sábado, 26 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 27

 


Unas horas más tarde, Pedro la guió hasta el avión. Paula nunca había viajado en primera clase y miraba sorprendida a su alrededor.


–Podríamos haber viajado en clase superior –Pedro la observó investigar con curiosidad los artículos de aseo.


–¿Existe otra clase?


–Podríamos tener nuestra propia suite –él la miró pensativo–, con una enorme cama, pero ya estaba reservada.


Menos mal. Paula ya se había resignado mentalmente a haber dormido con él por última vez. Y después de lo que le había hecho el masajista en Mnemba, no estaba dispuesta a que Pedro viera siquiera una pequeña parte de su cuerpo desnudo. Había sido un buen método de represión.


–¿No te gustaría unirte al Mile High Club conmigo?


–Hoy no –ella ni siquiera se molestó en mentir.


Pedro la miró con una incredulidad que rápidamente se transformó en determinación mientras daba un paso hacia ella y la atmósfera empezaba a resultar pesada.


–No, Pedro, ya no estamos en África.


–Estamos sobrevolando su espacio aéreo, ¿no?


–No –ya habían acabado y no tenía la menor intención de sucumbir de nuevo.


Su equipaje fue el primero en llegar a la cinta, ventajas de gastar una desmesurada cantidad de dinero en unos asientos convertibles en unas sorprendentemente cómodas camas. Sin embargo, Pedro no había pegado ojo en toda la noche. Paula se le adelantó y recogió ella misma su bolsa de viaje depositándola sobre un carrito. Se sentía muy malhumorado.


–Gracias por…


–He pedido un taxi –le interrumpió él–. Ya debería estar esperándonos.


–Esto… no hace falta.


–Por el amor de Dios, Paula, al menos déjame acompañarte sana y salva a tu casa –Pedro se subió al taxi después de ella–. ¿Te alojas en casa de Felipe? –preguntó secamente.


–Sí.


Un destello de c.elos prendió en su pecho. Menuda estupidez. No le sorprendió que Felipe no le hubiera mencionado que vivía con ella. La lealtad de ese hombre hacia Paula era mayor que la tenía hacia él. Sin embargo, lo irritó. Si se hubiera mostrado más sincero, habría encontrado a Paula antes de que se marchara a África. Demonios, ¿cuánto tiempo llevaba viviendo allí?


Además, la cosa empeoraba cuando se imaginaba a Paula sentada entre esos dos tipos en el sofá, tomando un café, o algún zumo, mientras les contaba sus penas. Por el amor de Dios, ¿estaría Felipe al corriente de lo del bebé? De su bebé…


El taxi paró frente a la casa de Felipe. No quedaba lejos de la casa de Pedro, aunque sí lo bastante como para irritarlo.


–Te ayudaré con el equipaje.


Ella alzó una ceja. El equipaje consistía en una bolsa de viaje. Era evidente que Pedro intentaba retrasar lo inevitable.


–Tengo llave, por si no hay nadie en casa –le explicó Paula mientras llamaba al timbre.


Por supuesto que la tendría. Sin embargo, sí estaban en casa, como evidenciaron las pisadas que se aproximaron a velocidad creciente.


–¡Paula!


Era Mauricio, la pareja de Felipe, un contable ultraconservador que le sacaba unos diez años al flamante genio del interiorismo que apareció en la puerta justo detrás de él.


–¡Cariño! –Felipe apartó a Mauricio de un empujón y abrazó a Paula–. Empezaba a pensar que te había tragado un cocodrilo.


–Más o menos –contestó Paula en tono cáustico.


Pedro… –los ojos de Felipe brillaron–. El cocodrilo, supongo –añadió mientras cerraba la puerta.


–¿Qué pasa con el taxi? –preguntó Paula sorprendida al ver que Pedro seguía allí.


–Puede esperar. El taxímetro sigue corriendo –no estaba dispuesto a marcharse aún.


–¿Te tomas algo, Pedro?


–Gracias –él los siguió hasta el salón. No había tenido la intención de quedarse a tomar algo. Una rápida despedida, nada más, pero la perversidad parecía imprescindible en esos momentos.


–¿Whisky? –Felipe le dedicó una escrutadora mirada antes de decidirse por algo fuerte.


–Gracias –pura malta. Si algo podía decirse de Felipe era que tenía un gusto exquisito.


–Llevaré la bolsa a mi habitación.


De modo que Paula emprendía la huida…


–Ya lo hará Mauricio –intervino Felipe con delicadeza–. Qué curioso que os encontrarais allí.


–Muy curioso –contestó Pedro con frialdad sin mirar a Felipe a la cara. Paula acabaría por descubrir que había sido su amigo el que le había dicho dónde estaba.


–No tenía ni idea de que os conocierais –Paula no había probado el vino.


Tenía aspecto de cansancio y, de repente, Pedro sintió los brazos muy vacíos.


Pedro es cliente mío –explicó Felipe.


–Un cliente muy importante –añadió Pedro secamente. Le había pagado unos enormes honorarios, pero había merecido la pena, principalmente por su relación con Paula.


Sintió que la ira lo invadía. Estaba furioso por tener que abandonarla, y aún más por estar enfadado por ello. Debería sentirse aliviado. Debería tenerlo superado. Había practicado más sexo en los últimos días que en todo un año. Y, pensándoselo bien, había sido el mejor sexo de su vida. Se puso en pie. Había llegado la hora de marcharse.


Felipe y Mauricio se mostraron inusualmente silenciosos, inusualmente atentos mientras Pedro aguardaba a que ella lo acompañara a la puerta.


Paula abrió la puerta delantera y esperó mirando al vacío. No quedaba ni rastro de intimidad. No se acercó a él, no le sonrió. Para ella todo había terminado y parecía desear verlo partir.


Así pues, Pedro no le dio un beso, reprimiéndose con más control del que hubiera necesitado para ganar un triatlón. Furioso, porque era eso lo que habían acordado: África y nada más.


Sin embargo, en el trayecto de regreso a su apartamento, el afilado filo de la soledad se hundió profundamente en su cuerpo. Al entrar, encendió el equipo de música en un intento de acallar el atronador silencio. Se sentía mal, como si sus pulmones se hubieran cambiado de sitio.


Debía ser el jet lag. El cansancio por el largo viaje. Tenía mucho trabajo y empezó a repasar sus correos electrónicos. Había algunos de su padre, con los detalles de la próxima boda del siglo. Demonios, si le tocaba llevar otro más de los divorcios de sus padres, iba a ponerse serio y cobrarles la tarifa completa. Apagó el ordenador y el equipo de música y puso la calefacción. Llevó el bolso de viaje al descansillo y sacó de él el juego de bao que impulsivamente había comprado el último día. Irritado, lo dejó en lo más alto de la librería y le dio la espalda.


Terminado. Había terminado.




SIN TU AMOR: CAPITULO 26

 


Dedicaron el día a nadar y a dormir. No hablaron de nada que no fueran temas banales. También jugaron al bao. Aun así, se buscaron con más frecuencia que nunca. La pasión era rápida e intensa, pero nunca parecía bastarles.


La diminuta isla era exquisita y ofrecía todas las comodidades posibles entre las que se incluía el teléfono, el fax y el correo electrónico. A última hora de la tarde, Paula vio a Pedro con la PDA. Inevitablemente, la vida real les invadía. No podrían evitar el futuro eternamente. Se dirigió a la choza dejándole el espacio que necesitaba, no queriendo inmiscuirse en su vida de Londres. La separación era inminente y lo mejor sería empezar ya a distanciarse. Pero veinte minutos más tarde, cuando Pedro regresó a la choza, su expresión era demasiado sombría como para ignorarla.


–¿Malas noticias?


–Papá va a volver a casarse –Pedro arrojó el teléfono sobre la mesilla junto a la cama.


–No me digas. ¿Con quién? –preguntó Paula boquiabierta.


–Parece un juego. Mamá se casó por cuarta vez el año pasado –se tiró sobre la cama y presionó las palmas de las manos contra los ojos–. No me lo puedo creer. Además será el sábado. Este sábado –rugió–. ¿A qué demonios vienen tantas prisas?


–De tal palo tal astilla –rió ella.


–¿Cómo? –él alzó los ojos y esbozó una especie de sonrisa–. Desde luego, pero eso no…


–Desde luego –ella lo vio claramente intentar digerir la afirmación–. ¿Importa acaso, Pedro?


–Entiendo que tengan amantes –Pedro se tendió sobre la cama con los brazos extendidos–. Que tengan todos los que quieran, pero ¿a qué viene tanta boda?


–¿No te parece romántico?


–No. Me parece un acto de desesperación.


Pedro


–Tú tampoco eres aficionada a las bodas –se sentó de golpe–. Me parece de mal gusto.


–O sea que para ti no son más que adornos y damas de honor…


–Umm –gruñó él, antes de soltar una carcajada–. Depende. No hay dos iguales.


–¿Conoces a la actual novia?


–Apenas –él sacudió la cabeza–. No pensé que fueran en serio, aunque supongo que tenía que alcanzar a mi madre que le llevaba una boda de ventaja.


–Estás de guasa.


–No. Distribución de bienes, experiencias… siempre se aseguran de ir a medias en todo.


–Pero tú eras uno. ¿Cómo hicieron para repartirte entre los dos?


Pedro la miró y se encogió de hombros con resignación. En lugar de contestar, hizo una pregunta:

–¿Paula…?


Ella supo qué quería y se lo dio.


A la mañana siguiente se despertó tarde y lo encontró ya vestido y con aire distante.


–Será mejor que hagas la maleta, Paula. Nos vamos al mediodía.


Eso explicaba por qué apenas le había dejado descansar la noche anterior. Por qué la había despertado una y otra vez con sus deliciosas caricias. Había llegado la hora.


Mentalmente ya se había marchado. Pedro contemplaba el mar, pero a juzgar por el ceño fruncido era evidente que no veía su belleza. ¿Sería por su padre? Paula no preguntó. África llegaba a su fin y necesitaba desengancharse. Era el acuerdo al que habían llegado.


Minutos más tarde, de pie en la terraza, lo observó fascinada nadar con poderosas brazadas paralelas a la costa.


De inmediato se recriminó su propia estupidez. No iba a quedarse allí toda la mañana contemplándolo, de modo que regresó al interior decidida a encontrar algo para rellenar las pocas horas que aún les quedaban allí. Y encontró la distracción perfecta en el spa.


–¿Dónde estabas? –Pedro parecía malhumorado mientras caminaban hacia el barco.


–Fui a darme un masaje.


–Yo te lo habría dado.


–Sabes que ya hemos terminado con eso –Paula sacudió la cabeza y soltó una carcajada.


Subió al barco y saludó a Hamim con la mano antes de darle la espalda a la isla, decidida a mirar sólo hacia delante… en todo.



SIN TU AMOR: CAPITULO 25

 


Pedro contempló dormir a Paula. Debería salir huyendo de allí a toda velocidad, pero no podía. Tenía una ligera idea de lo que debía haber sufrido, sin decir nada a nadie. ¿Acaso no había sido testigo del sufrimiento de su propia madre mientras el tan ansiado segundo hijo que esperaba no llegaba? ¿No había visto y sentido cómo se le partía el corazón?


A pesar de que el bebé no hubiera sido planeado, aunque ella jamás hubiera deseado tener hijos, comprendía cuánto y por qué debía haberle destrozado la pérdida.


Él mismo sentía un profundo dolor en su interior, como si le hubieran arrancado una parte del corazón, una sensación que no había experimentado nunca. Había perdido algo precioso. ¿Cómo hubiera sido ese bebé? ¿Habría tenido los brillantes ojos azules de su madre o los más pálidos de su padre? Sin duda habría sido alto y moreno…


Cerró los ojos y puso la mente en blanco. No podía continuar en esa dirección. Los niños nunca habían formado parte de sus planes, y jamás lo harían. Respiró hondo. Lo que había sucedido no era más que el destino, ¿no? Así debían ser las cosas. No obstante, en esos momentos deseaba poder hacer que todo desapareciera.


Se sentó en una silla frente a la cama y la observó moverse. Paula al fin abrió los ojos. Desde su posición vio cómo palidecía a medida que los recuerdos regresaban.


–Siento haber lloriqueado toda la noche –Paula se sentó en la cama y se cubrió con la sábana–. Ya se me ha pasado. En serio.


En cierto modo era así, al menos físicamente, y tenía planes para continuar con su vida. Por eso había enviado los papeles del divorcio, ¿no? Quería pasar página para poder continuar.


–No pasa nada. Me alegra haberme enterado al fin –murmuró él con voz ronca–. Lo siento.


Lo decía en serio. Pero seguía habiendo un problema que debían tratar: el final de su relación.


–Supongo que querrás regresar –ella se frotó la frente con una mano, tapándose los ojos.


–No, aún no estoy preparado para abandonar la isla –ni estaba preparado para abandonarla a ella. Él también quería finalizar la relación. Por eso había ido allí, ¿no? Al descubrir dónde se encontraba, no había sido capaz de firmar los papeles sin verla primero.


Y una vez la hubo encontrado, había comprendido por qué no había podido firmar sin más. Seguía viva. Y para ella también. Esa maldita electricidad, el infierno que ardía entre ellos. Tenían que concluir aquello. Meses antes se habían bajado demasiado pronto del autobús, pero en esa ocasión iban a quedarse hasta el final de trayecto.


Pedro arrojó un paquete de preservativos sobre la cama.


–Los he conseguido en recepción.


¿Acaso se podía ser más descarado? Sin embargo, no se le ocurría otra manera de abordarlo.


–No quiero sexo por compasión –ella lo miró y se sonrojó violentamente.


–No es eso lo que te estoy ofreciendo –no se trataba de sexo por compasión sino de una imposibilidad de controlar el deseo, y estaba desesperado por deshacerse de esa sensación.


–Entonces, ¿qué me estás ofreciendo?


–¿Qué es lo que quieres tú? –Pedro no pudo reprimir el tono áspero en su voz. Sabía lo que deseaba él. Quería hacerle sentirse bien. Quería sentirse bien. Porque en esos momentos se sentía miserable y el instinto le decía a gritos que sólo se sentiría mejor acercándose a ella.


Paula encogió las piernas y apoyó las rodillas contra el pecho. Los cabellos caían revueltos alrededor del rostro y los enrojecidos ojos bordeados de un halo morado estaban brillantes.


–Quiero lo que acordamos –empezó con rabia–. La aventura a la que nos tendríamos que haber limitado hace un año. Unos días de caprichos para consumir el deseo antes de irnos cada uno por nuestro lado.


Había cambiado. Era más fuerte, ya no era la blandengue de hacía un año. Tenía claro lo que deseaba. Dejó escapar un suspiro. ¿Acaso no era eso mismo lo que deseaba él?


Incapaz de permanecer sentado un segundo más, Pedro se puso en pie. Ya no podía reflexionar, no podía hacer otra cosa que ceder a sus instintos. Se arrodilló en la cama, sobre ella, apoyándole la espalda contra la almohada para que no le cupiera la menor duda de cuáles eran sus intenciones.


Paula alzó las manos con los dedos separados, hundiéndolos en los cabellos de Pedro y atrayéndolo hacia sí. Y lo besó con la misma agónica desesperación que sentía él.


Y durante un instante, pero sólo un instante, Pedro lamentó que ella no deseara nada más.


En eso consistía aquello, ¿no?, en una desgarradora atracción, en la necesidad de saciarse. A pesar de todas las cosas, seguía siendo lo principal. Nada más. Nada menos.


Paula tardó una eternidad en calmar su agitada respiración y cuando lo consiguió se movió, aún entre los fuertes brazos de Pedro, despertándolo, excitándolo. Decidida a hacerlo bien y hasta el final. El reloj avanzaba. África era lo único que tenían.


Sabía que tendría el valor para hacerlo. El año transcurrido le había enseñado que era lo bastante fuerte como para poder con cualquier cosa. Incluso con él.

 

Se alegró de que se hubiera enterado de lo sucedido. Jamás habría esperado recibir un trato tan sensible de su parte y le había sorprendido. Se sentía agradecida por el consuelo que le habían ofrecido los fuertes brazos mientras ella había llorado en ellos. Y no le había pasado desapercibido el dolor en los ojos de Pedro y que, en cierto modo, había contribuido a calmar su propio dolor. Ya no se encontraba sola con su tristeza por la pérdida del bebé. Él también la sentía y eso bastaba para hacerlo algo más soportable.



SIN TU AMOR: CAPITULO 24

 


–¿Paula? –él estaba a su lado sujetándola por la cintura–.¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado?


Ella abrió la boca para decir «nada», pero Pedro estaba tan cerca y la miraba tan atentamente… Le sucedía a veces. Bastaba algo tan sencillo como una palabra o una imagen para que se desatara la avalancha de un dolor que la inundaba como si hubiera sucedido el día anterior.


–¿Paula? –él entornó los ojos–. ¿Qué sucede? –de repente respiró entrecortadamente–. ¡No! –sacudió la cabeza lentamente.


Ella lo vio deducirlo todo, incapaz de moverse.


–Cielo santo. Te dejé embarazada –se quedó boquiabierto–. Durante todo este tiempo has estado ocupada en tener a mi bebé… ¿Dónde demonios está? ¿Qué has hecho?


–¡Nada! –exclamó ella–. No he hecho nada. Te equivocas –dio un paso atrás hasta quedar apoyada contra la pared–. Estás muy equivocado.


–No, no lo estoy –él le bloqueó el paso–. Ni te atrevas a mentirme. ¿Te quedaste embarazada?


–Sí –Paula cerró los ojos.


–¿Y dónde…? –preguntó él horrorizado–. Maldita sea, cuéntame lo que pasó.


–Sufrí un aborto –ella se sentía mareada. El viejo dolor la desgarraba de nuevo. No había hablado de ello durante meses, pero estaba allí, en aquella habitación. La vieja agonía.


–Mi bebé –él apenas movió los labios.


–Sí.


–Muerto –miró al suelo.


Hubo un largo silencio y Paula se presionó la frente con una mano. Sabía qué preguntas seguirían a las primeras y la idea de tener que responderlas le resultaba insoportable.


–¿Por qué no me dijiste que estabas embarazada?


–No quería hacerlo –ella cerró los ojos durante unos segundos.


Oyó la respiración entrecortada de Pedro y se apresuró a continuar.


–Me sentía herida.


Él le había destrozado despiadadamente las ilusiones aquel día al confesarle los verdaderos motivos para casarse con ella. Un par de semanas después, al descubrir que estaba embarazada, seguía tan dolida que de ninguna manera se lo hubiera dicho. Sin embargo, otro par de semanas después, había empezado a hacerse a la idea.


–Sabía que tendría que hablar contigo. Pero…


–¿Pero, qué?


–Supongo que me estaba armando de valor.


Pero después había tenido que armarse de más valor del que jamás habría pensado necesitar en su vida.


–Por favor, cuéntame qué pasó.


Paula se quedó en silencio. No habría querido hablar de ello con nadie. Había sucedido y punto. No había nada que él pudiera hacer.


Por otro lado, sabía que no tenía escapatoria, no si estaba tan cerca de ella, analizando cada movimiento. Tendría que contarle lo más esencial.


–Estaba en Bath, adonde fui tras dejarte. Durante unas semanas todo fue bien y yo empezaba a recuperarme cuando… –se sintió incapaz de continuar.


–¿Te pusiste enferma? ¿Sufriste una caída?


–Nada de eso. Simplemente sucedió. El médico dijo que nunca sabría el motivo.


–Pero ibas a quedártelo.


–Sí.


–¿Y no pensabas decirme que tenía un hijo? –él la taladró con la mirada.


–Con el tiempo –murmuró ella. Cuando hubiera puesto su vida en orden.


–No debiste huir, Paula –rugió Pedro–. ¿De verdad crees que puedes librarte de todo evitándolo? Sobre todo tratándose de algo tan importante como esto –guardó silencio durante largo rato hasta que se recompuso–. Ni siquiera en estos momentos me lo estás contando todo, ¿verdad?


Paula no pudo sostenerle la mirada y se centró en el suelo, deseando poder desaparecer.


–La cicatriz. Cielo santo. Así conseguiste la cicatriz –Pedro le tomó el rostro con las manos ahuecadas y lo alzó con suma delicadeza–. ¿Verdad?


¿De qué servía guardarse los detalles? Lo sabía casi todo y estaba a punto de adivinar el resto.


–Sufría muchos dolores. Me desmayé. No sé qué ocurrió. Me despertaba y desvanecía constantemente. Recuerdo el trayecto en ambulancia. Recuerdo habérselo dicho –les había suplicado a los médicos que salvaran a su bebé–. Tuve un embarazo ectópico. Me llevaron directamente al quirófano –le habían tenido que extirpar la trompa de Falopio y el ovario había quedado dañado. Había permanecido en el hospital durante unos días, y luego, de vuelta al piso vacío, para recuperarse… para nada.


–Eso puede ser mortal.


–Mi bebé murió –Paula sentía el corazón encogido.


–Tú también podrías haber muerto.


En efecto y, durante un tiempo deseó haberlo hecho. Lo había perdido todo.


Hubo un largo silencio, pero él no la soltó. Sentía su respiración profunda, como si se estuviera esforzando por controlarla. Paula esperaba su explosión de un momento a otro. Sentía su ira irradiar del interior. Pero no fueron palabras duras las que surgieron.


–Debió ser horrible para ti –susurró con una simpatía que ella no había esperado–. Debiste sentirte tan sola –le acarició la mejilla con un dedo–. No se lo contaste a nadie, ¿verdad?


–No había nadie… –ella respiró agitadamente. Sintió el esfuerzo que realizaba Pedro para permanecer en silencio y pudo ver el dolor reflejado en sus ojos.


–Siento mucho que estuvieras sola –continuó él en voz baja–. Ojalá me lo hubieras contado, pero casi entiendo por qué no lo hiciste. Ojalá hubiera podido hacer algo.


–No había nada que hacer –la voz de Paula se quebró–. No tiene importancia.


–Sí la tiene –él la apartó de la pared y la abrazó con ternura–. Sí tiene importancia.


Por fin, aunque demasiado tarde, él la consoló.


–Importa mucho –murmuró Pedro con el rostro enterrado en sus cabellos.


Paula no sabía cuándo disminuiría el dolor. Había intentado aparcarlo en el fondo de su mente, intentado centrarse en volver a encauzar su vida y labrarse un futuro. Y había surtido efecto… hasta que lo había vuelto a ver. Al principio había sido puro deseo nada más, pero la chispa sexual había despertado todas sus emociones. Había abierto su corazón y el dolor había salido a borbotones. Pedro la abrazó con más fuerza.


Las lágrimas que resbalaban por su rostro eran ardientes, saladas y dolían, pero no podía parar. Tampoco conseguía respirar bien, pero era incapaz de detener los sollozos que la ahogaban. Lloró por todas las cosas que había deseado, por el amor, por una familia. Lloró porque no podía evitar hacerlo. Y él la abrazó, murmurando palabras de consuelo.


Y por primera vez compartió su dolor.





jueves, 24 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 23

 


El caso Robertson había sido muy desagradable. El hombre había permitido que el éxito de su programa de televisión se le subiera a la cabeza. Había abandonado a la mujer con la que había estado casado tres años, junto a su hijo recién nacido, para dedicarse a la vida de una estrella del rock… y a la actriz principiante que había conocido en el estudio de grabación. Creyendo que le bastaría con su dinero y la fama, había contratado a un abogado especialista en divorcios, argumentando que su dinero era suyo y que no tenía que compartirlo con su esposa y el bebé. Su esposa había contratado a Pedro. Había sido el caso más importante de su carrera y había cementado su reputación.


–Robertson quería batallar en el tribunal. Y lo consiguió.


–Y ganaste.


–No hubo ningún ganador, en estos casos nunca lo hay –Pedro aún se sentía enfadado–. Había un bebé por medio, Paula. Un bebé que cuando sea mayor leerá sobre el caso y sabrá que su padre no lo quiso, que no quiso conocerlo, que no quería pasar tiempo con él y que se vio obligado por un juez a pasarle el dinero para criarlo. ¿Cómo crees que se sentirá? Siempre es igual. O bien los niños son rechazados o son destrozados como moneda de cambio entre sus amargados padres.


Pedro siempre aconsejaba acudir a un consejero, intentar la mediación y llegar a un acuerdo fuera de los tribunales, cualquier cosa para facilitar las cosas.


–¿Te sentiste tú así cuando tus padres se separaron?


Él se quedó helado. Por eso no solía hablar de sus padres con las mujeres, siempre querían profundizar en el tema más de lo que él estaba dispuesto.


–Supongo que yo también fui una moneda de cambio. Lucharon por mí. Sobre mí.


Sin embargo, aunque ambos lo habían querido, no les había bastado. No lo suficiente para mantenerse juntos ni para ser felices. La mayoría de sus problemas habían surgido tras no poder tener otro hijo. Él, su único hijo, no les había colmado.


–Supongo que siempre es mejor que luchen por uno a que no te quieran –levantó la vista a tiempo para ver el gesto de disgusto reflejado en los ojos de Paula y quiso haberse mordido la lengua. Le acarició el brazo–. Oye, lo siento.


–No pasa nada –sin embargo, ella retiró la mano–. Además, tienes razón.


Hasta ese momento, Pedro no había sabido nada del pasado de Paula y el conocimiento había reforzado su decisión sobre lo que planeaba hacer con su propia vida.


–Yo jamás tendré hijos.


–Yo tampoco.


–¿Por qué no? –preguntó él perplejo. ¿No eran todas las mujeres un poco mamá gallina?


–Porque no quiero que otra persona sufra lo que yo sufrí –ella tenía la mirada fija en el tablero.


–Yo tampoco –al parecer tenían más en común de lo que se había figurado.


–Hora de pagar –de repente, ella sonrió–. Acabo de ganarte.


Cuanto más tiempo dedicaban a jugar, más descabelladamente alto se volvía el premio y, llegado un momento, y a instancias de ella, se volvió descaradamente pervertido. El sentido de la realidad de Pedro retrocedió un año atrás. Aquello se parecía cada vez más a la semana de locura que habían vivido, pero daba igual mientras pudiera tocarla.


–¿Qué sucede? –Paula se cepillaba los cabellos cuando oyó a Pedro soltar un juramento.


–Nos hemos quedado sin preservativos –rugió él furioso–. Demonios, la última vez que tuvimos una aventura nos casamos. Sólo faltaba que te dejara preñada.


La mente de Paula se quedó en blanco y, ciegamente, soltó el puño que se estrelló contra la pared. Sin embargo, el dolor no le hizo regresar al presente.



SIN TU AMOR: CAPITULO 22

 


Pedro se asomó a la puerta y la vio sentada sobre la arena con las piernas cruzadas peinándose el cabello, y él deseó poderle peinar esos cabellos. Deseó sentarla sobre el regazo para poder hundirse en su interior y sentir esos maravillosos cabellos acariciándole el rostro y las largas piernas abrazándolo.


Era una amante increíble. Jamás se había sentido tan deseado, ni había sentido tal deseo por otra persona, ni tal sorpresa ante el deseo y la agresividad de Paula. ¿Paula osada? En esos momentos lo era. De haberlo sabido, habría ido tras ella mucho antes.


Deseaba repetir cada una de las fantasías que había hecho realidad al mismo tiempo que su cerebro se llenaba de más ideas seductoras. La sirena lo llamaba y él era incapaz de resistirse a su canto. Avanzó hasta la playa y le quitó el peine de la mano, cumpliendo así su deseo.


La tarde se prolongó, larga y perezosa. Pedro consiguió hacerse con un juego de bao y, con la ayuda de Hamim enseñó a jugar a Paula, cuya competitividad se activó cuando él propuso para el ganador un premio sólo apto para adultos. A Pedro le intrigaba el funcionamiento del cerebro de esa mujer, con qué habilidad planeaba sus estrategias, y quiso saber más.


–¿Juegas al ajedrez?


–Sí.


–¿Con quién?


–Solía jugar con Felipe, y en la universidad… –se interrumpió sonrojándose.


–¿Qué?


–Mi exnovio creía saber jugar.


–Y tú le dabas una paliza tras otra, ¿me equivoco? –esa mujer era buena, lista y había mucho más en esos ojos azules y las embriagadoras y largas piernas.


–No le gustaba –ella asintió.


–¿Y qué pasó con él?


–Encontró a otra –Paula bajó la vista–. Más bajita. Más rubia.


En otras palabras, la había engañado. No era de extrañar que no le creyera cuando le dijo que se había mantenido célibe casi un año. Y de nuevo estaba el problema de la estatura.


–¿Y además jugaba fatal al ajedrez?


–No lo sé –ella rió–. Seguramente.


–Está claro que ese tipo era un imbécil. No sé qué problema podía haber en que tú ganaras.


–Pensaba que tú siempre jugabas para ganar –ella lo miró con picardía.


–Sí, pero tendrás que admitir que en este caso, pase lo que pase, ganaré.


–¿Algo así como ganar el caso Robertson? –preguntó ella mientras seguían jugando.


–¿Lo conoces?


–Estuvo en casi todos los periódicos durante semanas. Claro que lo conozco.





SIN TU AMOR: CAPITULO 21

 


La vista sobre el océano Índico era amplia e increíble, y había una total privacidad. Los muebles eran tallados y todo rebosaba comodidad. Sin embargo, ella se sintió embriagada al ver la enorme cama.


Aún no era mediodía, pero como si eso le importara a Pedro. Quitó la hermosa colcha blanca dejando únicamente las sábanas de algodón. Después, la miró a los ojos.


–¿Qué me dices, Paula?


–Digo que aún tienes mucho de pirata, Pedro –contestó sin poder evitar una sonrisa–. Te echo una carrera hasta el mar.


Paula abrió la puerta y corrió por la arena directa al agua sin importarle que los pantalones cortos y la camiseta quedaran empapados. A su espalda, oyó la risa de Pedro.


Haciendo caso omiso del agua que chorreaba de su ropa, regresó a la cabaña y se quitó la ropa antes de sacudirse la arena de los pies para no arruinar la blancura de las sábanas. La cama era cómoda e irresistible. Cerró los ojos, extendió los brazos y disfrutó de la suave brisa que acariciaba su húmeda piel.


Unas manos tiraron de sus tobillos hasta que los pies quedaron colgando del borde de la cama. Abrió los ojos y se encontró con la mirada azul glacial que le sonreía.


–Esto es a lo que estás acostumbrada, ¿no? –las manos de Pedro se deslizaron por las piernas generando un calor inmediato–, a que tus pies cuelguen del borde de la cama.


–Pero en ésta no cuelgan.


–No –Pedro la levantó en vilo y la tumbó en el centro de la cama antes de separarle las piernas hasta dejarla dispuesta como una estrella de mar.


Hipnotizada por su mirada, ella le dejó hacer.


–Son enormes –él deslizó un dedo por el pie–. Si fueran más pequeños no te sujetarían.


Paula soltó una carcajada. Tenía razón.


–Tus pies son perfectos. Tus piernas son perfectas. Nadie podría resistirse a esta sedosa piel, y tu cintura es estrecha… –deslizó una mano sobre las costillas–. Te crees una gigante, pero en realidad eres frágil –los dedos descendieron más–. ¿Cuándo te hicieron esto?


La cicatriz. Los dedos de Pedro acariciaban la cicatriz. El placer que había sentido Paula desapareció de golpe y tuvo que obligarse a reprimir la oleada de pánico que la asaltó.


–No soy frágil –se puso de rodillas. Sólo se le ocurría un modo de evitar la pregunta.


Pedro ya se había desnudado y estaba completamente excitado, por lo que no le resultó difícil distraerle. Los besos lo conseguirían, la química era sublime. Y en ese instante desapareció la última de sus reticencias. Aquello no era más que un revolcón de fantasía y se negaba a que el pasado destruyera el momento.


Permitió que su cabeza y sus hombros colgaran sobre el borde de la cama y los cabellos llegaran hasta el suelo mientras Pedro la tomaba. Los brazos cayeron hacia atrás, como si estuviera volando. Con sus largas piernas le rodeó la cintura y él le ancló el íntimo núcleo a la cama. Estaba anegada en sudor y con la parte inferior del cuerpo pegada a él y aun así se sentía libre.


–Increíble –gruñó él–. Eres increíble.


A continuación le agarró la mano y tiró de ella para que todo su cuerpo estuviera sobre el colchón. Casi sin aliento, Paula se sintió enloquecer de dicha. Pedro se acercó a la mesa y cortó una rodaja de piña. Le acercó un trozo a la boca para que la saboreara. El jugo era a la vez dulce y ácido y ella se lo comió mientras él lamía el jugo que había quedado en su mano, pero ella le agarró la mano y lo imitó, provocándole una gran excitación. Había vaciado su mente de todo contenido salvo el deseo animal de yacer con él. Era todo sensualidad sin ninguna reflexión.


–Otra vez –Paula posó la cabeza sobre la almohada sin quitarle los ojos de encima a Pedro.


–Será un placer.


–Un gran placer –ella cerró los ojos.