miércoles, 30 de diciembre de 2015

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 10




Los limpiaparabrisas funcionaban a toda velocidad y apenas le permitieron ver a la figura aproximándose a través del aguacero. Pisó el freno y notó cómo el coche se deslizaba hasta quedar a unos centímetros de las piernas de la chica. 


Pedro exhaló todo el aire y se dejó caer sobre el volante, agradeciendo a Dios haberse detenido a tiempo. Al instante, el alivio fue sustituido por la furia, que lo hizo sacarse el cinturón de seguridad y salir disparado del coche, sin preocuparse en absoluto por la lluvia.


—¡¿Se ha vuelto loca?! —increpó.


Paula, que todavía respiraba agitada por el susto, le lanzó su mirada menos amistosa.


—¿Es que no me ha visto hacerle señas para que no se acercara?


—Es obvio que no —respondió él—. ¿Suelen recibir así a la gente por aquí, o es que tiene algún problema con las visitas? —añadió con sarcasmo.


—Con las visitas no, solo con usted —farfulló ella.


Paula contó hasta tres y se dijo que no merecía la pena discutir. Dispuesta a dejar de mojarse por aquel idiota, giró sobre los talones y se encaminó al porche.


Él agarró un maletín del asiento trasero y la siguió. Sus pies se encharcaron al primer paso, lo que confirmó que unos zapatos caros no eran apropiados en aquellos parajes.


Ya resguardada bajo el pórtico de entrada, Paula se volvió. 


Él la siguió de cerca y se sacudió el abrigo cuando estuvo a su lado. Aunque el gesto fue inútil, pues lo más seguro es que ya se hubiese empapado hasta los huesos.


—¿Qué pasa, suele corretear por ahí cuando llueve a cántaros, o qué? —volvió a preguntar él, mientras se secaba la frente con el dorso de la mano.


—O qué —respondió calmada, cruzándose de brazos.


Normalmente le era difícil ser maleducada, pero la prepotencia y la capacidad para avasallar que tenía aquel hombre la sacaban de quicio.


—Espero que ahí lleve el pijama —continuó, señalando con un movimiento de cabeza al maletín—. Porque va a tener que quedarse a pasar la noche. Mire por dónde, voy a inaugurar el hotel antes de lo previsto. Tendrá que disculpar la falta de muebles —terminó sarcástica—, pero no contábamos con recibir huéspedes tan pronto.


Él pestañeó perplejo.


—Veo que mueve los labios, pero no tengo ni idea de lo que dice.


Paula se cruzó de brazos y alzó el mentón.


—Pues digo que su coche no podrá salir de ahí hasta que el barro se seque. Por eso salí a hacerle señas, para que no abandonase la carretera.


Él miró hacia el lecho fangoso que rodeaba los neumáticos y comprendió, aunque estaba seguro que la chica exageraba. 


Como experto conductor, no tendría problema para salir de allí en cuanto hubiese hablado con ella.


—No se preocupe por eso. En cuanto firme los documentos de renuncia —anunció, levantando y palmeando el susodicho maletín—, me iré tan rápido que ni siquiera habrá notado mi presencia.


—Eso lo dudo —masculló, pasando por alto la posible insinuación de su respuesta.


Paula hizo una mueca y se dio la vuelta para entrar en la casa. No dejaba de sorprenderla el parecido físico de aquel hombre con su padre, y los sentimientos tan contrapuestos que ambos le causaban. Mientras Samuel le inspiraba una mezcla entrañable de ternura y protección, su hijo despertaba en ella una especie de rechazo. Algo parecido a una molesta alergia primaveral. Y no era exactamente que no le resultara agradable a la vista. Incluso, y en cualquier otra circunstancia, Paula admitiría que era guapo.


Pedro la siguió al interior del edificio. Se trataba de una casa antigua de estilo colonial y, por lo que pudo constatar al entrar, era que estaba en plena restauración. Todo estaba en semipenumbra, iluminado de forma tenue por la luz de algunas lámparas de pared. Olía a barniz. Por el brillo que mostraba el suelo, Pedro supo que había sido pulido recientemente. El suntuoso pasamano de madera maciza, que por lo intricado de su forma parecía obra de un artesano, ascendía caracoleando hasta la primera planta. 


Salvo por un raído sofá frente a la gran chimenea francesa del centro del vestíbulo, no había, como ella le había informado, ningún mueble a la vista. Por eso le sorprendió que al fondo del salón, frente al ventanal que se abría al exterior, un abeto repleto de parpadeantes luces y adornos navideños ocupase el espacio.


Paula entró en la cocina seguida por su inesperado invitado. 


Se sacó el chubasquero y la gorra de lluvia y los arrojó sobre una silla. Se llevó las manos a la cintura en actitud impaciente.


—A ver, ¿qué es eso que tengo que firmar?


No es que las mujeres que frecuentaba no usasen a menudo jersey de cuello vuelto y vaqueros ajustados, pero Pedro debía reconocer que a ella le quedaban especialmente bien. No era muy alta y a lo mejor tenía algunas curvas de más, pero podía llegar a resultar hasta interesante. Comprendía que un hombre como su padre pudiese perder la cabeza por ella; solo y mayor, que una chica así se fijase en uno era prácticamente irresistible. No sabía si era la forma en corazón de su cara, los ojos grises, o la forma en que estos brillaban cuando su dueña hablaba, pero lo cierto es que todo el conjunto resultaba atrayente.



Paula se dio cuenta de que la estudiaba y eso la hizo sentirse incómoda. Cruzó los brazos defensivamente sobre el pecho y lo miró impaciente.


—¿Y bien?


Él volvió enseguida a la realidad.


—Dijo que firmaría la renuncia —indicó, sacando varios documentos del portafolio y depositándolos sobre el mostrador de mármol—. Aquí la tiene.


Paula tomó el bolígrafo que él le tendía. Pasó a su lado y sin ni siquiera echar una ojeada, estampó su firma en las marcas que había en el documento.


Pedro guardó el bolígrafo que ella le devolvió en el bolsillo de su chaqueta, y la observó con desconfianza. Aquello había sido demasiado fácil, ¿por qué no había objetado o puesto alguna condición? Percibió entonces un extraño desasosiego, algo así como culpa. Resultaba que ya no le daba del todo igual no cumplir con el último deseo de su distante padre.


—No puedo creer que no quiera nada.


—Quiero los libros —intervino con ligereza, hasta que una idea acudió a su cabeza—, a no ser que…


Él achicó los ojos con suspicacia antes de animarla a seguir.


—¿Que…?


—Que tengan un significado especial para usted.


La respuesta terminó por confundirlo por completo. Acababa de renunciar a casi un millón de euros a cambio de unos libros viejos, los que también estaba dispuesta a cederle si tenían valor sentimental para él. Absolutamente desarmado, solo pudo pensar en que no podía existir alguien tan generoso. Ahora lo tenía claro; aquella mujer ocultaba algo, o peor aún: estaba completamente chalada.


—Señorita Chaves —dijo cauteloso—, exactamente, ¿qué clase de relación la unía a mi padre?









martes, 29 de diciembre de 2015

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 9




Con la intención de no mojarse mucho, Paula corrió hasta el cobertizo de la leña. Llovía tanto que en pocos metros el agua conseguía calarle hasta los huesos. El fontanero le había recomendado encender la calefacción y mantenerla funcionando varios días seguidos para asegurarse su buen funcionamiento en el futuro. Así que allí estaba ella; en medio del diluvio, en una casa sin muebles, con un torbellino de preocupaciones en su cabeza.


Por un lado estaba aquella casa, que se llevaba cada uno de sus ingresos. Pero sobre todo estaba Samuel, el excéntrico de Samuel, que incluso después de irse tenía la capacidad de anonadarla. Paula se sentó en el montón de leña y suspiró. 


Al instante, su mente voló de nuevo hasta aquel día en el despacho de abogados.


El abogado los precedió hasta su oficina y los invitó a ponerse cómodos. Ella, que no había soltado la caja de Samuel, la dejó sobre la mesa y se sentó. Estaba nerviosa.


Deseaba que todo aquello terminara cuanto antes, entregarle la caja al hijo de su amigo y poder marcharse a casa, donde la esperaban otros problemas que deberían importarle mucho más que todo aquello.


Instantes después, el abogado comenzó a leer lo que él mismo denominó como «un testamento extraño».


Su hijo heredaría las escasas propiedades que tenía y las acciones, cuyo valor no era despreciable. Mencionaba también una buena cantidad a repartir entre dos ONG. Hasta ahí todo normal. Lo raro venía luego; dejaba a Paula todo lo que se encontraba dentro de la caja de madera que ella portaría consigo. Además, informaba que sus herederos debían administrar juntos su contenido, haciendo hincapié en el hotel de Paula, y en la especial importancia de aquel punto para que el testamento se hiciese efectivo.


El abogado esperó el permiso de sus acompañantes para levantar por fin la tapa verde. La perplejidad de su cara y el centelleante brillo que acudió de repente a su mirada, los hizo incorporarse para ver lo que había dentro. Allí, como si de un cofre del tesoro se tratase, sobre un fondo de exquisito terciopelo negro, descasaban dos fulgurantes lingotes de oro impresos con el sello que los acreditaba como el metal más puro del mundo.


A partir de ahí la situación se descontroló. Aunque en resumen, se podría decir que el hijo de Samuel se enfadó, y se puso de lo más irritable mientras renegaba de todo el testamento, en especial de la última parte. Además de desconfiar sin ninguna sutileza de la relación que la había unido con su padre. A lo que ella había respondido poniéndose de pie inmediatamente y propinándole un bofetón tan potente, que aquel imbécil había terminado sentado otra vez en la butaca. Claro que no fue así exactamente como terminó la reunión. Paula sonrió con ironía cuando volvió a recordar cómo se había quedado absolutamente petrificada ante la situación.


Tomó un tronco del montón y un pinchazo en la mano la hizo gruñir. Se quitó el guante de lana y se dio cuenta de que una astilla había atravesado el tejido y también la piel de su dedo corazón. Se lo llevó a la boca en un acto reflejo y suspiró de frustración. «Ojalá le hubieses pegado. Así, al menos, ahora te sentirías mejor», pensó mientras volvía a recordar cómo, después de escuchar a aquel cretino insinuar lo peor de ella, se había levantado, había tomado su chaqueta y, apenas oyendo las objeciones del abogado, se había dirigido a la puerta.


—Renuncio. Redacte lo que sea y se lo firmaré; no quiero nada —indicó con calma al abogado, quien había enmudecido y permanecía todavía boquiabierto.


Se giró y abrió la puerta, pero antes de marcharse recordó algo. Se volvió hacia Pedro Alfonso, que se había levantado y la observaba desapasionado.


—Sí, hay algo: los libros. Quisiera poder tenerlos.



****


El ruido del motor de un coche hizo que Paula regresase al presente de inmediato. Se levantó a toda prisa y corrió hasta la parte delantera de la casa. Debía advertir a quien fuese que no abandonara el pavimento; pues el coche se quedaría atrapado si avanzaba hasta la embarrada calzada que llevaba a la casa.


Pero como últimamente la suerte había decidido esquivarla, no llegó a tiempo de avisar al conductor. Sin embargo, Paula jamás hubiera pensado que su suerte la había abandonado definitivamente hasta que distinguió al hombre sentado al volante del coche de alquiler que acababa de aparcar, justo enfrente de la casa







PERFECTA PARA MI: CAPITULO 8





Pedro trató de estirar el mapa sobre el volante, y de nuevo maldijo su suerte por no encontrar ningún vehículo con GPS en la empresa de alquiler de coches. Su teléfono móvil apenas tenía cobertura y había tenido que parar a comprar un mapa en la última gasolinera. Al parecer, aquellos parajes estaban mortalmente reñidos con la era tecnológica. 


Maldiciendo para sus adentros, comprobó que las líneas del plano no correspondían con las estrechas carreteras, apenas pavimentadas, que se extendían frente a él. Hacía dos días que llovía sin tregua y los limpiaparabrisas no daban abasto. 


Miró al frente y trató de vislumbrar alguna señal informativa que le indicara el camino que debía seguir para llegar al dichoso hotel, de aquella dichosa mujer.


Desde niño sabía que su padre nunca hacía las cosas como todo el mundo. Pero ahora, incluso muerto, continuaba alterando sus destinos y jugando a su antojo con todos ellos. 


Como piloto comercial siempre había viajado y no lo había visto mucho. Sin embargo, cuando su madre los abandonó, Pedro pensó que su padre cambiaría de empleo y se ocuparía de él. Nada más lejos de lo que ocurrió. Tras regresar a casa después de irse su esposa, puso en venta el edificio y todo lo que contenía, y se llevó a su hijo de diez años al mejor colegio de Suiza.


No obstante, si alguien pudo pensar que Pedro se había sentido abandonado o desarraigado, no se acercaba ni de lejos. A sus treinta y ocho años podía decir que el colegio suizo era lo mejor que le había pasado en la vida. Allí aprendió a seguir pautas; cualquier objetivo elevado se conseguía con fuertes dosis de disciplina. También allí hizo amigos influyentes, pues sus compañeros eran los hijos de las personas que dirigían el planeta; hijos que habían heredado los imperios de sus progenitores, y cuyos números de teléfono él recogía en su dotadísima agenda. Algo esencial para alguien que se dedicaba a asesorar empresas en todo el mundo.


Pero ahora su padre se moría, y volvía a poner su perfecta vida patas arriba. En aquellos momentos, él debía estar llegando a la estación de esquí suiza donde cada año pasaba sus perfectas vacaciones navideñas. Claro que nadie contaba con la sorpresa mayúscula que su padre les había preparado en el testamento. Por eso antes de irse debía poner un poco de orden y averiguar quién era aquella mujer que, ojos bonitos aparte, había logrado aguijonear su curiosidad. Pues, ¿quién en su sano juicio estaría dispuesto a renunciar a una fortuna a cambio de unos libros viejos? ¿Qué tipo de relación la había unido a su difícil padre?








PERFECTA PARA MI: CAPITULO 7






Volvió a pasar la mano por la suave tapa, y de nuevo se preguntó lo que contendría aquella caja que pesaba como una tonelada y que llevaba observando dos semanas sin atreverse a fisgonear. Sentía que sin el permiso de Samuel, tan celoso siempre de su privacidad, podía estar profanando algún secreto.


Había llegado temprano a la cita con el abogado de Alvarado-York, y Asociados con el que había quedado por teléfono el día anterior. Llevaba sentada alrededor de media hora en el moderno y minimalista sofá de la sala de espera.


Al parecer, Samuel la había mencionado en su testamento; para la lectura del cual debían estar todos los beneficiarios.


Hacía más de una semana que intentaba ponerse en contacto con su hijo; el único pariente de Samuel, al que ella debía darle la dichosa caja. Tras fracasar en sus intentos decidió llevársela consigo, segura de que la familia acudiría a la lectura del testamento.


Paula no tenía ni idea de lo que Samuel le había dejado. 


Aunque conociendo el amor por la lectura y su sentido del humor, lo más probable era que le hubiera donado los libros; y a ella le encantaría tenerlos. No se sentía culpable; después de todo, seguro que ningún familiar los valoraría tanto como ella, pues sabía lo importantes que habían sido para su dueño. A pesar de que en aquellos momentos le vendría bien algo de mayor valía —sobre todo ahora que debía pagar la factura del fontanero que había reparado la calefacción de la casa—, Paula agradecería cualquier cosa que Samuel le hubiese dejado y lo guardaría como un preciado recuerdo de su amistad.


Tamborileó con los dedos sobre la caja. No sabía muy bien el porqué, pero estaba nerviosa.


El ruido de la puerta le indicó que alguien más llegaba pronto. Paula levantó la mirada y un ligero escalofrío la sacudió. De pie bajo el umbral, con una mirada desapasionada, estaba Samuel.


Bueno, en realidad no era él, sino una versión más joven de Samuel. Pero era sorprendentemente semejante: los mismos ojos negros, la nariz recta, los pómulos marcados y la misma mandíbula cuadrada rematada por un fuerte mentón, con hoyuelo incluido.


El hombre no pronunció palabra, se dedicó a observarla. 


Parecía que su presencia allí no le sorprendía.


—Buenos días —dijo ella, con el corazón acelerado.


Sabía quién era, no podía ser otro: aquel era el hijo de Samuel.


—Buenos días.


Su voz grave resonó en la sala.


Paula dejó la caja a un lado y se levantó por educación. No sabía cómo tenía que saludarlo.


El mismo socio del bufete que la había recibido entró tras él. 


Paula no se había percatado de su presencia porque la elevada estatura del hijo de Samuel lo ocultaba de su campo de visión.


—Ya que todos los beneficiarios están presentes —dijo el abogado señalando la puerta—, podemos proceder a la lectura en cuanto lo estimen oportuno.


Ninguno de los dos hizo amago de seguirlo. Paula no sabía si presentarse a sí misma; y tampoco sabía si darle un formal apretón de manos, o dos besos en las mejillas. 


Aunque por la seriedad con que la observaba de arriba abajo, cualquier muestra de afecto quedó rápidamente descartada.


Él mantenía la postura erguida con las manos tras la espalda. Y Paula, como siempre que se ponía nerviosa, no sabía qué hacer con las suyas. Así que se cruzó de brazos.


—Oh, disculpen —pronunció con cierto azoro el abogado, que pareció percibir la tensión entre ambos—, ¿no sé si se conocen?


Paula negó enérgicamente con la cabeza. Él volvió su atención al letrado y con cierto aire de timidez, casi impropio para su postura altiva, negó también.


—Señor Alfonso, esta es la señorita Paula Chaves, amiga de su padre. Y este es el señor Pedro Alfonso, hijo del difunto Samuel Alfonso.


«Pedro, se llamaba Pedro». Estirando el brazo, Paula dio un inseguro paso al frente. Él extendió su mano y, a medio camino entre ambos, se produjo el primer contacto. Tenía los dedos tan largos que se cerraron sobre su muñeca durante el apretón. Y ella tenía las muñecas sensibles, siempre las había tenido; ese era el motivo —y no otro— por el que experimentó cierto cosquilleo en la piel.


A partir de ahí las cosas parecieron fluir con más o menos cordialidad entre todos ellos. Claro que cualquier muestra de amabilidad se evaporó en cuando se produjo la lectura del testamento.









lunes, 28 de diciembre de 2015

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 6





Un conocido que tampoco llevaba paraguas pasó por su lado y la saludó, devolviéndola al presente. Paula correspondió a su saludo con una sonrisa de impotencia. Al poco se dio cuenta de que ya no llovía con tanta intensidad como antes y decidió darse una carrera hasta la residencia.


Frente a la gran puerta giratoria de la entrada estaba Luis, el vigilante de seguridad, observando la calle y fumándose un cigarro. Paula dio un salto hasta salvaguardarse bajo la cornisa del edificio y lo saludó jovialmente. Él contestó con un escueto «hola» y apartó la mirada. Nunca habían sido muy amigos, pero a Paula la sorprendió lo poco hablador que estaba. «Seguramente vuelve a tener problemas con su ex», pensó. Pues el vigilante, al igual que todos, eran protagonistas de los dimes y diretes del edificio.


Se puso el uniforme, tomó el periódico y se encaminó a la habitación de su amigo. Paula contempló la imagen que el espejo del ascensor le devolvía y no pudo menos que torcer el gesto. Estaba horrible: tenía el pelo húmedo y pegado a la frente, estaba ruborizada por la carrera y sus pómulos presentaban unos pequeños surcos azulados bajo los ojos, fruto de la falta de sueño que la casa empezaba a causarle. 


Seguro que Samuel haría algún comentario mordaz sobre su aspecto.


Pero cuando las puertas automáticas se abrieron se dio cuenta de que algo no era como siempre: el pasillo no estaba en silencio. Había dos enfermeras conversando frente a la puerta de Samuel, que estaba abierta. Paula se aproximó a ellas dispuesta a averiguar lo que sucedía.


—Ya no vas a necesitarlo más —le dijo una de ellas, señalando el diario que llevaba bajo el brazo. 


Contemplándola altivamente, pasó a su lado y se alejó por el pasillo.


Paula observó el diario y luego a la otra enfermera, que le devolvió una mirada mucho más afectuosa que su compañera.


—Samuel ha muerto, Paula —anunció, tocándole ligeramente el brazo—. Lo siento mucho.


Las palabras entraron despacio en su cabeza. Luego, tiempo después, llegó el significado.


Bajó la cabeza y miró la mano en su antebrazo. El mundo pareció ralentizarse, como si todo ocurriera a cámara lenta; igual que en un sueño. Sí, eso era, cerraría los ojos y se concentraría muy fuerte para despertar. Entonces aparecería en su cama, agitada por la pesadilla. Y Samuel estaría a salvo en la otra punta de la ciudad, en su habitación de la residencia; tan enfadado como siempre.


Pero, en esta ocasión, no hubo despertar.


Paula volvió la cabeza hacia la habitación vacía. Las cortinas se movían al compás del viento que entraba por la ventana entreabierta. Sobre la cama había una caja de color verde que nunca antes había visto.


La enfermera volvió a hablar.


—No ha venido nadie de la familia. Hemos recogido todo y una empresa de mudanza se ha llevado sus enseres. Solo queda esa caja de madera, que Samuel dispuso que tú misma le entregaras a su familia.


—¿Qué? ¿Yo? —murmuró—. No. ¿Dónde está Samuel?


—Ya se lo han llevado. Hace tiempo que él lo organizó todo; tenía todos los servicios contratados.


A Paula le costó reaccionar.


—Pero, ¿cómo lo sabía?


Ella le acarició el brazo, observándola con lástima.


—Esto es una residencia de ancianos. Todos saben que tarde o temprano puede llegar el momento. Las empresas funerarias ofertan ese tipo de servicio a los clientes que no tienen familiares.


—Pero Samuel tiene un hijo —contestó ella, apartando el brazo y rompiendo el contacto con su interlocutora.


—Le llamamos y no pudo personarse. Al parecer, está de viaje en oriente medio. No obstante Samuel ya lo había dispuesto todo, Paula.


—Pero, pero… —Paula no sabía qué objetar, aunque estaba segura de que aquello no estaba bien.


La enfermera se alejó y la dejó sola. Paula entró en la habitación, tan familiar para ella y tan diferente sin Samuel. 


Suspirando se sentó en la cama y miró el diario, que todavía agarraba con fuerza.


Entonces leyó en voz alta.


—Los dos concejales imputados… —la voz se le quebró y las gruesas letras negras comenzaron a difuminarse.


—Ay, Samuel—susurró mirando al techo—, ¡cómo te voy a extrañar!


Y al fin lloró.








PERFECTA PARA MI: CAPITULO 5





La suave llovizna no tardó en dar paso al aguacero. Paula saltó sobre un charco y se resguardó bajo el colorido toldo de un escaparate. Contempló el reflejo de las luces del tráfico en los charcos y el agitado ir y venir de personas que, como ella, no habían sido lo suficiente previsoras como para llevar paraguas. Solo le faltaban unos cuantos metros para llegar a la residencia. Podía darse una carrera hasta allí, aunque por la forma en que llovía lo más probable era que terminase calada hasta los huesos. Su mano derecha se cerró sobre el diario escondido bajo su abrigo y decidió que terminaría empapado si decidía salir. Y a Samuel no le haría ninguna gracia quedarse sin escuchar la portada de ese día; repleta de grandes titulares sobre corrupción urbanística en el Ayuntamiento.


Paula sabía que al anciano le encantaba que le leyera el periódico. Sin embargo, estaba segura de que prefería el animado debate que se establecía entre ellos después. Las noticias sobre corrupción política —muy de actualidad— eran las favoritas de Samuel. Pues, como él decía, la clase política era un reflejo de la estupidez general. Era entonces cuando Paula, optimista por naturaleza, le rebatía hablándole sobre compromiso público, responsabilidad, dignidad, solidaridad, y toda clase de argumentos con los que únicamente conseguía que Samuel se riese de ella a grandes carcajadas. Pero, por el brillo centelleante que había observado en sus ojos mientras ella lo refutaba apasionada, había llegado a pensar que en realidad él también era un optimista, solo que no tan incauto.


No le caía bien a ningún miembro del personal de la residencia, y tampoco les gustaba a los otros ancianos. Pero Paula había descubierto en Samuel a un tipo excepcionalmente generoso y honesto. Tenía mucho sentido del humor, era auténtico y, pese a sus continuas bromas subidas de tono, respetaba más que nada la libertad individual. Su máxima era «vive y deja vivir». Ese era Samuel: el anciano más difícil del residencial «Los Tréboles», y su mejor amigo.


No dejaba de ser curioso que hubiese hallado tanta afinidad en una persona tan distante a ella en edad y clase social.


Una de las enfermeras le había contado que Samuel había sido piloto y que tenía un hijo al que nunca habían visto por allí. Según se rumoreaba, su esposa lo había abandonado muchos años atrás. Paula nunca se había atrevido a preguntarle; Samuel era bastante celoso de su privacidad y, salvo por algunas burlas al concepto de familia, jamás hacía comentarios sobre su vida. Claro que tampoco le preguntaba de forma directa sobre la suya. Algunas veces le lanzaba pullas con las que únicamente buscaba provocarla para sacarle información sobre su vida privada. Pero como ya le conocía, Paula no cedía a sus desafíos.


En ocasiones le hablaba sobre la casa que había heredado y sobre sus planes para el hotel; más que nada porque pasaba tanto tiempo con Samuel, que le era imposible no mencionar aquello que ocupaba casi todos sus pensamientos. 


Curiosamente, él jamás la interrumpía en aquellas ocasiones, ni siquiera para hacer chistes sobre banqueros o atacar con alguna ironía al sistema capitalista.


—¿Hay algún Florentino Ariza en tu vida, Paula? —le preguntó una vez mientras le leía «El amor en los tiempos del cólera», uno de sus libros favoritos.


Ella no se esperaba la pregunta, aunque entendía lo que quería saber. Florentino Ariza era el protagonista del libro, un hombre que se había pasado toda su existencia
enamorado de una misma mujer y quien, después de muchas contrariedades, decide que su vida termine en un perpetuo viaje por el río en compañía de ella. Aislados en un barco, los dos amantes logran al fin estar juntos y alejarse de los convencionalismos sociales.


—No, ahora que lo dice —respondió ella, fingiendo no comprenderle—, no conozco a ningún miope.


Samuel resopló de puro hastío.


—Ay, nena, por el amor de Dios, ¿tienes novio?


Paula lo observó durante unos instantes en silencio mientras una sonrisa bullía en sus labios.


—No, Samuel, no tengo novio.


—¿Novia?


Sonriendo ya ampliamente, Paula negó con la cabeza.


—Me gustan los hombres. ¿Algún interés personal al respecto? —bromeó.


Él le sonrió de medio lado, con aquella mueca que le hacía parecer un granuja.


—Hace treinta años, no te quepa la menor duda —respondió, guiñándole un ojo.


Paula se rió sin poder evitar ruborizarse, lo que provocó otra enorme carcajada de Samuel.


—Eres maravillosa —reconoció, mientras la risa se apagaba lentamente en su voz—. No sé en qué demonios piensan los hombres de hoy en día. ¿Cómo pueden pasar a tu lado sin ver lo especial que eres?


A pesar de que no había ninguna particularidad en sí misma que destacaría, a Paula le pareció el mejor cumplido que le habían dedicado nunca.


—Tú sí que eres especial —murmuró, justo antes de bajar la cabeza y seguir leyendo.








PERFECTA PARA MI: CAPITULO 4





Ella tomó un volumen de La realidad y el deseo y se lo mostró. Él se encogió de hombros, resoplando para sus adentros. «Genial, más lloradera», fue su último pensamiento, antes de concentrarse en su voluntaria.


Samuel la observó acercarse, sentarse enfrente y abrir el libro sobre su regazo. Ella le sonrió, y él se conmovió; sorprendido, a sus setenta y ocho años, de poder conmoverse todavía. Pero es que jamás había contemplado una mirada más directa, limpia y honesta. Era preciosa, y ni tan siquiera lo sospechaba. Se dio cuenta de que aquella chica era la persona más interesante que había pisado aquel lugar.


Achicó los ojos y leyó la plaquita que prendía sobre el lado izquierdo de su pecho: «Srta. Paula Chaves. Voluntaria».


Con la espalda recta y con la voz más dulce oída por él jamás, la Srta. Chaves comenzó a leer:
—¿Dónde huir? Tibio vacío…