lunes, 25 de enero de 2021

UNA PELIGROSA PROPOSICIÓN: CAPÍTULO 26

 


—¿Estás lista para despertarte?


Paula oyó la pregunta a través de una gruesa capa de sueño. La voz era suave, y sonaba claramente divertida y muy masculina. Era la voz de Pedro. Se despertó al instante.


Estaba sentado junto a la tumbona, sosteniéndole la mano y sonriendo.


—Deduzco que la mañana ha sido una experiencia relajante para ti.


—No ha estado mal —replicó ella, con cautela. Después de todo, había ido a regañadientes, y no quería que Pedro se sintiera demasiado satisfecho consigo mismo—. Anoche no dormí demasiado bien, así que he aprovechado la oportunidad para echar una siesta.


—Bien. Me alegra que hayas podido descansar. ¿Estás lista para comer?


Si de algo estaba segura Paula era que se encontraba demasiado relajada como para vestirse y acudir a algún restaurante de moda a comer.


—No.


Pedro arqueó las cejas con gesto escéptico.


—¿No quieres aprovechar lo que has pagado? La comida está incluida en el precio del tratamiento.


—Oh, no lo sabía.


—Pues ahora que lo sabes, vamos —Pedro tiró suavemente de la mano de Paula—. Después de comer solo tienes que hacer otro par de cosas, y luego podremos irnos.


Paula estaba tan relajada que no habría podido levantarse sin la ayuda de Pedro. Cuando finalmente estuvo en pie, recordó de pronto que estaba desnuda bajo la bata de felpa. Se la ajustó y se ciñó el cinturón. No se había sentido consciente de su relativa desnudez hasta que Pedro había aparecido.


Él la miró y apartó un mechón de pelo de su frente.


—Creo que nunca te había visto tan relajada.


Paula rió.


—Estoy segura de que nadie me ha visto nunca así. Aquí no solo relajan tus músculos; tengo la sensación de que también relajan tus huesos.


Pedro alzó una mano y le acarició una mejilla.


—Te sienta muy bien estar relajada —dijo, con voz ronca.


Cuando inclinó el rostro y la besó con delicadeza en los labios, fue casi como si Paula lo hubiera estado esperando. De pronto, todas las terminaciones nerviosas de su piel volvieron a la vida y le produjeron un cálido cosquilleo por todo el cuerpo. Pero estaba demasiado relajada como para erigir alguna defensa contra él.


Despacio, Pedro abrió su boca, y ella entreabrió los labios en respuesta. Sabía lo que venía a continuación, y lo deseaba. Cuando sus lenguas se acariciaron, Paula temió perder el sentido. Un intenso calor floreció entre sus piernas. Olvidó todo lo que la rodeaba. Solo podía concentrarse en lo que estaba sintiendo.


Un instante después, Pedro deslizó una mano bajo la bata de Paula, abarcó con ella uno de sus pechos desnudos y acarició su pezón con la yema del pulgar hasta que un suave gemido escapó de su garganta. De inmediato, retiró la mano.


La sensación que su retirada produjo a Paula fue de intenso vacío. Lo miró confusa, insegura. ¿Qué le estaba haciendo aquel hombre?


Él exhaló un prolongado y tembloroso aliento. Su rostro parecía atormentado, pero sus siguientes palabras desmintieron aquella idea.


—Eso es lo que Darío habría hecho —dijo, y a continuación tomó la mano de Paula y prácticamente la arrastró hasta la puerta—. Vamos.


Aturdida, lo siguió por el pasillo hasta que se detuvieron ante otra puerta.


—Jacqui ha hecho que nos sirvan aquí la comida para que podamos tener algo de intimidad.


Intimidad. «Oh sí, claro», reflexionó Paula con sarcasmo. Eso era exactamente lo que necesitaban.


Entraron en una habitación muy bien iluminada y en la que dominaban los tonos verde y melocotón. En un rincón había una mesa dispuesta para dos, con los platos y las copas ya llenas.


Paula se dirigió de inmediato a ella y tomó una de las copas de champán. Sin mirar a Pedro, eligió una silla y se llevó la copa a los labios. Cuando la vació, buscó la botella con la mirada.


Pedro se anticipó a ella y volvió a llenarle la copa.


—Tal vez sería mejor que comieras algo antes de beber más.


Su sugerencia, aunque amable, fue recibida con el humor de un rinoceronte. A pesar de todo, Paula acabó por fijarse en el plato de pollo con espinacas y ensalada.


De pronto se dio cuenta de dos cosas: tenía hambre y necesitaba desesperadamente apartar a Pedro de su mente.


Tomó los cubiertos y se concentró en la comida. Estaba deliciosa.


Por fortuna, su mente quedó en blanco mientras comía, y aún seguía muy relajada. Para cuando terminó de comer, incluso los latidos de su corazón habían vuelto a recuperar su ritmo normal. Pero recordaba el beso… vaya si lo recordaba.


Miró a Pedro y vio que la estaba mirando. Debía llevar mucho rato observándola, porque apenas había tocado la comida de su plato.


Cuidadosamente, Paula dejó la servilleta en el brazo de su silla.


—Has dicho que tenía que hacer una o dos cosas más. ¿De qué se trata?


—Ir a la peluquería y recibir una clase de maquillaje.


—No necesito ir a ninguna clase de maquillaje, pero estoy de acuerdo en lo de la peluquería.


—Bien —la expresión de Pedro era totalmente enigmática.


¿En qué estaría pensando?, se preguntó Paula. ¿Sería consciente del fuego que había despertado en ella al acariciarle el pecho? ¿Sabría que se sentía una persona distinta a la de la noche de la fiesta? ¿Y que la diferencia empezó cuando averiguó que había pasado la noche abrazada a él?


—¿Y tienes algo planeado para después de la peluquería?


—Iremos al aeropuerto, donde subiremos a mi avión para volar a las American Virgin Islands.


Pedro hizo una pausa, esperando que Paula dijera algo, que protestara, pero ella permaneció en silencio. No quería hablar antes de saber exactamente qué lo preocupaba. Además, sabía que Pedro aún no se lo había dicho todo.


—Un amigo mío es dueño de una de las islas y nos la presta unos días.


Pedro volvió a hacer una pausa, pero Paula siguió en silencio. Pero, a pesar de lo quieta que estaba, su mente iba a toda velocidad. Una isla privada significaba que estarían solos, con la posible excepción de los empleados domésticos. Su corazón latió más rápido al pensarlo.


Tras un momento, Pedro se irguió en la silla.


—Uno de los motivos por el que vamos a ir es que quiero darte unas clases de buceo. A Dario le encanta bucear —jugueteó un momento con el borde de su plato y luego lo apartó—. Así que, como he dicho, iremos de aquí al aeropuerto. Nuestro equipaje ya está en el coche. Esta mañana hice el mío, y mientras te daban el masaje hice que enviaran de Nieman una selección de las cosas que podías necesitar, junto con unas maletas. Jacqui me ha ayudado a hacerlas y se ha asegurado de que hubiera todo lo necesario. También he llamado a Monica, que ha ido a tu casa para recoger tus medicinas, tu bolso y otras cosas que ha dicho que querrías.


Era evidente que Pedro había pensado en todo, y que se había ocupado de arreglarlo a sus espaldas. Paula sabía que esperaba que se enfadara, que le dijera que no pensaba ir con él a ningún sitio. Y debería hacerlo.


Pero las cosas estaban cambiando y moviéndose en su interior con si fueran algo tangible que pudiera ver con rayos X. Podía sentirlas. Era como si estuviera sufriendo un terremoto interior. Pero aún no estaba segura de qué cosas iban a cambiar, ni de por qué le estaba sucediendo aquello.


—Prometí a Monica que la llamarías desde el avión para ponerla al tanto de lo que quieres que haga.


Paula sabía que si se quedaba en la ciudad se sumergiría en su trabajo con la habitual intensidad y apartaría a un rincón las preguntas que rondaban su cabeza.


Pero el instinto le decía que aquellas preguntas eran demasiado importantes como para dejarlas de lado. Además, ¿por qué no tomarse unos días libres? Llevaba trabajando toda su vida. Empezó a hacerlo de pequeña, cuando decidió esforzarse al máximo para tratar de satisfacer a un padre, labor que resultaba imposible.


—¿Paula?


Paula miró a Pedro. Parecía preocupado. Quería una respuesta y se la daría.


—De acuerdo.




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