sábado, 26 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 25

 


Pedro contempló dormir a Paula. Debería salir huyendo de allí a toda velocidad, pero no podía. Tenía una ligera idea de lo que debía haber sufrido, sin decir nada a nadie. ¿Acaso no había sido testigo del sufrimiento de su propia madre mientras el tan ansiado segundo hijo que esperaba no llegaba? ¿No había visto y sentido cómo se le partía el corazón?


A pesar de que el bebé no hubiera sido planeado, aunque ella jamás hubiera deseado tener hijos, comprendía cuánto y por qué debía haberle destrozado la pérdida.


Él mismo sentía un profundo dolor en su interior, como si le hubieran arrancado una parte del corazón, una sensación que no había experimentado nunca. Había perdido algo precioso. ¿Cómo hubiera sido ese bebé? ¿Habría tenido los brillantes ojos azules de su madre o los más pálidos de su padre? Sin duda habría sido alto y moreno…


Cerró los ojos y puso la mente en blanco. No podía continuar en esa dirección. Los niños nunca habían formado parte de sus planes, y jamás lo harían. Respiró hondo. Lo que había sucedido no era más que el destino, ¿no? Así debían ser las cosas. No obstante, en esos momentos deseaba poder hacer que todo desapareciera.


Se sentó en una silla frente a la cama y la observó moverse. Paula al fin abrió los ojos. Desde su posición vio cómo palidecía a medida que los recuerdos regresaban.


–Siento haber lloriqueado toda la noche –Paula se sentó en la cama y se cubrió con la sábana–. Ya se me ha pasado. En serio.


En cierto modo era así, al menos físicamente, y tenía planes para continuar con su vida. Por eso había enviado los papeles del divorcio, ¿no? Quería pasar página para poder continuar.


–No pasa nada. Me alegra haberme enterado al fin –murmuró él con voz ronca–. Lo siento.


Lo decía en serio. Pero seguía habiendo un problema que debían tratar: el final de su relación.


–Supongo que querrás regresar –ella se frotó la frente con una mano, tapándose los ojos.


–No, aún no estoy preparado para abandonar la isla –ni estaba preparado para abandonarla a ella. Él también quería finalizar la relación. Por eso había ido allí, ¿no? Al descubrir dónde se encontraba, no había sido capaz de firmar los papeles sin verla primero.


Y una vez la hubo encontrado, había comprendido por qué no había podido firmar sin más. Seguía viva. Y para ella también. Esa maldita electricidad, el infierno que ardía entre ellos. Tenían que concluir aquello. Meses antes se habían bajado demasiado pronto del autobús, pero en esa ocasión iban a quedarse hasta el final de trayecto.


Pedro arrojó un paquete de preservativos sobre la cama.


–Los he conseguido en recepción.


¿Acaso se podía ser más descarado? Sin embargo, no se le ocurría otra manera de abordarlo.


–No quiero sexo por compasión –ella lo miró y se sonrojó violentamente.


–No es eso lo que te estoy ofreciendo –no se trataba de sexo por compasión sino de una imposibilidad de controlar el deseo, y estaba desesperado por deshacerse de esa sensación.


–Entonces, ¿qué me estás ofreciendo?


–¿Qué es lo que quieres tú? –Pedro no pudo reprimir el tono áspero en su voz. Sabía lo que deseaba él. Quería hacerle sentirse bien. Quería sentirse bien. Porque en esos momentos se sentía miserable y el instinto le decía a gritos que sólo se sentiría mejor acercándose a ella.


Paula encogió las piernas y apoyó las rodillas contra el pecho. Los cabellos caían revueltos alrededor del rostro y los enrojecidos ojos bordeados de un halo morado estaban brillantes.


–Quiero lo que acordamos –empezó con rabia–. La aventura a la que nos tendríamos que haber limitado hace un año. Unos días de caprichos para consumir el deseo antes de irnos cada uno por nuestro lado.


Había cambiado. Era más fuerte, ya no era la blandengue de hacía un año. Tenía claro lo que deseaba. Dejó escapar un suspiro. ¿Acaso no era eso mismo lo que deseaba él?


Incapaz de permanecer sentado un segundo más, Pedro se puso en pie. Ya no podía reflexionar, no podía hacer otra cosa que ceder a sus instintos. Se arrodilló en la cama, sobre ella, apoyándole la espalda contra la almohada para que no le cupiera la menor duda de cuáles eran sus intenciones.


Paula alzó las manos con los dedos separados, hundiéndolos en los cabellos de Pedro y atrayéndolo hacia sí. Y lo besó con la misma agónica desesperación que sentía él.


Y durante un instante, pero sólo un instante, Pedro lamentó que ella no deseara nada más.


En eso consistía aquello, ¿no?, en una desgarradora atracción, en la necesidad de saciarse. A pesar de todas las cosas, seguía siendo lo principal. Nada más. Nada menos.


Paula tardó una eternidad en calmar su agitada respiración y cuando lo consiguió se movió, aún entre los fuertes brazos de Pedro, despertándolo, excitándolo. Decidida a hacerlo bien y hasta el final. El reloj avanzaba. África era lo único que tenían.


Sabía que tendría el valor para hacerlo. El año transcurrido le había enseñado que era lo bastante fuerte como para poder con cualquier cosa. Incluso con él.

 

Se alegró de que se hubiera enterado de lo sucedido. Jamás habría esperado recibir un trato tan sensible de su parte y le había sorprendido. Se sentía agradecida por el consuelo que le habían ofrecido los fuertes brazos mientras ella había llorado en ellos. Y no le había pasado desapercibido el dolor en los ojos de Pedro y que, en cierto modo, había contribuido a calmar su propio dolor. Ya no se encontraba sola con su tristeza por la pérdida del bebé. Él también la sentía y eso bastaba para hacerlo algo más soportable.



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