—¿Señorita Chaves? ¿Señorita Chaves?
—¿Sí? —Paula hizo un esfuerzo para abrir los ojos—. ¿Qué pasa?
—El masaje ha terminado.
—¿En serio? —preguntó Paula, decepcionada.
Recordaba haberse quedado medio dormida mientras Helena le daba el masaje. Obedeció cuando le pidió que se diera la vuelta, pero después volvió a sumergirse en una nube. Y en aquellos momentos no sentía un solo hueso del cuerpo.
—Siéntese lentamente —dijo Helena—. Puede que se sienta un poco mareada a principio, pero se le pasará enseguida.
Paula se irguió, pero enseguida deseo volver a tumbarse para que le dieran otra hora de masaje. No recordaba la última vez que se había sentido tan relajada. Pero Helena ya la estaba ayudando a bajar de la camilla. Incluso la ayudó a ponerse las zapatillas de felpa y la bata que le habían facilitado en el centro.
—¿Se siente mejor? —preguntó Helena, sonriente.
—Sí, muchas gracias. Realmente tiene un don.
Helena asintió, agradecida, y a continuación salieron de la sala de masajes.
—Sígame. Ahora viene el tratamiento facial.
—¿Sabe dónde está el señor Alfonso? —preguntó Paula. Le había dicho a Pedro que, ya que la había llevado allí, lo menos que podía hacer era esperarla. Él había reído y le había asegurado que no se iría.
—No. Lo siento pero no lo sé. Ya hemos llegado —Helena abrió una de las puertas que daban al pasillo por el que circulaban y Paula entró en una sala tenuemente iluminada en la que la esperaban tres mujeres vestidas con batas verdes. También había una tumbona con el aspecto más cómodo que había visto en su vida—. Es toda vuestra —dijo Helena, y se fue tras despedirse de Paula.
Una mujer con el pelo plateado se acercó a ella.
—Me llamo Mary, señorita Chaves. Voy a ocuparme de su tratamiento facial —se volvió y presentó a sus compañeras, Cordelia y Alicia.
—Hola —saludó Paula y recibió dos «holas» en respuesta.
—Mientras yo me ocupo de su rostro —dijo Mary—, Cordelia le hará la manicura y Alicia la pedicura.
—Qué eficiencia —dijo Paula, sinceramente impresionada.
—A algunos de nuestros clientes les gusta pasar aquí todo el día, pero a otros no —explicó Mary—. El señor Alfonso nos ha explicado que usted pertenece al segundo grupo.
—Ah, ¿sí? —Al parecer, Pedro la conocía demasiado bien—. ¿Y por casualidad sabe dónde está en estos momentos?
—Creo que está con Jacqui en una de nuestras salas privadas.
—¿En una sala privada? ¿Y sabe qué están haciendo? —preguntó Paula, sin poder contenerse.
—No, me temo que no.
¿Qué más le daba lo que Pedro estuviera haciendo con la preciosa Jacqui?, se reprendió Paula, molesta consigo misma.
—Si se sienta, nos ocuparemos de que esté lo más cómoda que sea posible antes de empezar.
Cuando Paula se sentó en la tumbona estuvo a punto de gruñir de placer. No tenía idea de quién la habría diseñado, pero pensaba averiguarlo y encargar una docena.
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