Mentía descaradamente. ¡Qué agallas tenía! Mientras la veía alejarse, Pedro se inclinó a recoger una carpeta: estaba vacía, supuso que al igual que las demás. Miró el ordenador. Le había dicho a Frida que tenía que cambiarlo por otro más moderno. Se pasó la mano por el pelo y siguió a Paula.
—Esta pared —ella señaló la que separaba la cocina de la tienda.
No le quedó más remedio que admirar su valor. Pero eso fue todo. Se negó a observar cómo le brillaba el pelo y cómo se lo había recogido en una cola de caballo, lo que le dejaba el cuello al descubierto. Se percató de que ella lo miraba y esperaba. Carraspeó.
—No te aconsejaría que pusieras estanterías en esa pared —la golpeó con los nudillos—. ¿Oyes lo endeble que es? Puedo reforzarla si quieres —pero costaría más y se tardaría un tiempo en hacerlo, tiempo que ella no querría malgastar esperando.
—No quiero poner estanterías ahí. Lo único que quiero saber es si vas a hacer algo en esta pared cuando comiences a trabajar aquí abajo.
—No.
—¿Así que puedo pintarla?
—Desde luego, pero sería más sensato esperar a que todo el trabajo estuviera terminado y pintar toda la tienda.
Ella lo miró. Sus ojos eran mares azules en los que un hombre podía ahogarse si se dejaba ir. Pedro trató de no hacerlo.
—No me refiero a esa clase de pintura.
Él tardó unos segundos en comprender.
—Voy a pintar el retrato de mi madre —lo miró de forma desafiante.
Quiso aplaudirla, besarla. Era evidente que había perdido el juicio.
—¿Vas a empezar esta noche?
—No, pero puede que aplique una capa de base mañana.
—Creí que a estas horas ya habrías vuelto a la pensión.
—No.
Algo en su tono hizo que Pedro se pusiera alerta.
—¿Por qué no? —Paula y Guadalupe había sido muy buenas amigas.
Ella no lo miró, sino que siguió examinando la pared.
—Pau… —dijo él. Tenía ganas de tomarla por los hombros y sacudirla.
—Creo que cuanto menos me vea Guadalupe, mejor para ella.
A Pedro le había parecido una excelente idea la sugerencia de Ricardo de que Paula se alojara en la pensión de Guadalupe. Creyó que, de esa manera, tendría una amiga, una aliada. Era evidente que se había equivocado.
—Lo siento —dijo con voz tensa—. Es culpa mía. Tendría que haberlo pensado. Guadalupe se disgustó mucho cuando te fuiste. Estuvo meses sin hablarme. Creyó que te pondrías en contacto con ella.
Paula se puso tensa, se dio la vuelta y lo agarró por los brazos.
—¿Qué has dicho?
Se sintió invadido por su aroma y, durante unos segundos, fue incapaz de hablar. Paula tenía la cara pálida y arrugas de cansancio alrededor de los ojos. No recordaba haberla visto nunca tan hermosa. La presión de sus manos en sus hombros se incrementó. Lo estaba agarrando con tanta fuerza que le quedarían marcas. Pero a él no le importó.
—Guadalupe creía que erais amigas. Se preocupaba por ti —después de Fernanda y él, Guadalupe y Ricardo habían sido los mejores amigos de Paula—. Después de que te marcharas, no volvió a saber nada de ti. Imagínate cómo se lo tomó.
Paula bajó las manos y retrocedió con los ojos muy abiertos. Parecía un animal deslumbrado por los faros de un coche que se aproximara, un ser salvaje y herido tratando de escapar. Sin pensárselo dos veces, Pedro extendió los brazos hacia ella, pero Paula se apartó, inspiró profundamente y adoptó una máscara de frialdad que a él lo dejó desconcertado. Era como si sus emociones anteriores no hubieran existido.
Eso no podía ser sano. Se pasó la mano por el pelo y descubrió que estaba temblando. El corazón le latía muy deprisa y se maldijo por ser idiota en lo que se refería a aquella mujer.
—Bueno —dijo ella con una brillante sonrisa—, por hoy he acabado. Así que, si no te importa…
—¡No! Lo que quiero decir —añadió él tratando de moderar el tono de voz— es que adonde vas.
Lo volvió a mirar con los ojos como platos, esa vez por la sorpresa en vez de por… No sabía cómo denominar la expresión que acababa de contemplar: ¿susto, pena, dolor?
—Pues a casa de Guadalupe, claro está. Tengo que disculparme por lo mal que me he portado con ella —agitó una mano frente a la cara como si quisiera borrar una imagen que la molestara y, de repente, Pedro se dio cuenta de lo que había visto en sus ojos: odio hacia sí misma. Ella nunca se había considerado digna de su amor ni de la amistad de Fernanda, Guadalupe y Ricardo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
—¿Cuál es el mejor sitio para comprar una botella de vino a esta hora de la noche? —preguntó ella mirando el reloj—. Y chocolate. Necesito chocolate.
—La tienda de licores de la taberna todavía estará abierta.
—Gracias —le sonrió.
—¿Quieres que te lleve?
—Pedro, son dos minutos andando. Gracias de todos modos. Hasta luego.
Él asintió, aspiró su aroma cuando pasó a su lado y la miró mientras salía de la tienda. Luego se puso a observar la pared en la que ella quería pintar. Maldijo entre dientes, fue al almacén, desconectó el ordenador y se lo colocó bajo el brazo mientras se decía que habría hecho lo mismo por cualquier otro.
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