martes, 29 de diciembre de 2015

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 9




Con la intención de no mojarse mucho, Paula corrió hasta el cobertizo de la leña. Llovía tanto que en pocos metros el agua conseguía calarle hasta los huesos. El fontanero le había recomendado encender la calefacción y mantenerla funcionando varios días seguidos para asegurarse su buen funcionamiento en el futuro. Así que allí estaba ella; en medio del diluvio, en una casa sin muebles, con un torbellino de preocupaciones en su cabeza.


Por un lado estaba aquella casa, que se llevaba cada uno de sus ingresos. Pero sobre todo estaba Samuel, el excéntrico de Samuel, que incluso después de irse tenía la capacidad de anonadarla. Paula se sentó en el montón de leña y suspiró. 


Al instante, su mente voló de nuevo hasta aquel día en el despacho de abogados.


El abogado los precedió hasta su oficina y los invitó a ponerse cómodos. Ella, que no había soltado la caja de Samuel, la dejó sobre la mesa y se sentó. Estaba nerviosa.


Deseaba que todo aquello terminara cuanto antes, entregarle la caja al hijo de su amigo y poder marcharse a casa, donde la esperaban otros problemas que deberían importarle mucho más que todo aquello.


Instantes después, el abogado comenzó a leer lo que él mismo denominó como «un testamento extraño».


Su hijo heredaría las escasas propiedades que tenía y las acciones, cuyo valor no era despreciable. Mencionaba también una buena cantidad a repartir entre dos ONG. Hasta ahí todo normal. Lo raro venía luego; dejaba a Paula todo lo que se encontraba dentro de la caja de madera que ella portaría consigo. Además, informaba que sus herederos debían administrar juntos su contenido, haciendo hincapié en el hotel de Paula, y en la especial importancia de aquel punto para que el testamento se hiciese efectivo.


El abogado esperó el permiso de sus acompañantes para levantar por fin la tapa verde. La perplejidad de su cara y el centelleante brillo que acudió de repente a su mirada, los hizo incorporarse para ver lo que había dentro. Allí, como si de un cofre del tesoro se tratase, sobre un fondo de exquisito terciopelo negro, descasaban dos fulgurantes lingotes de oro impresos con el sello que los acreditaba como el metal más puro del mundo.


A partir de ahí la situación se descontroló. Aunque en resumen, se podría decir que el hijo de Samuel se enfadó, y se puso de lo más irritable mientras renegaba de todo el testamento, en especial de la última parte. Además de desconfiar sin ninguna sutileza de la relación que la había unido con su padre. A lo que ella había respondido poniéndose de pie inmediatamente y propinándole un bofetón tan potente, que aquel imbécil había terminado sentado otra vez en la butaca. Claro que no fue así exactamente como terminó la reunión. Paula sonrió con ironía cuando volvió a recordar cómo se había quedado absolutamente petrificada ante la situación.


Tomó un tronco del montón y un pinchazo en la mano la hizo gruñir. Se quitó el guante de lana y se dio cuenta de que una astilla había atravesado el tejido y también la piel de su dedo corazón. Se lo llevó a la boca en un acto reflejo y suspiró de frustración. «Ojalá le hubieses pegado. Así, al menos, ahora te sentirías mejor», pensó mientras volvía a recordar cómo, después de escuchar a aquel cretino insinuar lo peor de ella, se había levantado, había tomado su chaqueta y, apenas oyendo las objeciones del abogado, se había dirigido a la puerta.


—Renuncio. Redacte lo que sea y se lo firmaré; no quiero nada —indicó con calma al abogado, quien había enmudecido y permanecía todavía boquiabierto.


Se giró y abrió la puerta, pero antes de marcharse recordó algo. Se volvió hacia Pedro Alfonso, que se había levantado y la observaba desapasionado.


—Sí, hay algo: los libros. Quisiera poder tenerlos.



****


El ruido del motor de un coche hizo que Paula regresase al presente de inmediato. Se levantó a toda prisa y corrió hasta la parte delantera de la casa. Debía advertir a quien fuese que no abandonara el pavimento; pues el coche se quedaría atrapado si avanzaba hasta la embarrada calzada que llevaba a la casa.


Pero como últimamente la suerte había decidido esquivarla, no llegó a tiempo de avisar al conductor. Sin embargo, Paula jamás hubiera pensado que su suerte la había abandonado definitivamente hasta que distinguió al hombre sentado al volante del coche de alquiler que acababa de aparcar, justo enfrente de la casa







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