sábado, 26 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 27

 


Unas horas más tarde, Pedro la guió hasta el avión. Paula nunca había viajado en primera clase y miraba sorprendida a su alrededor.


–Podríamos haber viajado en clase superior –Pedro la observó investigar con curiosidad los artículos de aseo.


–¿Existe otra clase?


–Podríamos tener nuestra propia suite –él la miró pensativo–, con una enorme cama, pero ya estaba reservada.


Menos mal. Paula ya se había resignado mentalmente a haber dormido con él por última vez. Y después de lo que le había hecho el masajista en Mnemba, no estaba dispuesta a que Pedro viera siquiera una pequeña parte de su cuerpo desnudo. Había sido un buen método de represión.


–¿No te gustaría unirte al Mile High Club conmigo?


–Hoy no –ella ni siquiera se molestó en mentir.


Pedro la miró con una incredulidad que rápidamente se transformó en determinación mientras daba un paso hacia ella y la atmósfera empezaba a resultar pesada.


–No, Pedro, ya no estamos en África.


–Estamos sobrevolando su espacio aéreo, ¿no?


–No –ya habían acabado y no tenía la menor intención de sucumbir de nuevo.


Su equipaje fue el primero en llegar a la cinta, ventajas de gastar una desmesurada cantidad de dinero en unos asientos convertibles en unas sorprendentemente cómodas camas. Sin embargo, Pedro no había pegado ojo en toda la noche. Paula se le adelantó y recogió ella misma su bolsa de viaje depositándola sobre un carrito. Se sentía muy malhumorado.


–Gracias por…


–He pedido un taxi –le interrumpió él–. Ya debería estar esperándonos.


–Esto… no hace falta.


–Por el amor de Dios, Paula, al menos déjame acompañarte sana y salva a tu casa –Pedro se subió al taxi después de ella–. ¿Te alojas en casa de Felipe? –preguntó secamente.


–Sí.


Un destello de c.elos prendió en su pecho. Menuda estupidez. No le sorprendió que Felipe no le hubiera mencionado que vivía con ella. La lealtad de ese hombre hacia Paula era mayor que la tenía hacia él. Sin embargo, lo irritó. Si se hubiera mostrado más sincero, habría encontrado a Paula antes de que se marchara a África. Demonios, ¿cuánto tiempo llevaba viviendo allí?


Además, la cosa empeoraba cuando se imaginaba a Paula sentada entre esos dos tipos en el sofá, tomando un café, o algún zumo, mientras les contaba sus penas. Por el amor de Dios, ¿estaría Felipe al corriente de lo del bebé? De su bebé…


El taxi paró frente a la casa de Felipe. No quedaba lejos de la casa de Pedro, aunque sí lo bastante como para irritarlo.


–Te ayudaré con el equipaje.


Ella alzó una ceja. El equipaje consistía en una bolsa de viaje. Era evidente que Pedro intentaba retrasar lo inevitable.


–Tengo llave, por si no hay nadie en casa –le explicó Paula mientras llamaba al timbre.


Por supuesto que la tendría. Sin embargo, sí estaban en casa, como evidenciaron las pisadas que se aproximaron a velocidad creciente.


–¡Paula!


Era Mauricio, la pareja de Felipe, un contable ultraconservador que le sacaba unos diez años al flamante genio del interiorismo que apareció en la puerta justo detrás de él.


–¡Cariño! –Felipe apartó a Mauricio de un empujón y abrazó a Paula–. Empezaba a pensar que te había tragado un cocodrilo.


–Más o menos –contestó Paula en tono cáustico.


Pedro… –los ojos de Felipe brillaron–. El cocodrilo, supongo –añadió mientras cerraba la puerta.


–¿Qué pasa con el taxi? –preguntó Paula sorprendida al ver que Pedro seguía allí.


–Puede esperar. El taxímetro sigue corriendo –no estaba dispuesto a marcharse aún.


–¿Te tomas algo, Pedro?


–Gracias –él los siguió hasta el salón. No había tenido la intención de quedarse a tomar algo. Una rápida despedida, nada más, pero la perversidad parecía imprescindible en esos momentos.


–¿Whisky? –Felipe le dedicó una escrutadora mirada antes de decidirse por algo fuerte.


–Gracias –pura malta. Si algo podía decirse de Felipe era que tenía un gusto exquisito.


–Llevaré la bolsa a mi habitación.


De modo que Paula emprendía la huida…


–Ya lo hará Mauricio –intervino Felipe con delicadeza–. Qué curioso que os encontrarais allí.


–Muy curioso –contestó Pedro con frialdad sin mirar a Felipe a la cara. Paula acabaría por descubrir que había sido su amigo el que le había dicho dónde estaba.


–No tenía ni idea de que os conocierais –Paula no había probado el vino.


Tenía aspecto de cansancio y, de repente, Pedro sintió los brazos muy vacíos.


Pedro es cliente mío –explicó Felipe.


–Un cliente muy importante –añadió Pedro secamente. Le había pagado unos enormes honorarios, pero había merecido la pena, principalmente por su relación con Paula.


Sintió que la ira lo invadía. Estaba furioso por tener que abandonarla, y aún más por estar enfadado por ello. Debería sentirse aliviado. Debería tenerlo superado. Había practicado más sexo en los últimos días que en todo un año. Y, pensándoselo bien, había sido el mejor sexo de su vida. Se puso en pie. Había llegado la hora de marcharse.


Felipe y Mauricio se mostraron inusualmente silenciosos, inusualmente atentos mientras Pedro aguardaba a que ella lo acompañara a la puerta.


Paula abrió la puerta delantera y esperó mirando al vacío. No quedaba ni rastro de intimidad. No se acercó a él, no le sonrió. Para ella todo había terminado y parecía desear verlo partir.


Así pues, Pedro no le dio un beso, reprimiéndose con más control del que hubiera necesitado para ganar un triatlón. Furioso, porque era eso lo que habían acordado: África y nada más.


Sin embargo, en el trayecto de regreso a su apartamento, el afilado filo de la soledad se hundió profundamente en su cuerpo. Al entrar, encendió el equipo de música en un intento de acallar el atronador silencio. Se sentía mal, como si sus pulmones se hubieran cambiado de sitio.


Debía ser el jet lag. El cansancio por el largo viaje. Tenía mucho trabajo y empezó a repasar sus correos electrónicos. Había algunos de su padre, con los detalles de la próxima boda del siglo. Demonios, si le tocaba llevar otro más de los divorcios de sus padres, iba a ponerse serio y cobrarles la tarifa completa. Apagó el ordenador y el equipo de música y puso la calefacción. Llevó el bolso de viaje al descansillo y sacó de él el juego de bao que impulsivamente había comprado el último día. Irritado, lo dejó en lo más alto de la librería y le dio la espalda.


Terminado. Había terminado.




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