—Paula, rápido, despierta
Paula abrió los ojos, frunció cl ceño al ver que apenas eran las ocho.
— ¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Es Raquel...?
—Raquel está bien... profundamente dormida en su cuna —la tranquilizó Pedro.
— ¿Entonces, por qué me despiertas? —Protestó Paula-—. Los sábados tú te encargas de Raquel en lo que yo recupero un poco de sueño...
Pedro se reía; ella estaba feliz. Lo amaba tanto.
Y, desde el nacimiento de Raquel cuatro semanas atrás, él parecía al fin haber olvidado su infancia infeliz. Era un padre... y un marido maravilloso.
—Date prisa, hay algo que quiero que veas —le decía ahora, le apartó las mantas, ignorando sus protestas—. No es necesario que te vistas, sólo cubre tus pies.
Desganada, Paula lo siguió, parpadeó cuando la brillante luz de junio le dio en los ojos al abrir Pedro la puerta de atrás.
—¿Quieres que salga al jardín? ¿A esta hora el sábado por la mañana? Vaya, Pedro...
—Vamos, deja de protestar —le alborotó el cabello al hablar y le besó la nuca. Al hacerlo una oleada de deseo recorrió la espina de Paula—. Por aquí...
Ella lo siguió al jardín, y se detuvo de pronto cuando vio por qué la llevó allí.
Entre los arbustos que plantaron juntos, estaba la primera de las rosas. Todavía tenía rocío entre los pétalos recién abiertos.
Temblaba al inclinarse a aspirar su perfume, las lágrimas le brillaban sobre el rostro cuando se volvió a ver a Pedro.
—Oh, Pedro. La primera de las rosas de la tía Maia...
—Sabía que querrías verla.
Cuando la abrazó y la besó, en silencio Paula oró agradecida al destino que lo llevara a su vida. El la amaba tanto... la comprendía tan bien.
Era su amigo y su amante... su compañero y su marido.
Desde la ventana abierta del dormitorio escucharon el llanto de Raquel.
—Mmm... Me parece que a alguien no le agrada perderse de nada. ¿Voy por ella, o vas tú? —preguntó Pedro.
—Vamos los dos... juntos... —sugirió Paula en voz baja.
Al principio, él no se movió, sólo la veía, había cautela y confusión en la mirada y sufrió por él.
Así se debió ver de niño, deshecho por la deslealtad de su padre hacia su madre... al amarlos a los dos y no comprender lo que ocurría... dándose cuenta poco a poco...enterándose de la verdad; un sufrimiento, un conocimiento que ningún niño debía tener. Su hijo nunca conocería ese sufrimiento, nunca tendría esa expresión en la mirada.
—Pedro... te amo —la voz le temblaba y ella también—. Te he amado siempre. Esa noche... la noche que hicimos el amor... te amaba, aunque no me di cuenta de ello sino hasta después. Cuando desperté y tú te habías ido, pensé que era porque me querías hacer ver que lo ocurrido no significaba nada para ti.
El todavía no se movía. Parecía que no se atrevería a permitirse creer lo que escuchaba y ella sufrió al notarlo.
—Pedro, por favor, abrázame. Siento frío al estar parada aquí. Los dos tenemos frío —dijo tocándose el vientre.
Si ella era la que tenía que acercarse a él, lo liaría, pero, de repente Pedro se movió; de repente estaba a su lado abrazándola, acariciándola, besándola con un anhelo fiero, sensual que hizo que los sentidos de Paula respondieran , y todo el tiempo, entre un beso y el siguiente, le decía cuánto la amaba... cuánto la deseaba.
Después hicieron el amor, fue una exploración lenta y tierna de los cuerpos, culminaron con una reunión total, física y emocional. Paula lloró. Pedro se inclinó sobre ella, le limpió las mejillas con ternura y le besó el rostro húmedo.
— ¿Estás segura de que esto es lo que quieres... que yo soy lo que quieres? —él le preguntó con voz ronca, y, al saber que la causa de su inseguridad provenía de su infancia, Paula amorosa lo abrazó y sincera murmuró:
—Tú eres todo lo que quiero, Pedro. Todo lo que siempre querré.
Tres días antes de Noche Buena se casaron en una ceremonia íntima. El día de Navidad, Pedro encontró a Georgia en el jardín, parada frente a unos rosales sin hojas.
—Piensas en tu tía, ¿verdad? —adivinó, parándose a su lado y la rodeó con los brazos.
—Te hubiera amado tanto —asintió Paula—, y se hubiera sentido tan feliz por nosotros. Sólo quisiera que... —giró entre los brazos de Pedro—Todavía la extraño tanto.
Una vez que se retiró, Paula se levantó y se dirigió al cuarto de baño. Media hora después, estaba parada desnuda frente al espejo de su dormitorio, estudiando su cuerpo abultado con una mezcla de éxtasis y sorpresa.
Entregada a una discusión silenciosa con el bebé en cuanto a la manera en la que le había cambiado el cuerpo, no se percató del regreso de Pedro hasta que éste abrió la puerta de su dormitorio, se detuvo brusco al verla.
De inmediato, Paula trató de alcanzar la bata que dejara sobre la cama, se sonrojó avergonzada... no sólo por su desnudez, sino porque era consciente de lo poco atractiva que luciría frente a los ojos de Pedro, aunque a ella, los cambios que sufriera su cuerpo le parecieran maravillosos. Cuando se estiró para alcanzar la bata, Pedro la detuvo con una voz pesada y ronca.
—No, no te escondas de mí, Paula.
Fascinada por el sonido de la voz, por la mirada en los ojos, Paula permaneció en donde estaba.
Cuando le tocó la piel con la punta de los dedos, Paula se estremeció. Como si fuera consciente de lo que ocurría, el bebé pateó duro, hizo que ella jadeara y que Pedro se pusiera tenso.
Cuando vio la expresión en sus ojos y pensó que él creía que ella rechazaba su contacto, que el jadeo fue ocasionado por el repudio que experimentaba, reaccionó por instinto, le tomó la mano y la llevó al sitio en donde el niño todavía pateaba.
Cuando vio que la expresión de Pedro cambiaba, notó el éxtasis, la sorpresa... el amor, que le iluminaban el rostro, la invadió una emoción indescriptible.
Así era como debía ser; así lo había soñado desde que supo que estaba embarazada; ese momento, esa mirada encerraban todos sus sueños más queridos y más idealistas de amar y ser amada, de compartir con su amante una sensación de unidad que los elevaba, una entrega al hijo que era el resultado de haber estado juntos.
La mano de Pedro todavía estaba sobre su cuerpo. El bebé, ahora tranquilo, dejó de patear.
Paula le soltó la muñeca, lo liberó de su contacto, pero él no mostró intenciones de separarse de ella.
Podía sentir la calidez de su cuerpo y quería acercarse más a él, que la abrazara, abrazarlo.
Notó que sus sentimientos de alegría y amor maternal cambiaban a algo más personal, más sensual.
Las manos de Pedro le acariciaban la piel con movimientos lentos, amables que hacían que ella se estremeciera en su interior y que le advertían que era el momento en que ella debía apartarse... que, si no lo hacía, revelaría sus sentimientos hacia él y los dos se avergonzarían, arruinarían la intimidad especial que acababan de compartir. Pero, cuando trató de apartarse, Pedro la detuvo, y para su sorpresa, se arrodilló frente a ella, y antes de que pudiera detenerlo, él con toda ternura besó el vientre abultado.
Las lágrimas amenazaban con brotar, la invadían sensaciones y sentimientos tan diferentes, que gritó contra ellos, fue un sonido de tortura que hizo que él subiera el rostro para verla.
—Esto no funcionará, ¿o sí?—le dijo Pedro con crudeza—. No me puedo quedar aquí contigo así, sin desearte. Pensé que podría... pensé que estar cercar de ti, tener la posibilidad de compartir el bebé contigo, sería suficiente, pero no lo será.
La voz carecía de expresión, sólo sonaba dura por la desesperación y el dolor.
—Pensé que ya había experimentado todo el dolor que se puede sufrir cuando creía que me usabas como sustituto de otro hombre... cuando el amor y el deseo físico que me dabas, en realidad estaban dirigidos a otro hombre. Me pareció que después de eso, nada me podría hacer daño... que era como estar rodeado de fuego y ser inmune a él después de haber sobrevivido a la experiencia.
—Entonces tuve que partir —continuó—. No me pude quedar sabiendo cuánto te amaba... cuánto te deseaba... con qué facilidad podría ceder a la tentación de suplicarte que me tuvieras lástima, de decirte que la química sexual entre nosotros era tan poderosa que bien podíamos fundamentar una relación viable en ella. Estaba dispuesto a negar mi amor, ocultarlo por completo y fingir que la necesidad que tenía de ti, sólo era física, si al hacerlo podía convencerte de que me permitieras entrar en tu vida.
—Pero al final, no logré hacerlo —siguió Pedro—. Mi orgullo no me lo permitiría, por lo que me fui cuando todavía era poderoso como para apoyarme en él. Entonces pensé que no podía haber un sufrimiento semejante a ese. Pero estaba equivocado. Hay otras clases de sufrimientos que son igual de destructores, igual de insoportables. Como descubrir lo mal que te juzgué... como de una manera tan tonta permití que la relación de mis padres me hiciera ver la vida. Descubrir la verdad, descubrir que, en tanto yo te acusaba de tratar de robar al marido de otra mujer, tú cuidabas a una moribunda... Cómo me debes haber desdeñado por eso. No me sorprende que no me hayas dicho la verdad.
Se detuvo un momento y entonces continuó.
—Fue Laura quien, sin querer desde luego, me la dijo, no sabía todo lo que me decía cuando me habló de tu tía y de la presión que viviste. Supe entonces que lo que me dijeron mis sentidos cuando hicimos el amor era cierta... que había una inocencia, una intensidad en la manera en la que te entregaste a mí que… —se interrumpió, negaba con la cabeza.
Paula se dio cuenta de que Pedro temblaba por la emoción, y cuando él apartó la mirada y la dirigió a la ventana, ella hubiera jurado que notó el brillo de las lágrimas en sus ojos.
—Una vez que me di cuenta... una vez que supe que tu hijo era mi hijo... —negaba con la cabeza como si tratara de aclarar sus ideas, de superar el caos emocional—. Arruiné todo al tratar de presionarte para que te casaras conmigo, pues debí saber que era un matrimonio que tú no deseabas. Después de todo, si yo hubiera significado algo para ti, no habrías mantenido tu embarazo en secreto, ¿o sí? Tampoco me dejarías creer que estabas involucrada con otro. No, sé que no me amas... y de una manera tonta, yo pensé que estar cerca de ti y del bebé sería suficiente, pero no lo es.
Había angustia en el sonido ronco de la voz de Pedro.
—Ahora al verte así... —él pasó saliva, y Paula estudió el movimiento de la garganta, notaba la presión emocional que experimentaba—. Te quiero tanto... te amo tanto —hablaba tan bajo, que ella apenas podía escuchar las palabras—. Y verte así... Me llena de tanto amor y deseo, Paula... La razón por la que te digo todo esto es porque quiero que entiendas por que tengo que irme... No quiero que pienses que ni tú ni el bebé son importantes para mí. Lo que pasa es que tengo que irme antes de hacer algo que los dos lamentaríamos.
Pedro volvió a inclinarse al frente; con las manos trazó la redondez del vientre como si estuviera ciego, su contacto fue tan delicado, tan lleno de amor y sufrimiento que Paula quería tomarlo entre sus brazos, acercarlo, decirle cuánto lo amaba. Pero, antes que pudiera hacerlo, él presionó los labios contra la piel, enviándole tales oleadas de deleite, que ella gritó su nombre.
Al instante, la soltó, se puso de pie y brusco, pregunto:
—¿Qué pasa? ¿Qué hice? ¿Te lastimé? ¿Lastimé al bebé?
Paula no podía hablar. Todo lo que podía hacer era negar con la cabeza, y entonces, al saber que si trataba de explicarle todo lo que sentía llevaría demasiado tiempo, la haría perder un tiempo precioso, les ocasionaría demasiada ansiedad, ella sólo le extendió los brazos.
Al principio, ella pensó que escuchaba mal, pero cuando se dio cuenta de que no era así, negó con la cabeza.
—No, no me casaré contigo. No sin amor.
Sabía que la miraba, pero no podía verlo a los ojos. Si lo hacía, él percibiría el sufrimiento, el anhelo, la súplica silenciosa muy diferente a lo que el orgullo la obligó a decir.
Hubo un silencio prolongado, después él habló cortante.
—Ya veo. Bueno, si eso es lo que sientes...
Lo que ella sentía nada tenía que ver con lo que dijera.
Moría en una agonía lenta, como si quisiera extender los brazos, abrazarlo, y rogarle que nunca la abandonara. Que llegaba el fin del mundo si él se iba. Eso era lo que sentía, pero, ¿cómo podía ella imponer sus sentimientos cuando sabía que él no sentía lo mismo que ella... que no podía querer casarse con ella?
—La gente no se casa en esta época sólo porque concibieron un hijo —se obligó a decir Paula—. Yo decidí continuar con mi embarazo. Fue mi decisión y...
—Así que el bebé es tuyo —la interrumpió furioso—, bueno, te tengo una noticia, también es mío. Si piensas que voy a fingir que no ocurrió nada de esto sólo porque eso es lo que tú quieres... —se detuvo, fruncía el ceño—. No podemos discutir ahora. No mientras estés tan débil —se acercó un poco a la cama y se inclinó sobre ella, y para su sorpresa colocó la mano sobre el vientre abultado. Su contacto fue cálido y amable, la sensación de amor y necesidad que la invadió hizo que cerrara los ojos y se estremeciera un poco.
—Sólo recuerda —le dijo tranquilo—, que este bebé es tan tuyo como mío, y que yo pretendo formar parte de su vida.
—Pero, tú no lo querías. Tú no sabías... No puedes... tú pensabas...
—Ahora lo sé —le dijo con firmeza—. Ahora lo sé.
Una vez que supo que el bebé de Paula era suyo, Pedro se volvió más protector. No repitió su propuesta de matrimonio, pero sí le hizo ver con toda claridad que pretendía ser parte de la vida del niño. Para sorpresa de Paula, le confió a Laura que era el padre. Hizo que su amiga comentara, cuando ellas estuvieron solas, que debió haberlo supuesto.
Paula supo entonces que su amiga tenía curiosidad por saber de la relación entre ellos; sin embargo, no hizo preguntas, aceptó el comentario intranquilo de Paula de que durante cierto tiempo después de la muerte de su tía ella se comportó de manera diferente a como solía hacerlo y que el embarazo era el resultado de ese comportamiento.
La reacción de Pedro al enterarse de que él era el padre fue tan diferente a lo que ella esperaba, que todavía no lograba entender. Hubiera esperado que los rechazara; sin embargo, cada día insistía en que quería jugar un papel importante en la vida del bebé.
Esa mañana había salido. Tenía asuntos que atender en Londres, le dijo. La partera la visitó durante su ausencia y para deleite de Paula, le dijo que ya estaba lo bastante recuperada como para dejar la cama.
—Pero, sólo en tanto no te excedas otra vez —le advirtió antes de dejarla, y añadió con una sonrisa—. Aunque, estando aquí el señor Alfonso, estoy segura de que no lo permitirá.
Ella escuchó que Pedro subía y frunció el ceño al ver el reloj. Todavía era muy temprano para comer, y por lo general, Pedro pasaba la mañana trabajando. Laura había interrumpido esa rutina, Paula no tenía idea de cuál era la razón que lo llevó a subir.
Cuando él abrió la puerta, su expresión era muy grave, se mostraba sorprendido. Entró en la habitación y cerró la puerta, por alguna razón Paula sintió que el temor le recorría la espina.
Nunca lo había visto así antes, tan serio... tan apartado. ¿Pensaba decirle que había cambiado de idea y se iría? ¿Habría adivinado después de todo...? El y Laura hablaron un buen rato... ¿Le diría su amiga algo que...?
—Laura me contó lo de tu tía —le anunció sin mayores preámbulos. El corazón de Paula latía veloz por la sorpresa—. Siempre estuve equivocado en cuanto a ti, ¿cierto, Paula? Todo el tiempo que pensé que pasabas con tu amante... La noche que no llegaste a casa... estabas con tu tía, ¿verdad?
No había manera de que le pudiera mentir; el rostro de Paula la delató antes que pudiera decir palabra.
— ¿Por qué? —le preguntó furioso, asustándola—. ¿Por qué no me dijiste nada? ¿Por qué permitiste que yo creyera...?
—No era asunto tuyo —repuso Paula, molesta. ¿Cuánto habría adivinado? No todo, de seguro.
Desde que regresó, nunca mencionó la noche que pasaron juntos. Era muy probable que él no quisiera recordarla, admitirlo le causó sufrimiento.
—Como el hijo que llevas. Supongo que eso tampoco es asunto mío, ¿verdad?
Durante un momento, ella sintió demasiado temor como para defenderse.
—No, no lo es. ¿Cómo podría serlo? —mintió cuando al fin logró hablar.
— ¿Cómo podría serlo? ¿En realidad tienes que hacer esa pregunta? —La manera en que la veía hizo que se congelara por la angustia—. ¿Tengo que decírtelo? Tú y yo fuimos amantes... todo el tiempo pensé que me usabas como sustituto de otro... que de alguna manera me usabas para llenar el vacío que él dejara en tu vida... pero, estaba equivocado, ¿verdad? Como estaba equivocado al pensar que él era el padre de este niño.
Hablaba con lentitud, buscaba las palabras como si recorriera un camino desconocido para él. Hablaba más consigo mismo que con ella, casi murmuraba.
—Dios santo, todo este tiempo pensé que tú nunca., pero, me dije que estaba equivocado. ¿Por qué, por qué lo hiciste en el nombre de Dios? —le volvió a preguntar—. Aun cuando te advertí que no te podía proteger de esa clase de consecuencias.
Eso no podía estar ocurriendo. Era peor que la peor de las pesadillas que ella imaginara al considerar en algún momento cómo reaccionaría él a la verdad. La sorpresa en el rostro y en la voz era algo que no se podía fingir. Paula quería negarlo, decirle que estaba equivocado, que él no era el padre del niño, pero sabía que no le creería.
—¿Por qué? —volvió a preguntar Pedro con voz ronca.
—En realidad no lo sé. Pienso que fue por la muerte de mi tía. Todavía no me recuperaba... yo —levantó la mirada para verlo, y notó la manera en que él la veía. Se le llenaron los ojos de lágrimas—. No era mi intención que ocurriera, al menos no consciente... aunque tal vez en lo profundo de mi mente sentía que al crear una nueva vida, compensaba de alguna manera la muerte de mi tía...
—Así que no era a mí a quien deseabas... sólo un padre para tu hijo.
¿Había alivio en la voz de Pedro? ¿Por qué se sorprendía tanto que lo hubiera? Siempre supo que él no la amaba... que no podía amarla...
—No era mi intención quedar embarazada —le dijo ella a la defensiva—. El estado de schock hace cosas extrañas a las personas. Mi tía era...
No pudo continuar. Sentía cómo se agitaba todo el peso de sus emociones en su interior.
—Ella era todo lo que tenía —continuó con sentimiento, después de controlarse—. No soportaba la idea de perderla. No podía admitir frente a nadie que estaba al borde de la muerte, tenía tanto miedo...
—¿Por eso me dejaste pensar que tenías un amante?
La pregunta tranquila la sorprendió, la obligó a verlo. No se había dado cuenta de todo lo que le revelaba, estaba atrapada en sus propias emociones y volvía a vivir la agonía de descubrir que, después de todo, la anciana no se recuperaría, experimentaba otra vez la amargura y el resentimiento ocasionado al saber que otros estaban buenos y sanos en tanto que su amada Maia moría.
No pudo responder, pero Pedro debió darse cuenta de que esa era la verdad, pues se tensó su rostro, y ella supo que debía estar maldiciéndola.
—No tienes de qué preocuparte... ni yo ni el bebé te pediremos nada —le dijo tensa—. No fue culpa tuya, como dijiste, tú me advertiste...
—No fue mi culpa —el enojo en la voz la dejó atónita—. Dios, ¡claro que es mi culpa! Debí adivinarlo... debí darme cuenta... —negaba con la cabeza, entonces dijo con voz ronca—, a pesar de toda esa pasión, toda esa intensidad... a pesar de la manera como me tocaste, de alguna manera, parecías tan... limpia que debí saber...
Sus palabras la sorprendieron, la hicieron volver a sentir el erotismo que experimentara entre sus brazos.
—Desde luego que tendremos que casarnos.
—¡CIELOS!, Pedro te mima demasiado —comentó Laura al ver la pila de revistas y el canasto de fruta fresca sobre la mesa de noche.
Pedro obligó a Paula a que la llamara para explicarle lo que ocurría y decirle que no se podía hacer cargo del trabajo por el momento, y por supuesto, Laura de inmediato anunció que iría a verla.
—Bueno, al menos el bebé ya empezó a crecer otra vez —le dijo Paula. Ignoró el comentario acerca de Pedro y esperaba que Laura no notara su sonrojo cuando lo mencionó.
—Sí, esa es una buena noticia, pero Pedro dice que todavía consideran que estás baja de peso si insisten en que te mantengas en reposo. Fue una suerte que el estuviera aquí cuando te caíste —Laura frunció el ceño—. Si hubieras estado sola...
—Pero, no lo estaba—Paula intervino. Todavía ahora, una semana después de los hechos, odiaba pensar en lo que podría haber ocurrido si hubiera caído estando sola. Por los comentarios que le hiciera Pedro, sabía que él se culpaba del accidente, aunque ella le indicara que la presencia del tapete en la cocina era responsabilidad de ella y no de él. Ella, en ocasiones se preguntaba si era el sentimiento de culpa lo que hacía que él permaneciera con ella, y sospechaba que debía serlo.
Para su sorpresa, Pedro le anunció que se proponía trabajar en la cabaña, por lo que estaba allí casi las veinticuatro horas del día.
Laura no llevaba con ella más de una hora, cuando él subió y anunció con firmeza que debía descansar.
Laura se puso de pie de inmediato, ignoró las protestas de Paula, quien decía que no había razón para que se fuera y que no veía por qué todavía tenía que permanecer en cama.
—El médico dice que debes hacerlo al menos el fin de semana —le recordó Pedro—, y eso es justo lo que harás.
Después de que bajaron los dos, ella se dijo que permanecería en la cama no porque Pedro insistiera, sino porque sabía que eso era lo mejor para su hijo, aunque en ocasiones se impacientaba y quería levantarse y hacer algunas cosas.
La Navidad se acercaba. Para entonces, desde luego, Pedro ya se habría ido. Ella se estremeció, no estaba dispuesta a admitir cuánto temía que se fuera...
Lograba escuchar las voces de Pedro y Laura que conversaban en la cocina, y se preguntó con un poco de celos de qué hablarían. Controló sus sentimientos y se dijo que su reacción era ridícula. Ella tenía que ser la primera en admitir que, Pedro era uno de esos hombres extraños que disfrutan una conversación con una mujer, que las trataba como un igual en un plano intelectual. Ahora, cuando iba en busca de la bandeja por las noches, pasaba más y más tiempo con ella. Habían cubierto tal cantidad de temas, que estaba sorprendida y sabía que, aún si no lo amara, lo extrañaría cuando se fuera, lo extrañaría como compañero y como alguien que en circunstancias diferentes, podría haberse convertido en un amigo excelente.
A la tía Maia le hubiera agradado. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. La señora siempre estaba en sus pensamientos. Ya había ordenado los rosales que pensaba plantar; las rosas especiales que deseara la anciana,
Pasó bastante tiempo antes que escuchara el auto de Laura que se alejaba. A pesar de que insistía frente a Pedro y la partera que ya estaba bastante bien como para levantarse, tenía que admitir que todavía no recuperaba todas sus fuerzas. La partera autorizó al inicio de la semana que bajara unas cuantas horas por la tarde, pero se cansaba con mucha facilidad. El bebé en pleno desarrollo exigía mucho de su cuerpo, le dijo la mujer; le recordó que todavía le faltaba peso.
Cuando abrió la puerta y percibió el aroma del espagueti a la boloñesa que le preparara, sintió tal apetito, que se sentó sobre la cama y extendió los brazos para recibir la bandeja que él le ofrecía antes de darse cuenta de lo que hacía.
—No traje café —le dijo—. Un buen té de hierbas que no afecta al bebé.
Paula estaba demasiado interesada en el espagueti como para discutir con él. Cielos, olía tan bien... que no podía esperar para empezar a comer. Se percató de que él la observaba y le preguntó:
—¿En dónde está tu plato?
Hubo una pequeña pausa. El la veía de manera extraña, la evaluaba, como si tratara de descubrir algo que no comprendía.
—Abajo —fue la respuesta—, pensé que preferirías comer sola.
De inmediato, Paula se sonrojó. Qué comentario más tonto, se amonestó. Desde luego que él no comería arriba con ella. ¿Por qué tenía que ser tan tonta?
—Sí... sí, así es —mintió.
El ya abría la puerta de su dormitorio y Paula tuvo que morderse el labio para no suplicarle que se quedara.
Una vez que él bajó, temblorosa, se preguntó cómo, si después de tan poco tiempo ella estaba así, lograría pasar esos quince días con él tan cerca.
Lo mejor que podía hacer era recuperarse lo más rápido posible. Después de todo, cuanto menos tiempo estuviera él allí, menos correría el peligro de traicionarse a sí misma y revelarle lo que sentía.
Y sin embargo, a pesar de lo que consideraba, la invadía el pánico al pensar en que él se fuera... en estar sin él.