—¿Has vuelto a pensar en hablarle a tu padre de la señora Benedict? —le preguntó Paula a Melisa mientras caminaban esa tarde.
—No quiero preocupar a mi padre con asuntos domésticos. Ya tiene bastantes preocupaciones —respondió la niña como si recitara una lección.
—¿Asuntos domésticos?
—Cosas relacionadas con las tareas del hogar, el dinero y las canguros.
—¿Te ha dicho tu padre que no lo molestes con asuntos domésticos? —por mucho que lo intentaba, Pau no se imaginaba a Pedro diciéndole eso a su hija.
—Me lo ha dicho mi abuela.
Paula se preguntó si obraba bien al obtener de la niña tanta información. No era en beneficio propio, sino en el de ella. Quería que Melisa estuviera a salvo y contenta. No sabía por qué, salvo por el hecho de que se veía a sí misma reflejada en ella cuando era una niña y porque era hija de Pedro, la hija que había soñado tener con él.
—Creo que tu padre se pondría triste si te oyera decir eso. Estoy segura de que le interesa todo lo que haces y piensas, aunque se refiera a asuntos domésticos.
—No. Me iba a llevar a la montaña rusa el sábado, pero tuvo que trabajar.
¡Pedro no había salido con su hija por acabar el rótulo de la librería!
—La abuela me hizo prometerle que no le daría la lata para que me llevara el domingo, porque estaría cansado de tanto trabajar —Melly dirigió a Paula una mirada que le llegó al alma—. Creo que no debería trabajar tanto, ¿no te parece?
Paula pensó que lo más sensato era no contestar.
—Tal vez debieras decirle que crees que trabaja demasiado.
Melisa negó con la cabeza y apartó la mirada. Paula se preguntó qué más le habría hecho prometer su abuela.
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