miércoles, 30 de diciembre de 2015

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 10




Los limpiaparabrisas funcionaban a toda velocidad y apenas le permitieron ver a la figura aproximándose a través del aguacero. Pisó el freno y notó cómo el coche se deslizaba hasta quedar a unos centímetros de las piernas de la chica. 


Pedro exhaló todo el aire y se dejó caer sobre el volante, agradeciendo a Dios haberse detenido a tiempo. Al instante, el alivio fue sustituido por la furia, que lo hizo sacarse el cinturón de seguridad y salir disparado del coche, sin preocuparse en absoluto por la lluvia.


—¡¿Se ha vuelto loca?! —increpó.


Paula, que todavía respiraba agitada por el susto, le lanzó su mirada menos amistosa.


—¿Es que no me ha visto hacerle señas para que no se acercara?


—Es obvio que no —respondió él—. ¿Suelen recibir así a la gente por aquí, o es que tiene algún problema con las visitas? —añadió con sarcasmo.


—Con las visitas no, solo con usted —farfulló ella.


Paula contó hasta tres y se dijo que no merecía la pena discutir. Dispuesta a dejar de mojarse por aquel idiota, giró sobre los talones y se encaminó al porche.


Él agarró un maletín del asiento trasero y la siguió. Sus pies se encharcaron al primer paso, lo que confirmó que unos zapatos caros no eran apropiados en aquellos parajes.


Ya resguardada bajo el pórtico de entrada, Paula se volvió. 


Él la siguió de cerca y se sacudió el abrigo cuando estuvo a su lado. Aunque el gesto fue inútil, pues lo más seguro es que ya se hubiese empapado hasta los huesos.


—¿Qué pasa, suele corretear por ahí cuando llueve a cántaros, o qué? —volvió a preguntar él, mientras se secaba la frente con el dorso de la mano.


—O qué —respondió calmada, cruzándose de brazos.


Normalmente le era difícil ser maleducada, pero la prepotencia y la capacidad para avasallar que tenía aquel hombre la sacaban de quicio.


—Espero que ahí lleve el pijama —continuó, señalando con un movimiento de cabeza al maletín—. Porque va a tener que quedarse a pasar la noche. Mire por dónde, voy a inaugurar el hotel antes de lo previsto. Tendrá que disculpar la falta de muebles —terminó sarcástica—, pero no contábamos con recibir huéspedes tan pronto.


Él pestañeó perplejo.


—Veo que mueve los labios, pero no tengo ni idea de lo que dice.


Paula se cruzó de brazos y alzó el mentón.


—Pues digo que su coche no podrá salir de ahí hasta que el barro se seque. Por eso salí a hacerle señas, para que no abandonase la carretera.


Él miró hacia el lecho fangoso que rodeaba los neumáticos y comprendió, aunque estaba seguro que la chica exageraba. 


Como experto conductor, no tendría problema para salir de allí en cuanto hubiese hablado con ella.


—No se preocupe por eso. En cuanto firme los documentos de renuncia —anunció, levantando y palmeando el susodicho maletín—, me iré tan rápido que ni siquiera habrá notado mi presencia.


—Eso lo dudo —masculló, pasando por alto la posible insinuación de su respuesta.


Paula hizo una mueca y se dio la vuelta para entrar en la casa. No dejaba de sorprenderla el parecido físico de aquel hombre con su padre, y los sentimientos tan contrapuestos que ambos le causaban. Mientras Samuel le inspiraba una mezcla entrañable de ternura y protección, su hijo despertaba en ella una especie de rechazo. Algo parecido a una molesta alergia primaveral. Y no era exactamente que no le resultara agradable a la vista. Incluso, y en cualquier otra circunstancia, Paula admitiría que era guapo.


Pedro la siguió al interior del edificio. Se trataba de una casa antigua de estilo colonial y, por lo que pudo constatar al entrar, era que estaba en plena restauración. Todo estaba en semipenumbra, iluminado de forma tenue por la luz de algunas lámparas de pared. Olía a barniz. Por el brillo que mostraba el suelo, Pedro supo que había sido pulido recientemente. El suntuoso pasamano de madera maciza, que por lo intricado de su forma parecía obra de un artesano, ascendía caracoleando hasta la primera planta. 


Salvo por un raído sofá frente a la gran chimenea francesa del centro del vestíbulo, no había, como ella le había informado, ningún mueble a la vista. Por eso le sorprendió que al fondo del salón, frente al ventanal que se abría al exterior, un abeto repleto de parpadeantes luces y adornos navideños ocupase el espacio.


Paula entró en la cocina seguida por su inesperado invitado. 


Se sacó el chubasquero y la gorra de lluvia y los arrojó sobre una silla. Se llevó las manos a la cintura en actitud impaciente.


—A ver, ¿qué es eso que tengo que firmar?


No es que las mujeres que frecuentaba no usasen a menudo jersey de cuello vuelto y vaqueros ajustados, pero Pedro debía reconocer que a ella le quedaban especialmente bien. No era muy alta y a lo mejor tenía algunas curvas de más, pero podía llegar a resultar hasta interesante. Comprendía que un hombre como su padre pudiese perder la cabeza por ella; solo y mayor, que una chica así se fijase en uno era prácticamente irresistible. No sabía si era la forma en corazón de su cara, los ojos grises, o la forma en que estos brillaban cuando su dueña hablaba, pero lo cierto es que todo el conjunto resultaba atrayente.



Paula se dio cuenta de que la estudiaba y eso la hizo sentirse incómoda. Cruzó los brazos defensivamente sobre el pecho y lo miró impaciente.


—¿Y bien?


Él volvió enseguida a la realidad.


—Dijo que firmaría la renuncia —indicó, sacando varios documentos del portafolio y depositándolos sobre el mostrador de mármol—. Aquí la tiene.


Paula tomó el bolígrafo que él le tendía. Pasó a su lado y sin ni siquiera echar una ojeada, estampó su firma en las marcas que había en el documento.


Pedro guardó el bolígrafo que ella le devolvió en el bolsillo de su chaqueta, y la observó con desconfianza. Aquello había sido demasiado fácil, ¿por qué no había objetado o puesto alguna condición? Percibió entonces un extraño desasosiego, algo así como culpa. Resultaba que ya no le daba del todo igual no cumplir con el último deseo de su distante padre.


—No puedo creer que no quiera nada.


—Quiero los libros —intervino con ligereza, hasta que una idea acudió a su cabeza—, a no ser que…


Él achicó los ojos con suspicacia antes de animarla a seguir.


—¿Que…?


—Que tengan un significado especial para usted.


La respuesta terminó por confundirlo por completo. Acababa de renunciar a casi un millón de euros a cambio de unos libros viejos, los que también estaba dispuesta a cederle si tenían valor sentimental para él. Absolutamente desarmado, solo pudo pensar en que no podía existir alguien tan generoso. Ahora lo tenía claro; aquella mujer ocultaba algo, o peor aún: estaba completamente chalada.


—Señorita Chaves —dijo cauteloso—, exactamente, ¿qué clase de relación la unía a mi padre?









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