienestar.


—No entiendo adonde quieres ir a parar.


Ella se pasó la lengua por los labios y él trató de no prestar atención a cómo le brillaban… y al deseo que lo asaltó de repente.


—Parece que tu madre le ha dicho a Melly que no te moleste con sus problemas cuando estás tan ocupado.


—Mi madre no te cae bien, ¿verdad?


—Eso no es verdad, Pedro. Es a ella a quien no le caigo bien. Y no la culpo. No creo que le gustara que aquella chica rebelde saliera con su hijo —su madre siempre había sido sobreprotectora—. No me he inventado lo que te he dicho.


Pedro no quería creerla, pero la creyó.


—Y por si te sirve de algo, creo que tu madre tiene buenas intenciones. Es lógico que quiera lo mejor para ti.


—Debería querer lo mejor para Mel —se dejó caer en un taburete.


Su hija necesitaba una mujer en su vida, pero las dos que él había elegido no daban la talla, por lo que la niña se había refugiado en Pau. ¡Qué desastre! Su madre no tenía la culpa, ni tampoco la señora Benedict. Él era el culpable por no haber querido reconocer que Mel necesitaba una mujer joven.


—No pongas esa cara —le reprochó Paula—. No es el fin del mundo. Lo que tienes que hacer es salir de trabajar de aquí con el tiempo suficiente de ir a recoger a Melly a la escuela.


—¡Pero no ha confiado en mí! —estalló él. No había confiado en él, pero lo había hecho en Paula.


—Pues gánate de nuevo su confianza. Llévala el sábado a la montaña rusa. Dile que está tan guapa que parece una princesa y que harás todo lo que te pida.


Pedro la miró fijamente y, sin poder evitarlo, sonrió. ¿Querría salir con ellos el sábado? ¿Querría…? ¡De ninguna manera! Le estaba agradecido por lo que le había contado, pero no hasta ese punto. Aunque Mel necesitara a una mujer joven, Paula Chaves no era la adecuada.


—Quieres que de ahora en adelante me mantenga al margen, ¿verdad? —preguntó Paula.


—Sí —era inútil tratar de negar sus intenciones. Se sentía fatal. No quería herir sus sentimientos, pero no consentiría que hiciera daño a Mel. El corazón se le endureció. —No quiero que te inmiscuyas en la vida de mi hija.


—Muy bien —los ojos de Paula centellearon—, porque no quiero inmiscuirme en nada relacionado contigo.


—No era mi intención expresarme así —no quería que le pasara a Paula lo que a su madre—. Pero me has dicho que sólo te quedarás un año.


—Así es —dijo ella cruzando los brazos.


—Caray, Pau, si sólo vas a estar ese tiempo, no quiero que Mel se encariñe de ti, porque sufrirá cuando te vayas. No lo entenderá.


—Ya te he oído —estaba al borde de las lágrimas.


—Escucha, no entendí las razones de tu marcha hace ocho años, y eso que tenía dieciocho años. ¿Cómo va a hacerlo una niña de siete? —agachó la cabeza y volvió a experimentar el antiguo dolor, la antigua rabia—. ¡Por Dios, Paula! ¡Te marchaste sin decirme por qué!



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 19

 


—Silencio, por favor.


Pedro hizo una mueca. Gaston Sears trataba de poner orden en la reunión con una voz que traspasaría una roca. A su lado, Ricardo no sabía si sonreír o imitar a su amigo.


—Entonces, ¿estamos todos de acuerdo en lo que hay que plantar en el parque este invierno?


Hubo murmullos, pero la votación a mano alzada decidió la cuestión. A Pedro le maravilló que tardaran tanto en decidirse por los jacintos en vez de por los narcisos. A él le daba lo mismo. Miró el reloj. Era casi la hora de que Mel se acostara. Esperaba que sus padres no tuvieran problemas. No le gustaba dejarla con ellos dos noches seguidas. Como su madre estaba en silla de ruedas, era demasiado trabajo para su padre. Pero Roberto Alfonso adoraba a su nieta y, con ella, se sentía rejuvenecer.


Pedro suspiró. No podría leer a su hija un cuento antes de dormir, pero cada vez le resultaba más evidente que la niña echaba de menos una influencia femenina en su vida, un modelo femenino. Se le desgarraba el corazón al ver cómo Mel miraba en el colegio a las niñas con sus madres. Esperaba que su madre sirviera para rellenar ese hueco.


«Necesita una mujer más joven», pensó. Trató de borrar la idea de su cerebro. Dos mujeres lo habían dejado.


No iba a pasar por aquello otra vez, ni iba a poner en peligro el corazón y la felicidad de su hija. Mel y él seguirían arreglándoselas solos.


—Ahora vamos a pasar al último punto del orden del día. Creo que la mayoría estará de acuerdo en que no queremos un salón de tatuajes que contamine las calles de Clara Falls. Quienes estén a favor de semejante abominación, que expongan sus argumentos.


El señor Sears miró a su alrededor. Pedro se removió en el asiento. Por eso había ido a la reunión aquella noche. Nadie dijo nada a favor del salón de tatuajes, y Pedro oyó con enfado creciente el plan que Gastón Sears había concebido para evitar la posibilidad de que pudiera instalarse. Por último, no pudo soportarlo más.


—No sé si nadie se ha dado cuenta de que no se puede prohibir un negocio que no existe —dijo poniéndose de pie.


—Esos son matices —protestó el señor Sears.


—No, es la ley.


—Este pueblo tiene todo el derecho a decir lo que piensa al respecto.


—Si os enfrentáis a Pau Chaves con semejantes propósitos…


—¡No se ha dicho ningún nombre!


—No, pero todos los presentes saben de quién hablas. Pau Chaves no ha demostrado ninguna intención de poner un salón de tatuajes en Clara Falls. Ha venido a hacerse cargo de la librería de su madre. Y punto —miró a su alrededor. Algunos asentían animándolo; otros se removían en el asiento y esquivaban su mirada.


¡Por Dios! Si Pau era propensa a la depresión como su madre, lo único que le faltaba era que alguien como Gastón Sears se presentara en la librería y le pusiera delante de las narices la petición firmada por el pueblo.


Pedro tiene razón —Ricardo se levantó—. Por lo que sé, estamos en una democracia. Si alguien se acerca a mi cliente con una petición o algo por el estilo, lo denunciaré por acoso. Y, además, lo haré con mucho gusto. Es una mujer con un negocio que contribuye a la economía del pueblo, por lo que deberíamos apoyarla.


—Estoy de acuerdo —Pedro dio una palmada a Ricardo en la espalda. Éste se la devolvió. Se sentaron y observaron satisfechos que Gastón Sears ponía fin a la reunión inmediatamente.


El señor Sears se acercó a ellos mientras hablaban al lado de los coches. Pedro percibió su enfado, a pesar de que trataba de ocultarlo.


—Si finalmente llega al Ayuntamiento la propuesta de abrir un salón de tatuajes, quiero que sepáis que haré todo lo que esté en mi mano para que no salga adelante.


—Supongo que te refieres a todo lo que sea legal —dijo Ricardo.


—Por supuesto —el señor Sears miró a Pedro—. Debería haberme dado cuenta de que te pondrías de su lado.


—No se trata de tomar partido por uno o por otro, sino de que Clara Falls siga siendo un pueblo en el que pueda criar a mi hija y donde no dominen la estrechez de miras y el fanatismo.


—Ah, sí, tu hija —sonrió con suficiencia—. Supongo que sabes que han visto a Melisa saliendo de la librería con Paula Harper todas las tardes de esta semana —se echó a reír al ver la cara de Pedro—. Pero quizá no fuera ella —y se alejó muy contento de la bomba que acababa de lanzar.


—Habrá una explicación razonable —dijo Ricardo en voz baja.


—Más vale. Y voy a averiguar ahora mismo cuál es. Buena noches, Ricardo —montó en el coche y se dirigió a la librería. Había luz en su interior. Apretó los labios. Aparcó detrás del edificio y entró con la llave que Paula le había dado. Llamó a Paula e hizo todo el ruido que pudo para no asustarla como la noche anterior.


—¡Estoy aquí! —gritó ella.


Él siguió el sonido de su voz, pero se detuvo en seco. Había comenzado el retrato de Frida. ¡Estaba pintando! Se agarró a una estantería mientras dejaba salir el aire de sus pulmones. Era una escena que le resultaba muy familiar. Lo asaltaron miles de recuerdos. Se aproximó para ver mejor. Paula dibujaba la parte superior de la cara de Frida. Habían mejorado su capacidad y su talento. El potencial que él había reconocido ocho años antes había dado sus frutos. Sintió una fuerte opresión en el pecho. Pero trató de pensar en el propósito de su visita.


Paula retrocedió unos pasos para observar el trabajo. Dejó el lápiz en una mesita en la que había una fotografía de Frida y se volvió hacia él con los ojos brillantes.


—Quería agradecerte que me hayas prestado el ordenador. Esta mañana te fuiste antes de que pudiera hacerlo. Así que… gracias. Pero es evidente que has venido a decirme algo.


—Quiero saber qué demonios has estado haciendo con mi hija todas las tardes de esta semana —dijo él con desmedida agresividad y poniendo los brazos en jarras. Pero se negó a moderar el tono. Como le hubiera tocado un pelo a su hija, lo lamentaría el resto de su vida.


—¿Te lo ha dicho Melisa?


—Gaston Sears.


—Sigues llegando a conclusiones precipitadas, ¿verdad, Pedro? —también ella puso los brazos en jarras—. ¿Qué crees que he estado haciendo con ella? ¿Qué ideas desagradables se te han ocurrido? Sólo un día —murmuró—. Eso era lo único que necesitaba con ella, un día más.


—¿Para hacer qué? —explotó él.


—No has cambiado, Pedro. Sigues más que dispuesto a pensar lo peor de mí. Necesitaba un día más para convencerla de que te confiara algo.


—¿El qué? —no sabía de qué le hablaba.


—Si dedicaras más tiempo a tu hija, lo sabrías.


—Si dedicara… —contrajo los hombros con tanta fuerza que comenzaron a dolerle—. ¿Qué sabes tú de criar a una hija estando solo? —lo difícil que era, las dudas que lo asaltaban sobre si lo hacía bien, el hecho de que siempre sería su padre, pero nunca su madre, y no era lo mismo.


—Nada. Lo siento —dijo ella con una expresión muy triste que hizo que la ira de Pedro se esfumara.


—¿Vas a decirme lo que pasa? —el tono de su voz volvía a ser normal.


—Supongo que no vas a dejarme un día más.


—No. No voy a arriesgarme en lo que se refiere a Mel. No puedo.


Ella sonrió y Pedro vio en sus ojos la misma preocupación que había mostrado por Guadalupe la noche anterior. Si Paula había conseguido obtener de Melisa la más mínima información que pudiera ayudarlo con su hija… En un abrir y cerrar de ojos, Mel había pasado de ser una niña sonriente y feliz a mostrarse seria y reservada. De no parar de hablar con él, había pasado a negar con la cabeza cuando le preguntaba si le ocurría algo.


—Mel ha venido a la librería en vez de ir a casa de la señora Benedict.


—¿Sabes por qué?


—Sí —Pau vaciló—. ¿Te puedo hacer una pregunta? —al ver que asentía, continuó—: ¿Por qué va a esa casa después del colegio? No te enfades, por favor, pero si comienzas a trabajar a las siete y media, deberías poder acabar con el tiempo suficiente de ir a recogerla a las tres y media al colegio. No sé cuál es tu situación personal, pero parece que las cosas te van bien desde el punto de vista económico. ¿De verdad necesitas trabajar tantas horas? ¿Y quién cuida a Melly por la mañana, antes de ir a la escuela?


—Los niños pueden estar en la escuela antes y después de las clases.


Pau no le hizo la pregunta, pero él la vio en sus ojos: ¿por qué no la dejaba en el colegio en vez de mandarla a casa de la señora Benedict?


—No quieres decírmelo, ¿verdad?


¡Qué demonios…! Lo había conmovido la mezcla de tristeza y comprensión que había en su voz. No había ningún mal en decírselo. Tal vez sirviera para compensarla por haber irrumpido en la librería lanzando acusaciones.


—Hace dos meses y medio hubo una tormenta terrible a este lado de la montaña, que causó muchos daños. Los servicios de emergencia estaban desbordados y tratamos de ayudarlos. Todavía no hemos acabado el trabajo. En aquel momento, me pareció importante asegurar las casas de los vecinos frente a futuros daños y volver a hacer habitables las dañadas. Pero eso me supuso, y me supone, trabajar muchas horas. Sólo quería contribuir modestamente.


—Pero ¿no crees que hay que poner un límite? En la vida hay cosas más importantes que el trabajo.


Pedro puso cara de pocos amigos. ¿Acaso creía que el trabajo le importaba lo más mínimo cuando se trataba de Mel? Mel lo era todo para él.


—Estuviste trabajando en el rótulo de la librería el sábado pasado en vez de llevar a Melisa a la montaña rusa. Rompiste la promesa que le habías hecho por un estúpido rótulo.


—¡En su momento no te pareció tan estúpido! —se sintió invadido por la culpa. Había prometido que la llevaría al día siguiente. Pero, el domingo, Mel dijo que no quería ir a ningún sitio y se pasó el día pintando. Debería haber mantenido su promesa inicial, pero al saber que Paula iba a llegar al pueblo ese día, no había podido resistirse a aparecer por la librería. Entonces se dijo que era para pasar lo antes posible el mal trago de volverse a ver. Pero, en aquel momento, mirándola a la cara, se preguntaba si no se habría mentido a sí mismo—. No es sólo el trabajo. Mel necesita que haya una mujer en su vida. Veo cómo mira a las niñas con sus madres. Ansia un toque maternal.


—Entonces, eso es lo que es la señora Benedict: tu toque maternal.


—Tenía muy buenas recomendaciones —asintió él—. Ha criado a cinco hijos sola. Es una mujer grande y pechugona, con una risa muy sonora. Y pensé que entre ella y mi madre satisfarían esa necesidad en Mel —al ver la expresión escéptica de ella, prosiguió—: ¿Qué pasa?


—A Melisa no le gusta ir a casa de la señora Benedict.


—No me lo ha dicho.


—Parece ser que le pega.




VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 18

 


—¿Has vuelto a pensar en hablarle a tu padre de la señora Benedict? —le preguntó Paula a Melisa mientras caminaban esa tarde.


—No quiero preocupar a mi padre con asuntos domésticos. Ya tiene bastantes preocupaciones —respondió la niña como si recitara una lección.


—¿Asuntos domésticos?


—Cosas relacionadas con las tareas del hogar, el dinero y las canguros.


—¿Te ha dicho tu padre que no lo molestes con asuntos domésticos? —por mucho que lo intentaba, Pau no se imaginaba a Pedro diciéndole eso a su hija.


—Me lo ha dicho mi abuela.


Paula se preguntó si obraba bien al obtener de la niña tanta información. No era en beneficio propio, sino en el de ella. Quería que Melisa estuviera a salvo y contenta. No sabía por qué, salvo por el hecho de que se veía a sí misma reflejada en ella cuando era una niña y porque era hija de Pedro, la hija que había soñado tener con él.


—Creo que tu padre se pondría triste si te oyera decir eso. Estoy segura de que le interesa todo lo que haces y piensas, aunque se refiera a asuntos domésticos.


—No. Me iba a llevar a la montaña rusa el sábado, pero tuvo que trabajar.


¡Pedro no había salido con su hija por acabar el rótulo de la librería!


—La abuela me hizo prometerle que no le daría la lata para que me llevara el domingo, porque estaría cansado de tanto trabajar —Melly dirigió a Paula una mirada que le llegó al alma—. Creo que no debería trabajar tanto, ¿no te parece?


Paula pensó que lo más sensato era no contestar.


—Tal vez debieras decirle que crees que trabaja demasiado.


Melisa negó con la cabeza y apartó la mirada. Paula se preguntó qué más le habría hecho prometer su abuela.



domingo, 15 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 17

 

Una hora después, Pedro entró en la tienda con un ordenador bajo un brazo y la señora Lavender agarrada al otro. Paula trató de moderar la euforia que sintió. El hecho de haber vuelto a Clara Falls no implicaba que Pedro y ella fueran… algo, sino todo lo contrario. Pero… ningún hombre tenía derecho a resultar tan atractivo en vaqueros. Menos mal que no llevaba cinturón, ya que eso haría que dirigiera la mirada a… ¡No! Paula trató de borrar aquella imagen de su cerebro.


Pedro puso el ordenador en el mostrador. Paula lo miró.


—Sé que es evidente, pero ¿qué es eso?


—Es un ordenador que de momento no uso. Te lo presto hasta que compres uno. Esto —dijo sacándose un pendrive del bolsillo— es la información que la recepcionista, a quien no he despedido y que es un lince de la informática, ha conseguido salvar de tu disco duro, que incluye varios archivos borrados hace poco. Espera que sirva para compensar las molestias que te ha causado.


Paula lo miraba incapaz de articular palabra.


—Y ésta —puso las manos en los hombros de la señora Lavender— es la señora Lavender que, si recuerdas, era la dueña de la librería antes que tu madre. Una verdadera fuente de información que no tiene nada que hacer y a quien le encantaría ayudarte un par de horas al día, si te parece bien.


¿Que si le parecía bien? Paula estuvo a punto se saltar por encima del mostrador y abrazarlo.


—Eso me proporcionará un asiento en primera fila para presenciar los acontecimientos. Quiero estar presente cuando al señor Sears se le bajen los humos —dijo la anciana con ojos brillantes.


Paula salió de detrás del mostrador y la abrazó al tiempo que miraba a Pedro.


—No sé cómo…


—¿Cómo está Guadalupe? —le preguntó él.


—Estupendamente —respondió Paula con voz entrecortada, cohibida ante el afecto con que Pedro la miraba—. Está muy bien —Guadalupe había aceptado sus disculpas, se habían bebido la botella de vino y comido el chocolate y habían forjado el comienzo de una nueva amistad.


—Estupendo —dijo él al tiempo que le acariciaba la mejilla con la parte posterior de un dedo—. Tengo que volver al trabajo. Hasta luego.


Cuando se hubo marchado, Paula se dio cuenta de que no había tenido tiempo de darle las gracias ni de rechazar su amabilidad. Se tocó la mejilla que le había acariciado.


—Vamos, Pau. No hay tiempo de pensar en las musarañas.


—¡No estoy pensando en las musarañas!


Esa tarde, antes de cerrar la tienda y acompañar a Melly, llegaron los útiles de pintura. Pedro debía de haber rebuscado en las cajas de Paula hasta encontrar todo lo que necesitaba para pintar el retrato de Frida.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 16

 


¿Drogas? ¡Drogas! Paula comenzó a temblar. ¿El hecho de dedicarse a hacer tatuajes la convertía en una drogadicta o en una narcotraficante? Todo el pueblo boicotearía la librería si esos rumores se extendían. Puso en el escaparate una nota en la que decía que volvería al cabo de cinco minutos, cerró la puerta y cruzó la calle. «Ahora veréis», se dijo. Recordó que tenía que caminar erguida y que valía tanto como cualquiera del pueblo.


Sin detenerse, entró en la panadería del señor Sears con una sonrisa de oreja a oreja y dijo en voz muy alta:

—Hola, señor Sears, ¿cómo está? ¡Qué magnífico tiempo tenemos! Bueno para los negocios. Quiero un trozo de su deliciosa tarta de zanahoria.


El señor Sears la miró furioso desde el otro extremo de la tienda. El resto de los presentes se quedó mudo. Paula fingió examinar lo que había en las vitrinas de los mostradores hasta que llegó a la altura del señor Sears.


—Si se niega a atenderme —le dijo en voz baja para que nadie más la oyera—, voy a montar una escena como nunca se ha visto en Clara Falls. Y lo lamentará, créame —seguía sonriendo.


El señor Sears agarró una bolsa de papel. Seguía mirándola con furia, pero puso un trozo de tarta en la bolsa.


—Mi madre decía que hace usted el mejor pan en varios kilómetros a la redonda —continuó Paula en tono festivo, como si fueran grandes amigos.


Carmen salió de la parte trasera del local.


—Oye, papá, ¿puedo…? —se quedó inmóvil mirando a su padre y a Paula. Tragó saliva y dedicó a ésta una sonrisa desganada—. Hola, Pau.


—Hola —¿Carmen era hija de Gordon Sears?—. Y quiero también una hogaza de pan.


El señor Sears la miró como si quisiera tirársela a la cabeza, pero la colocó al lado de la tarta.


—Es estupendo estar de vuelta —dijo Paula sonriéndole y guiñándole el ojo mientras pagaba—. Que pase un buen día. Y quédese con el cambio —y salió tan campante. Al hacerlo se dio de bruces con Pedro.


—¿Vas a comer? —le preguntó él mientra la sujetaba para que no perdiera el equilibrio.


—Sí. ¿Tú también?


—Sí —le sonrió.


Al hacerlo, Pau sintió una gran añoranza. Retrocedió unos pasos, de modo que él no tuvo más remedio que soltarla.


—Te recomiendo la tarta de zanahoria. Bueno, hasta luego —se alejó con toda la despreocupación que pudo fingir.


Al llegar a la librería, se sentó tras el mostrador y devoró la tarta. Por primera vez en la vida, algo comprado en la panadería del señor Sears no le supo a serrín, sino a gloria.



VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 15

 


El miércoles, a la hora de comer, entró en la librería un grupo de adolescentes. Automáticamente, Pau retrocedió diez años en el tiempo. ¡Por Dios! ¿Había tenido ella ese aspecto tan agresivo? Reprimió una sonrisa. Todos ellos, incluidos los chicos, iban vestidos de negro de la cabeza a los pies. Ellas iban maquilladas de blanco. Los cinco iban cubiertos de piercings. Sus botas Doc Martens resonaban con fuerza en el parqué.


—Si puedo ayudaros en algo, no dudéis en preguntarme.


—Guay —dijo una de las chicas, y se acercó al mostrador con un libro en la mano.


—Vengo todas las semanas a ver este libro. No tengo dinero para pagarlo.


Era un libro sobre arte urbano, de la clase por los que suspiraba Pau a su edad.


—Sabemos que la gente que trabajaba aquí se ha marchado. Si trabajo para ti, ¿cuántas horas tendría que hacerlo para ganarme el libro?


Paula se lo dijo.


—¿Me contratas? Me llamo Carmen. Todavía voy a la escuela, por lo que sólo podría trabajar los fines de semana, pero trabajaré con ganas.


—Me llamo Paula —sintió ganas de abrazar a aquella chica. Era muy probable que ya supiera su nombre, pero le pareció una grosería no presentarse—. Sí, estoy buscando personal que trabaje a tiempo completo o parcial. ¿Cuántos años tienes?


—Dieciséis.


—Me encantaría contratarte, pero necesito la autorización de tu padre o de tu madre.


Los cinco adolescentes bajaron la cabeza. Paula se compadeció de ellos.


—Odio este pueblo —murmuró uno de ellos.


—No hay nada que hacer.


—Y si tienes un aspecto un poco distinto de los demás, creen que buscas problemas.


Paula recordó que ella pensaba igual a su edad.


—Podéis venir cuando queráis a echar un vistazo.


—Gracias —dijo Carmen, pero el brillo de sus ojos había desaparecido—. ¿Es verdad que haces tatuajes?


—Sí —era algo de lo que no se avergonzaba.


—¿Y que pasas droga?


—Probablemente podría conseguirte una aspirina si la necesitaras, pero me temo que nada más fuerte.


—Ya os dije que era mentira —susurró Carmen a los demás.


—Sí, bueno, pero no hay ninguna posibilidad de que mi madre me deje trabajar aquí cuando le lleguen los rumores —gruñó uno de ellos.


El grupo se marchó.





sábado, 14 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 14

 


Mentía descaradamente. ¡Qué agallas tenía! Mientras la veía alejarse, Pedro se inclinó a recoger una carpeta: estaba vacía, supuso que al igual que las demás. Miró el ordenador. Le había dicho a Frida que tenía que cambiarlo por otro más moderno. Se pasó la mano por el pelo y siguió a Paula.


—Esta pared —ella señaló la que separaba la cocina de la tienda.


No le quedó más remedio que admirar su valor. Pero eso fue todo. Se negó a observar cómo le brillaba el pelo y cómo se lo había recogido en una cola de caballo, lo que le dejaba el cuello al descubierto. Se percató de que ella lo miraba y esperaba. Carraspeó.


—No te aconsejaría que pusieras estanterías en esa pared —la golpeó con los nudillos—. ¿Oyes lo endeble que es? Puedo reforzarla si quieres —pero costaría más y se tardaría un tiempo en hacerlo, tiempo que ella no querría malgastar esperando.


—No quiero poner estanterías ahí. Lo único que quiero saber es si vas a hacer algo en esta pared cuando comiences a trabajar aquí abajo.


—No.


—¿Así que puedo pintarla?


—Desde luego, pero sería más sensato esperar a que todo el trabajo estuviera terminado y pintar toda la tienda.


Ella lo miró. Sus ojos eran mares azules en los que un hombre podía ahogarse si se dejaba ir. Pedro trató de no hacerlo.


—No me refiero a esa clase de pintura.


Él tardó unos segundos en comprender.


—Voy a pintar el retrato de mi madre —lo miró de forma desafiante.


Quiso aplaudirla, besarla. Era evidente que había perdido el juicio.


—¿Vas a empezar esta noche?


—No, pero puede que aplique una capa de base mañana.


—Creí que a estas horas ya habrías vuelto a la pensión.


—No.


Algo en su tono hizo que Pedro se pusiera alerta.


—¿Por qué no? —Paula y Guadalupe había sido muy buenas amigas.


Ella no lo miró, sino que siguió examinando la pared.


—Pau… —dijo él. Tenía ganas de tomarla por los hombros y sacudirla.


—Creo que cuanto menos me vea Guadalupe, mejor para ella.


Pedro le había parecido una excelente idea la sugerencia de Ricardo de que Paula se alojara en la pensión de Guadalupe. Creyó que, de esa manera, tendría una amiga, una aliada. Era evidente que se había equivocado.


—Lo siento —dijo con voz tensa—. Es culpa mía. Tendría que haberlo pensado. Guadalupe se disgustó mucho cuando te fuiste. Estuvo meses sin hablarme. Creyó que te pondrías en contacto con ella.


Paula se puso tensa, se dio la vuelta y lo agarró por los brazos.


—¿Qué has dicho?


Se sintió invadido por su aroma y, durante unos segundos, fue incapaz de hablar. Paula tenía la cara pálida y arrugas de cansancio alrededor de los ojos. No recordaba haberla visto nunca tan hermosa. La presión de sus manos en sus hombros se incrementó. Lo estaba agarrando con tanta fuerza que le quedarían marcas. Pero a él no le importó.


—Guadalupe creía que erais amigas. Se preocupaba por ti —después de Fernanda y él, Guadalupe y Ricardo habían sido los mejores amigos de Paula—. Después de que te marcharas, no volvió a saber nada de ti. Imagínate cómo se lo tomó.


Paula bajó las manos y retrocedió con los ojos muy abiertos. Parecía un animal deslumbrado por los faros de un coche que se aproximara, un ser salvaje y herido tratando de escapar. Sin pensárselo dos veces, Pedro extendió los brazos hacia ella, pero Paula se apartó, inspiró profundamente y adoptó una máscara de frialdad que a él lo dejó desconcertado. Era como si sus emociones anteriores no hubieran existido.


Eso no podía ser sano. Se pasó la mano por el pelo y descubrió que estaba temblando. El corazón le latía muy deprisa y se maldijo por ser idiota en lo que se refería a aquella mujer.


—Bueno —dijo ella con una brillante sonrisa—, por hoy he acabado. Así que, si no te importa…


—¡No! Lo que quiero decir —añadió él tratando de moderar el tono de voz— es que adonde vas.


Lo volvió a mirar con los ojos como platos, esa vez por la sorpresa en vez de por… No sabía cómo denominar la expresión que acababa de contemplar: ¿susto, pena, dolor?


—Pues a casa de Guadalupe, claro está. Tengo que disculparme por lo mal que me he portado con ella —agitó una mano frente a la cara como si quisiera borrar una imagen que la molestara y, de repente, Pedro se dio cuenta de lo que había visto en sus ojos: odio hacia sí misma. Ella nunca se había considerado digna de su amor ni de la amistad de Fernanda, Guadalupe y Ricardo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?


—¿Cuál es el mejor sitio para comprar una botella de vino a esta hora de la noche? —preguntó ella mirando el reloj—. Y chocolate. Necesito chocolate.


—La tienda de licores de la taberna todavía estará abierta.


—Gracias —le sonrió.


—¿Quieres que te lleve?


Pedro, son dos minutos andando. Gracias de todos modos. Hasta luego.


Él asintió, aspiró su aroma cuando pasó a su lado y la miró mientras salía de la tienda. Luego se puso a observar la pared en la que ella quería pintar. Maldijo entre dientes, fue al almacén, desconectó el ordenador y se lo colocó bajo el brazo mientras se decía que habría hecho lo mismo por cualquier otro.