–¿Paula? –él estaba a su lado sujetándola por la cintura–.¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado?
Ella abrió la boca para decir «nada», pero Pedro estaba tan cerca y la miraba tan atentamente… Le sucedía a veces. Bastaba algo tan sencillo como una palabra o una imagen para que se desatara la avalancha de un dolor que la inundaba como si hubiera sucedido el día anterior.
–¿Paula? –él entornó los ojos–. ¿Qué sucede? –de repente respiró entrecortadamente–. ¡No! –sacudió la cabeza lentamente.
Ella lo vio deducirlo todo, incapaz de moverse.
–Cielo santo. Te dejé embarazada –se quedó boquiabierto–. Durante todo este tiempo has estado ocupada en tener a mi bebé… ¿Dónde demonios está? ¿Qué has hecho?
–¡Nada! –exclamó ella–. No he hecho nada. Te equivocas –dio un paso atrás hasta quedar apoyada contra la pared–. Estás muy equivocado.
–No, no lo estoy –él le bloqueó el paso–. Ni te atrevas a mentirme. ¿Te quedaste embarazada?
–Sí –Paula cerró los ojos.
–¿Y dónde…? –preguntó él horrorizado–. Maldita sea, cuéntame lo que pasó.
–Sufrí un aborto –ella se sentía mareada. El viejo dolor la desgarraba de nuevo. No había hablado de ello durante meses, pero estaba allí, en aquella habitación. La vieja agonía.
–Mi bebé –él apenas movió los labios.
–Sí.
–Muerto –miró al suelo.
Hubo un largo silencio y Paula se presionó la frente con una mano. Sabía qué preguntas seguirían a las primeras y la idea de tener que responderlas le resultaba insoportable.
–¿Por qué no me dijiste que estabas embarazada?
–No quería hacerlo –ella cerró los ojos durante unos segundos.
Oyó la respiración entrecortada de Pedro y se apresuró a continuar.
–Me sentía herida.
Él le había destrozado despiadadamente las ilusiones aquel día al confesarle los verdaderos motivos para casarse con ella. Un par de semanas después, al descubrir que estaba embarazada, seguía tan dolida que de ninguna manera se lo hubiera dicho. Sin embargo, otro par de semanas después, había empezado a hacerse a la idea.
–Sabía que tendría que hablar contigo. Pero…
–¿Pero, qué?
–Supongo que me estaba armando de valor.
Pero después había tenido que armarse de más valor del que jamás habría pensado necesitar en su vida.
–Por favor, cuéntame qué pasó.
Paula se quedó en silencio. No habría querido hablar de ello con nadie. Había sucedido y punto. No había nada que él pudiera hacer.
Por otro lado, sabía que no tenía escapatoria, no si estaba tan cerca de ella, analizando cada movimiento. Tendría que contarle lo más esencial.
–Estaba en Bath, adonde fui tras dejarte. Durante unas semanas todo fue bien y yo empezaba a recuperarme cuando… –se sintió incapaz de continuar.
–¿Te pusiste enferma? ¿Sufriste una caída?
–Nada de eso. Simplemente sucedió. El médico dijo que nunca sabría el motivo.
–Pero ibas a quedártelo.
–Sí.
–¿Y no pensabas decirme que tenía un hijo? –él la taladró con la mirada.
–Con el tiempo –murmuró ella. Cuando hubiera puesto su vida en orden.
–No debiste huir, Paula –rugió Pedro–. ¿De verdad crees que puedes librarte de todo evitándolo? Sobre todo tratándose de algo tan importante como esto –guardó silencio durante largo rato hasta que se recompuso–. Ni siquiera en estos momentos me lo estás contando todo, ¿verdad?
Paula no pudo sostenerle la mirada y se centró en el suelo, deseando poder desaparecer.
–La cicatriz. Cielo santo. Así conseguiste la cicatriz –Pedro le tomó el rostro con las manos ahuecadas y lo alzó con suma delicadeza–. ¿Verdad?
¿De qué servía guardarse los detalles? Lo sabía casi todo y estaba a punto de adivinar el resto.
–Sufría muchos dolores. Me desmayé. No sé qué ocurrió. Me despertaba y desvanecía constantemente. Recuerdo el trayecto en ambulancia. Recuerdo habérselo dicho –les había suplicado a los médicos que salvaran a su bebé–. Tuve un embarazo ectópico. Me llevaron directamente al quirófano –le habían tenido que extirpar la trompa de Falopio y el ovario había quedado dañado. Había permanecido en el hospital durante unos días, y luego, de vuelta al piso vacío, para recuperarse… para nada.
–Eso puede ser mortal.
–Mi bebé murió –Paula sentía el corazón encogido.
–Tú también podrías haber muerto.
En efecto y, durante un tiempo deseó haberlo hecho. Lo había perdido todo.
Hubo un largo silencio, pero él no la soltó. Sentía su respiración profunda, como si se estuviera esforzando por controlarla. Paula esperaba su explosión de un momento a otro. Sentía su ira irradiar del interior. Pero no fueron palabras duras las que surgieron.
–Debió ser horrible para ti –susurró con una simpatía que ella no había esperado–. Debiste sentirte tan sola –le acarició la mejilla con un dedo–. No se lo contaste a nadie, ¿verdad?
–No había nadie… –ella respiró agitadamente. Sintió el esfuerzo que realizaba Pedro para permanecer en silencio y pudo ver el dolor reflejado en sus ojos.
–Siento mucho que estuvieras sola –continuó él en voz baja–. Ojalá me lo hubieras contado, pero casi entiendo por qué no lo hiciste. Ojalá hubiera podido hacer algo.
–No había nada que hacer –la voz de Paula se quebró–. No tiene importancia.
–Sí la tiene –él la apartó de la pared y la abrazó con ternura–. Sí tiene importancia.
Por fin, aunque demasiado tarde, él la consoló.
–Importa mucho –murmuró Pedro con el rostro enterrado en sus cabellos.
Paula no sabía cuándo disminuiría el dolor. Había intentado aparcarlo en el fondo de su mente, intentado centrarse en volver a encauzar su vida y labrarse un futuro. Y había surtido efecto… hasta que lo había vuelto a ver. Al principio había sido puro deseo nada más, pero la chispa sexual había despertado todas sus emociones. Había abierto su corazón y el dolor había salido a borbotones. Pedro la abrazó con más fuerza.
Las lágrimas que resbalaban por su rostro eran ardientes, saladas y dolían, pero no podía parar. Tampoco conseguía respirar bien, pero era incapaz de detener los sollozos que la ahogaban. Lloró por todas las cosas que había deseado, por el amor, por una familia. Lloró porque no podía evitar hacerlo. Y él la abrazó, murmurando palabras de consuelo.
Y por primera vez compartió su dolor.
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