lunes, 16 de noviembre de 2020

VERDADERO AMOR: CAPÍTULO 19

 


—Silencio, por favor.


Pedro hizo una mueca. Gaston Sears trataba de poner orden en la reunión con una voz que traspasaría una roca. A su lado, Ricardo no sabía si sonreír o imitar a su amigo.


—Entonces, ¿estamos todos de acuerdo en lo que hay que plantar en el parque este invierno?


Hubo murmullos, pero la votación a mano alzada decidió la cuestión. A Pedro le maravilló que tardaran tanto en decidirse por los jacintos en vez de por los narcisos. A él le daba lo mismo. Miró el reloj. Era casi la hora de que Mel se acostara. Esperaba que sus padres no tuvieran problemas. No le gustaba dejarla con ellos dos noches seguidas. Como su madre estaba en silla de ruedas, era demasiado trabajo para su padre. Pero Roberto Alfonso adoraba a su nieta y, con ella, se sentía rejuvenecer.


Pedro suspiró. No podría leer a su hija un cuento antes de dormir, pero cada vez le resultaba más evidente que la niña echaba de menos una influencia femenina en su vida, un modelo femenino. Se le desgarraba el corazón al ver cómo Mel miraba en el colegio a las niñas con sus madres. Esperaba que su madre sirviera para rellenar ese hueco.


«Necesita una mujer más joven», pensó. Trató de borrar la idea de su cerebro. Dos mujeres lo habían dejado.


No iba a pasar por aquello otra vez, ni iba a poner en peligro el corazón y la felicidad de su hija. Mel y él seguirían arreglándoselas solos.


—Ahora vamos a pasar al último punto del orden del día. Creo que la mayoría estará de acuerdo en que no queremos un salón de tatuajes que contamine las calles de Clara Falls. Quienes estén a favor de semejante abominación, que expongan sus argumentos.


El señor Sears miró a su alrededor. Pedro se removió en el asiento. Por eso había ido a la reunión aquella noche. Nadie dijo nada a favor del salón de tatuajes, y Pedro oyó con enfado creciente el plan que Gastón Sears había concebido para evitar la posibilidad de que pudiera instalarse. Por último, no pudo soportarlo más.


—No sé si nadie se ha dado cuenta de que no se puede prohibir un negocio que no existe —dijo poniéndose de pie.


—Esos son matices —protestó el señor Sears.


—No, es la ley.


—Este pueblo tiene todo el derecho a decir lo que piensa al respecto.


—Si os enfrentáis a Pau Chaves con semejantes propósitos…


—¡No se ha dicho ningún nombre!


—No, pero todos los presentes saben de quién hablas. Pau Chaves no ha demostrado ninguna intención de poner un salón de tatuajes en Clara Falls. Ha venido a hacerse cargo de la librería de su madre. Y punto —miró a su alrededor. Algunos asentían animándolo; otros se removían en el asiento y esquivaban su mirada.


¡Por Dios! Si Pau era propensa a la depresión como su madre, lo único que le faltaba era que alguien como Gastón Sears se presentara en la librería y le pusiera delante de las narices la petición firmada por el pueblo.


Pedro tiene razón —Ricardo se levantó—. Por lo que sé, estamos en una democracia. Si alguien se acerca a mi cliente con una petición o algo por el estilo, lo denunciaré por acoso. Y, además, lo haré con mucho gusto. Es una mujer con un negocio que contribuye a la economía del pueblo, por lo que deberíamos apoyarla.


—Estoy de acuerdo —Pedro dio una palmada a Ricardo en la espalda. Éste se la devolvió. Se sentaron y observaron satisfechos que Gastón Sears ponía fin a la reunión inmediatamente.


El señor Sears se acercó a ellos mientras hablaban al lado de los coches. Pedro percibió su enfado, a pesar de que trataba de ocultarlo.


—Si finalmente llega al Ayuntamiento la propuesta de abrir un salón de tatuajes, quiero que sepáis que haré todo lo que esté en mi mano para que no salga adelante.


—Supongo que te refieres a todo lo que sea legal —dijo Ricardo.


—Por supuesto —el señor Sears miró a Pedro—. Debería haberme dado cuenta de que te pondrías de su lado.


—No se trata de tomar partido por uno o por otro, sino de que Clara Falls siga siendo un pueblo en el que pueda criar a mi hija y donde no dominen la estrechez de miras y el fanatismo.


—Ah, sí, tu hija —sonrió con suficiencia—. Supongo que sabes que han visto a Melisa saliendo de la librería con Paula Harper todas las tardes de esta semana —se echó a reír al ver la cara de Pedro—. Pero quizá no fuera ella —y se alejó muy contento de la bomba que acababa de lanzar.


—Habrá una explicación razonable —dijo Ricardo en voz baja.


—Más vale. Y voy a averiguar ahora mismo cuál es. Buena noches, Ricardo —montó en el coche y se dirigió a la librería. Había luz en su interior. Apretó los labios. Aparcó detrás del edificio y entró con la llave que Paula le había dado. Llamó a Paula e hizo todo el ruido que pudo para no asustarla como la noche anterior.


—¡Estoy aquí! —gritó ella.


Él siguió el sonido de su voz, pero se detuvo en seco. Había comenzado el retrato de Frida. ¡Estaba pintando! Se agarró a una estantería mientras dejaba salir el aire de sus pulmones. Era una escena que le resultaba muy familiar. Lo asaltaron miles de recuerdos. Se aproximó para ver mejor. Paula dibujaba la parte superior de la cara de Frida. Habían mejorado su capacidad y su talento. El potencial que él había reconocido ocho años antes había dado sus frutos. Sintió una fuerte opresión en el pecho. Pero trató de pensar en el propósito de su visita.


Paula retrocedió unos pasos para observar el trabajo. Dejó el lápiz en una mesita en la que había una fotografía de Frida y se volvió hacia él con los ojos brillantes.


—Quería agradecerte que me hayas prestado el ordenador. Esta mañana te fuiste antes de que pudiera hacerlo. Así que… gracias. Pero es evidente que has venido a decirme algo.


—Quiero saber qué demonios has estado haciendo con mi hija todas las tardes de esta semana —dijo él con desmedida agresividad y poniendo los brazos en jarras. Pero se negó a moderar el tono. Como le hubiera tocado un pelo a su hija, lo lamentaría el resto de su vida.


—¿Te lo ha dicho Melisa?


—Gaston Sears.


—Sigues llegando a conclusiones precipitadas, ¿verdad, Pedro? —también ella puso los brazos en jarras—. ¿Qué crees que he estado haciendo con ella? ¿Qué ideas desagradables se te han ocurrido? Sólo un día —murmuró—. Eso era lo único que necesitaba con ella, un día más.


—¿Para hacer qué? —explotó él.


—No has cambiado, Pedro. Sigues más que dispuesto a pensar lo peor de mí. Necesitaba un día más para convencerla de que te confiara algo.


—¿El qué? —no sabía de qué le hablaba.


—Si dedicaras más tiempo a tu hija, lo sabrías.


—Si dedicara… —contrajo los hombros con tanta fuerza que comenzaron a dolerle—. ¿Qué sabes tú de criar a una hija estando solo? —lo difícil que era, las dudas que lo asaltaban sobre si lo hacía bien, el hecho de que siempre sería su padre, pero nunca su madre, y no era lo mismo.


—Nada. Lo siento —dijo ella con una expresión muy triste que hizo que la ira de Pedro se esfumara.


—¿Vas a decirme lo que pasa? —el tono de su voz volvía a ser normal.


—Supongo que no vas a dejarme un día más.


—No. No voy a arriesgarme en lo que se refiere a Mel. No puedo.


Ella sonrió y Pedro vio en sus ojos la misma preocupación que había mostrado por Guadalupe la noche anterior. Si Paula había conseguido obtener de Melisa la más mínima información que pudiera ayudarlo con su hija… En un abrir y cerrar de ojos, Mel había pasado de ser una niña sonriente y feliz a mostrarse seria y reservada. De no parar de hablar con él, había pasado a negar con la cabeza cuando le preguntaba si le ocurría algo.


—Mel ha venido a la librería en vez de ir a casa de la señora Benedict.


—¿Sabes por qué?


—Sí —Pau vaciló—. ¿Te puedo hacer una pregunta? —al ver que asentía, continuó—: ¿Por qué va a esa casa después del colegio? No te enfades, por favor, pero si comienzas a trabajar a las siete y media, deberías poder acabar con el tiempo suficiente de ir a recogerla a las tres y media al colegio. No sé cuál es tu situación personal, pero parece que las cosas te van bien desde el punto de vista económico. ¿De verdad necesitas trabajar tantas horas? ¿Y quién cuida a Melly por la mañana, antes de ir a la escuela?


—Los niños pueden estar en la escuela antes y después de las clases.


Pau no le hizo la pregunta, pero él la vio en sus ojos: ¿por qué no la dejaba en el colegio en vez de mandarla a casa de la señora Benedict?


—No quieres decírmelo, ¿verdad?


¡Qué demonios…! Lo había conmovido la mezcla de tristeza y comprensión que había en su voz. No había ningún mal en decírselo. Tal vez sirviera para compensarla por haber irrumpido en la librería lanzando acusaciones.


—Hace dos meses y medio hubo una tormenta terrible a este lado de la montaña, que causó muchos daños. Los servicios de emergencia estaban desbordados y tratamos de ayudarlos. Todavía no hemos acabado el trabajo. En aquel momento, me pareció importante asegurar las casas de los vecinos frente a futuros daños y volver a hacer habitables las dañadas. Pero eso me supuso, y me supone, trabajar muchas horas. Sólo quería contribuir modestamente.


—Pero ¿no crees que hay que poner un límite? En la vida hay cosas más importantes que el trabajo.


Pedro puso cara de pocos amigos. ¿Acaso creía que el trabajo le importaba lo más mínimo cuando se trataba de Mel? Mel lo era todo para él.


—Estuviste trabajando en el rótulo de la librería el sábado pasado en vez de llevar a Melisa a la montaña rusa. Rompiste la promesa que le habías hecho por un estúpido rótulo.


—¡En su momento no te pareció tan estúpido! —se sintió invadido por la culpa. Había prometido que la llevaría al día siguiente. Pero, el domingo, Mel dijo que no quería ir a ningún sitio y se pasó el día pintando. Debería haber mantenido su promesa inicial, pero al saber que Paula iba a llegar al pueblo ese día, no había podido resistirse a aparecer por la librería. Entonces se dijo que era para pasar lo antes posible el mal trago de volverse a ver. Pero, en aquel momento, mirándola a la cara, se preguntaba si no se habría mentido a sí mismo—. No es sólo el trabajo. Mel necesita que haya una mujer en su vida. Veo cómo mira a las niñas con sus madres. Ansia un toque maternal.


—Entonces, eso es lo que es la señora Benedict: tu toque maternal.


—Tenía muy buenas recomendaciones —asintió él—. Ha criado a cinco hijos sola. Es una mujer grande y pechugona, con una risa muy sonora. Y pensé que entre ella y mi madre satisfarían esa necesidad en Mel —al ver la expresión escéptica de ella, prosiguió—: ¿Qué pasa?


—A Melisa no le gusta ir a casa de la señora Benedict.


—No me lo ha dicho.


—Parece ser que le pega.




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