lunes, 25 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 26

 


—¿Estás lista para despertarte?


Paula oyó la pregunta a través de una gruesa capa de sueño. La voz era suave, y sonaba claramente divertida y muy masculina. Era la voz de Pedro. Se despertó al instante.


Estaba sentado junto a la tumbona, sosteniéndole la mano y sonriendo.


—Deduzco que la mañana ha sido una experiencia relajante para ti.


—No ha estado mal —replicó ella, con cautela. Después de todo, había ido a regañadientes, y no quería que Pedro se sintiera demasiado satisfecho consigo mismo—. Anoche no dormí demasiado bien, así que he aprovechado la oportunidad para echar una siesta.


—Bien. Me alegra que hayas podido descansar. ¿Estás lista para comer?


Si de algo estaba segura Paula era que se encontraba demasiado relajada como para vestirse y acudir a algún restaurante de moda a comer.


—No.


Pedro arqueó las cejas con gesto escéptico.


—¿No quieres aprovechar lo que has pagado? La comida está incluida en el precio del tratamiento.


—Oh, no lo sabía.


—Pues ahora que lo sabes, vamos —Pedro tiró suavemente de la mano de Paula—. Después de comer solo tienes que hacer otro par de cosas, y luego podremos irnos.


Paula estaba tan relajada que no habría podido levantarse sin la ayuda de Pedro. Cuando finalmente estuvo en pie, recordó de pronto que estaba desnuda bajo la bata de felpa. Se la ajustó y se ciñó el cinturón. No se había sentido consciente de su relativa desnudez hasta que Pedro había aparecido.


Él la miró y apartó un mechón de pelo de su frente.


—Creo que nunca te había visto tan relajada.


Paula rió.


—Estoy segura de que nadie me ha visto nunca así. Aquí no solo relajan tus músculos; tengo la sensación de que también relajan tus huesos.


Pedro alzó una mano y le acarició una mejilla.


—Te sienta muy bien estar relajada —dijo, con voz ronca.


Cuando inclinó el rostro y la besó con delicadeza en los labios, fue casi como si Paula lo hubiera estado esperando. De pronto, todas las terminaciones nerviosas de su piel volvieron a la vida y le produjeron un cálido cosquilleo por todo el cuerpo. Pero estaba demasiado relajada como para erigir alguna defensa contra él.


Despacio, Pedro abrió su boca, y ella entreabrió los labios en respuesta. Sabía lo que venía a continuación, y lo deseaba. Cuando sus lenguas se acariciaron, Paula temió perder el sentido. Un intenso calor floreció entre sus piernas. Olvidó todo lo que la rodeaba. Solo podía concentrarse en lo que estaba sintiendo.


Un instante después, Pedro deslizó una mano bajo la bata de Paula, abarcó con ella uno de sus pechos desnudos y acarició su pezón con la yema del pulgar hasta que un suave gemido escapó de su garganta. De inmediato, retiró la mano.


La sensación que su retirada produjo a Paula fue de intenso vacío. Lo miró confusa, insegura. ¿Qué le estaba haciendo aquel hombre?


Él exhaló un prolongado y tembloroso aliento. Su rostro parecía atormentado, pero sus siguientes palabras desmintieron aquella idea.


—Eso es lo que Darío habría hecho —dijo, y a continuación tomó la mano de Paula y prácticamente la arrastró hasta la puerta—. Vamos.


Aturdida, lo siguió por el pasillo hasta que se detuvieron ante otra puerta.


—Jacqui ha hecho que nos sirvan aquí la comida para que podamos tener algo de intimidad.


Intimidad. «Oh sí, claro», reflexionó Paula con sarcasmo. Eso era exactamente lo que necesitaban.


Entraron en una habitación muy bien iluminada y en la que dominaban los tonos verde y melocotón. En un rincón había una mesa dispuesta para dos, con los platos y las copas ya llenas.


Paula se dirigió de inmediato a ella y tomó una de las copas de champán. Sin mirar a Pedro, eligió una silla y se llevó la copa a los labios. Cuando la vació, buscó la botella con la mirada.


Pedro se anticipó a ella y volvió a llenarle la copa.


—Tal vez sería mejor que comieras algo antes de beber más.


Su sugerencia, aunque amable, fue recibida con el humor de un rinoceronte. A pesar de todo, Paula acabó por fijarse en el plato de pollo con espinacas y ensalada.


De pronto se dio cuenta de dos cosas: tenía hambre y necesitaba desesperadamente apartar a Pedro de su mente.


Tomó los cubiertos y se concentró en la comida. Estaba deliciosa.


Por fortuna, su mente quedó en blanco mientras comía, y aún seguía muy relajada. Para cuando terminó de comer, incluso los latidos de su corazón habían vuelto a recuperar su ritmo normal. Pero recordaba el beso… vaya si lo recordaba.


Miró a Pedro y vio que la estaba mirando. Debía llevar mucho rato observándola, porque apenas había tocado la comida de su plato.


Cuidadosamente, Paula dejó la servilleta en el brazo de su silla.


—Has dicho que tenía que hacer una o dos cosas más. ¿De qué se trata?


—Ir a la peluquería y recibir una clase de maquillaje.


—No necesito ir a ninguna clase de maquillaje, pero estoy de acuerdo en lo de la peluquería.


—Bien —la expresión de Pedro era totalmente enigmática.


¿En qué estaría pensando?, se preguntó Paula. ¿Sería consciente del fuego que había despertado en ella al acariciarle el pecho? ¿Sabría que se sentía una persona distinta a la de la noche de la fiesta? ¿Y que la diferencia empezó cuando averiguó que había pasado la noche abrazada a él?


—¿Y tienes algo planeado para después de la peluquería?


—Iremos al aeropuerto, donde subiremos a mi avión para volar a las American Virgin Islands.


Pedro hizo una pausa, esperando que Paula dijera algo, que protestara, pero ella permaneció en silencio. No quería hablar antes de saber exactamente qué lo preocupaba. Además, sabía que Pedro aún no se lo había dicho todo.


—Un amigo mío es dueño de una de las islas y nos la presta unos días.


Pedro volvió a hacer una pausa, pero Paula siguió en silencio. Pero, a pesar de lo quieta que estaba, su mente iba a toda velocidad. Una isla privada significaba que estarían solos, con la posible excepción de los empleados domésticos. Su corazón latió más rápido al pensarlo.


Tras un momento, Pedro se irguió en la silla.


—Uno de los motivos por el que vamos a ir es que quiero darte unas clases de buceo. A Dario le encanta bucear —jugueteó un momento con el borde de su plato y luego lo apartó—. Así que, como he dicho, iremos de aquí al aeropuerto. Nuestro equipaje ya está en el coche. Esta mañana hice el mío, y mientras te daban el masaje hice que enviaran de Nieman una selección de las cosas que podías necesitar, junto con unas maletas. Jacqui me ha ayudado a hacerlas y se ha asegurado de que hubiera todo lo necesario. También he llamado a Monica, que ha ido a tu casa para recoger tus medicinas, tu bolso y otras cosas que ha dicho que querrías.


Era evidente que Pedro había pensado en todo, y que se había ocupado de arreglarlo a sus espaldas. Paula sabía que esperaba que se enfadara, que le dijera que no pensaba ir con él a ningún sitio. Y debería hacerlo.


Pero las cosas estaban cambiando y moviéndose en su interior con si fueran algo tangible que pudiera ver con rayos X. Podía sentirlas. Era como si estuviera sufriendo un terremoto interior. Pero aún no estaba segura de qué cosas iban a cambiar, ni de por qué le estaba sucediendo aquello.


—Prometí a Monica que la llamarías desde el avión para ponerla al tanto de lo que quieres que haga.


Paula sabía que si se quedaba en la ciudad se sumergiría en su trabajo con la habitual intensidad y apartaría a un rincón las preguntas que rondaban su cabeza.


Pero el instinto le decía que aquellas preguntas eran demasiado importantes como para dejarlas de lado. Además, ¿por qué no tomarse unos días libres? Llevaba trabajando toda su vida. Empezó a hacerlo de pequeña, cuando decidió esforzarse al máximo para tratar de satisfacer a un padre, labor que resultaba imposible.


—¿Paula?


Paula miró a Pedro. Parecía preocupado. Quería una respuesta y se la daría.


—De acuerdo.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 25

 


—¿Señorita Chaves? ¿Señorita Chaves?


—¿Sí? —Paula hizo un esfuerzo para abrir los ojos—. ¿Qué pasa?


—El masaje ha terminado.


—¿En serio? —preguntó Paula, decepcionada.


Recordaba haberse quedado medio dormida mientras Helena le daba el masaje. Obedeció cuando le pidió que se diera la vuelta, pero después volvió a sumergirse en una nube. Y en aquellos momentos no sentía un solo hueso del cuerpo.


—Siéntese lentamente —dijo Helena—. Puede que se sienta un poco mareada a principio, pero se le pasará enseguida.


Paula se irguió, pero enseguida deseo volver a tumbarse para que le dieran otra hora de masaje. No recordaba la última vez que se había sentido tan relajada. Pero Helena ya la estaba ayudando a bajar de la camilla. Incluso la ayudó a ponerse las zapatillas de felpa y la bata que le habían facilitado en el centro.


—¿Se siente mejor? —preguntó Helena, sonriente.


—Sí, muchas gracias. Realmente tiene un don.


Helena asintió, agradecida, y a continuación salieron de la sala de masajes.


—Sígame. Ahora viene el tratamiento facial.


—¿Sabe dónde está el señor Alfonso? —preguntó Paula. Le había dicho a Pedro que, ya que la había llevado allí, lo menos que podía hacer era esperarla. Él había reído y le había asegurado que no se iría.


—No. Lo siento pero no lo sé. Ya hemos llegado —Helena abrió una de las puertas que daban al pasillo por el que circulaban y Paula entró en una sala tenuemente iluminada en la que la esperaban tres mujeres vestidas con batas verdes. También había una tumbona con el aspecto más cómodo que había visto en su vida—. Es toda vuestra —dijo Helena, y se fue tras despedirse de Paula.


Una mujer con el pelo plateado se acercó a ella.


—Me llamo Mary, señorita Chaves. Voy a ocuparme de su tratamiento facial —se volvió y presentó a sus compañeras, Cordelia y Alicia.


—Hola —saludó Paula y recibió dos «holas» en respuesta.


—Mientras yo me ocupo de su rostro —dijo Mary—, Cordelia le hará la manicura y Alicia la pedicura.


—Qué eficiencia —dijo Paula, sinceramente impresionada.


—A algunos de nuestros clientes les gusta pasar aquí todo el día, pero a otros no —explicó Mary—. El señor Alfonso nos ha explicado que usted pertenece al segundo grupo.


—Ah, ¿sí? —Al parecer, Pedro la conocía demasiado bien—. ¿Y por casualidad sabe dónde está en estos momentos?


—Creo que está con Jacqui en una de nuestras salas privadas.


—¿En una sala privada? ¿Y sabe qué están haciendo? —preguntó Paula, sin poder contenerse.


—No, me temo que no.


¿Qué más le daba lo que Pedro estuviera haciendo con la preciosa Jacqui?, se reprendió Paula, molesta consigo misma.


—Si se sienta, nos ocuparemos de que esté lo más cómoda que sea posible antes de empezar.


Cuando Paula se sentó en la tumbona estuvo a punto de gruñir de placer. No tenía idea de quién la habría diseñado, pero pensaba averiguarlo y encargar una docena.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 24

 


—¿Está cómoda, señorita Chaves?


La voz suave y grave de Helena, la masajista que estaba atendiendo a Paula, irritó a esta.


—Tan cómoda como es posible estando semidesnuda y boca abajo en una camilla de masaje con las manos de una desconocida sobre mí.


—Deduzco que nunca le han dado un masaje hasta ahora.


—Es cierto —Paula nunca había tenido tiempo, y tampoco lo tenía en aquellos momentos.


No podía creer que hubiera permitido a Pedro que la llevara a aquel salón de belleza.


—Espero no estar haciéndole daño.


—No —lo cierto era que la experiencia no estaba resultando tan desagradable como esperaba. Pero no podía permitirse perder el tiempo de aquella manera. Además, no entendía qué tenía que ver un masaje con conquistar a Darío.


—Está muy tensa. Lo siento en sus músculos, así que trate de relajarse y déjeme hacer mi trabajo.


Paula alzó la cabeza y miró por encima del hombro.


—¿Por casualidad tiene un teléfono móvil por aquí?


—No, señorita Chaves —Helena la empujó con suavidad para que volviera a tumbarse—. Ocuparse de su trabajo a la vez que le doy un masaje podría resultar contraproducente. Además, incluso las personas más ocupadas consideran que un día en Jacqui resulta beneficioso. Pero tiene que darse la oportunidad. Así que, por favor, trate de relajarse para que pueda liberar los nudos de tensión que tiene en los hombros.


Paula bostezó mientras Helena echaba más aceite en su espalda. A pesar de sus intentos de convencer a Pedro, lo más probable era que este creyera que ella no iba a cumplir con su parte del compromiso si él no cumplía con la suya. Afortunadamente, aquello tenía fácil arreglo. En cuanto volviera a la oficina pondría a trabajar a sus abogados para que redactaran un acuerdo. Entonces, Pedro tendría que creerla.


¿Dónde estaría? La última vez que lo había visto estaba en el salón principal, despidiéndose de ella con la mano mientras Jacqui, la preciosa dueña de aquel lugar, la acompañaba a la sala de masajes. Suspiró. Si al menos tuviera el móvil podría…



domingo, 24 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 23

 


—¿Puedes enseñarme mi lista de citas, por favor?


—Por supuesto —con enérgica eficiencia, Monica dejó ante Paula una gran agenda marrón.


Paula la abrió. Su primera cita tendría lugar una hora más tarde, pero cuando empezara sería una sesión continua. Debía aprovechar el rato que le quedaba para devolver algunas llamadas y revisar los proyectos que tenía entre manos.


—Gracias, Monica.


—¿Quieres algo más de mí? De lo contrario, seguiré trabajando con el informe Barstow.


—Muy bien —en cuanto Monica salió del despacho, Paula dio un sorbo al café descafeinado que le acababa de preparar su secretaria. Había mañanas en que habría matado por una buena taza de café normal, pero el médico se lo había prohibido debido a los dolores de cabeza.


—Buenos días.


Paula estuvo a punto de atragantarse.


—¡Pedro!


Pedro pasó por alto las sillas y se instaló en el borde del escritorio.


—Hace una mañana magnífica, ¿verdad?


Monica reapareció de inmediato en el umbral de la puerta.


—¿Señor Alfonso? ¿Estaba usted citado? —era su educada manera de hacer ver a un intruso que no estaba citado.


Paula fue mucho menos educada.


—¿Qué diablos haces aquí?


Pedro dedicó una encantadora sonrisa a la secretaria.


—¿Habla así de mal muy a menudo? No importa. Y antes de que me la ofrezcas, me gustaría una taza de café, gracias. Y asegúrate de que esté bien fuerte.


Monica miró a Paula. Esta suspiró y asintió. La secretaria desapareció, pero dejó la puerta abierta.


La repentina aparición de Pedro había hecho que Paula perdiera de inmediato la compostura, pero logró recuperarla con la misma rapidez. Apoyó la espalda contra el respaldo de su sillón y se cruzó de brazos.


—¿Quieres que te repita la pregunta?


—Gracias, pero no. Ya te he oído.


—¿Y la respuesta es?


—Que esta mañana teníamos una cita, ¿recuerdas? Te dije que nos veríamos a las nueve —Pedro miró su reloj—. Son las nueve y cuarto. Siento haber llegado un poco tarde, pero es que antes he pasado por tu casa. Estaba convencido de haberte dicho que te recogería allí. Pero seguro que estaba equivocado. Debí decir aquí —de pronto, las vetas doradas de sus ojos se volvieron más pronunciadas, más hipnóticas—. Supongo que estaba un poco preocupado por la tarde que acabábamos de pasar.


Paula permaneció muy quieta e hizo todo lo posible por no ruborizarse.


—No deberías estar aquí, Pedro. Recuerdo haberte dicho que te llamaría esta mañana.


Pedro indicó con la cabeza el sol que entraba a raudales por la ventana.


—No sé tú, pero eso es lo que llamo «mañana».


Monica volvió en ese momento con el café. Pedro lo aceptó con una sonrisa.


—Gracias. Escucha, Monica, corrígeme si estoy equivocado, pero esto es la mañana, ¿no?


—Sí —Monica miró a Paula, desconcertada. Al ver que su jefa no decía nada, preguntó—: ¿Algo más?


Paula negó con la cabeza, resignada.


—No, eso es todo de momento.


Monica salió y cerró la puerta.


—Iba a llamarte, Pedro, pero he tenido una mañana muy ocupada —una mentira inocente de vez en cuando no hacía mal a nadie, y en ese caso ayudaría.


Pedro sacó del bolsillo de su americana su teléfono móvil.


—¿Quieres llamarme ahora?


—Hasta hace poco no me había dado cuenta de lo imposible que eres —Paula apartó su asiento de la mesa y se levantó. Molesta, pensó que Pedro tenía un aspecto espectacular esa mañana, y parecía muy descansado.


La chaqueta de entretiempo que llevaba puesta complementaba a la perfección los pantalones color marrón chocolate y la camisa del mismo tono que vestía. En cuanto a sus ojos, se estaba esforzando por no mirarlos desde que había percibido sus destellos dorados. Tenía demasiado miedo de ver en ellos algo que le recordara la noche pasada.


La noche pasada. Ya iban dos noches seguidas que debía olvidar.


—He hecho lo que dije que haría. He pensado en el asunto de las lecciones y decidido que lo mejor será cancelarlas.


—De manera que no tienes valor para seguir adelante.


Fue una irritante respuesta formulada con gran suavidad, casi con ternura. Paula no sabía cómo debía reaccionar ante aquella combinación.


Pareció triunfar una rabia apenas contenida.


—No tiene nada que ver con el valor. He tomado mi decisión basándome en consideraciones profesionales. En primer lugar, no puedo saltarme mi agenda así como así durante los próximos días.


—¿Qué sucede? ¿Acaso temes que Dallas se hunda sin tu constante vigilancia?


—Y en segundo lugar —continuó Paula, ignorando las palabras de Pedro—, he decidido que no necesito más lecciones. Ya te dije que aprendo rápido. Me has enseñado más que suficiente para seguir adelante.


—Solo estás empezando, cariño.


Paula alzó levemente la barbilla.


—No me llames cariño. ¿Y qué quieres decir con que solo estoy empezando? Después de anoche… —se interrumpió. Cualquier mención a lo sucedido la noche anterior podía resultar peligroso.


—Después de anoche, ¿qué?


Paula cometió el error de mirar a Pedro a los ojos, y vio el calor que los iluminó ante la mención de la noche pasada. Logró encogerse de hombros.


—Fue divertida y bastante informativa, pero a partir de ahora puedo seguir sola —debía haber libros sobre el tema. Haría que Monica buscara en las librerías de internet—. Naturalmente, no renegaré de nuestro acuerdo. Desarrollaremos nuestros terrenos juntos —asignaría uno de sus empleados principales al proyecto, porque no estaba dispuesta a trabajar personalmente con Pedro.


—Qué ético por tu parte. Pero no pienso librarte de la otra parte de nuestro compromiso. Siento la obligación moral de continuar, y además…


—¿La obligación moral? —Repitió Paula—. Dame un respiro, Pedro. Y mientras lo haces, considérate liberado de todo compromiso.


—Y además, anoche me dijiste que harías cualquier cosa por conquistar a Darío. Que yo sepa, nunca te he oído exagerar y, por tanto, te creí. Y ahora… —Pedro volvió a mirar su reloj—… son casi las nueve y media. Ya llegamos tarde —se apartó del escritorio—. Vamos.


Paula pensó que debía haberse perdido algo.


—¿«Vamos»? ¿Adónde se supone que vamos?


—He concertado algunas citas para ti. ¿Has despejado tu calendario para los próximos días, como te dije?


—No, claro que no.


Antes de darse cuenta de lo que sucedía, Paula se encontró con su mano en la de Pedro y encaminándose hacia la puerta. Cuando pasaron junto al escritorio de la secretaria, Pedro dijo:

—Por favor, Monica, cancela las citas de la señorita Chaves para los próximos días. El café estaba muy bueno, por cierto. Muchas gracias —abrió la puerta del despacho—. Adiós.


Monica lo miró con expresión estupefacta.


—¿Paula?


—Yo, eh…


Paula se detuvo un momento y la miró.


—Hazlo, Paula, por favor. Te prometo que lo de hoy no va a ser tan duro como lo de anoche. De hecho, si te dejas llevar estoy seguro de que disfrutarás.


—¿Quieres que llame a la policía, Paula? —preguntó Monica.


Lo último que quería Paula era que su secretaria se pusiera en plan maternal. Prefería enfrentarse a lo que Pedro tuviera planeado. Si lo consideraba necesario, siempre podía tomar un taxi y volver al despacho.


—No te preocupes, Monica. Estoy bien.


Vio que Pedro dedicaba a su secretaria una sonrisa que habría hecho doblar las rodillas a más de una mujer.


—Te prometo que ni corre ningún peligro ni lo va a correr —dijo—. Que pases un buen día.


—Espera. Mi bolso está en la oficina.


—No importa. No vas a necesitarlo.


A pesar de sí misma, Paula empezaba a sentirse intrigada. Cuando todo aquello acabara, probablemente debería plantearse ir al psiquiatra.




UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 22

 


Paula despertó cansada, pero sin dolor de cabeza. Tomar la medicina al primer indicio de migraña era lo mejor que podía haber hecho. Odiaba depender de las pastillas, o admitir que había un aspecto de su vida sobre el que no ejercía control. Pero cortando el dolor de cabeza a tiempo había evitado tener que tomar la fuerte medicina a la que tuvo que recurrir la noche anterior, cuando estuvo con Pedro.


Con un gemido, alargó una mano en busca de una almohada libre y se la puso sobre el rostro. Incluso mientras lo hacía, supo que no iba a lograr nada. Además, ella nunca solía ocultarse de nada ni de nadie. Al menos, no durante mucho tiempo.


Pero Pedro


Con otro gemido, arrojó la almohada al otro extremo de la habitación. Era hora de empezar el día. Se sentó en la cama y apartó el pelo de su rostro. ¿Por qué estaba tan cansada? Al recordarlo se dejó caer de nuevo de espaldas sobre la cama. Había pasado la noche teniendo sueños eróticos con Pedro.


Aquello dejaba zanjado el asunto. Necesitaba librarse del acuerdo al que habían llegado. Odiaba admitirlo, pero no podría soportar pasar con él otro rato como el del día anterior en el club.


Buscó otra almohada pero no la encontró, de manera que se conformó con cubrirse el rostro con las manos. ¿Pero qué le sucedía? No podía esconderse. Ya aprendió la lección cuando era pequeña.


En aquella época solía esconderse en su armario, pensando que si su padre no la encontraba se libraría de la desagradable experiencia de la cena.


Pero la cocinera siempre sabía dónde encontrarla y la obligaba a bajar al comedor. Allí, sentadas tan rectas como podían, ella y sus hermanas eran exhaustivamente interrogadas por su padre respecto a lo que habían hecho durante el día. Por riguroso turno, debían contarle lo que habían aprendido y los concursos escolares y competiciones deportivas en que habían participado. Si no podían informar de una victoria o de un sobresaliente, su padre se ocupaba de hacerles sentir la formidable carga de su desaprobación. Invariablemente, las dejaba en la mesa con el estómago encogido. Más tarde, en la cama, hambrienta, Paula apenas podía dormir pensando en cómo hacerlo mejor al día siguiente.


En cuanto ella y sus hermanas tuvieron edad suficiente, su padre se ocupó de que practicaran deportes individuales, como tenis y golf, y organizaba competiciones entre ellas, haciéndolas enfrentarse unas a otras. Ese era el motivo por el que Paula había dejado de practicar deportes. Había volcado su naturaleza competitiva en los negocios.


De hecho, hasta que Teresa se había casado, las tres hermanas solían luchar a brazo partido por ganar más dinero que las otras para la compañía. Pero desde su matrimonio, Teresa estaba tan feliz que había perdido el interés por ello. Su retirada había hecho que la competición resultara menos divertida. En cuanto a Cata, ¿quién sabía lo que se traería entre manos?


No. Ocultarse nunca le había servido de nada. Además, no tenía miedo de Pedro. Cuando le dijera que no iba a haber más lecciones, no le quedaría más remedio que aceptar.


Con un suspiro, Paula se levantó de la cama.


Había dado tan solo tres pasos hacia el baño cuando algo la hizo mirar hacia atrás. Se quedó boquiabierta. Nunca en su vida había visto la cama tan deshecha. De hecho, era un auténtico caos. El contenido de sus sueños eróticos afloró en su mente y sintió que se ruborizaba. Se puso a hacer la cama rápidamente.



UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 21

 


Unos minutos después, Paula tenía de nuevo el chal sobre los hombros y salían del club. Fuera, las luces de la calle parecían brillar mucho en comparación con la penumbra de la que acababan de salir, y las aceras estaban aún más abarrotadas que cuando habían entrado.


Paula respiró profundamente el aire fresco de la noche. Tenía la sensación de haber pasado toda una vida en el interior del club. Sintió la mano de Pedro en la espalda y se apartó de ella.


—El coche no está lejos —murmuró él, señalando en dirección al aparcamiento.


Paula estaba agotada y sin energía, pero se las arregló para poner un pie delante de otro y pronto Pedro le estaba abriendo la puerta del coche.


Ninguno de los dos habló durante el camino de regreso. Paula utilizó aquel tiempo para recuperar la fuerza, la cordura y la compostura, cosa que no fue precisamente fácil. Pero para cuando llegaron a su casa al menos había llegado a una conclusión.


Pedro detuvo el coche en el sendero de entrada y apagó el motor. Lo único que pudo escuchar Paula fue el silencio y los fuertes latidos de su corazón. Bajó la mirada, sabiendo lo que tenía que decir, pero sin animarse a hacerlo. Pedro soltó su cinturón de seguridad y se volvió hacia ella.


Jill no tenía los nervios como para permanecer callada, de manera que dijo lo que tenía que decir.


—Creo que ya he tomado suficientes lecciones.


—No estoy de acuerdo. Tenemos al menos otros dos o tres días enteros de trabajo. Posiblemente cuatro.


Paula volvió la cabeza bruscamente.


—¿Días?


Él asintió.


—En principio tenía planeado alargar las lecciones un par de semanas, pero después de esta noche he decidido que debemos acelerar nuestra agenda.


«Después de esta noche». Eso lo decía todo. Paula sabía que se había delatado por completo bailando con él. Pedro creía hallarse en medio de un asunto de negocios y la primera vez que la había tomado entre sus brazos, ella se había derretido contra él. Evidentemente, quería que sus lecciones acabaran cuanto antes.


—Vas a tener que cancelar tus citas durante los próximos días —añadió Pedro.


—¿Cancelar mis citas? —repitió Paula, aturdida—. No sé en qué estás pensando, pero creo que con esta noche ha sido suficiente.


—¿Qué te preocupa, Paula? ¿Qué te preocupa de verdad? ¿Qué no entiendes de lo que ha pasado entre nosotros esta noche?


Una vez más Pedro le había leído la mente, de manera que, ¿por qué molestarse en negarlo?


—Esa es una cosa —dijo Paula, lentamente.


—Precisamente por eso necesitas más lecciones. No estás acostumbrada al contacto físico con un hombre, ni a bailar arrimada a él, ni a nada remotamente sensual. Y si conoces a Dario en lo más mínimo, sabrás que querrá que su esposa le responda tanto en la cama como fuera de ella. Por si no lo sabes, eso es lo que sucede cuando dos personas se enamoran.


Paula se aclaró la garganta.


—Lo sé, pero también sé que es posible que Darío no me ame nunca.


—¿Y estás dispuesta a conformarte con un matrimonio sin amor?


—Por supuesto —la respuesta de Paula fue automática, pues hacía tiempo que la tenía en la mente—. Pero estoy dispuesta a… responder a él. Sé que el sexo forma parte del matrimonio, pero también sé… o más bien pienso que en nuestro caso podríamos ser un matrimonio más basado en los negocios que…


La risa de Pedro la interrumpió.


—Si eso es lo que piensas de verdad, querida, me temo que necesitas mis clases mucho más de lo que pensaba. ¿Cómo es posible que sepas tan poco sobre el hombre con el que quieres pasar el resto de tu vida? Darío no sólo querrá amor, sexo y bebés. Querrá mucho más que eso.


Paula frunció el ceño.


—¿Qué más queda?


—Una compañera y una amiga, por ejemplo.


—Eso son dos cosas —«bebés». Paula no había pensado en ello. Y «amor». ¿De verdad la querría Dario? Ella esperaba que aceptara un matrimonio de conveniencia. Además, Dario debía saber lo feliz que haría a tío Guillermo casándose con uno de sus sobrinas. Pero Pedro estaba diciendo que eso no era suficiente.


De pronto, sintió el inicio de una migraña. Tenía que entrar en su casa sin que Pedro se diera cuenta de ello. Lo último que necesitaba era que se repitiera lo de la noche pasada.


Abrió bruscamente la puerta del coche y salió.


Pedro la alcanzó cuando ya estaba abriendo la puerta de la casa.


—Pensaré en lo que has dicho y te llamaré mañana por la mañana.


Pedro apoyó una mano bajo la barbilla de Paula y le hizo volver el rostro hacia él.


El primer impulso de ella fue apoyarse contra su mano para sentir el consuelo de su calor, pero logró contenerse. Se apartó de inmediato de él y entró en la casa.


Estaba a punto de cerrar cuando Pedro dijo:

—Sé que esta noche te ha disgustado, Paula, y también sé por qué. Pero todo lo que eso demuestra es que en realidad no has pensado detenidamente tu plan. En realidad no tienes ni idea de cómo atrapar y conservar a Dario.


—Haré lo que haga falta para conseguirlo —respondió ella automáticamente.


—Bien. En ese caso, pasaré a recogerte mañana a las nueve.


Paula sintió una oleada de pánico.


—Espera. Ni siquiera he decidido todavía si voy a seguir con las lecciones.


Pedro alzó una mano y deslizó lentamente el pulgar por el labio inferior de Paula.


—Pero lo harás. Lo harás —de pronto apoyó ambas manos en las mejillas de Paula y acercó su boca a la de ella. Penetró de inmediato con la lengua en su interior y Paula sintió una explosión de calor. Una vez más, Pedro había tomado posesión de sus sentimientos con toda facilidad. Quiso gritar por su falta de control, pero también quería averiguar lo que se sentía siendo besada por él. Sus labios eran carnosos y firmes, de sabor embriagador, y el interior de su boca era húmedo y aterciopelado. La besó con una seguridad que habló a voces de su experiencia mientras la acariciaba íntimamente con su lengua.


Cuando, finalmente, alzó la cabeza, susurró:

—Otra lección. Como mínimo, Dario esperará un beso como este al final de vuestra primera cita. Y después… —su encogimiento de hombros lo explicó todo.


El dolor de cabeza empezaba a aumentar, y Paula no estaba dispuesta a volver a cometer el error de intentar combatirlo solo basándose en la fuerza de voluntad. Tenía que subir cuanto antes y tomar una pastilla.


—Te llamaré mañana por la mañana —repitió.


—Nos veremos mañana por la mañana —corrigió Pedro con suavidad y a continuación se fue.


Paula cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella. Ningún hombre la había besado como Pedro acababa de hacerlo. Ningún hombre la había tratado como él lo había hecho esa noche y debido a ello, de algún modo supo que ya nunca volvería a ser la misma.




sábado, 23 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 20

 


Una nueva canción de amor profundo y doloroso comenzó a sonar por los altavoces.


Pedro tomó las manos de Paula en las suyas y se las alzó para que lo rodeara por el cuello con sus brazos. Luego deslizó una mano tras su espalda, apoyó la otra contra sus nalgas y presionó su pelvis contra la de ella. Una marejada de ardientes sensaciones dejaron a Paula sin aliento. Cerró los ojos mientras trataba de controlar el vehemente deseo que la recorrió de pronto como lava derretida.


—Relájate —susurró Pedro junto a su oído—. Estás a salvo. Estás conmigo, nos encontramos en medio de un lugar público y rodeados de gente.


«No comprende», pensó Paula, impotente. Pero ella tampoco comprendía. Por primera vez en su vida, tenía miedo de sus propios sentimientos.


Y la música… era lenta y sexy, con un pulso que palpitaba y se deslizaba en la corriente sanguínea hasta que uno sentía que formaba parte de la canción.


Paula nunca había experimentado nada parecido. La canción, Pedro… ambas cosas unidas conjuraban sentimientos en su interior que ni siquiera sabía que poseía. Hizo lo posible por alzar su habitual barrera de reserva, pero fue inútil. La música hacía que sus movimientos fueran tan lentos y sensuales como la canción, y Pedro parecía cada vez más sumergido en su ritmo.


La sostenía con firmeza contra su fuerte cuerpo mientras le acariciaba con la mano la espalda desnuda. Más abajo, Paula podía sentir su dura excitación. Notó que la sangre se le espesaba, que las piernas se le debilitaban. Tal vez habría caído si Pedro no la hubiera estado sosteniendo como si fueran un solo cuerpo.


Y, durante un tiempo, lo fueron. El cuerpo de Paula y todo lo que la definía se fundieron con él sin que pudiera hacer nada al respecto. Ni siquiera tenía que pensar para seguir sus pasos. Era automático. Mientras se balanceaban juntos, su pelvis se movía en la misma dirección que la de él, a la izquierda, a la derecha, en eróticos círculos.


Un intenso calor se arracimó en el interior de Paula y le hizo rodear con más fuerza el cuello de Pedro. No sabía cómo frenar el creciente deseo que se estaba acumulando dentro de ella. La excitación de Pedro crecía de manera evidente, pero no hizo ningún esfuerzo por apartarse. En cuanto a ella, se sentía incapaz de hacerlo. Ni siquiera quería. El tamaño y la forma de Pedro estaban inevitablemente impresos en su piel y en su cerebro. Lo había visto en calzoncillos y ya no tenía que imaginar lo que había debajo de ellos.


Una parte de su cerebro le decía que aquello no podía continuar, mientras otra gritaba que siguiera.


Entonces, sin previo aviso, Pedro metió una pierna entre las de ella y la atrajo contra su musculoso muslo. Un placer inimaginable recorrió a Paula, conmocionándola, pero él no le dio tiempo a recuperarse. Sin soltarla, comenzó a ondular su cuerpo sinuosamente hacia abajo, y luego hacia arriba. Ciegamente, Paula siguió cada uno de sus movimientos sin apenas respirar mientras sentía el constante roce de sus braguitas contra el muslo de Pedro.


Hicieron lo mismo una y otra vez y, entretanto, el calor y el placer que estaba sintiendo Paula no dejaron de aumentar. Temía alcanzar un punto en que no pudiera soportarlo más. Tenía que suceder algo. Algo o alguien, debía ayudarla. Y no le sorprendió que, una vez más, Pedro pareciera saber con exactitud lo que estaba sintiendo.


Minutos después o quizá horas después, se apartó ligeramente de ella, aunque sin dejar de sostenerla por la cintura. Alzó una mano hasta su barbilla y le hizo alzar el rostro.


—Puede que de momento sea suficiente.


Paula no podía hablar. Ni siquiera podía mirarlo. De algún modo, encontró la fuerza necesaria para apartarse de él y encaminarse hacia la mesa. En cuanto estuvo sentada, tomó su copa de vino con mano temblorosa y dio un largo trago.


—Puede que un café te siente mejor.


Paula alzó la mirada y vio que, afortunadamente, Pedro se había sentado frente a ella. En aquellos momentos no habría podido soportar su cercanía. Incluso así, con la mesa entre ellos, creía sentir su calor.


Parecía perfectamente sereno, pero su pecho subía y bajaba más rápidamente de lo normal. Él tampoco había sido inmune al baile. Constatarlo hizo que Paula sintiera cierta satisfacción, aunque no demasiada.


—Preferiría irme.


Pedro la miró un largo momento. Finalmente, asintió, y Paula dejó escapar un tembloroso suspiro de alivio.


—Muy bien. Nos iremos en cuanto pagué la cuenta.