martes, 29 de diciembre de 2015

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 7






Volvió a pasar la mano por la suave tapa, y de nuevo se preguntó lo que contendría aquella caja que pesaba como una tonelada y que llevaba observando dos semanas sin atreverse a fisgonear. Sentía que sin el permiso de Samuel, tan celoso siempre de su privacidad, podía estar profanando algún secreto.


Había llegado temprano a la cita con el abogado de Alvarado-York, y Asociados con el que había quedado por teléfono el día anterior. Llevaba sentada alrededor de media hora en el moderno y minimalista sofá de la sala de espera.


Al parecer, Samuel la había mencionado en su testamento; para la lectura del cual debían estar todos los beneficiarios.


Hacía más de una semana que intentaba ponerse en contacto con su hijo; el único pariente de Samuel, al que ella debía darle la dichosa caja. Tras fracasar en sus intentos decidió llevársela consigo, segura de que la familia acudiría a la lectura del testamento.


Paula no tenía ni idea de lo que Samuel le había dejado. 


Aunque conociendo el amor por la lectura y su sentido del humor, lo más probable era que le hubiera donado los libros; y a ella le encantaría tenerlos. No se sentía culpable; después de todo, seguro que ningún familiar los valoraría tanto como ella, pues sabía lo importantes que habían sido para su dueño. A pesar de que en aquellos momentos le vendría bien algo de mayor valía —sobre todo ahora que debía pagar la factura del fontanero que había reparado la calefacción de la casa—, Paula agradecería cualquier cosa que Samuel le hubiese dejado y lo guardaría como un preciado recuerdo de su amistad.


Tamborileó con los dedos sobre la caja. No sabía muy bien el porqué, pero estaba nerviosa.


El ruido de la puerta le indicó que alguien más llegaba pronto. Paula levantó la mirada y un ligero escalofrío la sacudió. De pie bajo el umbral, con una mirada desapasionada, estaba Samuel.


Bueno, en realidad no era él, sino una versión más joven de Samuel. Pero era sorprendentemente semejante: los mismos ojos negros, la nariz recta, los pómulos marcados y la misma mandíbula cuadrada rematada por un fuerte mentón, con hoyuelo incluido.


El hombre no pronunció palabra, se dedicó a observarla. 


Parecía que su presencia allí no le sorprendía.


—Buenos días —dijo ella, con el corazón acelerado.


Sabía quién era, no podía ser otro: aquel era el hijo de Samuel.


—Buenos días.


Su voz grave resonó en la sala.


Paula dejó la caja a un lado y se levantó por educación. No sabía cómo tenía que saludarlo.


El mismo socio del bufete que la había recibido entró tras él. 


Paula no se había percatado de su presencia porque la elevada estatura del hijo de Samuel lo ocultaba de su campo de visión.


—Ya que todos los beneficiarios están presentes —dijo el abogado señalando la puerta—, podemos proceder a la lectura en cuanto lo estimen oportuno.


Ninguno de los dos hizo amago de seguirlo. Paula no sabía si presentarse a sí misma; y tampoco sabía si darle un formal apretón de manos, o dos besos en las mejillas. 


Aunque por la seriedad con que la observaba de arriba abajo, cualquier muestra de afecto quedó rápidamente descartada.


Él mantenía la postura erguida con las manos tras la espalda. Y Paula, como siempre que se ponía nerviosa, no sabía qué hacer con las suyas. Así que se cruzó de brazos.


—Oh, disculpen —pronunció con cierto azoro el abogado, que pareció percibir la tensión entre ambos—, ¿no sé si se conocen?


Paula negó enérgicamente con la cabeza. Él volvió su atención al letrado y con cierto aire de timidez, casi impropio para su postura altiva, negó también.


—Señor Alfonso, esta es la señorita Paula Chaves, amiga de su padre. Y este es el señor Pedro Alfonso, hijo del difunto Samuel Alfonso.


«Pedro, se llamaba Pedro». Estirando el brazo, Paula dio un inseguro paso al frente. Él extendió su mano y, a medio camino entre ambos, se produjo el primer contacto. Tenía los dedos tan largos que se cerraron sobre su muñeca durante el apretón. Y ella tenía las muñecas sensibles, siempre las había tenido; ese era el motivo —y no otro— por el que experimentó cierto cosquilleo en la piel.


A partir de ahí las cosas parecieron fluir con más o menos cordialidad entre todos ellos. Claro que cualquier muestra de amabilidad se evaporó en cuando se produjo la lectura del testamento.









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