lunes, 28 de diciembre de 2015

PERFECTA PARA MI: CAPITULO 6





Un conocido que tampoco llevaba paraguas pasó por su lado y la saludó, devolviéndola al presente. Paula correspondió a su saludo con una sonrisa de impotencia. Al poco se dio cuenta de que ya no llovía con tanta intensidad como antes y decidió darse una carrera hasta la residencia.


Frente a la gran puerta giratoria de la entrada estaba Luis, el vigilante de seguridad, observando la calle y fumándose un cigarro. Paula dio un salto hasta salvaguardarse bajo la cornisa del edificio y lo saludó jovialmente. Él contestó con un escueto «hola» y apartó la mirada. Nunca habían sido muy amigos, pero a Paula la sorprendió lo poco hablador que estaba. «Seguramente vuelve a tener problemas con su ex», pensó. Pues el vigilante, al igual que todos, eran protagonistas de los dimes y diretes del edificio.


Se puso el uniforme, tomó el periódico y se encaminó a la habitación de su amigo. Paula contempló la imagen que el espejo del ascensor le devolvía y no pudo menos que torcer el gesto. Estaba horrible: tenía el pelo húmedo y pegado a la frente, estaba ruborizada por la carrera y sus pómulos presentaban unos pequeños surcos azulados bajo los ojos, fruto de la falta de sueño que la casa empezaba a causarle. 


Seguro que Samuel haría algún comentario mordaz sobre su aspecto.


Pero cuando las puertas automáticas se abrieron se dio cuenta de que algo no era como siempre: el pasillo no estaba en silencio. Había dos enfermeras conversando frente a la puerta de Samuel, que estaba abierta. Paula se aproximó a ellas dispuesta a averiguar lo que sucedía.


—Ya no vas a necesitarlo más —le dijo una de ellas, señalando el diario que llevaba bajo el brazo. 


Contemplándola altivamente, pasó a su lado y se alejó por el pasillo.


Paula observó el diario y luego a la otra enfermera, que le devolvió una mirada mucho más afectuosa que su compañera.


—Samuel ha muerto, Paula —anunció, tocándole ligeramente el brazo—. Lo siento mucho.


Las palabras entraron despacio en su cabeza. Luego, tiempo después, llegó el significado.


Bajó la cabeza y miró la mano en su antebrazo. El mundo pareció ralentizarse, como si todo ocurriera a cámara lenta; igual que en un sueño. Sí, eso era, cerraría los ojos y se concentraría muy fuerte para despertar. Entonces aparecería en su cama, agitada por la pesadilla. Y Samuel estaría a salvo en la otra punta de la ciudad, en su habitación de la residencia; tan enfadado como siempre.


Pero, en esta ocasión, no hubo despertar.


Paula volvió la cabeza hacia la habitación vacía. Las cortinas se movían al compás del viento que entraba por la ventana entreabierta. Sobre la cama había una caja de color verde que nunca antes había visto.


La enfermera volvió a hablar.


—No ha venido nadie de la familia. Hemos recogido todo y una empresa de mudanza se ha llevado sus enseres. Solo queda esa caja de madera, que Samuel dispuso que tú misma le entregaras a su familia.


—¿Qué? ¿Yo? —murmuró—. No. ¿Dónde está Samuel?


—Ya se lo han llevado. Hace tiempo que él lo organizó todo; tenía todos los servicios contratados.


A Paula le costó reaccionar.


—Pero, ¿cómo lo sabía?


Ella le acarició el brazo, observándola con lástima.


—Esto es una residencia de ancianos. Todos saben que tarde o temprano puede llegar el momento. Las empresas funerarias ofertan ese tipo de servicio a los clientes que no tienen familiares.


—Pero Samuel tiene un hijo —contestó ella, apartando el brazo y rompiendo el contacto con su interlocutora.


—Le llamamos y no pudo personarse. Al parecer, está de viaje en oriente medio. No obstante Samuel ya lo había dispuesto todo, Paula.


—Pero, pero… —Paula no sabía qué objetar, aunque estaba segura de que aquello no estaba bien.


La enfermera se alejó y la dejó sola. Paula entró en la habitación, tan familiar para ella y tan diferente sin Samuel. 


Suspirando se sentó en la cama y miró el diario, que todavía agarraba con fuerza.


Entonces leyó en voz alta.


—Los dos concejales imputados… —la voz se le quebró y las gruesas letras negras comenzaron a difuminarse.


—Ay, Samuel—susurró mirando al techo—, ¡cómo te voy a extrañar!


Y al fin lloró.








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