Dedicaron el día a nadar y a dormir. No hablaron de nada que no fueran temas banales. También jugaron al bao. Aun así, se buscaron con más frecuencia que nunca. La pasión era rápida e intensa, pero nunca parecía bastarles.
La diminuta isla era exquisita y ofrecía todas las comodidades posibles entre las que se incluía el teléfono, el fax y el correo electrónico. A última hora de la tarde, Paula vio a Pedro con la PDA. Inevitablemente, la vida real les invadía. No podrían evitar el futuro eternamente. Se dirigió a la choza dejándole el espacio que necesitaba, no queriendo inmiscuirse en su vida de Londres. La separación era inminente y lo mejor sería empezar ya a distanciarse. Pero veinte minutos más tarde, cuando Pedro regresó a la choza, su expresión era demasiado sombría como para ignorarla.
–¿Malas noticias?
–Papá va a volver a casarse –Pedro arrojó el teléfono sobre la mesilla junto a la cama.
–No me digas. ¿Con quién? –preguntó Paula boquiabierta.
–Parece un juego. Mamá se casó por cuarta vez el año pasado –se tiró sobre la cama y presionó las palmas de las manos contra los ojos–. No me lo puedo creer. Además será el sábado. Este sábado –rugió–. ¿A qué demonios vienen tantas prisas?
–De tal palo tal astilla –rió ella.
–¿Cómo? –él alzó los ojos y esbozó una especie de sonrisa–. Desde luego, pero eso no…
–Desde luego –ella lo vio claramente intentar digerir la afirmación–. ¿Importa acaso, Pedro?
–Entiendo que tengan amantes –Pedro se tendió sobre la cama con los brazos extendidos–. Que tengan todos los que quieran, pero ¿a qué viene tanta boda?
–¿No te parece romántico?
–No. Me parece un acto de desesperación.
–Pedro…
–Tú tampoco eres aficionada a las bodas –se sentó de golpe–. Me parece de mal gusto.
–O sea que para ti no son más que adornos y damas de honor…
–Umm –gruñó él, antes de soltar una carcajada–. Depende. No hay dos iguales.
–¿Conoces a la actual novia?
–Apenas –él sacudió la cabeza–. No pensé que fueran en serio, aunque supongo que tenía que alcanzar a mi madre que le llevaba una boda de ventaja.
–Estás de guasa.
–No. Distribución de bienes, experiencias… siempre se aseguran de ir a medias en todo.
–Pero tú eras uno. ¿Cómo hicieron para repartirte entre los dos?
Pedro la miró y se encogió de hombros con resignación. En lugar de contestar, hizo una pregunta:
–¿Paula…?
Ella supo qué quería y se lo dio.
A la mañana siguiente se despertó tarde y lo encontró ya vestido y con aire distante.
–Será mejor que hagas la maleta, Paula. Nos vamos al mediodía.
Eso explicaba por qué apenas le había dejado descansar la noche anterior. Por qué la había despertado una y otra vez con sus deliciosas caricias. Había llegado la hora.
Mentalmente ya se había marchado. Pedro contemplaba el mar, pero a juzgar por el ceño fruncido era evidente que no veía su belleza. ¿Sería por su padre? Paula no preguntó. África llegaba a su fin y necesitaba desengancharse. Era el acuerdo al que habían llegado.
Minutos más tarde, de pie en la terraza, lo observó fascinada nadar con poderosas brazadas paralelas a la costa.
De inmediato se recriminó su propia estupidez. No iba a quedarse allí toda la mañana contemplándolo, de modo que regresó al interior decidida a encontrar algo para rellenar las pocas horas que aún les quedaban allí. Y encontró la distracción perfecta en el spa.
–¿Dónde estabas? –Pedro parecía malhumorado mientras caminaban hacia el barco.
–Fui a darme un masaje.
–Yo te lo habría dado.
–Sabes que ya hemos terminado con eso –Paula sacudió la cabeza y soltó una carcajada.
Subió al barco y saludó a Hamim con la mano antes de darle la espalda a la isla, decidida a mirar sólo hacia delante… en todo.
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